El pacto estipulado con Cartago en 508 antes
de Jesucristo, cuando se encontraban presos entre la revolución, en el
interior, y la guerra con etruscos, latinos y sabinos en el exterior,
comprometía a los romanos a no avanzar nunca sus naves, por ninguna razón, más
allá del estrecho de Sicilia y a no desembarcar en Cerdeña y en Córcega más que
en caso de «fuerza mayor», es decir, para abastecerse o para efectuar alguna
reparación en los astilleros.
Eran, ciertamente, limitaciones graves, pero
Roma no había sufrido mucho por ellas pues su nota, que apenas podía llamarse
tal, estaba totalmente en manos de los armadores etruscos, que, con la
constitución de la República, habían perdido dinero e influencia política. En
el mar, del que los senadores latinos sabinos, todos «rurales», se les daba un
ardite y no comprendían nada, Roma contaba bien poco en aquel tiempo y, por
tanto, había renunciado á lo que no tenía. Tal vez incluso ignoraba los grandes
cambios que precisamente en aquellos años se habían producido en el llamado
«equilibrio de las potencias navales» del Mediterráneo. Veámoslo a grandes
rasgos. En la cuenca oriental, al este del estrecho de Sicilia, se había
sostenido, durante siglos, una guerra entre las flotas fenicia y griega que
ahora se estaba resolviendo a favor de la segunda. Primero el Egeo y después el
Jónico habían caído en manos helénicas, de lo cual Italia se dio cuenta cuando
los vencedores, cada vez en mayor número, comenzaron a desembarcar en las
costas meridionales y sicilianas, donde fundaron colonias que más tarde se
convirtieron en un verdadero imperio; la Magna Grecia, Catania, Siracusa,
Heracles, Crotona, Mesina, Síbari, Reggio, Naxos, fueron en sus tiempos, flor
de metrópolis. Desgraciadamente, junto con sus dioses, su filosofía, su teatro
y su cultura, aquellos pioneros se llevaron consigo de la madre patria también
el vicio de litigar. Vicio que debería perderles en la lucha contra Roma. Pero,
de momento, eran los dueños de la zona.
En la cuenca occidental, en cambio, los
fenicios habían vencido por obra y gracia de la más joven de sus colonias:
Cartago, que, a su vez, había fundado numerosísimas colonias, mas no solamente
en la costa norteafricana, sino también en las portuguesas, francesas, corsas y
sardas, de tal modo que todo el Mediterráneo quedó convertido en un lago
cartaginés.
Cuando Roma, bajo los reyes, había sido
dueña de Etruria y, por tanto, también de su flota, estuvo varias veces en
contacto con Cartago, contactos que probablemente no siempre fueron de los más
corteses. En aquellos tiempos la «guerra en corso» era corriente y no
comprometía más que a los capitanes y a las tripulaciones que la hacían. Una
nave abordaba a otra, aun de compatriotas, la despojaba, echaba al mar los
marineros, y ahí terminaba todo.
Después, Roma desapareció como potencia
mediterránea. No quedaban frente a frente más que los griegos de la Magna
Grecia y los fenicios de Cartago: unos al este y otros al oeste de Sicilia,
cuyas costas se habían repartido; las orientales eran griegas y las
occidentales cartaginesas. Se miraban entre sí de reojo y vivían en perpetuo
estado de «guerra fría», con episodios de guerra caliente, seguidos por
armisticios y «distensiones». Unos y otros estaban convencidos de que tarde o
temprano tendrían que llegar a un ajuste de cuentas, pero no se imaginaban que
éste acabaría en beneficio de un tercero.
Nadie puede decir con certeza si Roma sabía
lo que se hacía y si midió las consecuencias de su gesto cuando decidió aceptar
las ofertas de los mamertinos.
