El
sumo sacerdote del templo decía siempre a los visitantes o peregrinos que el
dios Asklepios no hace distingos entre las nacionalidades o etnias, pues todos
los hombres le necesitan más pronto o más tarde. Un hecho que les convenía recordar.
Aquel era un dios de vida, no de muerte.
El Asklepeion de Cos durante los años previos a las Guerras Mitridáticas era la institución bancaria más importante del mundo después del banco estatal de Egipto, y su prosperidad se debía a la perspicaz actividad de un largo elenco de sacerdotes administradores que se remontaban a tiempos de los Tolomeos de Egipto, pues Cos había sido posesión egipcia. Por consiguiente, su desarrollo como entidad dedicada a la formación de capitales era una consecuencia lógica del sistema bancario egipcio. Al principio, el templo había sido un santuario de lo más característico, similar a los de otros lugares; consagrado a la curación y a la higiene, el Asklepeion de Cos era una concepción de unos discípulos de Hipócrates, donde en sus orígenes se practicaba el arte de la incubación, la curación por el sueño con interpretación de lo soñado, como aún se hacía en los santuarios de Epidauro y de Pérgamo. Pero al paso de las generaciones, y con la ocupación de Egipto, en Cos el dinero había sustituido a las curaciones y era la principal renta del templo, decantándose los sacerdotes más por lo egipcio que por lo griego.
Era un enorme recinto con edificios dispersos entre jardines floridos, con gimnasio, ágora, tiendas, baños, biblioteca, un seminario, alojamientos para eruditos de paso, casas y residencias para esclavos, palacio para el sumo sacerdote, una necrópolis en terreno sagrado, círculos de cubículos subterráneos para dormir, hospital, el gran edificio dedicado a asuntos bancarios y el templo del dios. Todo ello rodeado por un bosque sagrado de plátanos.
La estatua no era criselefantina ni de oro, sino de mármol blanco de Paros y obra de Praxíteles; era una deidad barbada, parecida a Zeus, de pie y apoyado en un tronco con una serpiente enroscada. Tenía la mano derecha extendida, sujetando una tablilla, y a sus pies un perro grande tumbado. La estatua la había pintado Nicias de un modo tan realista que en la penumbra parecía dotada de movimiento. Los ojos del dios, azul fuerte, destellaban un regocijo humano y bonachón.
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