ANCO MARCIO |
No se sabe con precisión cuándo y cómo murió
Anco Marcio. Mas debió de ser a los ciento cincuenta años del día en
que, según la leyenda, fue fundada Roma, o sea hacia 600 antes de Jesucristo.
Parece ser de todos modos, que en aquel momento se hallaba en la ciudad un tal Lucio
Tarquino, personaje muy diferente de los que los romanos solían elegirse
hasta como reyes y magistrados.
No era de allí. Venía de Tarquinia y era
hijo de un griego, Demaratos, emigrado de Corinto que se casó con una
mujer etrusca. De este enlace nació un niño vivaz, brillante, sin prejuicios,
muy ambicioso, que tal vez los romanos, cuando vino a establecerse entre ellos,
miraron con una mezcla de admiración, de envidia y de desconfianza. Era rico y
despilfarrador entre gente pobre y tacaña. Era elegante en medio de los
palurdos. Era el único que sabía de Filosofía, de Geografía y Matemáticas en un
mundo de pobres analfabetos. En cuanto a la política, sangre griega más que
sangre etrusca debían hacer de él un diplomático de mil recursos entre
conciudadanos que pocos debían de tener. Tito Livio dice de él: Fue
el primero que intrigó para hacerse elegir rey y pronunció un discurso para
asegurarse al apoyo de la plebe.
Que haya sido el primero, lo dudamos. Pero
de que haya intrigado, estamos seguros. Probablemente las familias etruscas,
que constituían una minoría, pero rica e influyente, vieron en él a su hombre,
y, cansadas de ser gobernadas por reyes pastores y labradores, de raza latina y
sabina, sordos a sus necesidades comerciales y expansionistas, decidieron
elevarle al trono.
Cómo anduvieron las cosas, se ignora. Mas la
alusión de Tito Livio a la plebe nos permite hacernos una idea de ello. La
plebe es un elemento nuevo en la historia romana, o por lo menos, un elemento
que no se había hecho notar bajo los cuatro primeros reyes, que no tenían necesidad
alguna de hablar a la plebe para ser elegidos por la sencilla razón de que en
sus tiempos no había plebe. En los comicios curiados, que precedían a la
investidura del soberano, no existían diferencias sociales. Todos eran
ciudadanos, todos eran grandes o pequeños propietarios de tierras; todos
tenían, por lo tanto, formalmente los mismos derechos, aunque, por la fuerza de
las cosas en la práctica, hubiesen después algunos profesionales de la política
para tomar las decisiones e imponerlas a los demás.
Era una perfecta democracia casera, donde
todo se hacía a la luz del sol y se discutía entre ciudadanos iguales, y lo que
contaba, para la distribución de cargos, era la estima y el prestigio de que
uno gozaba. Pero todo ello presuponía la pequeña ciudad que fue Roma en aquel
su primer siglo de vida, encerrada es su angosta valla de casuchas, y donde
cada uno conocía al otro y sabía de quién era hijo y qué había hecho y cómo
trataba a su mujer y cuánto gastaba para comer y cuántos sacrificios realizaba en
nombres de los dioses.
Pero a la muerte de Anco Marcio la
situación había cambiado completamente. Las necesidades bélicas. habían
estimulado la industria y, por tanto, favorecido al elemento etrusco, del cual
procedían carpinteros, herreros, armeros y mercaderes. Llegados de Tarquinia,
de Arezzo, de Veyes, las tiendas se llenaron de dependientes y de aprendices
que, conociendo bien el oficio, montaron otras tiendas. La elevación de
salarios atrajo a la ciudad mano de obra campesina. Los soldados, después de
haber hecho la guerra, regresaban a desgana al campo y preferían quedarse en
Roma, donde se encontraban con más facilidad mujeres y vino. Mas sobre todo las
victorias habían hecho confluir torrentes de esclavos. Y era esta multitud
forastera que formaba el plenum, de la que procede la palabra plebe.
Lucio Tarquino y sus amigos etruscos
debieron ver en seguida el provecho que se podía sacar de esa masa de gente, en
su mayor parte excluida de los comicios curiados, si se llegara a
convencerla de que sólo un rey también forastero podría hacer valer sus
derechos. Y por esto los arengó, prometiéndoles quién sabe qué, acaso lo que
después hizo de verdad. En aquella ocasión tenían detrás de sí lo que hoy se
llamaría la «gran industria»; los Cini, los Marzotto, los Agnelli, los Pirclli,
los Falck de la antigua Roma: gente que podía gastar cuanto dinero quería en
propaganda electoral, y que estaba decidida a hacerlo para garantizarse un
Gobierno más dispuesto que los precedentes a tutelar sus intereses y a seguir
aquella política expansionista que era la condición de su prosperidad.
