Desde luego, la
religión egipcia es venerable por su mera antigüedad; además, como
descubrí luego en muchas e interesantes conversaciones con los sacerdotes,
está lejos de ser (como pudiera parecer a primera vista) sencillamente un
conjunto más o menos conexo de supersticiones de tribus.
Las ideas cosmogónicas de esta religión
no tienen más sentido que las nuestras o las de los griegos, y aunque los
egipcios son hasta cierto punto admirables matemáticos, no puede
considerárselos como pensadores profundos u originales. Todos los
descubrimientos matemáticos más preciosos e importantes se deben a los
griegos, y, por supuesto, la metafísica en un sentido racional es un
invento griego.
Así y todo, creo
que los egipcios merecen la distinción de ser, como hubo de llamarlos
Heródoto, «el pueblo más religioso del mundo». Para ellos es divino, en
un sentido u otro, no sólo lo grande, sino también lo humilde. Consideran,
claro está, a sus gobernantes hijos del Sol. De manera que Cleopatra era
una diosa algún tiempo antes de que yo me hiciera dios. Y sus sacerdotes son tan
enfáticos y aparentemente sinceros sobre este punto de la peculiar divinidad de
ciertas personas, que entiendo muy bien por qué Alejandro, después de su
visita al oráculo de Amón, se convirtió en una personalidad en muchos
sentidos diferente.
Algunas son veneradas con mayor reverencia que otras. El sagrado buey de Menfis, por ejemplo, llamado Apis, representa en la tierra, según creen los egipcios, el espíritu de uno de los más grandes de sus dioses, Osiris, deidad de la que no tenemos equivalente en nuestra religión. Una vez terminada la guerra de Alejandría, pasé con Cleopatra unas interesantes y divertidas horas en Menfis, alimentando al buey sagrado y observando sus cabriolas, que los sacerdotes vigilaban atentamente con el fin de profetizar el futuro.
Después de todo, éste no es un procedimiento de adivinación más absurdo que nuestros complicados procedimientos de escrutar las entrañas de los animales sacrificados u observar el vuelo de las aves. Como cabeza de la religión del Estado, yo mismo tengo naturalmente que dedicar algún tiempo a estas prácticas que, desde muchos puntos de vista, deben parecer ridículas a todos los hombres inteligentes. Y bien podemos imaginar que a medida que aumente el número de personas capaces de pensamiento racional, estas prácticas habrán de desaparecer por completo. Sin embargo, si esto ocurriera, no me sorprendería nada que fueran reemplazadas por otras.
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