Pompeyo y Craso no eran tan sólo unos intrigantes y buenos vividores, sino también hombre políticos que pretendían desempeñar un papel de primer plano. Y lo consiguieron, aun cuando, después, ambos tuvieron que pagarlo con su vida.
Como favoritos de Sila, su carrera fue al principio fácil. A ellos, en efecto, después de retirarse el dictador, recurrió el Senado poniéndoles al frente de sendos ejércitos para dominar las revueltas de España y de Italia.
España se había rebelado ya varias veces contra las depredaciones de los gobernadores romanos. Más a la sazón, a las depredaciones se habían agregado crueldades inútiles. En 98, el general Didio, a ejemplo de su predecesor Sulpicio Galba, atrajo a su campamento a una tribu entera de indígenas con la promesa de un reparto de tierras y la exterminó. Un oficial suyo. Quinto Sertorio, indignado por una barbarie tan inútil, desertó, llamó a las armas a las otras tribus, organizó con ellas un ejército y durante ocho años lo condujo de victoria en victoria contra los romanos, gobernando sabiamente la «provincia» otros tantos. Metelo, el general que el Senado mandó para combatirle, al no conseguir reducirlo, prometió algo así como doscientos millones de liras y diez mil hectáreas de tierras a quien lograse matarle. , otro refugiado romano en el campo de Sertorio, le apuñaló. Mas, en vez de ir a cobrar el premio, prefirió hacerse cargo de la herencia del muerto y continuar la guerra por su cuenta. Entonces el Senado mandó a Pompeyo, que derrotó fácilmente al renegado, lo capturó y lo suprimió, devolviendo España a las depredaciones de los gobernadores.
Estas victorias no le embriagaron. Era un político avisado y sabía muy bien que la suya era, a la larga, una lucha sin esperanza. Por lo que encaminó a su horda hacia los Alpes, con el propósito, una vez cruzados, de disolverla y de mandar a cada cual a su casa. Así al menos lo cuenta Plutarco. Mas sus secuaces quisieron volver atrás, se pusieron a saquear ciudades y campos, y Espartaco, que debía de ser hombre de conciencia y que trataba de impedir aquellos actos de bandidaje, no tuvo el valor de abandonarles. Perdió una batalla y ganó todavía otra a Casio. Y finalmente se encontró frente a frente con la Urbe, que se quedó sin resuello, aterrada, al ver que todos los esclavos de Italia y los de la misma Roma, donde constituían una peligrosa quinta columna, se unían a los insurrectos y formaban un alud con ellos.
Entonces fue entregado el mando a Craso, bajo cuyas banderas se alistó voluntariamente la flor de la aristocracia. Espartaco se dio cuenta de que tenia frente a sí el Imperio y se retiró hacia el Sur, con el propósito de trasladar sus fuerzas a Sicilia y de allí a África. Craso le persiguió, alcanzó su retaguardia y la destruyó. Le acosó. A marchas forzadas, Pompeyo estaba llegando de España con sus legiones. Consciente de haber llegado ya al fin, Espartaco atacó, se lanzó personalmente en medio de la refriega, mató con sus manos a dos centuriones y fue a su vez letalmente acribillado a heridas que no hubo, después, posibilidad de identificar su cadáver.
Inmediatamente, los populares, que desde la muerte de Sila acechaban el momento de vengarse de las vejaciones de la aristocracia, se pusieron de su parte, les nombraron adalides propios y les eligieron cónsules para el año 70. Pompeyo y Craso no eran en absoluto populares: pertenecían, por contra, por su nacimiento, a la alta burguesía. Mas el ciego egoísmo de la aristocracia había surtido precisamente este efecto: empujar a la alta burguesía al lado del proletariado. En efecto, los dos cónsules adoptaron, como medidas previas, la de restablecer el poder de los tribunos, que Sila había desautorizado, y de suprimir a los patricios el monopolio de los jurados en los tribunales, readmitiendo a la vez a los caballeros.
Después de lo cual renovaron su alianza para el reparto de las ventajas personales. Pompeyo tendría el mando supremo de las operaciones en Oriente, sustituyendo a Lúculo y añadiendo a sus poderes de general los de almirante, para la represión de los piratas del Mediterráneo que hacían inseguras las rutas hacia Asia Menor; en compensación, se comprometía a abrir de nuevo los mercados orientales a las inversiones de los banqueros, aliados de Craso, que se convertía así en su patrón supremo.
