El
regreso de Sila fue muy distinto. Para empezar, lo emprendió sin el placer
sencillo y abierto de Mario. Y no quería saber por qué era así, pues, igual que
Mario, él también había guardado continencia sexual durante los dos años en
Africa, naturalmente por motivos distintos al del amor conyugal, pero la había
guardado. La página nueva y prístina con que había dado por concluida su
antigua vida no debía ser ensuciada; nada de corrupción ni deslealtad a su
superior, nada de intrigas ni maniobras para lograr el poder, nada de
intimidaciones, de debilidades camales, nada que pudiera enturbiar el honor o
dignitas de Cornelio.
Actor
hasta la médula, había asumido completamente el nuevo papel que el cargo de
cuestor de Mario le imponía y lo vivía en su mente y en todos sus actos, gestos
y palabras. Hasta entonces no había dejado de gustarle, porque le había
ofrecido constante diversión, grandes retos y enorme satisfacción. Como no
podía encargar su propia imago en cera hasta ser cónsul o lo bastante famoso y
célebre en algún aspecto, optó por encargar a Magio del Velabrum un pedestal
para sus trofeos de guerra, la corona de oro, las phalerae y las torcas, y
dedicarse con gran entusiasmo a supervisar la instalación de aquel testimonio
de sus proezas en el atrium de la casa. Los años en Africa habían sido una
revancha, y aunque nunca llegaría a ser ningún gran jinete, se había convertido
en uno de los soldados mejor dotados del mundo. El trofeo de Magio daría
testimonio de ello a los romanos.
Sin
embargo... Toda su antigua vida seguía igual allí en Roma; y lo sabía. Las
ganas de ver a Metrobio, su gusto por lo exótico, los enanos, los travestidos,
las viejas putas y los infames personajes, su execrable desprecio por las
mujeres que utilizaban sus poderes para dominarle, la capacidad de prescindir
de un tipo de vida cuando se hacía intolerable, la nula disposición a aguantar
a los tontos y aquella ambición que le corroía y le consumía... Había terminado
la gira teatral africana, pero no buscaba un descanso prolongado; el futuro
presentaba otras perspectivas. Y sin embargo... Roma era el escenario en que se
había formado su antiguo yo; en Roma quedaba todo por descubrir, desde la ruina
a la frustración. Y así, emprendió viaje a Roma de mala gana, consciente de los
profundos cambios que en él se habían operado, pero también consciente de que,
en realidad, poco había cambiado. Actor entre dos actos, no era un ser que se
hallase a gusto.
Julilla
le esperaba con una actitud muy distinta a la de Julia respecto a Mario, convencida
de que le amaba mucho más que Julia a Mario. Para Julilla, cualquier evidencia
de disciplina o autocontrol era prueba irrefutable de una clase de amor
inferior; el amor de rango supremo debía rebasar y derribar las barreras
espirituales, aniquilar todo indicio de pensamiento racional, rugir
tempestuoso, aplastar todo a su paso como un elefante. Y esperaba enfebrecida,
incapaz de dedicarse a nada que no fuese la frasca de vino, cambiar de vestido
varias veces al día o peinarse de una manera u otra; volvía locos a los
criados.
Y
todo eso lo lanzó sobre Sila como un palio tejido a base de las más tupidas
telarañas. Nada más entrar en el atrium, allí la encontró, cruzando como una
loca el vestíbulo para echarse en sus brazos extasiada; antes de haberla podido
contemplar para motivar sus sentimientos, ella ya le había pegado los labios a
los suyos como una sanguijuela, chupándole, devorándole, retorciéndose, húmeda,
negra y sanguinolenta. Se aferraba con las manos a sus partes pudendas, hacia
ruidos de lo más lascivo y ni siquiera se retuvo en enroscársele con las
piernas en aquel recinto tan poco íntimo y en presencia de una docena de
irónicos esclavos, totalmente desconocidos para Sila.
No
pudo evitarlo: alzó las manos y le desprendió los brazos, al tiempo que echaba
atrás la cabeza y se zafaba de aquella boca glotona.
-¡Conteneos,
señora! -exclamó-. ¡No estamos solos!
Ella
contuvo un gríto, como si le hubiera escupido en la cara, pero había servido
para reducir su ardor. Con inigualable torpeza, se cogió de su brazo y siguió
con Sila por el peristilo hasta su sala de estar, en los antiguos aposentos de
Nicopolis.
-¿Es
esto lo bastante íntimo? -inquirió, algo desdeñosa.
Pero
Sila ya había perdido el ánimo y no quería que aquella boca y aquellas manos se
abrieran camino hacia los rincones más íntimos de su ser, sin consideración a
la sensibilidad de las capas que vulneraban.
-¡Después,
después! -replicó, dirigiéndose a una silla.
Julilla
permaneció de pie, asustada y perpleja, como si fuese el fin del mundo. Estaba
más hermosa que nunca, pero se la notaba más frágil y delicada, con sus
delgados brazos asomando por un vestido que él en seguida reconoció como la
última moda -un hombre con el pasado de Sila nunca perdía ese instinto para
reconocer los estilos- y aquellos ojos enormes, con algo de loca, hundidos en
las órbitas entre un denso sombreado negro y azul.
-¡No
lo entiendo! -chilló sin moverse de donde estaba y devorándole con la mirada,
no con la avidez del reencuentro, sino con esa especie de fascinación que se
siente ante alguien que no se sabe si es amigo o enemigo.
