1.- Dícese de la madre de Cicerón, Helvia, haber
sido de buena familia y de recomendable conducta; pero en cuanto al padre todo
es extremos: porque unos dicen que nació y se crió en un lavadero, y otros
refieren el origen de su linaje a Tulio Acio, que reinó gloriosamente sobre los
Volscos. El primero de la familia que se llamó Cicerón parece que fue persona
digna de memoria, y que por esta razón sus descendientes, no sólo no dejaron
este sobrenombre, sino que más bien se mostraron ufanos con él, sin embargo de
que para muchos era objeto de sarcasmos; porque los latinos al garbanzo le
llaman Cicer, y aquel tuvo en la punta de la nariz una verruga aplastada, a
manera de garbanzo, que fue de donde tomó la denominación, y de este Cicerón
cuya vida escribimos ha quedado memoria de que proponiéndole sus amigos, luego
que se presentó a pedir magistraturas y tomó parte en el gobierno, que se
quitara y mudara aquel nombre, les respondió con jactancia que él se esforzaría
a hacer más ilustre el nombre de Cicerón que los Escauros y Cátulos. Siendo
cuestor en Sicilia, hizo a los dioses una ofrenda de plata, en la que inscribió
sus dos primeros nombres, Marco y Tulio, y en lugar del tercero dispuso por una
especie de juego que el artífice grabara al lado de las letras un garbanzo. Y
esto es lo que hay escrito acerca del nombre.
2.-Dicen que nació Cicerón, habiéndole dado a luz
su madre sin trabajo y sin dolores, el día 3 de enero, en el que ahora los
magistrados hacen plegarias y sacrificios por el emperador. Parece que su
nodriza tuvo una visión, en la que se le anunció que criaba un gran bien para
todos los romanos. Esto, que comúnmente debe ser tenido por delirio y por
quimera, hizo ver Cicerón bien pronto que había sido una verdadera profecía:
porque llegado a la edad en que se empieza a aprender, sobresalió ya por su
ingenio, y adquirió nombre y fama entre sus iguales, tanto, que los padres de
éstos iban a las escuelas deseosos de conocer de vista a Cicerón, y hacían
conversación de su admirable prontitud y capacidad para las letras; y los menos
ilustrados reprendían con enfado a sus hijos, viendo que en los paseos llevaban
por honor a Cicerón en medio. No obstante tener un talento amante de las artes
y las ciencias, cual lo deseaba Platón, propio para abrazar toda doctrina y no
reprobar ninguna especie de erudición, se precipitó con mayor ansia a la
poesía; y se ha conservado un poemita de cuando era muchacho, titulado Poncio
Glauco, hecho en versos tetrámetros. Adelantando en tiempo, y dedicándose con
más ardor a esta clase de estudios, fue ya tenido, no sólo por el mejor orador,
sino también por el mejor poeta de los romanos. Su gloria y su fama en la
elocuencia permanece hasta hoy, a pesar de las grandes mudanzas que ha sufrido
el lenguaje; pero la fama poética, habiendo sobrevenido después muchos y
grandes ingenios, ha quedado del todo olvidada y oscurecida.
3.- Cuando hubo ya salido de las ocupaciones
pueriles, acudió a la escuela de Filón, que era de la secta de los académicos,
aquel a quien entre los discípulos de Clitómaco admiraban más los romanos por
su elocuencia y apreciaban más por sus costumbres. Al mismo tiempo frecuentaba
la casa de Mucio, uno de los principales del gobierno y del Senado, con quien
hacía grandes adelantamientos en la ciencia de las leyes; y asimismo se aplicó
a la milicia bajo Sila, durante la Guerra Mársica. Después, viendo que la
república, de sedición en sedición, caminaba a precipitarse en la insoportable
dominación de uno solo, consagró de nuevo su vida al estudio y a la meditación,
conferenciando con los griegos eruditos y cultivando las ciencias, hasta que,
habiendo vencido Sila, pareció que la república tomaba alguna consistencia. En
este tiempo Crisógono, liberto de Sila, habiendo denunciado los bienes de uno que
decía haber perdido la vida en la proscripción, los compró él mismo en dos mil
dracmas. Roscio, hijo y heredero del que se decía proscrito, se mostró ofendido
e hizo ver que aquellos bienes valían doscientos cincuenta talentos, de lo que,
incomodado Sila, movió a Roscio causa de parricidio por medio de Crisógono; y
como nadie quisiese defenderle, huyendo todos de ello por temor de la venganza
de Sila, en este abandono acudió aquel joven a Cicerón. Estimulaban a éste sus
amigos, diciéndole que con dificultad se le presentaría nunca otra ocasión más
bella ni más propia para ganar fama; movido de lo cual admitió la defensa, y
habiendo salido con su intento, fue admirado de todos; pero por temor de Sila
hizo viaje a la Grecia, esparciendo la voz de que lo hacía para procurar la
salud, pues en realidad era delgado y de pocas carnes y tenía un estómago débil
que no admitía sino poca y tenue comida, y aun esto muy a deshora. La voz era
fuerte y de buen temple, pero jura y no hecha, y como su modo de decir era vehemente
y apasionado, subiendo siempre de tono la voz, se temía que peligrase su salud.
4.- Llegado a Atenas, se aplicó a oír a Antíoco
Ascalonita, seducido de la facundia y gracia de sus discursos, sin embargo de
que no aprobaba las novedades que introducía en los dogmas de la secta: porque
ya Antíoco se había separado de la que se llamaba academia nueva, y había desertado
de la escuela de Carnéades, o cediendo a la evidencia y a los sentidos, o
prefiriendo, como dicen algunos, por cierta ambición, y por indisposición con
los discípulos de Clitómaco y de Filón, a todas las demás la doctrina estoica.
Mas Cicerón se mantuvo siempre en aquellos principios, y a ellos dio su
atención, teniendo meditado, si le era preciso dejar del todo los negocios
públicos, convertir a estos estudios su vida desde el foro y la curia, para
pasarla sosegadamente entregado a la filosofía. Llególe en esto la noticia de
haber muerto Sila, y como su cuerpo, fortificado con el ejercicio, hubiese
adquirido bastante robustez, y la voz se hubiese formado del todo, resultando
ser llena, dulce al oído y proporcionada a la constitución de su cuerpo, llamado
por una parte y rogado desde Roma por sus amigos, y exhortado por otra de
Antíoco a que se entregase a los negocios públicos, volvió otra vez a cultivar
la oratoria como un instrumento que había de poner en ejercicio para adelantar
en la carrera política, trabajando discursos y consultando los oradores más
acreditados. Con este objeto navegó al Asia y a Rodas, y de los oradores de
Asia oyó a Jenocles de Adramito, a Dionisio de Magnesia y a Menipo de Caria, y
en Rodas al orador Apolonio Molón, y al filósofo Posidonio. Dícese que
Apolonio, no sabiendo la lengua latina, pidió a Cicerón que declamara en
griego, y que éste tuvo en ello gusto, juzgándolo más conducente para la
corrección. Después de haber así declamado, todos se quedaron asombrados y
compitieron en las alabanzas; sólo Apolonio se estuvo inmóvil oyéndole, y
después que hubo concluido, permaneció en su asiento, pensativo, por largo
rato; y como Cicerón se manifestase resentido, “A ti ¡oh Cicerón!- le dijo- te
admiro y te alabo, pero duélome de la suerte de la Grecia, al ver que los
únicos bienes y ornamentos que nos habían quedado, la ilustración y la
elocuencia, son también por ti ahora trasladados a Roma”.
