En
-195, inmediatamente después de la primera guerra púnica, las mujeres de Roma,
formando cortejo, se dirigieron al Foro y pidieron al Parlamento la abrogación
de la Ley Oppia, promulgada durante el régimen de austeridad impuesto por la
amenaza de Aníbal, que prohibía al bello sexo los adornos de oro, los vestidos
coloreados y el uso de vehículos.
Por
primera vez en la historia de Roma, las mujeres eran protagonistas de algo,
tomaban una iniciativa política y, en suma, afirmaban sus derechos. Hasta
entonces, no había sucedido jamás. Durante cinco siglos y medio, o sea. desde
el día en que fue fundada, la historia de Roma había sido una historia de
hombres, en la que las mujeres actuaron, en masa y anónimamente, de coro. Las
pocas cuyos nombres se conocen, Tarpeya, Lucrecia, Virginia, acaso no
existieron nunca y no encarnan personajes verosímiles, sino monumentos a la
Traición o a la Virtud. La vida pública romana era solamente masculina. Las
mujeres no contaban más que en la privada, es decir, en el ámbito familiar de
la casa, donde su influencia quedaba circunscrita exclusivamente a sus
funciones de madre, de esposa, de hija o de hermana de los hombres.
En
el Senado, Marco Porcio Catón, en su calidad de «censor» encargado de vigilar
las costumbres, se opuso a la petición. Y su discurso, que nos ha sido dado a
conocer por Livio, dice mucho sobre las transformaciones acaecidas aquellos
últimos años en la vida familiar y social de la Urbe:
«Si
cada uno de nosotros, señores, hubiese mantenido la autoridad y los derechos
del marido en el interior de la propia casa, no hubiéramos llegado a este
punto. Ahora henos aquí: la prepotencia femenina, tras haber anulado nuestra
libertad de acción en familia, nos la está destruyendo también en el Foro.
Recordad
lo que nos costaba sujetar a las mujeres y frenar sus licencias, cuando las
leyes nos permitían hacerlo. E imaginad qué sucederá de ahora en adelante, si
esas leyes son revocadas y las mujeres quedan puestas, hasta legalmente, en pie
de igualdad con nosotros. Vosotros conocéis a las mujeres: hacedlas vuestras
iguales e inmediatamente os las encontraréis convertidas en dueñas. Al final
veremos esto: los hombres de todo el Mundo, que en todo el Mundo gobiernan a
las mujeres, serán gobernados por los únicos hombres que se dejan gobernar por
sus mujeres: los romanos.»
Las
manifestantes rubricaron con una burlona risotada las últimas palabras del
orador, que, por lo demás, estaba habituado a ello como todos los que dicen la
verdad. La ley Oppia fue revocada y Catón trató inútilmente de recobrarse
decuplicando los impuestos sobre artículos de lujo. Ciertas ventoleras, cuando
empiezan a soplar, no hay barba de censor que pueda pararlas. Y las
sufragistas, conseguida la iniciativa, no estaban dispuestas a dejársela
arrancar de las manos. Poco a poco obtuvieron el derecho de administrar su
propia dote, lo que las hacía económicamente independientes y libres, como se
diría hoy, de «vivir su vida»; después, el de divorciarse y de vez en cuando,
si no lo conseguían, de envenenar al marido. Y cada vez más se entregaron a la
práctica del maltusianismo para evitar el «fastidio» de los hijos.
Contrariamente
a lo que se cree y a como nos lo han pintado, el hombre que trataba de cerrar
el paso a estas modas nuevas, todas de origen griego, no era en absoluto un
insoportable moralista de boca acerba y de hígado enfermo. Todo lo contrario.
Marco Porcio Catón era un campesino plebeyo de los alrededores de Rieti, lleno
de salud y de buen humor, que llegó a los ochenta y cinco años (edad, para
aquellos tiempos, casi legendaria), y murió después de haber conseguido todas
las satisfacciones, incluida la de hacerse muchos enemigos, cosa que le
agradaba particularmente.