En el Senado, que se opuso unánimemente a esta medida, una sola voz se elevó para defenderla: la de un joven, todavía casi desconocido y poco querido por sus aristocráticos correligionarios: Julio César. La Asamblea la aprobó con igual unanimidad, arrastrada por otro joven; Cicerón. La victoria de la Asamblea y de Pompeyo marcó el fin de la supremacía patricia y de la restauración silana que se apoyaba en aquélla y tuvo consecuencias decisivas sobre el desarrollo de los acontecimientos. A poco de la partida de Pompeyo al frente de ciento veinticinco mil hombres, quinientas naves y ciento cincuenta millones de sestercios, restablecióse el comercio con Oriente y como consecuencia bajó el precio del trigo, sostén de la aristocracia agraria.
Sólo un acontecimiento turbó aquel pacífico y progresivo retorno a la democracia, insuflando oxígeno a la reacción. Nosotros sólo conocemos a Lucio Sergio Catilina por las descripciones de sus enemigos y, particularmente, por las de Salustio y Cicerón. Este último nos lo pinta como un turbio individuo en perpetuo litigio con Dios y con los hombres, que no lograba hallar paz ni en el sueño ni despierto: de ahí su tez terrosa, sus ojos inyectados en sangre, su andar epiléptico: en suma, su aspecto de loco. Lo malo es que Cicerón era, por parte de su mujer, coacuñado de una vestal, de cuya desfloración Catilina había sido acusado. En el proceso fue absuelto. Mas en los salones se decía que era verdad y que no consistía ninguna sorpresa, puesto que ya había asesinado a su propio hijo para complacer a la amante.
Tal vez también por esa hostilidad que encontraba por doquier, Catilina, por bien que de ascendencia aristocrática, se pasó al grupo de los más ardorosos populares y se tiñó de jacobinismo. Su programa era radical: reclamaba la abolición de todas las deudas para todos los ciudadanos. Y se empezó a susurrar que ya había organizado una banda de cuatrocientos desesperados para matar a los cónsules y adueñarse del Gobierno.
En realidad, nadie vio jamas esa famosa banda, y Catilina se contentó con presentar muy democráticamente su candidatura al consulado, esperando evidentemente que con su nombre se lograse la unanimidad antisenatorial que tan bien había funcionado para Craso y Pompeyo. Pero la alta burguesía, a la que pertenecían los acreedores y que recelaba mucho de aquella especie de comunista, esa vez no tragó. Estaba con la plebe cuando se trataba de mermar los monopolios de la aristocracia, y por ende con el Senado, cuando entraban en juego el Estado y el capitalismo.
Advirtióse en la actitud de Cicerón que opuso su propia candidatura a la de Catilina y venció predicando la «concordia de los órdenes», es decir, la Santa Alianza de la aristocracia con la alta burguesía, de la cual fue durante aquel año el gran intérprete.
Cateado en las elecciones, como hoy se diría, Catilina se puso a organizar la famosa conjuración reuniendo secretamente en Fiésole algunos millares de partidarios y constituyendo una quinta columna en el interior de la ciudad. Integraban ésta un poco de todo: esclavos, senadores y dos pretores, Cetego y Léntulo. Arropado con esta fuerza volvió a presentarse el año siguiente a las elecciones y, para asegurarse el triunfo, tramó el asesinato de su rival y de Cicerón.
Ésta fue al menos la versión que aquél nos dio cuando, para el recuento de votos, se presentó en el Campo de Marte seguido de sus hombres armados. Catilina fue derrotado una vez más.
El 7 de noviembre del -63, Cicerón dijo que durante la noche los conspiradores habían ido a su casa para matarle, pero que fueron rechazados por sus guardias. Y el día siguiente, al encontrar a Catilina en él Senado, pronunció contra él aquel célebre discurso («¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia...?») que todavía constituye la cruz y la delicia de los estudiantes de bachillerato. Para aquella requisitoria no le bastó un día: necesitó tres. Fue su obra maestra, en la que prodigó en igual medida todos los tesoros de su elocuencia rotunda y cantarína, de su vanidad y de su marrullería.