5.- Decidiéndose, pues, a tomar parte en el
gobierno, lleno de lisonjeras esperanzas, un oráculo, sin embargo, contenía y
moderaba aquel ímpetu, pues habiendo preguntado en Delfos al Dios cómo
adquiriría grande fama, le había aconsejado la Pitia que tomara su propia
naturaleza por regulador de su conducta, y no la opinión del vulgo. Así al
principio procedía con gran precaución, y no daba sino, pasos muy lentos hacia
las magistraturas, y aun por esto mismo no hacían caso de él, y le motejaban
con aquellos apodos vulgares tan comunes en Roma: Griego y Ocioso. Mas siendo
él amante de gloria por carácter, y continuas las excitaciones de su padre y
sus amigos, se dedicó al fin a la defensa de las causas, en la que no por
grados llegó a la primacía, sino que desde luego resplandeció con brillante
gloria y se aventajó mucho a todos los que con él contendían en el foro. Dícese
que, estando en la parte de la elocución no menos sujeto a defectos que
Demóstenes, puso mucho atención en observar al cómico Roscio y al trágico
Esopo. De éste se cuenta que, representando en el teatro a Atreo cuando
deliberaba sobre vengarse de Tiestes, como pasase casualmente uno de los
sirvientes en el momento en que se hallaba fuera de sí con la violencia de los
afectos, le dio un golpe con el cetro y le quitó la vida; no fue poca la fuerza
que de la representación y la acción teatral tomó para persuadir la elocuencia
de Cicerón, como que de los oradores que hacían consistir el primor de ésta en
vocear mucho solía decir con chiste que por flaqueza montaban en los gritos
como los cojos en un caballo. Su facilidad y gracia para esta clase de agudezas
y donaires bien parecía propia del foro y sazonada; pero usando de ella con
demasiada frecuencia, sobre ofender a no pocos, le atrajo la nota de maligno.
6.- Nombrósele cuestor en tiempo de carestía; y
habiéndole cabido en suerte la Sicilia, al principio se hizo molesto a aquellos
naturales por verse precisado a enviar trigo a Roma; pero después, habiendo
experimentado su celo, su justificación y su genio apacible, le respetaron
sobre todos los magistrados que habían conocido. Sucedió en aquella sazón que a
muchos de los jóvenes más principales y de las primeras familias se les hizo
cargo de insubordinación y falta de valor en la guerra, y habiendo sido remitidos
al Tribunal del pretor de la Sicilia, Cicerón defendió enérgicamente su causa y
los sacó libres. Venia muy engreído con esto a Roma, y dice él mismo que le
sucedió una cosa graciosa y muy para reír, porque habiéndose encontrado en la
Campania con un ciudadano de los más principales, a quien tenía por amigo, le
preguntó qué se decía entre los romanos de sus hechos y cómo se pensaba acerca
de ellos, pareciéndole que toda la ciudad había de estar llena de su nombre y
de la gloria de sus hazañas; y aquel le respondió fríamente: “¿Pues dónde has
estado este tiempo, Cicerón?” Y añade que entonces decayó enteramente su ánimo,
viendo que, habiéndose perdido en la ciudad como en un piélago inmenso la
conversación que de él se hubiese hecho, nada había ejecutado que para la
gloria hubiese tenido mérito, y habiendo entrado consigo en cuentas, rebajó
mucho de su ambición, considerando que el trabajar por la gloria era obra
infinita y en la que no se hallaba término. Mas, sin embargo, el alegrarse con
extremo de que lo alabasen y ser muy sensible a la gloria lo conservó hasta el
fin, y muchas veces fue un estorbo para sus más rectas determinaciones.
7.- Mas, al fin, entregado al gobierno con
demasiado empeño, tenía por cosa muy censurable que los artesanos, que sólo
emplean instrumentos y materiales inanimados, no ignoren ni el nombre, ni el
país, ni el uso de cada uno; y el político, que para todos los negocios
públicos tiene que valerse de hombres, proceda con desidia y descuido en cuanto
a conocer los ciudadanos. Por tanto, no sólo se acostumbró a conservar sus
nombres en la memoria, sino que sabía en qué calle habitaba cada uno de los
principales, qué posesiones tenía, qué amigos eran para él los de mayor influjo
y quiénes eran sus vecinos; y por cualquiera parte que Cicerón caminara de la
Italia podía sin detenerse expresar y señalar las tierras y las casas de campo
de sus amigos. Siendo su hacienda no muy cuantiosa, aunque la suficiente y
proporcionada a sus gastos, causaba admiración que no recibiese ni salario ni
dones por las defensas, lo que aun se hizo más notable cuando se encargó de la
acusación de Verres. Había sido éste pretor de la Sicilia, donde cometió mil
excesos, y persiguiéndole los sicilianos, Cicerón hizo que se le condenara, no
con hablar, sino en cierta manera por no haber hablado; porque estando los
pretores de parte de Verres, y prolongando la causa con estudiadas dilaciones
hasta el último día, como estuviese bien claro que esto no podía bastar para
los discursos y el juicio no llegaría a su término, levantándose Cicerón,
expresó que no había necesidad de que se hablase y, presentando los testigos y
examinándolos, concluyó con decir que los jueces pronunciaran sentencia. Con
todo, en el discurso de esta causa se cuentan muchos y muy graciosos chistes
suyos. Porque los romanos llaman Verres al puerco no castrado; y habiendo
querido un liberto llamado Cecilio, sospechoso de judaizar, excluir a los
sicilianos y ser él quien acusara a Verres, le dijo Cicerón: “¿Qué tiene que
ver el judío con el puerco?” Tenía Verres un hijo ya mocito, de quien se decía
que no hacía el más liberal uso de su belleza; y motejando Verres a Cicerón de
afeminado, “a los hijos- le repuso- no se les reprende sino de puertas
adentro”. El orador Hortensio no se atrevió a tomar la defensa de la causa de
Verres, pero le patrocinó al tiempo de la tasación, por lo que recibió en
precio una esfinge de marfil, y habiéndole echado Cicerón alguna indirecta,
como le respondiese que no sabía desatar enigmas, le repuso éste con presteza:
“Pues la esfinge tienes en casa.”
8.- Habiendo sido de este modo condenado Verres,
tasó Cicerón la multa que había de sufrir en setecientas cincuenta mil dracmas;
quisieron culparle presto de que por dinero había rebajado la estimación, mas
ello es que los sicilianos le quedaron tan agradecidos, que cuando fue edil
trajeron en su obsequio muchas cosas de la isla y se las presentaron; pero de
ninguna se aprovechó, y sólo se valió del afecto de aquellos isleños para que
tuviera el pueblo los frutos a un precio más cómodo. Poseía una tierra bastante
extensa en Arpino, y junto a Nápoles y junto a Pompeya tenía otros dos campos
no muy grandes; la dote de su mujer Terencia era de ciento veinte mil dracmas,
y tuvo una herencia que le produjo unas noventa mil. Pues atenido a solos estos
bienes, lo pasó liberal y sobriamente con los literatos griegos y romanos que
tenía siempre consigo; muy rara vez se ponía a la mesa antes de haber caído el
sol, no tanto por sus ocupaciones como por la enfermedad de estómago que
padecía. Por lo tocante al cuidado de su cuerpo, en todo lo demás era
nimiamente delicado y puntual; tanto, que en las fricciones y los paseos no
excedía del número prefijado. Atendiendo de este modo a conservar y recrear su
constitución, se mantuvo sano y en disposición de poder llevar tantas fatigas y
trabajos. En cuanto a casa, la paterna la cedió a su hermano, y él habitaba
junto al Palacio para que no sintieran los que le visitaban la mortificación
que habrían de sentir si fueran de más lejos, y le visitaban diariamente tantos
a lo menos como a Craso por su riqueza y a Pompeyo por su gran poder en los
ejércitos, que eran los dos personajes más admirados y de mayor autoridad entre
los romanos, y aun Pompeyo mismo cultivaba la amistad de Cicerón, cuyo consejo
y auxilio en los asuntos de gobierno le sirvieron mucho para el acrecentamiento
de su poder y su gloria.
