No
se sabe con precisión cuántos habitantes tenía Roma en vísperas de las guerras
púnicas. Las cifras suministradas por los historiadores sobre la base de censos
inciertos son contradictorias y acaso no tienen en cuenta el hecho de que la
mayor parte de los censados debía habitar no dentro de las murallas de la
ciudad, el llamado pomerio, sino fuera, en los pueblos diseminados en el
campo. En la ciudad propiamente dicha no debía de haber más de cien mil almas:
población que a nosotros nos parece modesta, pero que en aquellos tiempos era
enorme. Su composición étnica debió ya hacer de ella un centro internacional,
pero menos de lo que fuera bajo los reyes Tarquino, quienes, con la
pasión etrusca del comercio y del mar habían requerido a demasiados forasteros,
muchos de ellos de difícil asimilación. Con la República, el elemento indígena,
latino y sabino, tomó su desquite, se esforzó y posiblemente reguló con más
parsimonia la inmigración. Procedía en mayor parte de las provincias limítrofes
y estaba constituida por gente más fácil de fusionarse con los amos de
la casa.
Desde
el punto de vista urbanístico, la ciudad no había progresado mucho bajo los
magistrados republicanos, avaros, toscos y de escasas ambiciones. Dos calles
principales se cruzaban dividiéndola en cuatro barrios, cada uno de ellos con
dioses tutelares propios, los llamados Lari compitali, a los cuales se
elevaban estatuas en todos los rincones. Eran calles estrechas y de tierra
apisonada, que sólo más tarde fueron pavimentadas con piedra extraída del
arenal del río. La Cloaca Máxima existía ya, al parecer, en tiempos de los
Tarquino. Conducía los detritos de Roma al Tíber, infectando las aguas que
habían de servir para beber. En 312, Apio Claudio el Ciego afrontó
y resolvió este problema construyendo el primer acueducto que suministró a Roma
agua fresca y limpia sacada directamente de los pozos. Y por primera vez los
romanos, o al menos los de cierta categoría, dispusieron de suficiente cantidad
para poderse lavar. Pero las primeras termas fueron construidas tan sólo
después de la derrota de Aníbal.
Subsistían,
poco más o menos, las casas que habían edificado los arquitectos etruscos. Sólo
se habían embellecido los exteriores, que fueron estucados y decorados con
esgrafiados.
Los
peligros por que habían pasado impelieron a los romanos a construir sobre todo
templos para granjearse la simpatía de los dioses. En el Capitolio se alzaban
tres de madera, bastante imponentes y revestidos de ladrillo, a Júpiter, Juno y
Minerva.
La
ciudad vivía ante todo de la agricultura, basada en la pequeña propiedad
privada. Buena parte de la población, incluso del centro, tras haber dormido
hacinada sobre la paja, se levantaba al alba y cargando arado y azada sobre el
carro tirado por bueyes, se iba a labrar el campo, que en promedio no rebasaba
las dos hectáreas. Eran campesinos tenaces, pero no muy progresivos, que no
conocían otro abono más que el estiércol animal, ni otra rotación de cultivo
más que la del trigo, a las legumbres y viceversa. De ésta muchas familias
aristocráticas sacaron incluso el nombre: los Léntulo eran especialistas en
lentejas, los Cepione en cebollas, los Fabio en habichuelas. Otros productos
eran los higos, las uvas y el aceite. Cada familia tenía sus gallinas, sus
cerdos y, sobre todo, sus ovejas, que proporcionaban lana para los vestidos. En
vísperas de la guerra púnica este cuadro idílico había sufrido una ligera
alteración. Las expediciones contra las poblaciones limítrofes había despoblado
él campo; los caseríos, abandonados, habían caído en ruinas, y el boscaje y la
grama enterraron los campos de los veteranos que, para vivir, habían vuelto a
la ciudad. El nuevo territorio conquistado a expensas de los vencidos era
declarado «agro público» del Estado, que lo revendía a los capitalistas
engordados con las contratas de guerra. Así surgieron los latifundios, que los
propietarios explotaban con el trabajo de los esclavos, numerosos, y que no
costaban casi nada, mientras en la ciudad se formaba una proletariado de ex
campesinos pobres en busca de trabajo.
Mas
resulta difícil encontrar trabajo porque la industria, tras la caída de los
Tarquino, en vez de progresar, había retrocedido. El subsuelo, pobre en
minerales, era propiedad del Estado, que lo alquilaba a explotadores de escasa
conciencia y competencia. La metalurgia había dado pocos pasos adelante, y el
bronce seguía siendo más empleado que el acero. Como combustible no se conocía
más que la leña, para procurarse la cual fueron talados los hermosos bosques
del Lacio. Sólo la industria textil prosperó bastante y a la sazón existían
verdaderas empresas que habían iniciado una producción en serie.
Los
obstáculos a la expansión industrial y comercial eran cuatro. El primero, de
orden psicológico, era la desconfianza de la clase dirigente romana, toda ella
agraria, hacia aquellas actividades que pudieran reforzar las clases medias
burguesas. El segundo era la carencia de caminos, que no permitía el transporte
de materias primas y —de sus productos. El primero de ellos, la via latina,
construida solamente en -370, casi un siglo y medio después de la instauración
de la República, se limitaba a unir la Urbe con los Puertos Albanos. Sólo Apio
Claudio, el autor del acueducto, sintió la necesidad, cincuenta años
después, de construir una que, efectivamente, llevó su nombre, para alcanzar
Capua. Los senadores aprobaron de mala gana grandiosos proyectos sólo porque
los generales pedían también un sistema de comunicaciones. El tercer obstáculo
era la falta de una flota, desaparecida después de finalizar la supremacía
etrusca en Roma. Pequeños armadores particulares habían seguido construyendo
algunas naves, pero las dotaciones eran poco valerosas e inexpertas. Desde
noviembre hasta marzo no había modo de hacerles salir del puerto de Ostia,
donde, por lo demás, el lodo del Tíber bloqueaba las embarcaciones. Una vez
engulló doscientas de un bocado. Además, no se aventuraban más allá del pequeño
cabotaje, porque no querían perder de vista la costa, pues piratas griegos a
oriente y cartagineses a occidente infestaban aquellos parajes. Todo lo cual
hace mucho más admirable el milagro que realizó Roma pocos años después
afrontando con sus improvisadas flotas las de Aníbal y de Annón.
