Corría
ahora el mes de septiembre del año 14 de mi reinado. Últimamente Barbilo me ha
leído el horóscopo, y teme que esté destinado a morir para mediados del mes que
viene. En una ocasión Trasilo me dijo exactamente lo mismo. Porque me había concedido
una vida de 63 años, 63 días, 63 cuartos y 63 horas. Eso viene a terminar el
trece del mes que viene. Trasilo fue mucho más explícito que Barbilo. Recuerdo
que me felicitó por esta combinación de sietes y nueves multiplicados; era una
combinación notable. Bien, estoy dispuesto a morir. Esta mañana, en el tribunal
pedí a los abogados que se comportaran con un poco más de consideración para
con un anciano. Dice que al año siguiente no estaría entre ellos, y que podían
tratar a mi sucesor como les pareciera. También le dije al tribunal, en el caso
de una noble acusada de adulterio, que yo había estado casado varias veces, y que
cada una de mis esposas, por turno, resultó ser mala, y que durante un tiempo les
mostré indulgencia, pero no mucha. Hasta entonces me había divorciado de tres.
Agripinila se enterará de esto.
Nerón
tiene 17 años. Anda de un lado para otro con la afectada modestia de una prostituta
de primera clase, agitando de vez en cuando su cabellera aromada, para quitársela
de los ojos, o con la afectada modestia de un filósofo de primera clase que se detiene
a cavilar en privado, de vez en cuando, en el centro de un grupo de admirados nobles,
el pie derecho hacia adelante, la cabeza hundida en el pecho, el brazo
izquierdo en jarras, la mano derecha levantada, tocándose levemente la frente
con los dedos, como presa del dolor de un profundo pensamiento. De pronto lanza
un brillante epigrama, o un feliz dístico o una profunda y sabia sentencia... pero
no propios, por supuesto...
Séneca
se gana el sustento, por así decirlo. Que los amigos de Nerón lo pasen bien con
éste. Que Roma lo pase bien con él. Que Agripinila lo pase bien con él, y
también Séneca. Me enteré en privado, gracias a la hermana de Séneca, amiga
secreta de Narciso, que nos proporciona una cantidad de informaciones útiles en
cuanto al último mimado de la nación, que la noche antes de que Séneca
recibiese mi orden de volver de Córcega, soñó que actuaba como maestro de
Calígula. Esto lo considero una señal.
El
día de Año Nuevo llamé a Jenofonte y le agradecí por haberme mantenido con vida durante
tanto tiempo. Luego cumplí con la promesa que le había hecho, aunque el plazo
de quince años no ha terminado aún, y logré que el Senado concediese una
exención perpetua de impuestos y de servicio militar a su isla natal de Cos. En
mi discurso hice al Senado un relato completo de la vida y los hechos de los
muchos médicos famosos de Cos, qué pretenden ser descendientes directos del
dios Esculapio, y analicé con erudición sus distintas prácticas terapéuticas.
Terminé con el padre de Jenofonte, que fue el cirujano de campaña de mi padre
en sus guerras germanas, y con el propio Jenofonte, a quien alabé por encima de
todo. Unos días más tarde Jenofonte me pidió permiso para permanecer conmigo
varios años más. No hizo su pedido en términos de lealtad o gratitud o afecto,
si bien he hecho mucho por él —¡qué hombre carente de emociones es!— Si no por
motivos de conveniencia, porque el palacio es un lugar perfecto para las
investigaciones médicas. El hecho es que cuando le hice a Jenofonte ese honor,
contaba con él para ayudarme a llevar a cabo un plan que exigía el máximo
sigilo y discreción. Se trataba de una deuda que tenía conmigo mismo y mis antepasados.
Era nada menos que el rescate de mi Británico.
