A
Cleopatra la preocupaba por encima de todo lo demás la crisis que giraba en
torno a su hijo. Cha'em y Tacha habían recibido la orden de llevarse a Cesarión
a Menfis y tenerlo allí hasta que Antonio se hubiese marchado.
- No
iré -afirmó Cesarión, muy tranquilo, con la barbilla alzada.
No
estaban solos, algo que enfadaba a Cleopatra. Así que respondió sin más:
- ¡El
faraón lo ordena! Por lo tanto, irás.
- Yo
también soy faraón. El más grande romano vivo después de que mi padre fuese
asesinado viene a visitarnos, y le recibiremos con todos los honores. Eso significa
que el faraón debe estar presente en ambas encarnaciones, varón y mujer.
- No
discutas, Cesarión. Si es necesario, ordenaré que la guardia te lleve a Menfis.
-
¡Eso quedará muy bien a los ojos de tus subditos!
-
¡Cómo te atreves a ser así de insolente conmigo!
- Soy
faraón, ungido y coronado. Soy hijo de Amón-Ra e hijo de Isis. Soy Horus. Soy
el Señor de las Dos Damas y el Señor del Alto y Bajo Egipto. Mi cartucho está
por encima del tuyo. A menos que vayas a la guerra contra mí, no puedes negarme
mi derecho a sentarme en el trono. Como estaré cuando recibamos a Marco Antonio.
En la
sala de audiencias reinaba tanto silencio que cada palabra que pronunciaban
madre e hijo resonaba en las vigas doradas. Los sirvientes intentaban pasar lo más
desapercibidos posible. Charmian e Iras atendían a la reina. Apolodoro
permanecía en su puesto y Sosigenes estaba sentado a una mesa ocupado en la
lectura de los platos que ofrecerían en los banquetes. Sólo faltaban Cha'em y
Tach'a, muy atareadas en preparar los múltiples agasajos que le ofrecerían a su
amado Cesarión cuando llegase al recinto de Ptah.
El
rostro del niño mostraba una expresión terca, sus ojos azul verdoso duros como
piedras pulidas. Nunca el parecido con César había sido tan pronunciado. Sin embargo,
la postura era relajada, nada de puños apretados y los pies bien plantados.
Había dicho lo suyo; ahora le tocaba a Cleopatra.
Sentada
en la poltrona intentaba calmar el torbellino en su mente. ¿Cómo explicarle a
este obstinado extraño que actuaba por su propio bien? Si se quedaba en el recinto
real se vería expuesto a toda clase de cosas nada adecuadas para su edad
-juramentos, profanidades, glotones que vomitaban, personas tan dominadas por
la lujuria
que poco les importaba si copulaban en un diván o de pie apoyados en una
pared-, actos que llevaban la semilla de la corrupción, vividas ilustraciones
de un mundo
que ella había decidido que su hijo nunca vería hasta tener la edad necesaria
para enfrentarse a ellos. Recordó sus años de niña en este mismo palacio, a su disoluto
padre acariciando a sus catamitas, exhibiendo los genitales para que se los
besasen y chupasen, bailando borracho al tiempo que tocaba su ridícula flauta a
la cabeza de un desfile de niños y niñas desnudos, mientras se ocultaba y
rezaba para que él no la encontrase e hiciese que la violasen para su placer, o
incluso que la matasen como había hecho con Berenice. Tenía una nueva familia
con su joven hermanastra; una hija de su esposa Mitrídates era prescindible.
Por lo tanto, los años que había pasado en Menfis con Cha'em y Tach'a
perduraban en su memoria como el tiempo más delicioso de toda su vida:
tranquilo, seguro, feliz.
Las
fiestas en Tarsus habían sido un buen ejemplo del estilo de vida de Marco
Antonio. Él mismo se había mantenido mesurado, pero sólo porque debía enfrentarse
a una mujer que también era una soberana. La conducta de sus amigos le era del
todo indiferente, y algunos de ellos se habían comportado de forma abominable.