Ciertamente, lo consiguieron, pues Lucio
Tarquino fue el elegido con el nombre de Tarquino Prisco, permaneció en
el trono treinta y ocho años y, para librarse de él, los «patricios», o sea los
«rurales», tuvieron que hacerle asesinar. Más inútilmente. Ante todo, porque la
corona, después de él, pasó a su hijo y después, a su nieto. En segundo lugar,
porque, más que la causa, el advenimiento de los Tarquino fue efecto de una
cierta vuelta que la historia de Roma había sufrido y que no le permitía ya
volver a su primitivo y arcaico orden social y la política que de éste
derivaba.
El rey de la «gran industria» y de la plebe
fue un rey autoritario, guerrero, planificador y demagogo. Quiso un palacio y
se lo hizo construir según el estilo etrusco, mucho más refinado que el romano.
Además, hizo colocar un trono en palacio, y en él se sentó en magna pompa, con
el cetro en la mano y un yelmo empenachado. Debió hacerlo un poco por vanidad y
un poco porque sabia con quién trataba, y que la plebe, a la cual debía su
elección y de la cual se proponía conservar el favor, amaba el fasto y quería
ver al rey de uniforme de gran gala, rodeado por coraceros. A diferencia de sus
predecesores, que pasaban la mayor parte del tiempo diciendo misa y haciendo
horóscopos, él la pasó ejerciendo el poder temporal, es decir, haciendo
política y guerras.
Primero subyugó todo el Lacio, después buscó camorra con
los sabinos y les robó otra parte de tierras. Para hacerlo, necesitó muchas
armas que la industria pesada le proporcionó, haciendo encima grandes negocios,
y muchos suministros que los mercaderes le aseguraron, ganando encima amplias
prebendas. Los historiadores republicanos y antietruscos escribieron después
que su reinado fue todo un estraperlo de ganancias ilícitas, el triunfo de la
propina y del «sobrecito», y que el botín cogido a los vencidos lo empleó en
embellecer, no Roma, sino las ciudades etruscas, particularmente Tarquinia, que
le viera nacer.
Lo dudamos, pues fue precisamente bajo su
mando cuando Roma dio un salto adelante, especialmente en materia de monumentos
y de urbanizaciones. Sobre todo, construyó la cloaca máxima, que
por fin liberó a los ciudadanos de sus detritos, con los que hasta entonces
habían convivido. Además, finalmente, la Urbe comenzó a serlo de veras, con
calles bien trazadas, barrios delimitados, casas que ya no eran cabañas sino
verdaderas construcciones, de techo inclinado a ambos lados, con ventanas y
atrio, y un foro, o sea una plaza central, donde todos los ciudadanos se
reunían.
Desgraciadamente, para llevar a cabo esta
auténtica revolución que modificaba no solamente la faz externa de Roma sino
también su modo de vida, hubo de soportar la hostilidad del Senado, depositario
de la antigua tradición y poco dispuesto a renunciar a su derecho de control
sobre el rey. En otros tiempos, lo hubiese depuesto u obligado a dimitir. Mas
ahora había que tenerse en cuenta a la plebe, o sea a una multitud que todavía
no contaba con representación política adecuada, pero que esperaba que Tarquino
se la concediese, y que estaba dispuesta a sostenerle incluso con barricadas.
Era más fácil asesinarlo, y esto hicieron. Pero cometieron el imperdonable
error de dejar con vida a su mujer e hijo, convencidos de que aquélla por su
sexo y éste por su temprana edad no podrían mantener el poder.
Acaso hubiesen tenido razón de haber sido
romana Tanaquila, es decir, habituada tan sólo a obedecer. Pero, al
contrario, era etrusca, había estudiado y compartido con su marido no tan sólo
el lecho sino también el trabajo, interesándose por problemas de Estado, la
administración, la política exterior y las reformas; y, sobre todo, se la sabía
más lista que los mismos senadores, muchos de los cuales eran analfabetos.