-Julilla
-respondió él con la paciencia que tan bien dominaba-, estoy cansado. Aún no me
ha dado tiempo a acostumbrarme a andar en tierra. Apenas conozco a la
servidumbre, y como no estoy en absoluto ebrio, tengo las inhibiciones
naturales respecto a la licencia que puede permitirse un matrimonio en público.
-¡Pero
yo te amo! -protestó ella.
-Eso
espero. Igual que yo a ti. No obstante, hay ciertos límites -replicó él
hierático, deseoso de que todo en el ámbito romano fuese lo correcto, desde la
esposa y la casa hasta la carrera en el Foro.
Cuando,
durante aquellos dos años, había pensado en Julilla, no había realmente
recordado la clase de persona que era, sino solamente su aspecto y su frenético
y apasionado comportamiento en la cama. De hecho, había pensado en ella como un
hombre piensa en su querida, no en la esposa. Ahora contemplaba a la joven
esposa, y pensó que resultaría una querida mucho más preciada siendo alguien a
quien viese a su comodidad, con quien no tuviese que compartir la casa ni
presentarla a sus amigos y socios.
Nunca
debí casarme con ella, pensó. Me dejé llevar por una visión del futuro a través
de los ojos de ella, pues eso es lo único que hizo: servir de medio para
transmitir una visión entre la Fortuna y su elegido. No me detuve a pensar que
habría docenas de jóvenes mujeres nobles más convenientes para mí que esta
pobre tonta que quiso matarse de hambre por mi amor. Eso ya es un exceso. Y no
es que me importe el exceso, sino el exceso dirigido a mi persona. ¡No, lo que
me gusta es el exceso cuando lo hago yo! ¿Por qué he pasado mi vida unido a
mujeres que me atosigan tanto?
El
rostro de Julilla se alteró. Su mirada sufrió un desvío en aquellas órbitas
inflexibles del rostro, con un destello que no expresaba amor ni lujuria. ¡Ah,
sí! ¿Qué haría ella sin el vino... el fiel y amigable vino? Sin pararse a
pensar, se acercó a una mesita y se sirvió una copa de vino puro, que vació de
un solo trago; sólo en ese momento se acordó de Sila y se volvió hacia él con
una pregunta en la mirada.
-¿Vino,
Sila? -inquirió.
-¡Deja
eso inmediatamente! -replicó él con ceño-. ¿Es que sueles beber de esa manera?
-¡Necesitaba
beber! -contestó ella inquieta-. Estás muy frío y deprimente.
-Ya
lo creo -replicó él con un suspiro-. Pierde cuidado, Julilla. Ya mejoraré. O
quizá tengas razón... sí, sí, dame vino -añadió, arrebatándole casi la copa que
ella le había estado ofreciendo y bebiendo de ella a sorbos-. La última vez que
tuve noticias tuyas... no escribes mucho, que digamos, ¿verdad?
Las
lágrimas le corrían a ella por las mejillas, pero no sollozaba.
-¡Odio
escribir cartas!
-Eso
está claro -replicó él secamente.
-Bueno,
¿qué decías? -inquirió ella, sirviéndose otra copa, que despachó con igual
rapidez que la primera.
-Iba
a decir que la última vez que supe de ti, entendí que teníamos dos hijos. Un
niño y una niña, ¿no? No es que te molestases en decirme lo del niño; tuve que
enterarme por tu padre.
-Estaba
enferma -respondió ella sin dejar de llorar.
-¿No
voy a ver a los niños?
-¡Oh,
están ahí! -respondió ella, señalando irritada hacia la parte posterior del
peristilo.
Sila
la dejó enjugándose las lágrimas con el pañuelo y sirviéndose otra copa.
Los
vio a través de la ventana del cuarto de juegos, pero ellos no se percataron de
su presencia; se oía una voz de mujer, pero él nada más veía los dos pequeños
de su sangre.
Una
niña, sí, ya de dos años y medio, y un niño que debería tener año y medio. La
pequeña era una delicia; la muñequita más preciosa que había visto en su vida,
con una cabecita llena de rizos pelirrojos y dorados, cutis de leche y rosas,
mejillas con hoyuelos y unos ojos grandes muy azules bajo sus sedosas cejas
doradas. Feliz, sonriente y llena de cariño por su hermanito.
El
niño, aquel hijo que Sila no conocía, era todavía más encantador. Ya caminaba -
¡bien!- y estaba desnudito; por eso andaba su hermana detrás de él, debía
hacerlo a menudo; ¡y también hablaba! El bergante no paraba de parlotear con la
hermanita. Y se reía. Se parecía a César; el mismo rostro largo y atractivo, el
mismo pelo espeso dorado, los mismos ojos azules vivaces que los de su finado
suegro.
Y el
adormecido corazón de Lucio Cornelio Sila no se despertó con un simple bostezo,
desperezándose, sino que saltó al mundo del sentimiento como habría saltado
Atenea desarrollada y armada de la frente de Zeus, haciendo sonar el clarín. En
el umbral, se arrodilló y extendió hacia ellos los brazos, trémulo.
-Ha
llegado tata -dijo- Tata ha vuelto a casa.
Los
pequeños no lo dudaron un instante y echaron a correr a sus brazos, cubriendo
de besos su rostro extasiado.
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