Eran éstos una banda de mercenarios,
enrolados en todas partes de Italia por Agatocles de Siracusa para
combatir a los cartagineses. En el momento de licenciarse, en -289, en vez de
regresar a sus casas, donde acaso les aguardaba una orden de detención,
formaron una banda, asaltaron Mesina, la saquearon, exterminaron su población y
se establecieron como dueños, arrogándose aquel bufo y presuntuoso nombre de
«mamertinos» que quería decir nada menos que «hijos de Marte».
Durante una veintena de años las hicieron de
todos los colores. Cruzaban el estrecho para incendiar y destruir las
poblaciones de la costa calabresa de enfrente. Habían causado molestias a
Pirro, habían causado molestias a los romanos. Y ahora, a fines del -270, se
encontraban sitiados por Hierón, que quería acabar con ellos de una vez
para siempre.
Para sustraerse al castigo que sin duda
hubiera sido ejemplar, los mamertinos pidieron ayuda a los cartagineses,
quienes mandaron un ejército y ocuparon la ciudad. Visto que la guerra tipo «un
clavo saca otro clavo» había funcionado, los mamertinos pensaron aplicarla una
vez más y poco después llamaron a los romanos para que acudiesen a liberarles
de los «libertadores» cartagineses. Corría el año -264, Y habían transcurrido
dos siglos y medio desde que Roma y Cartago concluyeran aquel solemne pacto de
alianza que, en fin de cuentas, funcionaba bien y que había sido confirmado
veinte años antes, cuando Cartago acudió en ayuda de Roma en su lucha contra
Pirro.
Pero Sicilia, donde querían poner pie, era
para los romanos como El Dorado. Los que habían estado allí no hacían sino
alabar sus riquezas y bellezas. La invitación de los mamertinos era de las que
cuesta rehusar.
Tal vez, sin embargo, habría sido declinada,
si los senadores hubiesen tenido la libertad de decidir por sí mismos: sabían
adónde había de conducirles aquella intervención. Pero, ya entonces, ciertas
elecciones tenían que estar reservadas a la Asamblea Centuriada, en la cual predominaban
las clases burguesas industriales y mercantiles que en las guerras habían
mojado siempre el pan y que, precisamente por eso, eran nacionalistas y
patrioteras a ultranza. Quien nada tenia esperaba obtener algo, acaso una
granja en alguna nueva colonia; quien poseía esperaba multiplicario. Y es
difícil poner objeciones contra quien habla, o dice hablar, en nombre de la
patria y de los Destinos Infalibles.
La Asamblea Centuriada decidió aceptar la
oferta y encomendó la ejecución de la empresa al cónsul Apio Claudio. En
la primavera de -264, tras algunas tentativas infructuosas, una pequeña
escuadra romana a las órdenes del tribuno Cayo Claudio, logró cruzar el
estrecho y entró por sorpresa, con la ayuda de los mamertinos, en Mesina, donde
hizo prisionero al general cartaginés Annón, dándole a elegir: la
cárcel, o la retirada de sus hombres de la ciudad.
Annón debía de ser un hombre acomodaticio.
Pocos meses antes había devuelto a Apio Claudio unas trirremes romanas que a
causa de una tempestad naufragaron en las costas sicilianas, como queriéndole
decir: «¡Cuidado, no hagáis tonterías!» Ahora, frente a aquella amenazadora
alternativa, no vaciló, y a la cabeza de su pequeño ejército volvió a casa,
donde, como recompensa, le crucificaron. Cartago no estaba evidentemente
dispuesta en absoluto a tragar aquello, y, en efecto, en seguida puso en
campaña otro Annón al frente de otro ejército. El nuevo general desembarcó en Sicilia
y como primera medida se propuso llegar a un acuerdo con los griegos. En
seguida se entendió con los de Agrigento e inmediatamente después, en
Selinonte, recibió una embajada de Hierón de Siracusa que aceptaba una
alianza con él. Estaba claro que los griegos preferían el viejo enemigo al
nuevo.
