Allí estaba Julilla con su
sirvienta; parecía más delgada y más pálida. Al verle, un salvaje destello de
alegría brotó de sus ojos. ¡Preciosa! ¡Ah, nunca había habido una mortal tan hermosa!
Provocado por aquella visión, Sila se detuvo, embargado por un temor próximo al
pánico. Venus. Era Venus. Dueña de la vida y la muerte. Porque, ¿qué era la
vida sino el principio procreador, y la muerte sino su extinción? Todo lo demás
eran cosas superfluas que los fatuos hombres inventaban para convencerse de que
la vida y la muerte debían significar algo más. Era Venus. ¿Le convertía eso a él
en Marte, su igual en divinidad, o era un simple Anquises, un hombre mortal a
quien ella se entregaba para divertirse en el espacio de un abrir y cerrar de
ojos olímpico?
No, no era Marte. El destino le
había dado una existencia de puro adorno, e incluso de cachivache sin el menor
valor. No podía ser más que Anquises, el hombre cuya única fama residía en el
hecho de que Venus le había amado para divertirse. Temblando de rabia, dirigió
a la muchacha su amarga decepción y el veneno llenó sus venas, provocándole la
imperiosa necesidad de golpearla y transformarla de Venus en Julilla.
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