La
correspondencia con el Senado era copiosa y tenía que ser atendida antes que
cualquier otra cosa, lo que tuvo a César muy ocupado durante tres días. En el
exterior de la casa de madera del general las legiones estaban siempre en
movimiento, proceso que no originaba demasiada confusión ni ruido, de modo que
el papeleo podía llevarse a cabo con toda tranquilidad. Incluso el apático Cayo
Trebacio se vio envuelto en el remolino, porque César tenía la costumbre de
dictar tres cartas a la vez mientras se paseaba entre tres secretarios
encorvados sobre las tablillas de cera; le dictaba a cada uno un par de
oraciones rápidas antes de dirigirse al siguiente, sin mezclar nunca los temas
ni las ideas. Era aquella sobrecogedora capacidad de trabajo lo que había
ganado el corazón de Trebacio. Resultaba difícil odiar a un hombre que podía
tener tantas ollas hirviendo a la vez.
Pero
al final había que atender las cartas personales, por muchos comunicados de
Roma que llegasen cada día. Había mil trescientos kilómetros desde el puerto
Icio a Roma por unos caminos que a menudo eran ríos en la Galia de los
cabelleras largas, hasta que, muy al sur de la Provenza, empezaban las
carreteras de vía Domitia y vía Emilia. César tenía un grupo de mensajeros que
continuamente cabalgaban o navegaban entre Roma y dondequiera que él estuviese,
y esperaba que recorrieran un mínimo de ochenta kilómetros al día. De ese modo
recibía las últimas noticias de Roma en menos de dos nundinae y se
aseguraba de que su alejamiento no tuviese el efecto de anular su influencia.
La cual crecía cada vez más en proporción directa a su riqueza, siempre en
aumento. Puede que Britania no le hubiese proporcionado mucho, pero la Galia de
los cabelleras largas había dado montañas de beneficios.
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