Uno de los primeros cargamentos de botín que, cuando se decidió a hacerle
la guerra, Roma trajo de Grecia, fue un grupo de casi mil intelectuales, que se
habían distinguido en la resistencia a la Urbe. Entre ellos figuraba Polibio,
un apasionado de la Historia, que enseñó a los romanos cómo se escribe. «¿Con
qué sistemas políticos —preguntó al llegar— esta ciudad ha logrado en menos de
cincuenta y tres años subyugar al Mundo, empresa que nadie hasta ahora había
llevado a cabo?»
En realidad, Roma había empleado mucho más de cincuenta y tres años. Mas
para el griego Polibio, el «Mundo» era tan sólo Grecia, cuya conquista, en
efecto, no había requerido más de medio siglo; si bien no eran en modo alguno
las diabluras políticas del Senado y de los generales romanos lo que hizo tan
fácil aquel éxito, sino el hecho de que Grecia, antes de ser conquistada, se
había destruido ya a sí misma. Su desintegración vino desde dentro, Roma se
limitó a recoger los frutos.
Las primeras relaciones que la Urbe tuvo con Grecia se remontan, en
efecto, a los tiempos de Pirro, que tomó la iniciativa de establecerlas,
desembarcando en Italia en -281 con sus soldados y sus elefantes para defender
Tarento y las otras ciudades griegas de la península de la agresión romana.
Pero en aquel momento Grecia, como nación, había dejado ya de existir, o, mejor
dicho, había abandonado toda esperanza de serlo. Las varias ciudades que la
componían pasaban el tiempo peleándose entre sí, y ya no había ninguna que
fuese capaz de mantener unidas a las otras en la defensa de los intereses
comunes.
La última tentativa de crear una nación griega había procedido del
exterior, es decir, de Macedonia, una tierra que los griegos de Atenas, de
Corinto, de Tebas, etc., consideraban bárbara y extranjera. En realidad, tenía
poco de griego. Las impracticables cadenas de montañas que la encerraban al sur
habían cortado el paso a la cultura y a las costumbres, es decir, a la
civilización de las metrópolis de la costa, que, por lo demás, era una
civilización demasiado ciudadana y mercantil para poderse aclimatar en aquella
severa y tosca región de valles cerrados, de rebaños diseminados y de arcaicas
y aisladas aldeas. En compensación, la población se había conservado sana, ruda
y fuerte. No sabía de Gramática ni de Filosofía, creía en sus dioses y obedecía
a sus amos. Éstos formaban una aristocracia de grandes terratenientes, cuya
única ocupación era la administración de las tierras y cuyos solos
esparcimientos eran los torneos y la caza. A Pella, la capital, iban rara vez y
a desgana: no sólo porque el viaje era fatigoso, sino también porque en aquel
burgo campestre y sin atractivos residía el rey, del cual querían permanecer lo
más independientes posible. Tan sólo Filipo y su hijo Alejandro lograron
desarmar su desconfianza y unirles para una gran aventura de conquista. Cada
uno de ellos aportó al ejército común un contingente propio de fuerzas, de las
cuales Filipo fue el general, y todos juntos, bajo el mando único, primero del
padre y luego del hijo, ocuparon Grecia, pusieron orden en ella y trataron de
coordinar sus fuerzas con las macedonias para la conquista del Mundo.
Fue tan sólo una maravillosa aventura, que no sobrevivió a sus dos
protagonistas. Cuando en -323, contando sólo treinta y tres años, y tras haber
conducido su ejército de victoria en victoria hasta Egipto y la India a través
de Asia Menor, Mesopotamia y Persia, murió Alejandro en Babilonia, su efímero
imperio se cayó en pedazos. A sus generales que, reunidos en torno a la
cabecera, le preguntaron a quién designaba por heredero, respondió; «Al más
fuerte», pero olvidó precisar quién era éste, o tal vez no lo sabía. Por lo que
ellos se dividieron la herencia en cinco partes: Antípater tuvo
Macedonia y Grecia; Lisímaco, Tracia; Antigono, Asia Menor; Seleuco,
Babilonia, y Tolomeo, Egipto. Y, en seguida, naturalmente, se pusieron a
hacerse la guerra entre sí.