9.- Pidieron al mismo tiempo que él la Pretura
muchos y muy distinguidos ciudadanos, entre los que fue, sin embargo, elegido
el primero de todos, y los juicios parece que los despachó íntegra y
rectamente. Refiérese que juzgado por él en causa de malversación Licinio
Macro, varón por sí mismo de gran poder en la ciudad, y sostenido además por la
protección de Craso, confiando demasiado en el favor de éste y en los pasos que
se habían dado, se marchó a casa cuando todavía los jueces estaban dando los
votos, e hizo que inmediatamente le cortaran el cabello; se vistió de blanco,
como si ya hubiera vencido en el juicio, y se dirigía otra vez al Tribunal; y
que habiéndole encontrado Craso en el atrio, y anunciándole que había sido
condenado por todos los votos, se volvió adentro, se puso en cama y murió,
suceso que concilió a Cicerón la opinión de que había dirigido con celo el
Tribunal. Sucedió que Vatinio, hombre áspero, acostumbrado a no tratar con el
mayor respeto a los magistrados en sus discursos, y que tenía el cuello plagado
dé lamparones, pedía una cosa a Cicerón, y como no la concediese, sino que se
parase a pensar por algún tiempo, le dijo aquel que si él fuera pretor no
tardaría tanto en decidir; a lo que Cicerón contestó con viveza: “Es que yo no
tengo tanto cuello.” Cuando no le quedaban más que dos o tres días de
magistratura le presentó uno a Manilio, a quien acusaba de malversación; y es
de advertir que este Manilio gozaba del aprecio y favor del pueblo por creerse
que en él se hacía tiro a Pompeyo, de quien era amigo. Pedía término, y Cicerón
no le concedió más que el día, siguiente, lo que llevó a mal el pueblo, porque
acostumbraban los pretores a conceder diez días cuando menos a los que sufrían
un juicio. Citábanle, pues, para ante el pueblo los tribunos de la plebe,
haciéndole reconvenciones y acusándole; pero habiendo pedido que se le oyese,
dijo: “Que habiendo tratado siempre a los reos con toda la equidad y humanidad
que las leyes permitían, le había parecido muy duro no tratar del mismo modo a
Manilio, y no quedándole ya más que un solo día de pretor, aquel era el que de
intento le había dado por término; porque remitir el juicio a otro magistrado
entendía que no era de quien deseaba favorecer.” Produjeron estas palabras una
gran mudanza en el pueblo; así es que, celebrándole con los mayores elogios, le
rogaron que se encargara de la defensa de Manilio. Prestóse a ello de buena
voluntad en consideración también a Pompeyo, ausente, y habiendo tomado el
negocio desde su principio, habló con energía contra los fautores de la
oligarquía y enemigos por envidia de Pompeyo.
10.- A pesar de esto, para el Consulado fue
generalmente protegido de todos, no menos de la facción del Senado que de la
muchedumbre, poniéndose de su parte unos y otros con este motivo. Verificada la
mudanza que Sila introdujo en el gobierno, aunque al principio se tuvo por
repugnante, entonces ya parecía haber tomado cierta estabilidad, con la que el
pueblo comenzaba a hallarse bien por el hábito y la costumbre; pero no faltaban
genios turbulentos que trataban de mover y trastornar el estado presente, no
con la mira de mejorarlo, sino con la de saciar sus pasiones, valiéndose de la
ocasión de estar todavía Pompeyo ocupado en la guerra contra los reyes del
Ponto y la Armenia y de no existir en Roma fuerzas de alguna consideración.
Tenían éstos por corifeo a Lucio Catilina, hombre osado, resuelto y de sagaz y
astuto ingenio, el cual, además de otros muchos y muy graves crímenes, era
inculpado entonces de vivir incestuosamente con su hija, de haber dado muerte a
un hermano y de que, por temor de que sobre este hecho atroz se le formara
causa, había alcanzado de Sila que lo incluyera en las listas de los proscritos
a muerte, como si todavía viviese. Tomando, pues, a éste por caudillo toda la
gente perdida, se dieron mutuamente muchas seguridades, siendo una de ellas la
de haber sacrificado un hombre y haber comido de su carne. Sedujo además
Catilina a una gran parte de la juventud, proporcionando a cada uno placeres,
comilonas y trato con mujerzuelas y suministrando el caudal para todos estos
desórdenes Estaba fuera de esto dispuesta a sublevarse toda la Toscana y la
mayor parte de la Galia llamada Cisalpina. La misma Roma estaba muy próxima a
alterarse por la desigualdad de las fortunas, pues los más nobles y principales
habían desperdiciado las suyas en teatros, banquetes, competencias de mando y
obras suntuosas, y la riqueza había ido a parar en la gente más baja y ruin de
la ciudad; de manera que se necesitaba de muy poco esfuerzo y le era muy fácil
a cualquier atrevido hacer caer un gobierno que de suyo era débil y caedizo.
11.- Mas para partir Catilina de un principio
seguro, pedía el Consulado y se lisonjeaba de que saldría cónsul con Gayo
Antonio, hombre que por sí no era propio para estar al frente de nada, ni bueno
ni malo; pero que daría peso al poder ajeno. Previéndolo así la mayor parte de
los honestos y buenos ciudadanos, movieron a Cicerón a que se presentara
competidor, y siendo muy bien recibido del pueblo, quedó desairado Catilina, y
fueron elegidos Cicerón y Cayo Antonio, a pesar que de todos los candidatos
sólo Cicerón era hijo de padre que pertenecía al orden ecuestre y no al
senatorio.
12.- Aunque todavía eran entonces ignorados de la
muchedumbre los intentos de Catilina, no faltaron, sin embargo, grandes
altercados y contiendas desde el principio del consulado de Cicerón. De una
parte, los que por las leyes de Sila no podían ejercer autoridad, que no eran
pocos ni carecían de influjo, al pedir las magistraturas hablaban al pueblo,
acusando la tiranía de Sila, en gran parte con verdad y justicia, y querían
hacer en el gobierno mudanzas que ni eran convenientes ni la sazón oportuna. De
otra, los tribunos de la plebe proponían leyes análogas y por el mismo término,
para crear decenviros con plena autoridad, haciéndolos árbitros en toda la
Italia, toda la Siria y cuanto recientemente había sido adquirido por Pompeyo,
para vender los terrenos públicos, juzgar libremente y sin sujeción, restituir
los desterrados, fundar colonias, tomar caudales del Tesoro público y reclutar
y mantener tropas en el número que necesitasen; por lo cual algunos de los
principales ciudadanos se adherían a la ley, y el primero entre ellos Antonio,
el colega de Cicerón, por esperar que había de ser uno de los diez. Parecía
además que, sabedor de las novedades meditadas por Catilina, no le desagradaban
por sus muchas deudas, que era lo que principalmente hacía temer a los amantes
del bien; y esto fue lo primero que acudió a remediar Cicerón. Porque a aquel
le decretaron en la distribución de las provincias la Macedonia, y habiendo
adjudicado a Cicerón la Galia, la renunció; con este favor se atrajo a Antonio
para que, como actor asalariado, hiciera el segundo papel en la salvación de la
patria. Cuando ya éste quedó así sujeto y dócil, cobrando Cicerón mayores
bríos, se opuso de frente a los innovadores; e impugnando, y en cierta manera
acusando en el Senado la ley, de tal modo aterró a los que querían hacerla pasar,
que no se atrevieron a contradecirle. Hicieron nueva tentativa, y como, yendo
prevenidos, citasen a los cónsules ante el pueblo, no por eso se acobardó
Cicerón, sino que ordenó que le siguiese el Senado, y presentándose en la junta
pública, además de conseguir que se desechara la ley, hizo que los tribunos
desistieran de otros planes. ¡De tal modo los confundió con su discurso!.
13.- Porque Cicerón fue el que hizo ver a los romanos cuánto es el placer que la elocuencia concilia a lo que es honesto, que
lo justo es invencible, si se sabe decir, y que el que gobierna con celo en las
obras debe siempre preferir lo honesto a lo agradable, y en las palabras quitar
de lo útil y provechoso lo que pueda ofender. Otra prueba de su gracia y poder
en el decir es lo que sucedió siendo cónsul, con motivo de la ley de
espectáculos; porque antes los del orden ecuestre estaban en los teatros
confundidos con la muchedumbre, sentándose con ésta donde cada uno podía, y el
primero que por honor separó a los caballeros de los demás ciudadanos fue el
pretor Marco Otón, asignándoles lugar determinado y distinguido, que es el que
todavía conservan. Túvolo el pueblo a desprecio, y al presentarse Otón en el
teatro, empezó por insulto a silbarle, y los caballeros le recibieron con
grande aplauso y palmadas. Continuó el pueblo en los silbidos, y éstos otra vez
en los aplausos, de lo cual se siguió volverse unos contra otros, diciéndose
injurias y denuestos, siendo suma la confusión y alboroto que se movió en el
teatro. Compareció Cicerón luego que lo supo, y como habiendo llamado al pueblo
al templo de Belona, le hubiese increpado el hecho y exhortádole a la
obediencia, cuando otra vez se restituyeron al teatro aplaudieron mucho a Otón
y compitieron con los caballeros en darle muestras de honor y de aprecio.