Permítaseme
explicar ahora por qué preferí deliberadamente a Nerón y no a él, por qué le di
una educación anticuada, por qué la protegí con tanto cuidado de la infección
de la corte, del contacto con el vicio y las adulaciones. Para empezar, sabía
que Nerón está destinado a gobernar como mi sucesor, a continuar con el maldito
asunto de la monarquía, a desangrar a
Roma y ganarse el odio perenne, a ser el último de los Césares locos. Todos
nosotros estamos locos, los emperadores. Empezamos con cordura, como Augusto y
Tiberio, y aun Calígula (aunque fue un personaje maligno, al principio fue un
hombre cuerdo), y la monarquía nos trastorna el seso. «Después de la muerte de
Nerón, sin duda la república será restaurada», argumenté. Y era mi intención
que Británico fuese el que la restableciera. ¿Pero cómo sobreviviría Británico
en el reinado de Nerón? Este sin duda lo haría matar si se quedaba en Roma,
como Calígula había hecho matar a Gemelo. Británico tenía que salir de allí,
decidí, e ir a algún lugar seguro, donde pudiese crecer virtuosa y
honradamente, como un Claudio de los antiguos tiempos, y mantener vivo el fuego
de la verdadera libertad. «Pero el mundo es ahora totalmente romano, con
excepción de Germania, el Oriente, los desiertos escitas del norte del mar
Negro, el Asia inexplorada y las partes más lejanas de Bretaña. Y entonces,
¿dónde podrá estar mi Británico a salvo del poder de Nerón? —me pregunté—. No
en Partia o Arabia; no podría hacerse una elección peor. No en Germania, nunca
he querido a los germanos. A pesar de todas sus virtudes bárbaras, son nuestros
enemigos naturales. De África y Escitia conozco muy poco. No hay más que un
lugar para Británico: Bretaña. Los británicos del norte nos son racialmente
afines. La reina Cartimandua, de los brigantios, es mi aliada. Es una
gobernante noble y sabia, y está en paz con mi provincia de Bretaña del sur.
Sus jefes son guerreros valientes y corteses. Su joven hijastro, que es su
heredero, vendrá aquí en mayo, acompañado por un grupo de jóvenes nobles,
invitados míos a palacio. Haré que Británico sea el anfitrión, y los uniré en
secreto en una hermandad de sangre, de acuerdo con el rito británico. Estos
brigantios se quedarán aquí todo el verano. Cuando vuelvan (y los enviaré por
mar, desde Ostia, directamente a su puerto del Humber), Británico irá con
ellos, disfrazado. Tendrá la cara y el cuerpo pintados de azul, e irá vestido
con una túnica roja y los pantalones de tartán de un joven noble brigantio, con
cadenas de oro en torno al cuello. Nadie lo reconocerá. Cargaré al príncipe brigantio
de regalos, y lo comprometeré con los más sagrados juramentos posibles para que
proteja a Británico y oculte su identidad de todos, menos de la reina. El
obligará a sus compañeros con el mismo juramento. En la corte de Cartimandua,
Británico será presentado como un joven griego de ilustre cuna, cuyos padres
han muerto, que ha quedado sin ningún dinero, y que va a buscar su fortuna en
Bretaña. En Roma no se lo echará de menos. Haré circular la noticia de que no
está bien, y Jenofonte y Narciso me ayudarán en este engaño. Muy pronto
anunciaré su muerte. Jenofonte tiene una orden escrita mía, que le da el
derecho de reclamar el cuerpo de cualquier esclavo muerto en el hospital, en la
isla de Esculapio, para usarlo con vistas a sus investigaciones. (Está escribiendo
un tratado sobre los músculos del corazón). Sin duda encontrará un cadáver adecuado
para ofrecerlo como el de Británico. En la corte de Cartimandua, Británico se hará
hombre. Enseñará a los brigantios las útiles artes que me he preocupado de que
le enseñaran. Si se comporta con modestia, jamás le faltarán amigos allí.
Cartimandua le permitirá adorar a sus propios dioses. Evitará la sociedad de
los romanos. A la muerte de Nerón se revelará como quien es, y volverá como el
salvador de su país.»
Era
un excelente plan, e hice todo lo posible para ponerlo en ejecución. Cuando
llegó el príncipe
brigantio, Británico fue su anfitrión y formó una estrecha amistad con él. Cada uno
enseñó al otro su propio idioma, y el uso de las armas de su país. Trabajaron y
jugaron juntos todo el verano. Se unieron por el rito de sangre, sin ser
acicateados por ninguna sugestión mía, e intercambiaron regalos. Me encantó que
las cosas salieran tan bien. Hablé a Jenofonte y a Narciso de mi plan. Ambos se
comprometieron a ayudarme. Se ocuparon de todo lo necesario. ¡Pero véase lo que
sucedió! Todo mi ingenio ha sido inútil. Hace tres días Narciso me trajo a
Británico, muy temprano por la mañana, cuando todo el palacio dormía. Lo abracé
con un calor que me había negado desde hacía años. Le expliqué por qué lo había
tratado como lo hice. No era por crueldad o indiferencia, le dije, sino por amor.