Sepultado el rey, ella ocupó su puesto en el
trono, y lo mantuvo caliente para Servio que entretanto crecía y que fue el
primero y el último rey de Roma que heredó la corona sin ser electo. No se sabe
bien si era hijo de aquél o de una sirvienta suya, como parece indicar el
nombre. Como fuere, también a él los historiadores romanos, todos republicanos
fervientes, han tratado de denigrarlo. Más no lo han logrado. Aun a desgana,
han tenido que admitir que su gobierno era ilustrado y que bajo él se llevaron
a cabo algunas de las más importantes empresas. Sobre todo, construyó murallas
en la ciudad, dando trabajo a albañiles, técnicos y artesanos que vieron en él
a su protector. Además, emprendió la reforma política y social que fue base de
todos los sucesivos ordenamientos romanos.
La vieja división en treinta curias
presuponía una ciudad de treinta a cuarenta mil habitantes, todos más o menos
con los mismos títulos, los mismos derechos y el mismo patrimonio. Mas ahora
había crecido extraordinariamente y hay quien hace ascender a siete u
ochocientas mil almas la población ciudadana en tiempos de Servio.
Probablemente son cálculos equivocados: a tantos debían subir no los habitantes
de Roma, sino de todo el territorio conquistado por ella. Sin embargo, la
ciudad debía de sobrepasar al menos los cien mil, y las grandes obras públicas
que Tarquino y Servio emprendieron debieron ser impuestas por una aguda crisis
de la vivienda.
De aquella masa, sólo la inscrita ya en los
comicios curiados tenía voz en capítulo y podía votar. Los demás seguían
estando excluidos, entre ellos incluso los más grandes industriales,
comerciantes y banqueros: los que proporcionaban el dinero al Estado para hacer
las guerras y las grandes obras de avenamiento. Ahora tenían derecho a una
recompensa.
Como primera medida, Servio concedía la
ciudadanía a los libertinos, o sea a los hijos de los esclavos liberados
o libertos. Debieron de ser muchos miles de personas, que a partir de
entonces fueron sus más encarnizados sostenedores. Después, abolió las treinta curias
divididas según los barrios instituyendo en su lugar cinco clases,
diferenciadas sobre la base no de su domicilio, sino de su patrimonio. A la
primera pertenecían los que tuviesen al menos cien mil ases y a la
última, los que poseían menos de doce mil quinientos. Es difícil saber a qué
corresponde, hoy, en moneda, un as. Tal vez a diez liras, tal vez a más.
Como fuere, estas diferencias económicas determinaron también las políticas.
Pues mientras en las curias todos eran pariguales, al menos formalmente,
y el voto de cada uno valía el de otro cualquiera, las clases votaban
por centurias, pero no tenían un número igual de ellas. La primera tenia
noventa y ocho. En total eran ciento noventa y ocho votos de la clase primera
para determinar la mayoría. Las otras, aunque se coaligasen, no lograban
alcanzarla.
Era un régimen capitalista o plutocrático en
plena regla, que daba el monopolio del poder legislativo a la «gran industria»,
quitándosela al Agrarismo, o sea al Senado, que tenía mucho más dinero. Más,
¿qué podía hacer éste? Servio no le debía ni siquiera la' elección porque la
corona la había heredado de su padre y tenía consigo el dinero de los ricos que
le eran deudores de su nuevo poderío, y el apoyo del pueblo llano a quien le
había dado empleo, salario y ciudadanía. Sostenido por estas fuerzas, se rodeó
de una guardia armada para proteger su propia vida de los malintencionados, se
ciñó una diadema de oro en la cabeza, se hizo fabricar un trono de marfil y se
sentó en éste, majestuosamente, con un cetro en la mano, rematado por un
águila. Patricio o no patricio, senador o mendigo, quien quisiera acercársele
tenía que hacerse anunciar y esperar su turno.
Era difícil eliminar a un hombre semejante.
Y, efectivamente, sus enemigos, para lograrlo, tuvieron que confiar la
ejecución a su sobrino-yerno, quien, como tal, podía circular libremente por
palacio.
Este segundo Tarquino, antes de arriesgar el
golpe intentó que derrocaran a su tío por abuso de poder; Servio se presentó
ante las centurias que volvieron a. confirmarlo rey con plebiscitaria
aclamación (lo cuenta Tito Livio, gran republicano, y sin duda debe ser
verdad).
No quedaba, por tanto, más que el puñal y
Tarquino lo usó sin muchos escrúpulos. Pero el suspiro de alivio que exhalaron
los senadores con los cuales se había aliado, se les quedó en la garganta,
cuando vieron al asesino sentarse a su vez en el trono de marfil sin pedirles
permiso, como sucedía en aquellos buenos viejos tiempos que ellos esperaban
restaurar.