14.- La sedición de Catilina, que al principio
había sido contenida y acobardada, cobró de nuevo ánimo, reuniéndose los
conjurados y exhortándose a tomar con viveza la empresa antes que llegara
Pompeyo, de quien ya se decía que volvía con el ejército. Inflamaban
principalmente a Catilina los soldados viejos del tiempo de Sila, que andaban
fugitivos por toda la Italia, y esparcidos el mayor número de ellos y los más
belicosos por las ciudades de Toscana, no soñaban en otra cosa que en volver a
los robos y saqueos. Estos, pues, teniendo por caudillo a Manlio, que había
sido uno de los que con más gloria habían militado bajo las órdenes de Sila, se
unieron a la conjuración de Catilina y se presentaron en Roma a ayudarle en los
comicios consulares. Porque pedía otra vez el Consulado, teniendo resuelto dar
muerte a Cicerón en medio del tumulto de los comicios. Parecía que hasta los
dioses anunciaban de antemano lo que iba a suceder con terremotos, truenos y fantasmas.
Las denuncias de los hombres bien eran ciertas; pero todavía no podían darse a
luz contra un hombre tan ilustre y poderoso como Catilina. Por tanto, dilatando
Cicerón el día de los comicios, llamó a Catilina al Senado y le preguntó acerca
de las voces que corrían. Éste, que juzgaba ser muchos en el Senado los que
estaban por las novedades, poniéndose a mirar a los conjurados, dio
tranquilamente a Cicerón esta respuesta: “¿Se podrá tener por cosa muy extraña,
habiendo dos cuerpos, de los cuales el uno está flaco y moribundo, pero tiene
cabeza, y el otro es fuerte y robusto, mas carece de ella, el que yo le ponga
cabeza a éste?” Quería designar con estas expresiones enigmáticas al Senado y
al pueblo, por lo que entró Cicerón en mayores recelos, y vistiéndose una
coraza, todos los principales de la ciudad y muchos de los jóvenes le
acompañaron desde su casa al Campo de Marte. Llevaba de intento descubierta un
poco la coraza, habiendo desatado la túnica por los hombros, a fin de dar a
entender a los que le viesen el peligro. Indignados con esto, se le pusieron
alrededor, y, por fin, hecha la votación, excluyeron por segunda vez a Catilina
y designaron cónsules a Silano y Murena.
15.- De allí a poco, dispuestos ya a reunirse con
Catilina los de la Toscana, y no estando lejos el día señalado para dar el
golpe, vinieron a casa de Cicerón, a la media noche, los primeros y más
autorizados entre los ciudadanos: Marco Craso, Marco Marcelo y Escipión Metelo.
Llamaron a la puerta, y haciendo venir al portero, le mandaron que despertara a
Cicerón y le enterara de su venida, la cual tuvo este motivo. Estando Craso
cenando, le entregó su portero unas cartas traídas para un hombre desconocido,
y dirigidas a varios, y entre ellas una anónima al mismo Craso. Levó esta sola,
y como viese que lo que anunciaba era que habían de hacerse muchas muertes por
Catilina, exhortándole a que saliera de la ciudad, ya no abrió las otras, sino
que al punto se fue en busca de Cicerón, asustado de anuncio tan terrible, y
también para disculparse a causa de la amistad que tenía con Catilina. Habiendo
meditado Cicerón sobre lo que debería hacerse, al amanecer congregó el Senado,
y llevando consigo todas las cartas, las entregó a las personas que designaban
los sobrescritos, mandando que las leyeran en voz alta. Todas se reducían a
anunciar el peligro y las asechanzas de una misma manera; y con aviso que dio
Quinto Arrio, que había sido pretor, de que en la Toscana se había reclutado
gente, y noticia que se tuvo de que Manlio andaba inquieto por aquellas
ciudades, dando a entender que esperaba grandes novedades de Roma, tomó el
Senado la determinación de encomendar la república al cuidado de los cónsules,
para que vieran y escogitaran los medios de salvarla; determinación que no
tomaba el Senado muchas veces, sino sólo cuando amenazaba algún grave mal.
16.- Conferida a Cicerón esta autoridad, los
negocios de afuera los confió a Quinto Metelo, tomando él a su cargo el cuidado
de la ciudad, para lo que andaba siempre guardado de tanta gente armada, que
cuando bajaba a la plaza ocupaban la mayor parte de ella los que le iban
acompañando. Catilina, no pudiendo sufrir tanta dilación, determinó pasar al
ejército que tenía reunido Manlio, dejando orden a Marcio y a Cetego de que por
la mañana temprano se fueran armados con espadas a casa de Cicerón como para
saludarle, y arrojándose sobre él le quitaran la vida. Dio aviso a Cicerón de
este intento Fulvia, una de las más ilustres matronas, yendo a su casa por la
noche y previniéndole que se guardara de Cetego. Presentáronse aquellos al
amanecer, y no habiéndoles dejado entrar, se enfadaron y empezaron a gritar
delante de la puerta, con lo que se hicieron más sospechosos. Cicerón salió
entonces de casa y convocó al Senado para el templo de Júpiter Ordenador, al
que los Romanos llaman Estator, construido al principio de la Vía Sacra, como
se va al Palacio. Pareció allí Catilina entre los demás como para justificarse,
pero ninguno de los senadores quiso tomar asiento con él, sino que se mudaron
de aquel escaño; habiendo empezado a hablar le interrumpieron, hasta que, levantándose
Cicerón, le mandó salir de la ciudad, porque no usando el cónsul más que de
palabras, y empleando él las armas, debían tener las murallas de por medio.
Salió, pues, Catilina inmediatamente con trescientos hombres armados,
haciéndose preceder de las fasces y las hachas, y llevando insignias enhiestas,
como si ejerciera mando supremo, y se fue en busca de Manlio. Llegó a juntar
unos veinte mil hombres, y recorrió las ciudades, seduciéndolas y excitándolas
a la rebelión, por lo que, siendo ya cierta e indispensable la guerra, se dio
orden a Antonio de que marchara a reducirle.
17.- A los que habían quedado en la ciudad de los
corrompidos por Catilina los reunió y alentó Cornelio Léntulo, llamado por
apodo Sura, hombre principal en linaje, pero disoluto y desarreglado y expelido
antes del Senado por su mala conducta; entonces era otra vez pretor, como se
acostumbra hacer con los que quieren recobrar la dignidad senatorial. Dícese
que el apodo de Sura se le impuso con este motivo: en el tiempo de Sila era
cuestor, y perdió y disipó crecidas sumas de los fondos públicos, y como
irritado Sila le pidiese cuentas en el Senado, presentóse con altanería y
desvergüenza y dijo que no estaba para dar cuentas; que lo que haría sería
presentar la pierna, como lo ejecutan los muchachos cuando hacen faltas jugando
a la pelota. De aquí le vino el llamarse Sura, porque los romanos le dicen Sura
a la pierna. Seguíasele otra vez una causa, y habiendo sobornado a alguno de
los jueces, como saliese absuelto por solos los dos votos más, dijo que había
sido perdido lo que había gastado en uno de los jueces, porque a él le habría
bastado ser absuelto por uno más. Siendo él tal por su carácter, después de
seducido por Catilina, acabaron de trastornarle con vanas esperanzas agoreros y
embelecadores mentirosos, cantándole versos y oráculos forjados, como si fueran
de las sibilas, en los que se decía estar dispuesto por los hados que hubiera
en Roma tres Cornelios monarcas, habiéndose ya cumplido en dos el oráculo, en
Cina y en Sila, y que ahora al tercer Cornelio que restaba venía su buen Genio,
trayéndole la monarquía; por tanto, que debía apercibirse a recibirla y no
malograr la ocasión con dilaciones como Catilina.