Apio Claudio, que contaba con la
secular discordia grecofenicia, se encontró cogido por sorpresa con el grueso
de su ejército todavía en Calabria. Y entonces recurrió a la astucia. Hizo
cundir la noticia de que la situación le obligaba a regresar a Roma para
recibir órdenes y, en efecto, mandó algunas embarcaciones a navegar rumbo al
Norte. Tranquilizados, los cartagineses disminuyeron la vigilancia en el
estrecho. Y Apio lo aprovechó para desembarcar sus fuerzas, veinte mil hombres,
un poco más al sur de Mesina, a la vista del campamento siracusano, que asaltó.
Hierón salió de apuros bastante bien. Pero
la aparición imprevista de aquel ejército le hizo sospechar una traición por
parte de Annón, a quien dejó plantado, para volver rápidamente a Siracusa.
Aislados así los cartagineses, Apio se les echó en seguida encima, mas esta vez
sin triunfar en la empresa. Entonces, dejando un destacamento para rodear
Mesina, corrió detrás del otro enemigo por considerarlo más débil. Pero Hierón
era un buen capitán e infligió una severa derrota a los romanos. Apio salvó, el
pellejo de milagro y hubo de darse cuenta de que la empresa era menos fácil de
lo que se había pensado en Roma. Por lo que, dejando parte de sus fuerzas vigilando
a Annón, volvió a la Urbe para informar y pedir refuerzos.
Los refuerzos se los dio, sobre todo, la
diplomacia que reanudó las relaciones con Hierón, atrayéndoselo
nuevamente al campo romano. Era un buen golpe. Pero después de Siracusa, había
que conseguir también Agrigento y ahí la diplomacia nada podía porque en
Agrigento había una guarnición cartaginesa. Los romanos la sitiaron y al cabo
de siete meses obligaron a los ocupantes a intentar una salida desesperada por
el hambre, y los derrotaron.
Los cartagineses pusieron inmediatamente un
segundo ejército en campaña y se lo confiaron a Amílcar (que no tiene nada que
ver con su homónimo, padre de Aníbal). Éste comprendió que con los romanos, por
tierra, no había nada que hacer y se puso a atacar con la escuadra todas sus
plazas fuertes marítimas, alcanzando una victoria tras otra.
Aquí fue donde se vio lo que Roma era. No
tenia naves ni marinos. En pocos meses, gracias al esfuerzo común de todos los
ciudadanos, botó ciento veinte unidades. Amílcar, que poseía ciento tres, fue a
su encuentro sin tomar siquiera las habituales medida» de prudencia. Y se
encontró frente a los «cuervos», extraños artilugios que, izados a proa de las
naves romanas, impedían maniobrar a las enemigas. Perdió un tercio de sus
fuerzas y huyó.
Cuando en Cartago lo supieron se quedaron
atónitos, convencidos como estaban de poder dar lecciones a todos en el mar. En
Roma se enorgullecieron y decidieron llevar la guerra, a través del
Mediterráneo, hasta el corazón del enemigo. A la primera escuadra se sumó otra:
en total, trescientos treinta bajeles con ciento cincuenta mil hombres, a las
órdenes del cónsul Atilio Régulo. Contra ella, Cartago puso en pie de
guerra otra de fuerzas iguales, a las órdenes de Amílcar. El encuentro tuvo
lugar en el litoral de Marsala. Los romanos pagaron su incierta victoria
con veinticuatro naves, y los cartagineses su derrota, con treinta. Pero Régulo
pudo desembarcar en África, en cabo Bon.
Ahora le tocaba a Cartago demostrar lo que
era.
Y lo demostró. Tuvo algunos titubeos ante
los primeros éxitos de los romanos que, con la ayuda de los númidas sublevados,
habían llegado a treinta kilómetros de su ciudad. Y mandaron una embajada para
pedir la paz. Régulo impuso por cuenta propia condiciones inaceptables. Y
entonces los cartagineses se dispusieron al duelo mortal. Perdida la confianza
en sus generales, confiaron el mando a un griego de Esparta, que equivale a
decir lo que hoy un alemán de Prusia: Xantipo. Éste reorganizó con
métodos expeditivos y «fusilamientos» sumarios el Ejército, aportando los
nuevos criterios sobre el empleo de la caballería y de los elefantes que Aníbal
había de aprovechar después admirablemente.
