Esta
ordenación del Estado y de las magistraturas fue posibilitada por la Ley, esto
es, por la publicación de las Doce Tablas de los Decenviros, que constituyeron
a la vez la causa, su consecuencia y el instrumento.
Hasta
entonces, Roma había vivido prácticamente en un régimen de teocracia, en el
cual el rey era también como algo parecido al papa (el máximo líder religioso).
Sólo él tenía, como tal, el derecho de reglamentar las relaciones entre los
nombres no según una ley escrita, sino según la voluntad de los dioses, que
sólo a él la comunicaban en las ceremonias. Antes, el papa lo hacía todo él
solo. Después, con el aumento de la población ciudadana y el incremento y la
complejidad de los problemas, tuvo todo un clero para ayudarle. Y fueron
precisamente los sacerdotes los primeros abogados de Roma.
El
pobre diablo que había sufrido una injusticia o que creía ser víctima de ella,
iba a ver uno de aquéllos en busca de consejo. Y aquél se lo daba consultando
los textos secretísimos, en los que tan solo ellos, los sacerdotes, tenían el
derecho de meter la nariz. Nadie sabía, pues, con precisión cuáles eran sus
derechos y sus deberes.
Se lo decía, en cada caso, el sacerdote. Y los procesos
se efectuaban según una liturgia de la que sólo éste sabía los ritos. Dado que
el clero, en sus orígenes, fue totalmente aristocrático, o sometido a la
aristocracia, es fácil comprender cómo eran los veredictos cuando entraban en
liza causas entre patricios y plebeyos.
El
primer efecto de las Doce Tablas fue el de separar el derecho civil del divino,
o sea de desvincular las relaciones entre ciudadanos de la voluble voluntad de
los dioses, es decir, de quienes decían representarles. Y desde aquel momento
Roma cesó de ser una teocracia. Poco a poco, el monopolio eclesiástico de las
leyes comenzó a caerse a pedazos. Apio Claudio el Ciego publicó
un calendario de dies fasti, indicando en qué días podían ser discutidas
las causas y según qué enjuiciamiento: cosa que hasta los curas decían que eran
solos en conocer.
Más tarde, Coruncanio
fundó una auténtica escuela de abogados, que acabaron siendo los técnicos de la
ley con exclusión de los sacerdotes. Las Doce Tablas, que proporcionaron
los principios básicos de toda la sucesiva legislación de Roma y del mundo, se
convirtieron en materia obligatoria de enseñanza para los chicos de las
escuelas, que tenían que aprendérselas de memoria y que contribuyeron a formar
el carácter romano, ordenado y severo, legalista y litigioso.
Fue
en aquel momento cuando los sacerdotes, obligados a ocuparse tan sólo de
cuestiones religiosas, trataron de poner un poco de orden en ellas, sin, por lo
demás, lograrlo completamente. Estaban organizados en colegios, cada uno de los
cuales tenía al frente un supremo pontífice, elegido por la Asamblea
Centuriada. Para ingresar en ellos no hacía falta ningún aprendizaje
particular, no formaban una casta separada y no tenían ningún poder político.
Eran funcionarios del Estado y basta, y debían colaborar con el Estado que les
pagaba.
El
más importante de aquellos colegios era el de los nueve augures, que
tenían por cometido indagar las intenciones de los dioses acerca de las graves
decisiones que el Gobierno se disponía a tomar. Vestido con sus sagrados
paramentos y precedido por quince flamines, el pontífice máximo, en los
primeros tiempos, captaba los auspicios observando el vuelo de los pájaros,
como hiciera Rómulo para fundar Roma, y más tarde examinando las vísceras de
los animales que se ofrendaban en sacrificio (dos sistemas aprendidos de los
etruscos). En las crisis más graves se expedía una delegación a Cumas para
interrogar a la sibila, que era la sacerdotisa de Apolo. Y en las muy graves,
se mandaba a consultar el oráculo de Delfos, cuya fama había llegado a Italia.
Ahora bien, dado que los sacerdotes no tenían deberes sino con el Estado, es
natural que fuesen sensibles a las solicitudes que procedían de éste, con
promesas de ascenso de grado o de aumento de sueldo.
El
rito consistía en un donativo o en un sacrificio a los dioses para granjearse
su protección o aplacar sus iras. El procedimiento era minucioso y bastaba un
pequeño error para tenerlo que repetir, hasta treinta veces. La palabra
«religión» tiene, en latín, un significado externo y de procedimiento; y
sacrificio quiere decir, literalmente, hacer sagrada una cosa: lo que se
ofrendaba a la divinidad. Naturalmente, las ofrendas variaban según las
posibilidades del oferente y la importancia de los beneficios a que se
aspiraba. El pobre padre de familia que, dentro de su casa, hacía de pontífice
máximo para impetrar una buena cosecha, sacrificaba en el hogar un pedazo de
pan y de queso o un vaso de vino. Si la sequía se prolongaba, llegaba hasta un
pollo. Si estaba amenazado por un aluvión, era capaz de degollar el cerdo o una
oveja.
Pero cuando era el Estado el que sacrificaba para propiciarse el favor
divino para alguna empresa nacional, el Foro donde en general se celebraba la
ceremonia, quedaba convertido en un auténtico matadero. Rebaños enteros eran
degollados mientras los sacerdotes pronunciaban las fórmulas de estricto rigor.
A los dioses, que tenían el paladar delicado, se les reservaban los menudillos
y sobre todo el hígado. El resto se lo comía la. población reunida en corro. Con
lo que aquellas ceremonias se convertían en pantagruélicos banquetes
intercalados de plegarias.
Una ley del 97 antes de Jesucristo prohibió el
sacrificio de víctimas humanas. Señal de que, en caso de excepción, se recurría
a ellas, a expensas de los esclavos o de los prisioneros de guerra. Mas hubo
también ciudadanos que voluntariamente ofrendaron su propia vida por la
salvación de la nación: como aquel Marco Curcio que, para aplacar a los
dioses de los Infiernos, en ocasión de un terremoto, se precipitó en una
grieta, que en seguida volvió a cerrarse.
Menos
truculentas y más gentiles eran las llamadas ceremonias de purificación, sea de
una grey, de un ejército que partía a la guerra o de una ciudad entera. Se
hacía una procesión alrededor cantando los carmina, himnos llenos de fórmulas
mágicas. Muy similar era el procedimiento de los vota, ofrecidos para obtener
algún favor de los dioses.
¿Qué
dioses?
El
Estado romano, que era su empresario, no logró jamás poner orden en esta
materia, o tal vez no lo quiso. Júpiter era considerado como el más
importante de los inquilinos del Olimpo, pero no su rey, como lo fue Zeus en la
antigua Grecia. Permaneció siempre en la vaguedad como una fuerza impersonal
que ora se confundía con el cielo, ora con el sol, con la luna o con el rayo,
según los gustos. Y acaso en los primeros tiempos era todo uno con Jano,
la diosa de las puertas. Sólo más tarde se diferenciaron. Las ricas matronas
romanas iban en procesión con los pies desnudos al templo de Júpiter Tonante en
el Capitolio, para impetrar la lluvia en las temporadas de sequía, en tanto que
en tiempos de guerra se abrían los portones del templo de Jano para permitirle
unirse al Ejército y guiarlo en el combate.
De
rango parigual al de ellos eran Marte, que daba nombre a un mes del año
(marzo), y que está ligado a Roma por vínculos de familia como padre natural de
Rómulo, y Saturno el dios de la siembra, al que la leyenda pintaba como un rey
prehistórico, profesor de agricultura y vagamente comunista.
Después
de este cuadrunvirato venían las diosas. Juno era la de la fertilidad, tanto en
el campo como de los árboles, de los animales y de los hombres, y con su nombre
bautizó un mes (junio), considerado como el más favorable para los matrimonios.
Minerva importado de Grecia a hombros de Eneas, protegía la
prudencia y la sabiduría. Venus se ocupaba de la belleza y del amor. Diana,
diosa de la luna, administraba la caza y los bosques, en uno de los cuales,
Nemi, se alzaba su majestuoso templo, donde se decía que casó con Virbio,
el primer rey de la selva.
Luego
venía un gran número de dioses menores: los suboficiales, digámoslo así, de
aquel ejército celeste. Hércules, dios del vino y de la alegría, era
capaz de jugarse una cortesana a los dados con el sacristán de su templo; a Mercurio
le atribuían una debilidad para con los mercaderes, los oradores y los
ladrones, tres categorías de personas que evidentemente los romanos
consideraban de la misma ralea; Belona tenía la especialidad de la
guerra.
Mas
es imposible nombrarles a todos. Se multiplicaron desmesuradamente con el
crecimiento de la ciudad y la expansión de sus dominios, pues, cualquiera que
fuese el Estado o provincia conquistados, lo primero que hacían los soldados
romanos era apoderarse de los dioses locales y llevárselos a la patria,
convencidos de que al quedarse sin dioses los derrotados no podrían intentar un
desquite.
Pero,
además de éstos, que, si bien sometidos a un trato de privilegio, eran, sin
embargo, dioses prisioneros, había los novensiles, es decir, aquellos
que muchos extranjeros, por iniciativa propia cuando se trasladaban a Roma y
ponían casa en ella se traían consigo para sentirse menos exiliados y
desplazados. Los alojaban en templos construidos con fondos privados. Y los
romanos no sólo no negaron jamás a nadie ese derecho, sino que hasta se
mostraron extraordinariamente hospitalarios con ellos. El Estado y sus
sacerdotes les consideraban en cierto sentido como policías que colaborarían a
mantener el orden entre sus fíeles sin reclamar siquiera un estipendio. Y a
muchos de ellos les asignaron un puesto en el Olimpo oficial. En 496 antes de
Jesucristo fueron incluidos en el «organismo» Démeter y Dionisio, como
colegas y colaboradores de Ceres y de Libero. Pocos años después. Castor y
Pólux, también recién consagrados, se molestaron en bajar del cielo para ayudar
a los romanos a resistir en la batalla del lago Regilo.
Hacia
300, Esculapio fue trasladado por decreto de Epidauro a Roma para enseñar
medicina. Y, poco a poco, esos recién llegados, de huéspedes que eran se
convirtieron en dueños de la casa, especialmente los griegos, más afables y
cordiales, menos fríos, formulistas y remotos que los dioses romanos. Fue por
influjo helénico que poco a poco se formó una jerarquía entre ellos, al frente
de la cual se reconoció a Júpiter con los mismos atributos que en Atenas tenía
Zeus. Este fue el primer paso hacia las religiones monoteístas, que primero con
el estoicismo y luego con el judaismo triunfaron al fin con el cristianismo.
Este
proceso, empero, se desarrolló mucho más tarde. Los romanos del período
republicano convivieron con una multitud de dioses, de los que Petronio
decía que en algunas ciudades eran más numerosos que los habitantes y que Varrón
evaluó en cerca de treinta mil. Sus actividades e interferencias hacían difícil
la vida a los fieles que no sabían cómo manejarse en sus luchas y rivalidades.
Por todas partes se podía tropezar con algún objeto consagrado a uno u otro.
Ofendidos, los dioses aparecían en forma de brujas que volaban de noche, comían
serpientes, matabas chicos y robaban cadáveres. En Horacio y en Tibulo, en
Virgilio y en Lucano se les encuentra a cada paso. Eran tanto más peligrosos
cuanto que, a diferencia de casi todas las otras religiones, la romana no les
consideraba confinados en el cielo, por bien que admitiese que también allí los
hubiera, sino que pensaba preferentemente que moraban en la Tierra y que eran
víctimas de terrestres estímulos: hambre, lujuria, codicia, ambición, envidia;
avaricia.