18.- No era, por tanto, cosa de poca monta o que no
hubiera de hacer ruido lo que meditaba Léntulo, pues que su resolución era
acabar con todo el Senado y de los demás ciudadanos con cuantos pudiera,
poniendo después fuego a la ciudad, sin reservar ninguna otra persona que los
hijos de Pompeyo, de los que se apoderarían, teniéndolos y guardándolos bajo
sus órdenes, como rehenes para transigir con Pompeyo, porque ya se hablaba
mucho y con bastante fundamento de que volvía del ejército grande. Habíase
señalado para la ejecución una de las noches de los Saturnales, y acopiando
espadas, estopa y azufre, lo habían llevado todo a casa de Cetego, y allí lo
tenían reservado. Estaban además prontos cien hombres, y partiendo en otros
tantos distritos a Roma, a cada uno le habían asignado por suerte el suyo, para
que, siendo muchos a dar fuego, en breve tiempo ardiera por todas partes la
ciudad. Estaban otros encargados de tapar y obstruir las cañerías y de dar
muerte a los aguadores. Mientras se formaban estos proyectos se hallaban en
Roma dos embajadores de los Alóbroges, gente entonces muy castigada y que
sufría muy mal el yugo. Pensando, pues, Cetego que éstos podrían serle muy
útiles para alborotar y sublevar la Galia, los hicieron de la conjuración
dándoles cartas para aquel Senado y para Catilina: las del Senado ofreciendo a
aquel pueblo la libertad, y las de Catilina exhortándole a que diera libertad a
los esclavos y viniera sobre Roma. Enviaron con ellos a Catilina un tal Tito de
Cretona para que llevara las cartas. Unos hombres como éstos, inconsiderados, y
que todas sus determinaciones las tomaban cargados de vino y a presencia de
mujerzuelas, las habían con Cicerón, hombre sobrio, de gran juicio y que por la
ciudad tenía muchos espías para observar lo que pasaba y venir a referírselo.
Fuera de esto, como hablase reservadamente con muchos de los que parecían tener
parte en la conjuración, y se fiase de ellos, tuvo conocimiento de las
proposiciones hechas a aquellos extranjeros, y estando en acecho una noche,
prendió al Crotoniata y ocupó las cartas, auxiliandole encubiertamente los
Alóbroges.
19.- A la mañana siguiente congregó el Senado en el
templo de la Concordia, donde se leyeron las cartas y se examinó a los
denunciadores; a lo que añadió Junio Silano que había quien oyó de boca de
Cetego que habían de morir tres cónsules y cuatro pretores, refiriendo esto
mismo y otras particularidades Pisón, varón consular. Envióse asimismo a la
casa de Cetego a Cayo Sulpicio, uno de los pretores, y encontró en ella muchos
dardos y armas de toda especie, y muchas espadas y sables, todos recién
afilados. Finalmente, habiendo decretado el Senado la impunidad al Crotoniata si
declaraba, denunciado y convencido Léntulo, renunció la magistratura, porque se
hallaba de pretor, y despojándose en el Senado mismo de la toga pretexta, tomó
el vestido conveniente a su situación. Así éste como los que estaban con él
fueron entregados a los pretores para que sin prisiones los tuvieran en
custodia. Era la hora de ponerse el sol, y estando en expectación numeroso
pueblo, salió Cicerón, y dando cuenta a los ciudadanos de lo ocurrido,
acompañado de gran gentío, se entró en la casa de un vecino y amigo, porque la
suya la ocupaban las mujeres, celebrando con orgías y ritos arcanos a la diosa
que los romanos llaman Bona y los griegos Muliebre. Sacrifícasele cada año en
la casa del cónsul por su mujer o su madre con asistencia de las vírgenes vestales.
Entrando, pues, Cicerón en la casa acompañado solamente de unos cuantos, se
puso a pensar qué haría de aquellos hombres, porque la pena última
correspondiente a tan graves crímenes se le resistía, y no se determinaba a
imponerla por la bondad de su carácter, y también porque no pareciese que se
dejaba arrebatar demasiado de su poder y usaba de sumo rigor con unos hombres
de las primeras familias y que tenían en la ciudad amigos poderosos. Mas, por
otra parte, si los trataba con blandura temía el peligro que de ellos le
amenazaba, pues que no se darían por contentos si les imponía alguna pena,
aunque no fuera la de muerte, sino que se arrojarían a todo, reforzada su
perversidad antigua con el nuevo encono, y además él mismo se acreditaría de
cobarde y flojo, cuando ya no tenía opinión de muy resuelto.
20.- Mientras Cicerón se hallaba combatido con
estas dudas las mujeres en el sacrificio que hacían observaron un portento,
porque el ara, cuando parecía que el fuego estaba ya apagado, de la ceniza y de
algunas cortezas quemadas levantó mucha y muy clara llama; las demás se
mostraron asustadas, pero las sagradas vírgenes dijeron a Terencia, mujer de
Cicerón, que fuera cuanto antes en busca de su marido y le exhortara a poner
por obra lo que tenía meditado en bien de la patria, pues la diosa había dado
aquella gran luz en salud y gloria del mismo. Terencia, que por otra parte no
era encogida ni cobarde por carácter, sino mujer ambiciosa, y que, como dice el
mismo Cicerón, más bien tomaba parte en los cuidados políticos del marido que
la daba a éste en los negocios domésticos, marchó al punto a darle parte de lo
sucedido, y lo incitó contra los conspiradores, ejecutando lo mismo Quinto, su
hermano, y de los amigos que tenía con motivo de su estudio en la filosofía,
Publio Nigidio, de cuyo consejo se valía principalmente en los asuntos
políticos de importancia. Tratándose, pues, al día siguiente en el Senado del
castigo de los conjurados, Silano, que fue el primero a quien se preguntó su
dictamen, dijo: “que traídos a la cárcel deberían sufrir la última pena” y
todos seguidamente se adhirieron a él, hasta Cayo César, el que fue dictador
después de estos sucesos. Era todavía joven y estaba dando los primeros pasos
para su acrecentamiento, mas en su conducta pública y en sus esperanzas ya
marchaba por aquella senda por la que convirtió el gobierno de la república en
monarquía. Ninguna sospecha tenían contra él los demás, y aunque a Cicerón no
le faltaban motivos para ella, no había dado asidero para que se le hiciera
cargo, diciendo algunos que estando muy cerca de caer en la red se había
escapado de ella; pero otros son de sentir que con conocimiento se desentendió
Cicerón de la denuncia que contra él tenía por miedo de su poder y el de sus
amigos, pues era cosa averiguada que más bien se llevaría César tras sí a los
otros para salud que éstos a César para castigo.
21.- Llegada, pues, su vez de votar, levantándose,
expresó que no se debía quitar la vida a los culpados, sino confiscar sus
bienes, y llevándolos a las ciudades de Italia que a Cicerón le pareciese,
tenerlos en prisión hasta que se hubiese acabado con Catilina. A este dictamen,
benigno en sí y esforzado por un hombre elocuente, le dio mayor valor Cicerón,
porque, levantándose, se propuso hacer de los dos uno, tomando parte del
primero, y conviniendo en parte con César; y como todos sus amigos creyesen que
a Cicerón le convenía más adoptar el dictamen de César, porque habría menos
motivo de queja contra él no quitando la vida a los reos, prefirieron esta
segunda sentencia: tanto, que reformó también su voto Silano, y lo explicó
diciendo que por última pena no había querido entender la de muerte, puesto que
para un senador romano lo era la cárcel. Dada por César esta sentencia, el
primero que la contradijo fue Lutacio Cátulo, y después, tomando la palabra
Catón, como recriminase con vehemencia a César por las sospechas que contra él
había, excitó de tal modo la indignación del Senado, que condenaron a los
culpables a muerte. En cuanto a la confiscación de los bienes, se opuso César,
diciendo no ser puesto en razón, pues que se había desechado la parte benigna
de su dictamen, que quisieran aplicar la de mayor rigor. Eran no obstante
muchos los que en esto insistían, por lo que hizo llamar a los tribunos de la
plebe, y como éstos no se prestasen a sostenerle, cedió Cicerón, y por sí mismo
quitó la parte de la confiscación de los bienes.