Un
cuarto embarazo para el comercio fue también, en los primeros tiempos, la falta
de un sistema monetario. En el primer siglo de República el medio de cambio fue
el ganado. Se comerciaba en términos de gallinas, de cerdos, de ovejas, de
asnos, de vacas. Las primeras monedas ostentan, en efecto, las imágenes de
estos animales, y se llamaron pecunia, de pecus, que quiere decir
precisamente «ganado». Su primera unidad fue acuñada con el as, que era
un trozo de. cobre de una libra. Apenas acababa de nacer, el Estado la devaluó en
casi cinco sextos para hacer frente a los gastos de la primera guerra púnica.
Por lo que se ve, el engaño de la inflación ha existido siempre y, con sistemas
idénticos, se repite desde que el mundo es mundo. También entonces el Estado
lanzó un empréstito entre los ciudadanos que, para ayudarle a armar el
Ejército, le entregaron todos sus ases de una libra de cobre. El Estado los
ingresó, dividió cada uno de ellos por seis y por cada as recibido restituyó
una sexta parte al acreedor.
Este
as desvalorizado siguió siendo durante mucho tiempo la única moneda romana.
Luego se desenvolvió un sistema más completo: vino el sestercio de
plata, que era dos ases y medio; luego el denario, también de plata,
igual a cuatro sestercios y por fin, el talento de oro, que debía
ser precisamente un lingote, y que el noventa por ciento de los romanos jamás
vio cómo estaba hecho. Para aclarar en términos actuales, en torno al siglo I y
principios del siglo II, un sestercio era el equivalente aproximado a 1,33
euros.
Al
revés que nosotros que consideramos los Bancos como iglesias, los antiguos
romanos consideraban Bancos a las iglesias y en éstas depositaron los fondos
del Estado porque las creían más al resguardo de los ladrones. No existían
Institutos gubernamentales de crédito. Los préstamos eran hechos por
argéntanos, agentes de cambio privados que tenían sus oficinuchas en una
callejuela cercana al Foro.
Una de las leyes de las Doce Tablas prohibía
la usura y fijaba el tipo de interés en el ocho por ciento como máximo.
Pero la usura floreció igualmente sobre la miseria y las necesidades de los
pobres diablos, que eran muchos y en condiciones desesperadas, porque lo que se
llamaba industria era en realidad una profusión de pequeños talleres artesanos
que trataban, para vencer la competencia, de rebajar los costos de sus
productos escatimando sobre todos los salarios de una mano de obra servil y sin
protección de sindicatos. Desorganizada y sin jefes, no hacía huelgas contra
los patronos.
Hacía,
de vez en cuando, verdaderas guerras, que se llamaron precisamente serviles
y que expusieron a riesgos el Estado. En compensación, había los «gremios de
oficios», reconocidos también con el nombre de «colegios» desde los tiempos de Numa,
al parecer. Había el de los alfareros, de los herreros, de los zapateros, de
los carpinteros, de los tocadores de flauta, de los curtidores, de los
cocineros, de los albañiles, de los cordeleros, de los fundidores, de los
tejedores y de los «artistas de Dionisio», como se llamaba a los actores. Y por
ellos podemos deducir cuáles fueron los oficios de los romanos de la ciudad.
Estaban, empero, controlados por funcionarios del Estado, los cuales no
permitían que en ellos se debatiesen cuestiones de salarios o de sueldo y que,
cuando observaban que los descontentos aumentaban peligrosamente, procedían a
alguna distribución gratuita de trigo. Los miembros se reunían en los colegios
para conversar sobre cuestiones de la profesión, jugar a los dados, beber un
vaso de vino y ayudarse entre sí. Eran unos pobres diablos, entre los que había
también algunos que eran libres y con derechos políticos. No pagaban impuestos
y hacían poco servicio militar, en tiempo de paz, claro. Mas en tiempo de
guerra morían como los demás.
Los
escritores romanos cuyas obras han llegado a nosotros y que florecieron mucho
tiempo después, embellecieron bastante ese período de la Roma estoica. Lo
hicieron por motivos polémicos, para oponer las virtudes antiguas a los
defectos de su época. La República no fue inmune a graves defectos y si bien
bajo ella fue fundado el Derecho, no puede decirse que la justicia triunfase.
Es
verdad, sin embargo, que los ciudadanos vivieron en ella más incómodos y
sacrificados, pero más ordenados y sanos que los del Imperio. Tampoco entonces
la moralidad era rígida, pero el vicio se mantenía en su «sede» y no
contaminaba la vida de la familia basada en la castidad de las muchachas y la
fidelidad de las esposas. Los hombres, después de algunos libertinajes con las
prostitutas, se casaban pronto, a los veinte años. Y a partir de entonces
estaban demasiado atareados en mantener mujer e hijos para entregarse a
pasatiempos peligrosos.
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