Dejemos a esos «diádocos», como fueron llamados los cinco sucesores, con
sus disputas, que después redundaron todas en definitiva ventaja de Roma. Y
limitémonos a las que en seguida estallaron en el interior del reino de
Antípater, que debía mantener unidas Macedonia y Grecia. Si esta unión se hubiese
llevado a cabo, Roma habría encontrado un hueso duro de roer. Mas los griegos
no la querían y lo hicieron todo para sabotearla. Cuando Alejandro
murió, cuenta Plutarco, el pueblo ateniense, que no había sacado más que
beneficios de él, desfiló por las calles cantando himnos de victoria «como si
hubiesen sido ellos los que abatieron al tirano». Demóstenes, que había
sido el adalid de la «resistencia», una resistencia tan sólo de palabras, tuvo
su momento de gloria e incitó a sus conciudadanos a organizar un ejército para
resistir a Antípater. El ejército fue organizado y, naturalmente, derrotado por
el nuevo rey macedonio. El cual, ignorante como era, no tenía las debilidades
de Alejandro por la civilizadísima Atenas y la trató como solía tratar a sus soldados
cuando le desobedecían.
Cuando también murió Antípater dejó el trono a su hijo Casandro.
Atenas se rebeló de pronto. Y de nuevo fue derrotada y castigada. Durante
decenios se fue adelante a fuerza de revueltas y de represiones. Después, Demetrio
Poliorcetes (que quiere decir «conquistador de ciudades»), hijo de
Antígono, vino de Asia Menor a echar a los macedonios de Grecia. En Atenas le
acogieron como a un triunfador y le pusieron un piso en el Partenón, que él
llenó de prostitutas y de efebos. Luego, se cansó de aquellos ocios, se
proclamó rey de Macedonia y, como tal, abolió la independencia ateniense que él
mismo había restaurado, entregando otra vez la ciudad a una guarnición
macedonia.
De este régimen de anarquía, que duró un siglo y que estuvo complicado
con una aterradora invasión de galos, Grecia salió políticamente acabada. Sobre
la estela de su flota mercante y por las espadas de Filipo, de Alejandro y de
sus diádocos, su civilización había penetrado por doquier, desde el Epiro al Asia
Menor, a Palestina, a Egipto, a Persia y hasta la India; y por doquier las
clases dirigentes e intelectuales eran griegas o grecizantes. Su Filosofía, su
escultura, su literatura, su ciencia, trasplantadas en aquellos países de
conquista, creaban en ellos una cultura nueva. Pero, políticamente, Grecia
había muerto y así debía seguir durante dos mil años.
Cuando Roma, una vez librada de Cartago, volvió los ojos hacia Grecia, no
vio más que una Vía Láctea de pequeños estados en continuas reyertas unos con otros.
Polibio no tenía razón alguna para maravillarse del poco tiempo que Roma empleó
para conquistarlos. En realidad, podía haber empleado mucho menos.
Todo empezó por culpa de Filipo V, rey de Macedonia. Este Estado,
desangrado por Alejandro, no era ya el de antes. Pero era todavía el más sólido
de Grecia, cuyas ciudades estaban divididas en dos Ligas, la Aquea y la Etolia,
que sólo hacían la paz para unirse contra él.
En 216, Filipo, al tener conocimiento de que Aníbal había aplastado a los
romanos en Cannas, firmó un pacto de alianza con él y pidió a los griegos que
le ayudasen a destruir Roma, que podía volverse peligrosa para todos. Fue
convocada una conferencia en Naupactos, donde el delegado de los etolios, Agelao,
hablando en nombre de todos los presentes, incitó a Filipo a ponerse al frente
de todos los griegos en aquella cruzada. Sólo que, inmediatamente después, en
Atenas y en las demás ciudades comenzó a circular la voz de que Aníbal
daría manos libres al macedonio sobre ellas a cambio de la ayuda recibida por
él. De golpe, renacieron las desconfianzas momentáneamente amortiguadas y la
Liga Etolia mandó mensajeros a Roma para pedir ayuda contra Filipo. El cual,
para hacer frente a Grecia, hubo de renunciar á Italia y establecer también un
pacto con Roma, poniendo fin así, aun antes de haberla comenzado, a aquella
primera guerra macedonia.
Después de Zama, Pérgamo, Egipto y Rodas pidieron ayuda a la Urbe contra
Filipo que las incomodaba. La Urbe, que tenía buena memoria y recordaba la
tentativa del rey macedonio cuando lo de Cannas, mandó un ejército a las
órdenes de Tito Quinto Fiaminino, que en Cinoscéfalos, en -197, los
aplastó. La ruta de Grecia quedaba abierta.
