martes, 5 de mayo de 2015

LA RENDICIÓN DE VERCINGETORIX ANTE CAYO JULIO CÉSAR





Hizo construir un estrado sesenta centímetros por encima del suelo y sobre él colocó la silla curul de marfil propia de su elevado rango. Roma aceptaba aquella rendición, por lo tanto el procónsul no vestiría armadura. Se pondría la ropa ribeteada de púrpura, las sandalias marrones con hebilla en forma de cuarto creciente de consular y la corona de hojas de roble, la corona civica, que se concedía por la valentía personal en el campo de batalla y era la única distinción que Pompeyo el Grande nunca había ganado. El sencillo cilindro de marfil símbolo de su imperium era justo de la misma longitud que el antebrazo de César, que llevaba un extremo metido en la palma de la mano y el otro lo había situado en la doblez interior del codo. Sólo Hircio compartía el estrado con él.




Se sentó en la postura clásica, el pie derecho adelantado, el izquierdo atrás, la columna vertebral completamente recta, los hombros echados hacia atrás, la barbilla alta. Sus mariscales estaban de pie a la derecha del estrado. Labieno llevaba una coraza de plata trabajada en oro con la banda de color escarlata, símbolo de su imperium, anudada de manera ritual y con un lazo. Trebonio, Fabio, Sextio, Quinto Cicerón, Sulpicio, Antistio y Rebilo iban ataviados con su mejor armadura, y sujetaban los yelmos áticos bajo el brazo izquierdo. Los hombres de rango inferior se colocaron de pie a la izquierda del estrado: Décimo Bruto, Marco Antonio, Minucio Basilio, Munatio Planco, Volcacio Tulo y Sempronio Rutilo.



En cada uno de los puestos estratégicos de las murallas y en lo alto de las torres las legiones se apretujaban para mirar, y los soldados de caballería estaban formados a ambos lados de un largo pasillo que iba desde la trinchera hasta el estrado; los aguijones y los lirios habían desaparecido.



Los que quedaban de los ochenta mil guerreros de Vercingetórix que habían vivido durante un mes dentro de Alesia aparecieron primero, como se les había ordenado. Uno a uno fueron arrojando las armas y las cotas de malla a la trinchera, y luego varios escuadrones de caballería los condujeron, como a un rebaño, hasta el lugar donde tenían que esperar.




Bajando la colina desde la ciudadela se acercaba Vercingetórix acompañado de Biturgo y Dadérax, que iban detrás. El rey de la Galia iba montado en su caballo beige, inmaculadamente acicalado y con los arneses relucientes. Todas y cada una de las piezas de oro y zafiros que Vercingetórix poseía las llevaba colocadas en los brazos, cuello, pecho y chal. La banda que le cruzaba el pecho y el cinturón lanzaban destellos. En la cabeza llevaba el yelmo de oro con alas.



Fue cabalgando sosegadamente entre las filas de caballería hasta llegar casi hasta el mismo estrado donde César estaba sentado. Entonces desmontó, se quitó la banda que le sujetaba la espada, desenganchó la daga del cinturón, dio unos pasos hacia adelante y depositó las armas al borde del estrado. Retrocedió un poco, dobló las rodillas y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Se quitó la corona, y luego inclinó la cabeza descubierta en señal de sumisión.




Biturgo y Dadérax, que ya se habían despojado de sus armas, siguieron el ejemplo del rey.



Todo esto sucedió en medio de un enorme silencio donde apenas se oían las respiraciones. Luego alguien desde una de las torres lanzó un grito de júbilo y empezó una ovación que pareció no terminar nunca.




César permanecía sentado sin mover un músculo, con el rostro serio y atento y los ojos puestos en Vercingetórix. Cuando se fueron apagando los vítores, le hizo una seña con la cabeza a Aulo Hircio, también vestido con la toga, y éste, con un rollo en la mano, bajó del estrado. Un escriba oculto detrás de los mariscales se apresuró a adelantarse con pluma, tinta y una mesa de madera de un palmo de altura. De lo cual Vercingetórix dedujo que de no haberse él sentado en el suelo, los romanos le habrían obligado a arrodillarse para firmar la rendición. Tal como estaba se limitó a alargar la mano, mojó la pluma en la tinta, limpió el plumín en el lado del tintero para indicar que era un hombre educado y culto y firmó la rendición donde le indicó Hircio. El escriba roció arena, la sacudió, enrolló el papel y se lo entregó a Hircio, quien a continuación volvió a ocupar su lugar en el estrado.

( C. McC. )






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