¿Pero
cómo decirle a Cesarión que no estaría, que no podía estar, aquí? El instinto
le decía que Antonio iba a olvidar toda continencia, que interpretaría a fondo
el papel de nuevo Dionisio. También era el primo de su hijo. Si Cesarión se
quedaba en Alejandría, sería imposible tenerlos separados. Era obvio que
Cesarión soñaba con conocer al gran guerrero, sin comprender que el gran
guerrero se presentaría con el disfraz del gran juerguista.
Por
lo tanto, el silencio persistió hasta que Sosigenes carraspeó y apartó la silla
para levantarse.
- ¿Su
majestad, puedo hablar? -preguntó.
Le
respondió Cesarión:
-
Habla.
- El
joven faraón tiene ahora seis años, pero todavía está al cuidado de un palacio
lleno de mujeres. Sólo en el gimnasio y el hipódromo entra en el mundo de los hombres,
y son sus subditos. Antes de hablar con él, deben prosternarse. No ve nada
extraño en esto: es el faraón. Pero con la visita de Marco Antonio tendrá la oportunidad
de vincularse con hombres que no son sus súbditos, y que no se prosternarán.
Que le alborotarán el pelo, lo empujarán amablemente, bromearán con él. De
hombre a hombre. Faraona Cleopatra, sé por qué deseas enviar al joven faraón a
Menfis, comprendo…
Cleopatra
lo interrumpió.
-
¡Basta, Sosigenes! ¡Olvidas quién eres! Acabaremos esta conversación después de
que el joven faraón haya dejado la sala, ¡algo que hará ahora!
- No
me marcharé -dijo Cesarión.
Sosigenes
continuó pese a que temblaba de terror. Su trabajo, y también su cabeza,
estaban en peligro, pero alguien tenía que decirlo
.
- Su
majestad, no puedes ordenar que el joven faraón se marche, ya sea ahora para
acabar esto, o más tarde para protegerlo de los romanos. Tu hijo ha sido ungido
y coronado faraón y rey. En años puede que sea un niño, pero en lo que es, ya
es un hombre. Es hora de que trate libremente con hombres que no se
prosternen.
Su padre era un romano. Es el momento de que aprenda más de Roma y los romanos
de lo que aprendió cuando era un bebé durante tu estancia en Roma.
Cleopatra
sintió que el rostro le ardía, se preguntó cuánto de lo que sentía se reflejaba
en su faz. ¡Maldito niño haciendo pública su postura! Cesarión sabía cómo cotilleaban
los sirvientes; dentro de una hora lo sabría todo el palacio, mañana toda la
ciudad.
Había
perdido. Todos los presentes lo sabían.
-
Gracias, Sosigenes -manifestó después de una muy larga pausa-. Agradezco tu
consejo. Es el consejo acertado. El joven faraón debe quedarse en Alejandría para
frecuentar a los romanos.
El
chiquillo no gritó de alegría ni comenzó a dar saltos. Asintió con un gesto
regio y dijo, mirando a su madre con ojos inexpresivos:
-
Gracias, mamá, por decidir no ir a la guerra.
Apolodoro
sacó a todos de la sala, incluido el joven faraón; tan pronto como se quedó a
solas con Iras y Charmian, Cleopatra se echó a llorar.
-
Tenía que suceder -afirmó Iras, la práctica.
- Ha
sido cruel -declaró Charmian, la sentimental.
- Sí
-dijo Cleopatra, entre sollozos-, ha sido cruel. Todos los hombres lo son, está
en su naturaleza. No están contentos con vivir en igualdad de términos con las mujeres.
-Se enjugó las lágrimas-. He perdido una pequeña parte de mi poder; me la ha
arrebatado. Para cuando cumpla los veinte, lo tendrá todo.
-
Esperemos -comentó Iras- que Marco Antonio sea amable.
- Tú
le viste en Tarsus. ¿Entonces te pareció amable?
- Sí,
cuando se lo permitiste. Estaba inseguro, así que erró.
-
Isis debe tomarlo como su marido -señaló Charmian, con un suspiro y los ojos
tiernos-. ¿Qué hombre no sería amable con Isis?
-
Tomarlo como esposo no es ceder poder. Isis lo ganará -dijo Cleopatra-. ¿Pero
qué dirá mi hijo cuando se dé cuenta de que su madre le está dando un
padrastro?
- Lo tomará como viene -afirmó Iras.
( C. McC. )
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