El triunfo era el desfile apoteósico de un general
victorioso por la Via Sacra romana. Era, a un tiempo, desfile de la victoria y
acto religioso de acción de gracias ante Júpiter Capitalino por haber
favorecido a Roma en la batalla. Condición indispensable para la celebración
del triunfo era que el general agasajado hubiese resultado vencedor en una
guerra justa (bellum iustum) en cuya batalla más importante hubieran perecido
un mínimo de cinco mil enemigos. La cifra de bajas enemigas en las cuatro
guerras que César conmemoraba se calculó en un millón doscientos mil. Le
sobraban muertos.
El general que esperaba ser distinguido con un
triunfo llevaba extra pomerium, es decir, fuera de los límites de la ciudad, a
una representación de su ejército y allí esperaba, a veces hasta tres años, a
que el Senado le concediera el honor. Una vez obtenido permiso, el día fijado
se congregaban en la explanada del Campo de Marte las tropas que habían de
participar en el desfile y partían desde allí, siguiendo el itinerario oficial,
que pasaba bajo el arco triunfal y seguía por la Via Sacra y el foro hásta el
templo de Júpiter en el Capitolio, máximo santuario romano.
A lo largo de la carrera oficial, las calles
aparecían adornadas con guirnaldas y colgaduras. Además, el itinerario entre la
residencia de César y el Capitolio fue entoldado con piezas de seda para
resguardar a los transeúntes de los rigores del sol estival (es un detalle que
los calvos siempre agradecemos, y César lo era, como una bombilla). En una
ciudad de ordinario maloliente, aquel día señalado se perfumaba el aire con
incienso quemado en los templos.
Abrían la procesión los senadores y magistrados,
seguidos de la banda de música. A éstos sucedían los carros que transportaban
el botín arrebatado a los vencidos, sus insignias, las imágenes de sus dioses,
sus objetos sagrados y la figuración de las ciudades tomadas y de los
territorios sojuzgados, cada cual convenientemente identificado por un letrero
que los que sabían leer descifraban para beneficio de los analfabetos. Detrás
de los trofeos desfilaban las víctimas que iban a ser inmoladas a Júpiter en
acción de gracias, por lo general toros blancos con los cuernos dorados y
adornados con guirnaldas. Detrás del ganado iban cuerdas de prisioneros
destinados a ser vendidos como esclavos y los caudillos derrotados, con una
soga al cuello o encadenados.
Acabado el desfile, los reyes y jefes de los pueblos
vencidos eran ejecutados en la cárcel Mamertina.
Regresemos ahora a nuestro desfile. Detrás de los
cautivos, a prudente distancia, iban los lictores escoltando a los magistrados
cum imperium, y con ellos un tropel de portadores de vasos aromáticos y nuevos
músicos que acompañaban al carro blanco, tirado por caballos también blancos,
del general victorioso. El triunfador, coronado de laurel, había cambiado sus
arreos militares por una túnica tachonada de estrellas de oro. En la mano
derecha portaba un cetro de oro rematado en águila; en la izquierda, una rama
de laurel. Detrás del general, un esclavo le sostenía la corona de Júpiter
Capitolino sobre la cabeza y le iba susurrando al oído: « Respice post te,
hominem te esse memento» (« Mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un
hombre» ).
Luego desfilaban los soldados victoriosos con sus
insignias y estandartes, en alegre y dudosamente marcial algarabía, entonando
canciones cuarteleras y coreando « io triumphe!» .
Durante el triunfo, el general victorioso era la
imagen de dios mismo, pero al propio tiempo no dejaba de ser mortal y tanta
gloria podía atraerle el mal de ojo, el tan temido fascinum. Para defenderlo de
él, el carro triunfal se adornaba con un monumental falo erecto, el viejo
recurso apotropaico de los pueblos mediterráneos. Además, los soldados, aunque
adoraban a su general, lo insultaban y ridiculizaban en sus canciones no por
falta de respeto sino para preservarlo del mal de ojo y de la envidia de los
celosos dioses. Ya dijimos que los que acompañaban a César iban coreando: «
Romanos, guardad a vuestras mujeres, que os traemos al calvo salido» (« Romani,
servate uxores: moechum calvum adducimus» ).
El desfile terminaba en la explanada del Capitolio.
El triunfador se apeaba del carro y penetraba en el templo de Júpiter para
devolver a la imagen su corona e insignias. La ceremonia religiosa continuaba
con la inmolación de las víctimas; la profana, en otro lugar de la ciudad, con
un multitudinario banquete al que asistían los magistrados, el ejército
victorioso e incluso el pueblo de Roma.
( Texto de Juan Eslava Galán )
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