Le cité el verso griego que Augusto me había recitado antes de su muerte:
«Quien te hirió, ése te curará.» Le hablé de la profecía y de mi deseo de
salvar del desastre de Roma a la persona a quien más amaba: él. Le recordé la
fatal historia de nuestra familia, y le pedí que aceptara mi plan, en el cual
residía su única posibilidad de supervivencia. Me escuchó con atención y
finalmente estalló:
—¡No,
padre, no! Te confieso que te he odiado desde la muerte de mi madre. Siempre pensé
lo peor de ti. Para mí eras un cobarde y un pedante y un tonto, y me avergonzaba
ser tu hijo. Veo ahora que te juzgué mal y te pido perdón. Pero no, no puedo
hacer lo que me pides. No es honorable. Un Claudio no puede pintarse la cara de
azul y ocultarse entre bárbaros. No tengo miedo a Nerón; es un cobarde.
Permíteme que me ponga este año nuevo mi toga viril. Sólo tendré trece años,
pero puedes perdonarme el año que falta; soy alto y fuerte para mi edad. Una
vez que sea oficialmente un hombre, podré hacer frente a Nerón a pesar de la
delantera que le has concedido y de su madre. Haznos herederos conjuntos y
verás quién de los dos triunfa sobre el otro. Es mi derecho como tu hijo, y de cualquier
manera no creo en la república. No puedes invertir el curso de la historia; mi bisabuela
Livia lo dijo, y es cierto. Me encantan los tiempos pasados, como a ti, pero no
soy ciego. La república ha muerto para todos, con la excepción de personas
anticuadas como tú o Sosibio. Roma es ahora un imperio, y la elección sólo
reside entre emperadores buenos y emperadores malos. Hazme heredero conjunto con
Nerón, y desafiaré las profecías. Sigue un par de años con vida, padre, por mí.
Y entonces, cuando mueras, me pondré tus zapatos y gobernaré a Roma como se
debe. Los guardias me quieren y me tienen confianza. Geta y Crispino me han
dicho que cuando hayas muerto tratarán de que yo sea emperador, y no Nerón.
Seré un buen emperador, como lo fuiste tú hasta que te casaste con mi
madrastra. Dame instructores adecuados. Los de ahora no me sirven. Quiero estudiar
oratoria, necesito entender las finanzas públicas y los procedimientos legales.
Quiero aprender a ser un emperador.
Nada
pudo disuadirlo, ni siquiera mis lágrimas. Ahora he abandonado toda esperanza de
salvarlo; ningún médico puede salvar la vida de un paciente contra su voluntad
de morir.
Por el contrario, he hecho todo lo que me pidió, como un padre indulgente. He destituido
a Sosibio y a los otros instructores, y designado otros nuevos. Le he permitido
que se ponga la túnica viril este Año Nuevo y modifico mi testamento en su
favor. En el anterior apenas se lo mencionaba. Hoy he hecho ante el Senado mi
discurso de despedida y recomendado humildemente a Nerón y Británico, y les
ofrecí a ambos una larga y sincera exhortación al amor fraternal y a la
concordia, poniendo al Senado por testigo de que así lo hacía. ¡Pero con qué
ironía hablé! Sabía, con tanta seguridad como que el fuego es caliente y el
hielo frío, que mi Británico estaba condenado, y que era yo quien lo había
entregado a la muerte, y que con él cortaba la última verdadera rama Claudia
del antiguo tronco de Appio Claudio. Yo, el imbécil.
Mis
ojos están fatigados y mi mano tiembla tanto, que apenas puedo formar las
letras. Últimamente se han presenciado extraños presagios. En el cielo de la
medianoche brilla un gran cometa, como el que presagió la muerte de Julio
César. En Egipto se ha hablado de un fénix. Voló hasta allí desde Arabia, como
es su costumbre, con una bandada de otros pájaros que lo admiraban. No creo que
sea un verdadero fénix, porque aparece una vez cada 1461 años, y sólo han trascurrido
250 desde que se lo vio por última vez en Heliópolis,
durante el reinado del tercer Tolomeo. Pero sin duda era una especie de fénix. Y
si un fénix y un cometa no son maravillas suficientes, ha nacido un centauro en
Tesalia, y me lo han traído a Roma (por vía de Egipto, donde los médicos de
Alejandría lo examinaron por primera vez), y yo lo he tocado con mis propias
manos. Sólo vivió un día, y llegó hasta mí conservado en miel, pero era un
centauro indiscutible, y del tipo que tiene un cuerpo de caballo, no de la
clase inferior que tiene cuerpo de asno. Fénix, cometa y centauro, un enjambre
de abejas entre los estandartes del campamento de la guardia, un cerdo con
garras como las de un halcón y el monumento de mi padre herido por un rayo. ¿Prodigios
suficientes, adivinos?
No escribas más Tiberio Claudio, dios de los britanos, no
escribas más.