Debióse
a la casualidad que llegara a ser un relevante hombre político y acaso el
personaje más interesante de aquel período. Vivía con estoica sencillez en su
pequeña granja que cultivaba con sus propias manos, cuando, muy cerca,
estableció su residencia un viejo senador jubilado, Valerio Flaco, que se
retiró allí por el desagrado que le producía la corrupción de Roma. Patricio a
la antigua, es decir, de aquellos que sentían horror por los refinamientos, en
seguida simpatizó con aquel muchacho desdentado, de manos callosas, de
costumbres rústicas y pelo rojo, que leía los clásicos, pero a escondidas
porque se avergonzaba de ello como de un vicio poco menos que impúdico, con los
cuales había aprendido a escribir y a hablar con un estilo seco y escueto. Se
hicieron amigos, compartiendo costumbres e ideas. Y Valerio estimuló a Marco,
que se llamaba Porcio porque su familia había criado siempre puercos, y Catón
porque sus antepasados habían sido astutos, a que se hiciera abogado. Era la
profesión con la que se debutaba en la vida política. Y acaso el senador le
lanzó precisamente con este objeto, con la esperanza de dejar un heredero en la
polémica antimodernista, que la edad no le permitía ya sostener a él.
Catón
lo intentó y ganó, una tras otra, doce causas ante el tribunal local. Después,
con una clientela segura, abrió un bufete, como se diría hoy, en Roma, se
presentó a las elecciones y batió el llamado «curso de los honores» con
anibálico ceño. Edil a los treinta años, en -199, y pretor en -198, tres años
más tarde era cónsul. Luego volvió a empezar: tribuno en -191 y censor en -184,
prácticamente continuó ejerciendo magistraturas hasta muy avanzada edad,
distinguiéndose sobre todo en tiempo de guerra, cuando cambiaba por los
militares sus galones civiles. El campamento le convenía más que el Foro,
porque con más pertinencia podía apelar a la disciplina, que él consideraba
como la condición de los valores morales. Al parecer, era un general tacaño.
Pero los soldados se lo perdonaban porque caminaba a pie como ellos, combatía
con sereno valor y, en el momento del saqueo, que figuraba en los derechos del
vencedor, concedía a cada uno una libra de plata sobre el botín, que después
entregaba enteramente al Senado sin guardarse ni una onza para él.
Esta
regla, que los generales romanos habían observado casi siempre hasta las
guerras púnicas, hacía algún tiempo que constituía una excepción. El Gobierno
no se fijaba demasiado en la parte que el vencedor se había embolsado del
botín, cuando éste era rico. Quinto Minucio había traído de España
treinta mil libras de plata y treinta y cinco mil denarios; Manlio Vulson,
cuatro mil quinientas libras de oro de Asia y cuatrocientos mil sestercios que
fueron extorsionadas a Antíoco y a Perseo... Bajo aquella lluvia de oro, la
honradez de los magistrados y de los generales romanos, estrechamente ligadas,
a la pobreza, al ahorro y a la avaricia, era natural que se hundiese. Y la
batalla que condujo Catón para impedirlo estaba destinada al fracaso. De todos
modos, él la llevó a cabo igualmente.
En
187, cuando era tribuno, pidió a Escipión Emiliano y a su hermano Lucio,
que regresaban vencedores de Asia, que rindiesen cuentas al Senado de las sumas
pagadas como indemnización de guerra por Antíoco. Era una petición
perfectamente legítima, pero que sorprendió a Roma porque ponía en entredicho
la corrección del triunfador de Zama, que, en realidad, estaba por encima de
toda sospecha. No se comprende bien qué impulsó a dar aquel paso a Catón, que
no podía ciertamente ignorar la integridad del Africano y su inmensa popularidad.
Tal vez quiso simplemente restablecer el principio, que estaba cayendo en
desuso, de que los generales, cualesquiera que fuesen su nombradía y sus
méritos, debían rendir esas cuentas; ¿o tal vez fue por una violenta antipatía
hacia el clan de los Escipiones, esteticistas, helenizantes y
modernistas?