El 3 de diciembre consiguió arrancar una orden de detención contra Léntulo, Cetego y otros cinco conspiradores de alto rango. Pero ya Catilina, de noche y sigilosamente, había abandonado Roma y reuniéndose con sus tropas en Toscana. El 5, Cicerón pidió que los prisioneros fuesen condenados a muerte. Silano y Catón el Joven le apoyaron. Y para defender a los acusados, de nuevo elevóse una sola voz, una voz fresca y joven: la de César, fiel abogado de los populares,que pidió una simple prisión preventiva. Su oratoria, en oposición a la de Cicerón, era sobria y descarnada. Cuando hubo terminado de hablar, algunos jóvenes aristócratas intentaron matarle. César logró escapar, mientras Cicerón se dirigía a la cárcel para hacer cumplir la sentencia, y el otro cónsul, Marco Antonio, padre de un muchacho destinado a ser más famoso que él, partía al frente del ejército para aniquilar a Catilina.
La batalla tuvo lugar cerca de Pistoia y ninguno de los insurgentes se rindió. Aplastados por el número, combatieron hasta el último hombre, en torno a su bandera, las águilas de Mario y de Catilina, que siguió su suerte.
El primer sorprendido y entusiasmado por la energía que había mostrado fue Cicerón, que no sospechaba tuviese tanta. En un discurso al Senado dijo, modestamente, que la empresa realizada era tan grande que rebasaba los límites de las posibilidades humanas. Y presentando de tal manera la candidatura a la divinización, añadió que se habría parangonado a sí mismo con Rómulo si la salvación de Roma no hubiese sido un acontecimiento más glorioso que su fundación.
Los senadores se rieron de aquel lenguaje, pero le otorgaron gustosamente el título de «Padre de la Patria». Y cuando, a fines del -63, dejó el cargo, le escoltaron en signo de homenaje hasta su casa. Todo esto contribuyó aún más a que se le subiesen los humos a la cabeza al gran orador, que ya se consideró como el árbitro de Roma. Poseía villas en Arpino, Pozzuoli y Pompeya, una finca de cincuenta mil sestercios en Formia, otra de quinientos mil en Túscolo y un palacio de tres millones y medio en el Palatino. Todo era comprado con préstamos de los clientes, pues la ley prohibía a los abogados presentar «minuta». Y los «préstamos», que naturalmente no se rembolsaban, sustituían aquéllas. Pero Cicerón imaginó, además, otro medio para enriquecerse: los testamentos, en los que se hacía nombrar heredero. En treinta años heredó de su clientela veinte millones de sestercios.
Era lógico que un hombre semejante predicase la «concordia de los órdenes», buscando un punto de equilibrio que no fuese la ceñuda reacción de una casta aristocrática a la que no pertenecía, ni tampoco el progresismo de quienes abogaban por una nivelación general. "
Rico como era, príncipe del Foro y «Padre de la Patria», parecía que ya no había de faltarle nada. En cambio, le faltaba la cosa más impostante: paz en la familia. Terencia era una esposa virtuosa e insoportable que le empozoñó la vida con sus nervios, sus achaques reumáticos y una elocuencia no inferior a la del marido. En una casa, dos oradores son demasiado. El príncipe del Foro, en la suya, cedía el cetro a su mujer, que lo usaba a su propósito .y desproposito para lamentarse continuamente de algo. Cuando por fin se decidió a dejarle viudo, Cicerón la remplazo con Publilia, que le aportó una dote no inferior a la de la pobre difunta. Pero luego la echó porque no le caía en gracia a su hija Tulia, su único, verdadero y desinteresado afecto.
Después del asunto Catilina, su estrella política comenzó a declinar, si bien algún resplandor le quedase todavía reservado bajo César, del cual fue alternadamente amigo y enemigo, como veremos, pero a quien no le perdonó el hecho de ser un orador por lo menos tan grande como él, aunque en un estilo distinto. Sus ocios literarios se tornaron cada vez más intensos y a ellos debemos algunas de las más bellas páginas de la lengua latina. A nosotros nos agradan, sobre todo, por su prontitud, las cartas llenas de anécdotas autobiográficas. Las escribió en profusión y se describió en ellas tal cual era; un trabajador asiduo, un tierno padre, un avisado administrador de las finanzas públicas y de las privadas, buen amigo de los amigos que podían serle útiles, y un vanidoso tan inconsciente de su propia voluntad como para inmortalizarla con una prosa impecable y una especie de candor que redime el defecto transformándolo casi en virtud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario