miércoles, 11 de abril de 2018

PLANO APROXIMADO DE LA RUTA DE LA PROCESIÓN TRIUNFAL EN LA ANTIGUA ROMA



 
 

El triunfo era el desfile apoteósico de un general victorioso por la Via Sacra romana. Era, a un tiempo, desfile de la victoria y acto religioso de acción de gracias ante Júpiter Capitalino por haber favorecido a Roma en la batalla. Condición indispensable para la celebración del triunfo era que el general agasajado hubiese resultado vencedor en una guerra justa (bellum iustum) en cuya batalla más importante hubieran perecido un mínimo de cinco mil enemigos. La cifra de bajas enemigas en las cuatro guerras que César conmemoraba se calculó en un millón doscientos mil. Le sobraban muertos.
 
El general que esperaba ser distinguido con un triunfo llevaba extra pomerium, es decir, fuera de los límites de la ciudad, a una representación de su ejército y allí esperaba, a veces hasta tres años, a que el Senado le concediera el honor. Una vez obtenido permiso, el día fijado se congregaban en la explanada del Campo de Marte las tropas que habían de participar en el desfile y partían desde allí, siguiendo el itinerario oficial, que pasaba bajo el arco triunfal y seguía por la Via Sacra y el foro hásta el templo de Júpiter en el Capitolio, máximo santuario romano.
 
A lo largo de la carrera oficial, las calles aparecían adornadas con guirnaldas y colgaduras. Además, el itinerario entre la residencia de César y el Capitolio fue entoldado con piezas de seda para resguardar a los transeúntes de los rigores del sol estival (es un detalle que los calvos siempre agradecemos, y César lo era, como una bombilla). En una ciudad de ordinario maloliente, aquel día señalado se perfumaba el aire con incienso quemado en los templos.
 
Abrían la procesión los senadores y magistrados, seguidos de la banda de música. A éstos sucedían los carros que transportaban el botín arrebatado a los vencidos, sus insignias, las imágenes de sus dioses, sus objetos sagrados y la figuración de las ciudades tomadas y de los territorios sojuzgados, cada cual convenientemente identificado por un letrero que los que sabían leer descifraban para beneficio de los analfabetos. Detrás de los trofeos desfilaban las víctimas que iban a ser inmoladas a Júpiter en acción de gracias, por lo general toros blancos con los cuernos dorados y adornados con guirnaldas. Detrás del ganado iban cuerdas de prisioneros destinados a ser vendidos como esclavos y los caudillos derrotados, con una soga al cuello o encadenados. 
Acabado el desfile, los reyes y jefes de los pueblos vencidos eran ejecutados en la cárcel Mamertina.
 
Regresemos ahora a nuestro desfile. Detrás de los cautivos, a prudente distancia, iban los lictores escoltando a los magistrados cum imperium, y con ellos un tropel de portadores de vasos aromáticos y nuevos músicos que acompañaban al carro blanco, tirado por caballos también blancos, del general victorioso. El triunfador, coronado de laurel, había cambiado sus arreos militares por una túnica tachonada de estrellas de oro. En la mano derecha portaba un cetro de oro rematado en águila; en la izquierda, una rama de laurel. Detrás del general, un esclavo le sostenía la corona de Júpiter Capitolino sobre la cabeza y le iba susurrando al oído: « Respice post te, hominem te esse memento» (« Mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un hombre» ).
 
Luego desfilaban los soldados victoriosos con sus insignias y estandartes, en alegre y dudosamente marcial algarabía, entonando canciones cuarteleras y coreando « io triumphe!» .
 
Durante el triunfo, el general victorioso era la imagen de dios mismo, pero al propio tiempo no dejaba de ser mortal y tanta gloria podía atraerle el mal de ojo, el tan temido fascinum. Para defenderlo de él, el carro triunfal se adornaba con un monumental falo erecto, el viejo recurso apotropaico de los pueblos mediterráneos. Además, los soldados, aunque adoraban a su general, lo insultaban y ridiculizaban en sus canciones no por falta de respeto sino para preservarlo del mal de ojo y de la envidia de los celosos dioses. Ya dijimos que los que acompañaban a César iban coreando: « Romanos, guardad a vuestras mujeres, que os traemos al calvo salido» (« Romani, servate uxores: moechum calvum adducimus» ).
 
El desfile terminaba en la explanada del Capitolio. El triunfador se apeaba del carro y penetraba en el templo de Júpiter para devolver a la imagen su corona e insignias. La ceremonia religiosa continuaba con la inmolación de las víctimas; la profana, en otro lugar de la ciudad, con un multitudinario banquete al que asistían los magistrados, el ejército victorioso e incluso el pueblo de Roma.

( Texto de Juan Eslava Galán )



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