Acaso
una y otra cosa. Como fuere, el pretexto coligó contra quien presentaba la
petición, a aquella oligarquía de familias dominantes que, en el ámbito de la
aristocracia senatorial, detentaba prácticamente el monopolio del poder. Hasta
Sila, la historia de Roma se resume en la de algunas dinastías, y de hecho
presenta siempre los mismos nombres. De los últimos doscientos cónsules de la
República, la mitad pertenece a sólo diez linajes y la otra mitad a dieciséis.
Y de ellos, el de los Escipiones era acaso el más insigne, desde el que cayó en
Trebia hasta el que había triunfado en Zama y que era padre adoptivo del que
más tarde destruyó Cartago.
El
Africano, aun cuando herido en su orgullo, se disponía a responder. Pero su
hermano Lucio se lo impidió. Y, sacándose de la cartera los documentos que
comprobaban las percepciones habidas y los pagos correspondientes, los hizo
pedazos delante del Senado. Por este gesto fue llevado ante la Asamblea y
condenado por fraude. Mas el castigo le fue ahorrado por veto de un tribuno, un
tal Tiberio Sempronio Graco, de quien pronto oiremos hablar, lo que
venía a confirmar más la regla supradicha de la política por dinastías, pues
era pariente del acusado, por haber casado con la hija del Africano, Cornelia.
El héroe de Zama fue convocado a la Asamblea para ser sometido a juicio.
Interrumpió el debate invitando a los diputados al templo de Júpiter para
celebrar el aniversario de su gran victoria, que caía precisamente en aquel
día. Los diputados le siguieron y asistieron a las funciones que allí se
celebraron. Mas, de vuelta en el Senado, convocaron de nuevo al general. Éste
se opuso a ello y, amargado por aquella insistencia, se retiró a su villa de
Liternum, donde permaneció hasta la muerte. Sus perseguidores le dejaron
finalmente en paz. Pero Catón deploró, justamente, que por primera vez en la
historia de Roma los méritos de combatiente de un acusado obstaculizaran la
justicia, y en este episodio denunció el primer vislumbre de un individualismo
que pronto corrompería la sociedad con el culto del héroe y había de destruir
la democracia. Los hechos se encargarían de darle la razón.
Alguien
se preguntará cómo, teniendo en contra adversarios poderosos como las mujeres y
la «mafia» de las familias aristocráticas, aquel implacable debelador logró,
sin embargo, seguir en el machito y ganar las elecciones cada vez que se
presentaba candidato a cualquier magistratura. Pocos le querían, ciertamente.
Su honestidad en aquellos tiempos de corrupción, su ascetismo en aquella época
de molicie, eran sentidos por todos como un remordimiento. Representaba lo que
cada uno hubiera debido, y acaso querido ser, pero que, desgraciadamente no
era. Y precisamente por esto, pese a detestarle, le respetaban y le concedían
el voto. Era, además, un gran orador. Y la cosa era bastante extraña, pues
había debutado en las letras publicando un tratado contra los retóricos y
anticipando la famosa frase de Verlaine: Cuando veas la oratoria, tuércele
el cuello. Pero precisamente a fuerza de enseñar a los demás cómo «no» se
debía hablar, había aprendido él mismo a hablar perfectamente. Lo poco que nos
queda de sus discursos basta para que le reconozcamos como más grande que
Cicerón, ciertamente más rotundo, enfático y literariamente perfecto que él,
pero menos directo, eficaz y sincero. Lo que demuestra que no hay elocuencia,
como no hay literatura, como no hay música ni pintura, como no hay nada, sin
una fuerza moral y una convicción sincera que las sostengan.