El nuevo soberano se mostró en seguida más
tiránico que el que había expedido al otro mundo. Y, en efecto, le bautizaron
el Soberbio para distinguirle del fundador de la dinastía. Si le dieron
este apodo, alguna razón habría, aunque no sea cierto lo que después se ha
contado sobre su caída. Parece ser que se divertía matando gente en el Foro. Y
de carácter belicoso seguramente lo fue porque la mayor parte de su tiempo,
como rey, lo pasó haciendo guerras. Guerras afortunadas, pues bajo su mando el
Ejército, integrado entonces por algunas decenas de miles de hombres, conquistó
no tan sólo la Sabina, sino también la Etruria y sus colonias meridionales, al
menos hasta Gaeta. De aquí hasta casi la desembocadura del Amo, Roma hacía en
aquel momento el buen y el mal tiempo. La guerra no era siempre caliente. A
menudo era solamente «fría», como se dice hoy. Pero, en suma, Tarquino fue, un
poco por la fuerza de las armas y otro poco gracias a la diplomacia, el jefe de
algo que, para aquellos tiempos, era un pequeño imperio. No llegaba al
Adriático, pero ya dominaba el Tirreno.
Tal vez Tarquino alargó tanto la mano para
hacer olvidar el modo con que subió al trono sobre el cadáver de un rey
generoso y popular. Los éxitos exteriores sirven muchas veces para disfrazar la
debilidad interna de un régimen. Como fuere, Tarquino debió, al aparecer, su
caída a este afán de conquistas.
Un día, cuéntase, estaba en el campo con sus
soldados, su hijo Sexto Tarquino y su sobrino Lucio Tarquino Colatino.
Éstos, bajo la tienda, comenzaron a discutir la virtud de sus respectivas
esposas, cada uno sosteniendo, como buen marido, la de la propia. Probablemente
el uno le dijo al otro: «La mía es una esposa honesta. La tuya te pone
cuernos.» Decidieron volver aquella noche a casa para sorprenderlas. Montaron a
caballo y se fueron.
En Roma, encontraron a la mujer de Sexto que
se consolaba de la momentánea viudez banqueteando con amigos y dejándose
cortejar. La de Colatino, Lucrecia, engañaba la espera tejiendo un
vestido para su marido.
Colatino, triunfante, se embolsó la apuesta y volvió al campo. Sexto, mortificado y deseoso de desquite, se puso a cortejar a Lucrecia y al fin, un poco con violencia y otro poco con astucia, venció su resistencia.
LA MUERTE DE LUCRECIA, POR BOTTICELLI
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Colatino, triunfante, se embolsó la apuesta y volvió al campo. Sexto, mortificado y deseoso de desquite, se puso a cortejar a Lucrecia y al fin, un poco con violencia y otro poco con astucia, venció su resistencia.
Cometida la infidelidad, la pobre mujer
mandó llamar a su marido y a su padre, que era senador, les confesó lo acaecido
y se mató de una puñalada en el corazón. Lucio Junio Bruto, sobrino
también del rey, quien le había asesinado a su padre, reunió el Senado, contó
la historia de aquella infamia y propuso destronar al Soberbio y
expulsar de la ciudad a toda su familia (excepto él, se entiende). Tarquino,
informado, se precipitó a Roma, al mismo tiempo que Bruto galopaba hacia el
campo, y probablemente se encontraron por el camino. Mientras el rey trataba de
restablecer el orden en la ciudad. Bruto sembraba el desorden en las legiones,
que decidieron entonces rebelarse y marchar sobre Roma.
Tarquino huyó hacia el Norte, refugiándose
en aquella Etruria de donde sus antepasados habían descendido y cuyo orgullo él
había humillado reduciendo sus ciudades a la condición de vasallas de Roma.
Debió de ser una bien amarga mortificación para él pedir hospitalidad a
Porsena, lucumón o sea primer magistrado de Chiusi, que en aquellos
tiempos se llamaba Clusium.
Pero Porsena, gran hombre de bien, se
la concedió.
En Roma proclamaron la República. Como
más tarde la de los Plantagenet en
Inglaterra y la de los Borbones en Francia, también la monarquía de Roma había
durado siete reyes. Corría el año 509
antes de Jesucristo. Habían transcurrido doscientos cuarenta y seis ab urbe
condita.