22.- Partió, pues, con el Senado en busca de los
detenidos, que no estaban en una misma parte todos, sino que de los pretores
uno custodiaba a uno y otro a otro. Léntulo fue el primero a quien trajeron del
Palacio por la Vía Sacra y por medio de la plaza, cercado y custodiado por los
primeros ciudadanos, estando el pueblo asombrado de lo que, veía y
presenciándolo en silencio; los jóvenes principalmente, como si se les iniciara
en los misterios patrios de la potestad aristocrática, lo estaban mirando con
miedo y con terror. Luego que hubieron pasado de la plaza y llegado a la
cárcel, hizo entrega Cicerón de Léntulo al carcelero, y le mandó darle muerte;
enseguida de éste a Cetego, y del mismo modo, trayendo a los demás, se les
quitó la vida. Observando que todavía se hallaban reunidos en la plaza muchos
de los conjurados, ignorantes de lo que pasaba, y esperando la noche para
extraer a los detenidos, que todavía creían vivos y con bastante poder, les
dirigió la palabra en voz alta, diciéndoles: “Vivieron”; porque los romanos,
para no usar de una voz que tienen a mal agüero, significan de este modo el
haber muerto. Declinaba ya la tarde, y por la plaza subió a su casa,
acompañándole los ciudadanos, no ya en silencio ni guardando orden, sino
recibiéndole con voces y señales de aplauso los que se hallaban al paso y
dándole los nombres de salvador y fundador de la patria. Ilumináronse las
calles, y los que estaban en las puertas sacaban faroles y antorchas. Las
mujeres desde lo alto se mostraban por respeto y por deseo de ver al cónsul,
que subía con el brillante acompañamiento de los principales ciudadanos, muchos
de los cuales, habiendo acabado peligrosas guerras, entrado en triunfo y ganado
para la república gran parte de la tierra y del mar, iban confesando de unos a
otros que a muchos de sus generales y caudillos era deudor el pueblo romano de
riqueza, de despojos y de poder, pero de seguridad y salvación sólo a Cicerón,
que lo había sacado de tan grave peligro; no estando lo maravilloso en haber
atajado tan criminales proyectos, sino en haber apagado la mayor conjuración
que jamás hubiese habido con tan poca sangre y sin alboroto ni tumulto. Porque
la mayor parte de los que habían ido a reunirse con Catilina, apenas supieron
lo ocurrido con Léntulo y Cetego lo abandonaron y huyeron, y combatiendo contra
Antonio con los que le habían quedado, él y el ejército fueron deshechos.
23.- No obstante esto, no dejaba de haber algunos
que se preparaban a molestar a Cicerón de obra y de palabra por los pasados
sucesos al frente de los cuales estaban los que habían de entrar en las
magistraturas: César, que iba a ser pretor, y Metelo y Bestia, tribunos de la
plebe. Posesionáronse éstos en sus cargos cuando todavía Cicerón había de
ejercer el Consulado por algunos días, y no le dejaron arengar al pueblo, sino
que, poniendo sillas en la tribuna, no le dieron lugar, ni se lo permitieron,
como no fuera solamente para renunciar y abjurar el Consulado si quería,
bajándose luego. Presentóse, pues, como para renunciar, y prestándole todos
silencio hizo no el juramento patrio y acostumbrado en tales casos, sino otro
particular y nuevo: que juraba haber salvado la patria y afirmado la república;
y este mismo juramento hizo con él todo el pueblo. Irritados más con esto César
y los tribunos, pensaron cómo suscitar nuevos disgustos a Cicerón, para lo cual
dieron una ley llamando a Pompeyo con su ejército, a fin de destruir, decían,
la dominación de Cicerón, pero era para éste y para toda la república de
grandísima utilidad el que se hallase de tribuno de la plebe Catón, para
contrarrestar los intentos de aquellos con igual autoridad y con mayor
reputación, pues fácilmente los desbarató, y en sus discursos al pueblo ensalzó
de tal modo el consulado de Cicerón, que se le decretaron los mayores honores
que nunca se habían concedido y se le llamó públicamente padre de la patria,
siendo él el primero a quien parece haberse dispensado este honor por haberle
así apellidado Catón ante el pueblo.
24.- Grande fue entonces su poder en la ciudad; mas
sin embargo se atrajo la envidia de muchos, no por ningún hecho malo, sino
causando cierto disgusto e incomodidad con estar siempre alabándose y
ensalzándose a sí mismo: porque no se entraba en el Senado, en la junta
pública, en los tribunales, sin oír continuamente hablar de Catilina y de
Léntulo. Sus mismos libros y todos sus escritos están llenos de elogios
propios, así es que aun su misma dicción, que era dulcísima y tenía mucha
gracia, la hizo odiosa y pesada a los oyentes, por ir siempre acompañada de
este fastidio como de un resabio inevitable. Mas, sin embargo de estar sujeta a
esta desmedida ambición, vivió libre de envidiar a nadie, acreditándose del
menos envidioso con tributar elogios a todos los hombres grandes que le habían
precedido, y a los de su edad, como se ve por sus escritos; conservándose la
memoria de muchos, como, por ejemplo, decía de Aristóteles que era un río con
raudales de oro; de los Diálogos de Platón, que si Zeus usara de la palabra
hablaría de aquella manera, y a Teofrasto solía llamarle sus delicias.
Preguntado cuál de las oraciones de Demóstenes le parecía la mejor, respondió
que la más larga. No obstante, algunos de los que afectan demostenizar le
achacan de haber dicho en carta a uno de sus amigos que alguna vez dormitó
Demóstenes, y no se acuerdan de los continuos y grandes elogios que hace de
este hombre insigne y de que a las más estudiadas y más vehementes de sus
oraciones, que son las que dijo contra Antonio, las intituló filípicas. De los
hombres que en su tiempo tuvieron fama, o por la elocuencia o por la sabiduría,
no hubo ninguno al que no hubiese hecho más ilustre hablando o escribiendo con
sinceridad de cada uno. Para Cratipo el Peripatético alcanzó que se le hiciera
ciudadano romano, siendo ya dictador César, y obtuvo para el mismo que el
Areópago decretara y le rogara permaneciese en Atenas para formar la juventud,
siendo el ornamento de aquella ciudad. Existen cartas de Cicerón a Herodes, y
otras a su propio hijo, encargándoles cultivaran la filosofía con Cratipo.
Noticioso de que el orador Gorgias inclinaba a este joven a los placeres y a
las comilonas, le previno que se separara de su trato. Esta carta, primera de
las griegas, y la segunda a Pélope de Bizancio, parece haber sido las únicas que
se escribieron con enfado: en cuanto a Gorgias con razón, culpándole de ser
vicioso y disipado, como parece haberlo sido, pero en cuanto a Pélope, con
pequeñez de ánimo y con ambición pueril, quejándose de que no hubiera puesto
bastante diligencia para que los bizantinos le decretaran ciertos honores.
25.- De todo esto era causa su vanidad, y también
de que, acalorado en el decir, se olvidara a veces del decoro. Porque defendió
en una ocasión a Munacio, y como éste, después de absuelto, persiguiese a un
amigo de Cicerón llamado Sabino, se dejó arrebatar de la cólera hasta el punto
de decir: “¿La absolución de aquella causa ¡oh Munacio! la conseguiste tú por
ti, o porque yo cubrí de sombras la luz ante los jueces?” Elogiando a Marco
Craso en la tribuna con grande aplauso del pueblo, al cabo de algunos días le
maltrató en el mismo sitio; y como aquel dijese: “¿Pues no me alabaste poco
ha?” “Sí- repuso-; pero fue para ejercitar la elocuencia en una mala causa”.