Catón
sazonaba con notas de humor incluso sus más severas requisitorias. Y cuando,
por ejemplo, como censor, hizo expulsar del Senado a Manilio por haber besado a
su mujer en público, alguien le preguntó si él no lo había hecho nunca,
respondió: «Sí, pero solamente cuando truena. Por esto el mal tiempo me pone
siempre de buen humor.» Hasta cuando intentaban procesarle, y lo hicieron, al
parecer, cuarenta y cuatro veces, con las más variadas acusaciones, conservaba
su jovialidad y se reía en igual medida que mordía. Con aquel sarcasmo siempre
a punto, con aquellos chistes populares, con aquel rostro surcado de
cicatrices, el pelo rojo y los dientes separados, no era agradable
encontrárselo enfrente como contradictor. Y nadie hubiera conseguido arrinconarle,
si él mismo no se hubiera cansado, en un momento dado, de aquel inútil combate;
así que retiróse espontáneamente a escribir libros, ocupación que, en su fuero
interno, despreciaba.
Lo
hizo porque quería oponer algún texto escrito en latín a los que entonces todos
los literatos se habían puesto a componer en griego, lengua que iba en camino
de alcanzar el monopolio de la cultura romana. El De agricultura, el
único, en efecto, que nos queda de él, es el primer libro en prosa propiamente
dicho que apareció en Roma. Es un curioso manual práctico en el que, junto a
ideas vagamente filosóficas, se mezclaban consejos sobre el sistema de curar
los reumatismos y la diarrea. En cuanto a los criterios sobre el modo de
explotar las tierras, helos aquí: Lo mejor —dice— es una provechosa
cría de ganado. ¿Después? Una cría de ganado moderadamente provechosa. ¿Después?
Una cría de ganado ni siquiera moderadamente provechosa. ¿Después? Después...,
después, la labranza y la siembra. Catón no quería siquiera volver a la agricultura
sino al pastoreo.
Nadie
tuvo más vivo que él el pensamiento de la decadencia de Roma y nadie mejor que
él diagnosticó el foco de infección: Grecia. Había estudiado la lengua y, culto
y avisado como era bajo sus toscos hábitos, había comprendido que la cultura
helénica era demasiado más alta y refinada que la romana para no corromperla.
Llamaba a Sócrates «una solterona chismosa», y aprobaba a los jueces que le
condenaron a muerte por saboteador de las leyes y del carácter de Atenas. Pero
le odiaba precisamente tanto como le admiraba, y se daba cuenta de que sus
ideas conquistarían también la Urbe. Créeme bajo palabra —escribía a su
hijo—; sí este pueblo consigue contaminarnos con su cultura, estamos
perdidos. De momento ha comenzado con sus médicos que, con la excusa de
curarnos, han venido a destruir a los «bárbaros». Te prohíbo que tengas trato
con ellos. Le prefería muerto antes que sanado con las aspirinas y las
vitaminas griegas.
Fue
probablemente ese terror lo que le sugirió la insistencia, que le ha hecho
célebre, sobre el delenda Carthago. Más que impedir un renacimiento de
Roma, él propendía a distraer Roma de las tentaciones de una conquista de
Grecia. Quería que su patria mirase a Occidente, no a Oriente, de donde, según
él, sólo vendrían vicios y males. Y acaso quedóse muy decepcionado por la
rapidez con que Escipión llevó a cabo la empresa. Hubiese preferido una guerra
defensiva contra diez Aníbales a una ofensiva contra la Hélade_ Y cuando vio a
los cónsules Marcelo, Fulvio y Emilio Paulo volver de allí con carros cargados
de estatuas, pinturas, copas de metal, espejos, muebles de precio y telas
recamadas, y al pueblo apiñarse ante aquellas maravillas y discutir de modas,
de estilos, de sombreritos, de sandalias, de vajilla y de cosméticos, debió de
llevarse, desesperado, las manos a la cabeza.
Murió
en -149, cuando el Senado había ya decidido mandar el último Escipión ad
delendam Carthaginem. Tal vez aquel gesto le devolvió un soplo de
esperanza, o por lo menos nos complace pensarlo. De haber vivido un poco más,
habría advertido que la destrucción de Cartago no había servido verdaderamente
para nada. Al contrario, una vez derrotada aquella ciudad del África asomada al
Mediterráneo, los romanos no tuvieron ya ojos, oídos ni pensamientos más que
para Fidias, Praxíteles, Aristóteles, Platón, la cocina, los afeites y las
«hetairas» de Atenas.
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