Soy
un militar y me gustan las soluciones militares. En el ejército todos saben que
cuando doy una orden es la mejor posible que las circunstancias permiten. Por
eso todos se aprestan a obedecerla sin cuestionarla, porque me conocen y
confían en mí. Bien, esa pandilla de inutilidades senatoriales también me
conoce y deberían confiar en mí, pero ¿lo hacen? ¡No! Están tan apegados a que
se hagan las cosas a su manera, que ni siquiera se fijan en las ideas de los
demás por mejores que sean. Voy al Senado sabiendo de antemano que voy a encontrarme
con un ambiente de odio y de protestas que me agota antes de empezar. Soy demasiado
mayor y habituado a mis modos para darles importancia. ¡Son unos idiotas y van
a destruir la República si siguen haciendo como si las cosas no hubiesen
cambiado desde los tiempos en que Escipión el Africano era niño! ¡El asentamiento
que propongo para mis soldados a licenciar es una buena idea!, pero no me la
aceptan.
El
Senado de Roma es un burdel en el que se dan las conductas más ignominiosas, y
yo me paso los días gateando en ese fango. De verdad os digo, ¡prefiero bañarme
en la sangre de una batalla!. Y si hay alguien tan ingenuo que crea que la
intriga política no destruye más vidas que cualquier guerra, merece todas las
adversidades que depara la política. En resumen, la política es algo sucio; no
hay reglas y no sabes quiénes son ni dónde van a surgir tus enemigos. ¡A mí que
me den una batalla precisa y al menos el resultado es rápido y limpio, vence el
mejor!, pero la política es siempre incierta.
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