Pero Flaminino era un tipo extraño. De familia patricia, había estudiado
en Tarento, donde aprendió el griego, y era un enamorado de la civilización
helénica. Además, tenía ideas «progresistas». No mató a Filipo, sino que le
repuso en el trono a pesar de las protestas de sus aliados griegos, los cuales
pretendían haber sido ellos los que derrotaron a Germania. Despues, con ocasión
de los grandes Juegos ístmicos, que reunían en Corinto a los delegados de toda
Grecia, proclamó que todos sus pueblos y ciudades eran libres, no sujetos ya ni
a guarniciones ni a tributos, y que podían gobernarse con sus propias leyes.
Los auditores, que se esperaban una sustitución del yugo macédonio por el
romano, se quedaron pasmados. Y Plutarco cuenta que después estallaron en tal
gritería de entusiasmo, que una bandada de cuervos que volaba sobre sus cabezas
se desplomó al suelo, muerta. Si Plutarco nos ha contado también todas sus
otras historias con igual escrúpulo de la verdad, hay motivo para estar
contentos.
Los escépticos de Atenas y de las demás ciudades no tuvieron tiempo de
poner en duda las honradas intenciones de Flaminino, porque éste las puso en
práctica inmediatamente retirando su ejército de Grecia. Mas después de haberlo
despedido como «salvador y liberador» se pararon en pelillos por el hecho de
que se llevó consigo un conspicuo botín de guerra en forma de obras de arte, y
porque hubiese emancipado algunas ciudades de la Liga Etolia, donde estaban de
mala gana. Y llamaron a Antíoco, último heredero de Seleuco, rey de Babilonia,
para que les «reliberase». No se sabe a «reliberarles» de qué, visto que
Flaminino les había dejado libérrimos.
Pérgamo y Lampsaco que, siendo más vecinas de Antíoco le conocían mejor,
y sabían, por tanto, lo que se podía esperar de él, pidieron ayuda a Roma. Y el
Senado, que no había creído jamás en el experimento liberal y progresista de
Flaminino, mandó otro ejército a las órdenes del héroe de Zama. Con pocos
hombres, éste atacó a Antíoco, en Magnesia, lo descalabró, a pesar de los
sabios consejos estratégicos que le había dado Aníbal, su huésped, y aseguró a
Roma casi toda la costa mediterránea de Asia Menor. Luego se dirigió hacia el
Norte, derrotó a los galos que todavía vivaqueaban en aquellos parajes, y
volvió a Roma sin tocar las ciudades griegas.
Durante algunos años, Roma insistió en sus relaciones con ellas, en esa
política de tolerancia y respeto, muy similar a la que los Estados Unidos han
practicado en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Intervenía en sus
asuntos internos sólo si era solicitada, y procuraba apuntalar el orden
constituido. Por esto recogía las antipatías de todos los descontentos, que la
acusaban de reaccionaria.
De este estado de ánimo de las «masas» creyó poder aprovecharse Perseo
de Macedonia quien, habiendo sucedido a Filipo en -179, las llamó a unirse
para una guerra santa contra la Urbe. Había casado con la hija del heredero de
Antíoco, Seleuco, que se alió con él y arrastró consigo también a Iliria y al
Epiro. Estos últimos Estados fueron los únicos que prácticamente prestaron
auxilio, cuando un tercer ejército romano, mandado por Emilio Paulo,
hijo del cónsul caído en Cannas, desbarató en Pidna, en -168, a Perseo, al que
trasladaron encadenado a Roma para adornar el carro del vencedor.
Entre otras cosas, cayó en manos de Emilio Paulo el archivo secreto del
vencido, donde se encontraron los documentos relativos a la conjura con las
pruebas de las diversas responsabilidades. Como castigo, setenta ciudades
macedonias fueron arrasadas y el Epiro y la Iliria devastadas; Rodas, que había
conspirado sin tomar parte activa en la guerra, quedó privada de sus posesiones
en Asia Menor y mil simpatizantes griegos de Perseo, entre ellos Polibio,
conducidos como rehenes a Roma.
Era ya la señal de que el Senado, abandonadas las ilusiones de Flaminino
y de los demás filohelenos de la Urbe, entre ellos los mismos Escipiones, había
vencido el complejo de inferioridad hacia Grecia y de que estaba volviendo a
sus tradicionales sistemas de trato a los vencidos. Mas tampoco esta vez los turbulentos
griegos quisieron comprender. Al cabo de pocos años subieron al poder en las
diversas ciudades nuevas clases proletarias, para las cuales socialismo y
nacionalismo eran una misma cosa. La Liga Aquea fue reconstituida y, cuando
supo que Roma estaba empeñada en la tercera guerra contra Cartago, llamó a toda
Grecia para la liberación.