Dijo Craso en una ocasión que en Roma ninguno de los Crasos había alargado su
vida más allá de los sesenta años; y como después lo negase con esta expresión:
“Yo no sé en qué pude pensar cuando tal dije”. “Sabías- él replicó- que los
romanos lo oían con gusto, y quisiste hacerte popular”. Dijo también Craso que
le gustaban los estoicos por ser una de sus opiniones que el hombre sabio y
bueno era rico: y “Mira no sea- le replicó porque dicen que todo es del sabio”,
aludiendo a la opinión que de avaro tenía Craso. Parecíase uno de los hijos de
éste a un tal Axio, y por esta, causa corrían rumores contrarios a la madre de
trato de Axio, y como aquel joven hubiese recibido aplausos hablando en el
Senado, preguntado Cicerón qué le parecía, respondió en griego, (que puede ser
digno de Craso, o el Axio de Craso.)
26.- A pesar de esto, cuando Craso partió para la
Siria, queriendo más tener a Cicerón por amigo que por enemigo, le habló con
afecto, y le manifestó deseo de cenar un día con él, en lo que Cicerón
significó tener mucho placer. De allí a pocos días le hablaron algunos amigos
acerca de Vatinio, insinuándole que deseaba ponerse bien con él y entrar en su
amistad, porque era enemigo; a lo que les contestó: “Pues ¡qué! ¿quiere también
Vatinio venir a cenar a mi casa?” Esta era la disposición de su ánimo respecto
de Craso. Tenía Vatinio lamparones en el cuello, y como hablase en una causa,
le llamó orador hinchado. Oyó que había muerto, y sabiendo después de cierto
que vivía, “Mala muerte le de Dios- dijo- al que tan mal ha mentido”. Había
decretado César repartir tierras de la Campania a los soldados, lo que era en
el Senado muy desagradable a muchos; y Lucio Gelio, ya muy anciano, exclamó que
eso no sería viviendo él; a lo que dijo Cicerón: “Esperemos, pues, porque el
término que pide Gelio no puede ir largo”. Había un tal Octavio, de quien se
susurraba que era de África, y hablando Cicerón en causa contra él, como dijese
que no le oía, “Pues a fe -le replicó- que tienes agujereadas las orejas”.
Diciéndole Metelo Nepote que más eran los que había perdido dando testimonio
contra ellos que los que había salvado con sus defensas, “Confieso- le
contestó- que en mí hay más crédito y fe que elocuencia”. Era infamado cierto
joven de haber dado veneno a su padre en un pastel, y como se jactase de que
había de llenar a Cicerón de desvergüenzas, “Más quiero eso de ti- respondió-
que tus pasteles”. Tomóle Plubio Sextio con otros por defensor en una causa, y
como él se lo quisiese hablar todo, sin dar lugar a nadie viendo que iba a ser
absuelto, porque ya se había empezado a votar, “Aprovéchate hoy del tiempo- le
dijo- ¡oh Sextio!, porque mañana ya serás un particular”. Había un Publio Cota
que quería pasar por jurisconsulto siendo necio y sin talento; llamóle por
testigo para una causa, y como respondiese que nada sabia, “¿Crees acaso- le
dijo- que se te pregunta de leyes?” En una disputa con Metelo Nepote le
preguntó éste muchas veces: “¿Quién es tu padre, Cicerón?” Y él, por fin, le
dijo: “Esta respuesta te la ha hecho a ti más dificultosa tu madre”; porque
parecía haber sido un poco desenvuelta la madre de Nepote, así como él era
inconstante, pues renunciando repentinamente el tribunado de la plebe, hizo
viaje por mar en busca de Pompeyo, y después se volvió de un modo más extraño
todavía. Hizo con magnificencia el entierro de su preceptor Filagro, y puso
sobre su sepulcro un cuervo de piedra, sobre lo que le dijo Cicerón que había
andado muy cuerdo, pues más le había enseñado a volar que a decir. Marco Apio
dijo en el exordio de una causa que su amigo le había pedido que pusiera en
ella cuidado, facundia y fe, a lo que le dijo Cicerón: “¿Y eres un hombre tan
de corazón de hierro que no has de haber hecho nada de lo que te ha pedido tu
amigo?”.
27.- El usar en las causas de estos dichos mordaces
y picantes contra los enemigos y contrarios, pasa por parte de la oratoria;
pero el ofender a cuantos se le presentaban por parecer chistoso, le hizo odioso
a muchos. A Marco Aquilio, que tenía dos yernos desterrados, le llamaba
Adrasto. Siendo censor Lucio Cota, que era notado de gustar demasiado del vino,
pedía Cicerón el Consulado, y habiéndole dado sed en la plaza, como se le
pusiesen alrededor los amigos mientras bebía, “Tenéis razón en temer- les
dijo-, no sea que el censor se vuelva contra mí si ve que bebo agua”.
Encontrándose con Voconio, que iba acompañando tres hijas muy feas, le aplicó
este verso: Contrario tuvo a Febo éste al ser padre. Había contra Marco Gelio
la opinión de que no era hijo de padres libres, y como en el Senado se
esforzase a leer con una voz muy alta y muy clara, “No os admiréis- dijo-,
porque es de los que pregonan”. Cuando Fausto, hijo de Sila el tirano, que
proscribió a muchos a muerte, oprimido de sus deudas por haber malgastado su
hacienda, publicó la lista de sus bienes, “Más me gusta esta lista- dijo
Cicerón- que las de su padre”.
28.- Con estas cosas era molesto a muchos, y a este
tiempo Clodio y su facción se declararon sus enemigos con este motivo. Era
Clodio de una de las primeras familias, en los años joven y en el ánimo osado y
temerario. Teniendo amores con Pompeya, mujer de César, se introdujo
ocultamente en su casa disfrazándose con el vestido y demás adornos de una
cantatriz. Celebraban las mujeres aquella fiesta y sacrificio arcano, nunca
visto de los hombres en casa de César, y no podía ser admitido ningún varón;
pero siendo todavía Clodio mocito, pues aun no tenía barba, esperó que podría
quedar desconocido llegando con las mujeres hasta donde estaba Pompeya; mas
habiendo entrado de noche en una casa grande, se perdió en los corredores, y
habiéndole visto andar desatentado una sirvienta de Aurelia, madre de César, le
preguntó su nombre. Precisado a hablar y diciendo que buscaba a Abra, criada de
Pompeya, conociendo aquella que la voz no era femenil, gritó y empezó a llamar
a las mujeres. Cerraron éstas las puertas y, registrándolo todo, encontraron a
Clodio que se había guarecido en el cuarto de la criada, con quien había
entrado. Hízose público el suceso; César repudió a Pompeya, y a Clodio se le
formó causa de impiedad.
29.- Cicerón era amigo suyo, y en las diligencias
relativas a la conjuración de Catilina se había hallado éste a su lado y le
había prestado auxilio; pero haciendo consistir toda su defensa contra la
acusación de aquel crimen en no haberse hallado en Roma al tiempo en que se
decía cometido, sino ocupado fuera de la ciudad en unas posesiones distantes,
dio Cicerón testimonio contra él, diciendo que había estado a buscarle en su
casa y le había hablado de ciertos negocios, como era la verdad. Mas con todo
no parecía que había declarado en esta forma precisamente por amor a la verdad,
sino por ponerse en buen lugar con su mujer Terencia, a causa de que miraba
ésta en aversión a Clodio por Clodia, su hermana, de la que se decía aspiraba a
casarse con Cicerón, dando pasos para ello por medio de un cierto Tulo, que era
de los amigos más estimados de Cicerón; y yendo continuamente a casa de Clodia,
y obsequiándole ésta, como no viviese lejos, dio a Terencia motivos de
sospecha, y siendo ésta de genio fuerte y dominando a Cicerón, lo preciso a
ponerse en oposición con Clodio y a atestiguar contra él. Declararon además
contra Clodio muchos de los primeros y mejores ciudadanos, deponiendo de sus
perjurios, de sus suplantaciones de testamentos, de sus sobornos y de sus
adulterios. Luculo produjo unas esclavas como testigos de que Clodio había
tenido trato inhonesto con la más joven de sus hermanas mientras estaba
enlazada con el mismo Luculo, y corría muy valida la opinión de que le tenía
con las otras dos hermanas, de las cuales Terencia estaba casada con Marcio
Rex, y Clodia con Metelo Céler. Dábanle a ésta el sobrenombre de Cuadrantaria,
porque uno de sus amantes, habiendo puesto en un bolsillo unas piezas de
bronce, se las envió queriendo hacerlas pasar por plata; y a la moneda más
pequeña de bronce la llamaban cuadrante; y por esta hermana era por la que más
se hablaba de Clodio. Mas, a pesar de todo esto, el pueblo se puso entonces de
parte de Clodio y contra los testigos y acusadores; por lo cual, entrando en
temor los jueces, pusieron guardias, y la mayor parte echaron las tablas con
las letras borradas y confusas. Sin embargo, apreció que eran más los que
absolvían; y se dijo también que había intervenido soborno; así es que Cátulo,
acercándose a los jueves, “Vosotros- les dijo- con verdad habéis pedido la
guardia para vuestra seguridad, no fuera que alguno os quitara el dinero”.