Para
tener a los hombres al resguardo de sus maldades, se incrementaron los colegios
u órdenes religiosas. Entre éstos hubo también uno femenino, el de las vestales,
que reclutadas entre los seis y los diez años, debían servir durante treinta
años en absoluta castidad. Fueron las precursoras de nuestras monjas. Vestidas
y tocadas de blanco, su función consistía sobre todo en regar la tierra con
agua sacada de la fuente consagrada a la ninfa Egeria.
Si eran sorprendidas
transgrediendo el voto de virginidad, eran azotadas a vergajazos y enterradas
vivas. Los historiadores romanos nos han legado doce casos de esa tortura.
Terminado el servicio treintañal, volvían a ser acogidas en sociedad con muchos
honores y privilegios y hasta podían casarse. Mas a esa edad difícilmente encontraban
marido.
La
religión era lo que daba a los romanos, que no conocían el domingo y el
week—end, los días de fiesta y de descanso. Había un centenar al año, más o
menos los que existen ahora. Pero los celebraban con más empeño. Algunas de
aquellas «ferias» eran austeras y conmemorativas, como los lémures
(nuestros muertos) en mayo, que cada padre de familia celebraba en casa
llenándose la boca de alubias blancas que escupía a su alrededor al grito de:
«Con estas alubias, yo me redimo y redimo a los míos. ¡Idos, almas de nuestros
antepasadosl» En febrero había las par entallas, o las feralias,
y las lupercáles, durante las cuales se tiraban muñecos de
madera al Tíber para engañar al dios que reclamaba hombres de verdad. Luego
había las florales, las liberales, las ambarvalias, las
saturnales...
También
en este campo reinaba una anarquía tal que la primera razón que impulsó a los
romanos a redactar un calendario fue la necesidad de hacer una lista de las
fiestas. En los primerísimos tiempos se encargaban de ello los sacerdotes,
indicando, mes por mes, cuándo tenían que celebrarse y cómo.
La tradición
atribuye a Numa Pompilio haber puesto orden en esta materia con un
calendario fijo, que estuvo en vigor hasta César. Dividía el año en doce meses
lunares, pero dejaba a los sacerdotes el derecho de prolongar o acortar el mes
a su juicio, con tal que, al final, se alcanzase la suma de trescientos sesenta
y seis días. Y ellos abusaron hasta tal punto para favorecer o perjudicar a tal
o cual magistrado, que al final de la República el calendario pompiliano se
había tornado totalmente opinable y fuente tan sólo de controversias.
UN SACERDOTE Y SU APRENDIZ
ANTE EL ALTAR ( FRESCO ROMANO )
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Durante
la jornada se medían las horas a ojo, según la posición del sol en el cielo. El
primer reloj de sol, de manufactura griega, lo importaron de Catania en 263 y
lo emplazaron en el Foro. Pero dado que Catania está a tres grados al este de
Roma, la hora no correspondía; los romanos se encolerizaron y durante un siglo
hubo gran confusión porque nadie supo entender aquella diablura.
Los
días del mes estaban divididos según las calendas (el primero), las
nonas (el cinco o el siete) y los idus (el trece y el quince). El
año, que se llamaba annus, que también quiere decir «anillo», comenzaba
en marzo. Después venían abril, junio, quintil, sextil, setiembre, octubre,
noviembre, diciembre, enero y febrero. Un sustituto de domingo era la
nundina, que caía de nueve días en nueve días y era lo que en nuestros
pueblos es todavía el día de mercado. Los campesinos abandonaban el campo para
ir a vender en el pueblo sus huevos y frutos, pero no era una fiesta
propiamente dicha.
Para
divertirse de verdad, los romanos tenían que aguardar las liberales y
saturnales, cuando, dice un personaje de Plauto, «cada cual puede comer lo
que quiere, ir adonde le parece, y hacer el amor con quien le parece, con tal
de que deje en paz a las esposas, las viudas, las chicas y los chicos».
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