Mas ahora, Roma podía llevar a cabo tranquilamente una guerra en dos
frentes. Mientras Escipión Emiliano embarcaba para África, el cónsul Mumio
cayó sobre Corinto, que era una de las ciudades más pendencieras. La sitió, la
conquistó, mató a todos sus hombres, redujo a esclavitud a las mujeres y,
embarcando todo lo transportable a Roma, la entregó a las llamas. Grecia y
Macedonia quedaron unidas en una sola «provincia» bajo un gobernador romano, a
excepción de Atenas y de Esparta, a las que se les reconoció cierta autonomía.
Grecia había encontrado por fin su paz; la paz del cementerio.
La tercera y última guerra púnica fue querida por Catón el Censor
y provocada por Masinisa. Ninguno de los dos estaba destinado a ver el fin
de ella.
Masinisa fue uno de los más extraños personajes de la Antigüedad.
Vivió hasta los noventa años, tuvo el último hijo a los ochenta y seis, y a los
ochenta y ocho galopaba todavía al frente de sus tropas. Después de Zama, había
recuperado el trono de Numidia y, dado que Cartago se había comprometido con
Roma a no hacer más guerras, no se cansaba de hostigarla con incursiones y
rapiñas. Cartago protestaba, y Roma la hacía callar. Mas cuando hubo pagado la
última de las cincuenta indemnizaciones que debía anualmente a la Urbe, se
rebeló ante aquellos abusos y atacó a Masinisa.
En Roma mandaba, entonces, el partido de Catón. Éste terminaba siempre
sus discursos, cualquiera que fuese el tema, con el habitual estribillo: «En
cuanto al resto, creo que Cartago ha de ser destruida.» El Senado, ayudado por
él, vio en el incidente una buena ocasión, y no sólo intimó a los cartagineses
a no tomar iniciativas, sino que exigió trescientos niños de familia noble para
retenerlos como rehenes. Los niños fueron entregados entre los lamentos de las
madres, algunas de las cuales se lanzaron a nado detrás de las naves que se los
llevaban, pereciendo ahogadas. A poco, visto que la provocación no había
bastado, los romanos pidieron la entrega de todas las armas, de toda la flota y
de gran parte del trigo. Cuando también estas peticiones fueron aceptadas, el
Senado exigió que toda la población se retirase a diez millas de la ciudad, que
debía ser arrasada. Los embajadores cartagineses objetaron en vano que la
Historia no había visto jamás semejante atrocidad y se echaron al suelo
mesándose los cabellos y ofreciendo a cambio sus vidas.
No había nada que hacer. Roma quería la guerra y tenía que hacer la
guerra a toda costa.
Cuando estas cosas se supieron en Cartago, la muchedumbre enfurecida
linchó a los dirigentes que habían entregado los niños, a los embajadores, a
los ministros y a todos los italianos que encontraron a mano. Después,
enfurecidos y llenos de odio, llamaron a las armas a todos los hombres,
incluidos los esclavos, convirtieron cada casa en un fortín y en dos meses
fabricaron ocho mil escudos, dieciocho mil espadas y treinta mil lanzas y
construyeron ciento veinte naves.
El asedio, por tierra y por mar, duró tres años. Escipión Emiliano,
hijo adoptivo del hijo del vencedor de Zama, alcanzó una incierta gloria,
expugnando por fin la ciudad, donde durante seis días más, calle por calle,
casa por casa, se siguió combatiendo. Hostigado por los francotiradores, que
combatían desde tejados y ventanas, Escipión destruyó todos los edificios.
Los que por fin se rindieron fueron solamente cincuenta y cinco mil de
los quinientos mil habitantes de Cartago. Todos los demás murieron. Su general,
que por no cambiar se llamaba Asdrúbal, imploró para sí mismo la
misericordia de Escipión, quien se la concedió. Su mujer, avergonzada, se
precipitó con los hijos entre las llamas de un incendio.
Escipión pidió al Senado permiso para poner fin a aquella carnicería. Le
fue contestado que no tan sólo Cartago, sino todas sus dependencias debían ser
destruidas. La ciudad siguió ardiendo durante diecisiete días. Los pocos
supervivientes fueron vendidos como esclavos. Y su territorio fue a partir de
entonces una «provincia» designada con el nombre genérico de África.
No hubo tratado de paz porque no se hubiera sabido con quién concertarlo.
Los embajadores cartagineses habían tenido razón: jamás se había visto en la
Historia semejante atrocidad.
Por suerte para ellos, Catón y Masinisa no tuvieron
tiempo de sentir remordimientos. Estaban ya bajo tierra.
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