La batalla decisiva tuvo lugar cerca de
Túnez. Del ejército romano sólo se salvaron dos mil hombres que se encerraron
en cabo Bon. Régulo fue hecho prisionero. Era el año 255 antes de Jesucristo.
Roma necesitó cinco años para rehacerse,
material y moralmente, de aquel desastre, que había vuelto a llevar la guerra a
Sicilia. En aquel lustro, las vicisitudes fueron alternas, pero en general
favorables a los cartagineses. Hasta que un día, su general Asdrúbal, en
una tentativa para recuperar Palermo, fue derrotado, dejando veinte mil hombres
en el campo. Cartago, cansada y pensando que también el adversario lo estaría,
liberó de la prisión a Régulo y le mandó a Roma con sus embajadores para
fomentar allí proposiciones de paz. De haber sido rechazadas, él se comprometía
bajo palabra a volver. El Senado le invitó a expresar su parecer ante los
plenipotenciarios enemigos. Régulo sostuvo que era preciso continuar la guerra.
Y cuando fue aceptado su parecer, reemprendió el camino de Cartago a pesar de
las súplicas de su mujer. Le torturaron a muerte impidiéndole dormir. Sus
hijos, en Roma, cogieron dos prisioneros cartagineses de alto rango y les
mantuvieron despiertos hasta que a su vez, murieron. Eran las costumbres de la
época.
Reanudóse la guerra, mas esta vez apareció,
por parte cartaginesa, un nuevo protagonista; Amílcar Barca, padre de Aníbal,
comandante supremo del Ejército y de la Armada. Fue el inventor de lo que ahora
se llama comandos y comenzó a lanzarlos, con efectos devastadores, hasta en las
costas de la península, dando a los romanos la impresión de que se avecinaba un
desembarco.
El Senado, aterrado, no quería arriesgar
otra flota contra él. Las levas militares habían llegado al límite y las cajas
del Tesoro estaban vacías. Entonces, los ciudadanos más ricos construyeron de
su propio peculio una armada de doscientas naves y las pusieron a disposición
del cónsul Lutacio Catulo, que bloqueó los puertos de Drepano y Lilibeo.
Los cartagineses mandaron por su parte otra, de cuatrocientas unidades, cargada
de refuerzos, armas y municiones. Si conseguían desembarcar, ello sería el fin
para los romanos en Sicilia. Contra las órdenes del Senado, que le prohibían
iniciativas marítimas, Catulo, aunque gravemente herido, mandó atacar a su
escuadra. Las naves cartaginesas, entorpecidas por la carga que llevaban, no
lograban maniobrar y ciento veinte de ellas fueron hundidas, en tanto que las
otras ponían de nuevo rumbo a Cartago. Amílcar quedóse cortado de la madre
patria y tras tantos éxitos no le restaba más que la rendición.
Lutacio Catulo no quiso repetir la
experiencia de Régulo y en seguida acogió la propuesta concediendo a Amílcar el
honor de las armas y la retirada con sus hombres, remitiendo a la competencia
del Senado las demás condiciones.
En Roma, algunos reprocharon a Catulo tanta
indulgencia y propusieron reemprender las hostilidades hasta lo que hoy se
llamaría la «rendición incondicional» del enemigo. Mas las «rendiciones
incondicionales» son casi siempre pretextos groseros y el Senado hizo muy bien
en rechazar la idea. Exigió a los cartagineses el abandono de Sicilia, la
restitución sin rescate de los prisioneros y el pago de tres mil doscientos
talentos en diez años. Eran condiciones razonables, y Cartago se apresuró a
aceptarlas.
Así, tras casi un cuarto de siglo de lucha,
acabó la primera guerra púnica, que duró desde el 265 al 241 antes de
Jesucristo.
Pero todos
sabían, tanto en Roma como en Cartago, que aquella paz era solamente un
armisticio.
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