Cicerón, diciéndole Clodio que su testimonio no había merecido fe a los jueces,
“Antes- le respondió- a mí me han creído veinticinco de ellos, porque éstos han
sido los que te han condenado; y a ti no te han creído treinta, porque no te
han absuelto hasta que han recibido el dinero”. César, llamado como testigo, no
declaró contra Clodio ni dijo que su mujer fuese culpada de adulterio, sino que
la había repudiado porque el matrimonio de César debía estar puro, no sólo de
la menor acción fea, sino hasta de las sospechas.
30.- Habiendo salido Clodio de aquel peligro
elegido tribuno de la plebe, al punto la tomó con Cicerón, excitando y moviendo
todos los negocios y todos los hombres contra él y procurando ganarse a la
muchedumbre con leyes populares; y a uno y otro cónsul les decretó grandes
provincias: a Pisón la Macedonia, y a Gabinio la Siria. A muchos de escasa fortuna
los asoció a sus miras, y tenía siempre a su lado esclavos armados. De los tres
que gozaban del mayor poder entonces en Roma, como Craso estuviese en oposición
con Cicerón y le hiciese la guerra, Pompeyo quisiese estar bien con ambos y
César hubiese de partir a la Galia con ejército, Cicerón se bajó a éste, sin
embargo de que en vez de ser su amigo le era sospechoso desde los sucesos de
Catilina, y le rogó que le llevase delegado a la provincia. Concedióselo César,
y Clodio, viendo que Cicerón iba a ponerse fuera de su tribunado, fingió que
estaba dispuesto a hacer amistades, y valiéndose de los medios de echar la
culpa a Terencia de lo pasado, de hablar siempre de él, de saludarle con
afabilidad, como pudiera hacerlo quien no lo aborreciera ni estuviera
indispuesto con él, quejándose solamente con palabras benignas y amistosas; así
logró quitarle enteramente el miedo, hasta el punto de desistir de su
pretensión con César y volver al manejo de los negocios públicos; de lo que,
resentido César, dio ánimo a Clodio y apartó a Pompeyo enteramente de Cicerón;
y aun declaró con juramento ante el pueblo parecerle que no se había dado justa
y legalmente la muerte a Léntulo y Cetego, no habiendo sido antes juzgados,
pues éste era el cargo y ésta la acusación que a Cicerón se hacía. Constituido,
pues, reo y perseguido como tal, mudó el vestido, y dejando crecer el cabello,
rodaba por la ciudad implorando la clemencia del pueblo. Mas por doquiera se le
aparecía en todas las calles Clodio, llevando consigo hombres desvergonzados y
atrevidos, que insultando a Cicerón descaradamente por la situación y traje en
que se veía, y tirándole en muchas ocasiones lodo y piedras, se empeñaban en
interrumpir y estorbar sus súplicas.
31.- No obstante estos esfuerzos de Clodio, casi
todo el orden ecuestre mudó también de vestido, y hasta veinte mil jóvenes le
seguían, dejándose crecer el cabello, y acompañándole en sus ruegos. Congregado
después el Senado con el objeto de hacer decretar que se mudaran los vestidos
al modo que en un duelo público, como lo repugnasen los cónsules y Clodio
corriese con hombres armados a la curia, se salieron de ella muchos de los
senadores rasgando sus ropas y mostrándose indignados. Cuando se vio que aquel
triste aspecto no excitó ni la compasión ni la vergüenza, y que era preciso, o
que Cicerón se fuera desterrado, o que contendiera con las armas con Clodio,
recurrió aquel a implorar el auxilio de Pompeyo, que de intento se había
retirado, yéndose a la posesión que tenía junto al Monte Albano. Para esto
envió primero a su yerno Pisón, a fin de que intercediese con él, y después
subió el mismo Cicerón. Cuando lo supo Pompeyo no pudo sufrir que se le
presentara, poseído de una gran vergüenza, al considerar que Cicerón había
sostenido en la república por él grandes contiendas y le había servido en
muchos negocios; pero siendo yerno de César, por complacer a éste se
desentendió del debido agradecimiento, y saliéndose por otra puerta, evitó la
visita. Cicerón, abandonado por él de esta manera, y careciendo de protección,
acudió a los cónsules, de los cuales Gabino siempre se le mostró desafecto;
pero Pisón le hizo mejor recibimiento, exhortándole a salir de Roma para
librarse de la violencia y poder de Clodio, y a llevar resignadamente la
mudanza de los tiempos, para poder ser otra vez el salvador de la patria,
puesta por inclinación a él en tales turbaciones e inquietudes. Oída por
Cicerón esta respuesta, conferenció sobre lo hacedero con sus amigos. Luculo
era de dictamen que no se moviera, porque vencería; pero otros le aconsejaban
la fuga, en el concepto de que bien presto el pueblo lo echaría menos, luego
que no pudiera aguantar las locuras y furores de Clodio. Este fue el partido
que adoptó Cicerón, y subiendo al Capitolio la estatua de Minerva que tenía
trabajada en casa mucho tiempo había, y a la que daba su gran veneración, la
consagró a la diosa con esta inscripción: “A Minerva, protectora de Roma”.
Valióse de algunos de sus amigos para que le acompañaran, y a la media noche
salió de la ciudad, haciendo su viaje a pie por la Lucania con deseo de verse
en la Sicilia.
32.- Cuando ya se supo de cierto que había huido,
Clodio hizo dar contra él decreto de destierro y promulgar edicto por el que se
le vedaba el agua y el fuego, y se mandaba que nadie le recibiera bajo techado
a quinientas millas de Italia. A muchos no les servía de detención este edicto
para dar muestras de respeto a Cicerón, para obsequiarle y para acompañarle;
pero en Hiponio, ciudad de la Lucania, que ahora se llama Vibón, el siciliano
Vibio, que había disfrutado en muchas cosas de la amistad de Cicerón y en el
consulado de éste había sido nombrado prefecto de artesanos, no le admitió en
su casa, y sólo le indicó una posesión, a la que podía acogerse; y Cayo
Virgilio, pretor de la Sicilia, a quien Cicerón había hecho también grandes
favores, le escribió que no tocara en aquella isla. Desconcertado en sus planes
con estos desengaños, se dirigió a Brindisi, y pasando de allí con viento
favorable a Dirraquio, como durante el día soplase viento contrario de mar,
regresó al punto y otra vez volvió a dar la vela. Se dice que en esta travesía,
cuando ya estaba para saltar en tierra, hubo a un tiempo terremoto y retirada
de las aguas del mar, sobre lo que pronosticaron los agoreros que no sería
largo su destierro, porque aquellas eran señales de mudanza. Visitábanle muchos
por afecto, y las ciudades griegas competían unas con otras en demostraciones;
pero a pesar de eso siempre estaba desconsolado y triste, teniendo, como los
enamorados, puestos los ojos en Italia, y mostrándose demasiado abatido y con
apocado ánimo en aquel infortunio, cosa que nadie habría esperado de un hombre
de su instrucción y doctrina, que muchas veces rogaba a sus amigos no le
llamaran orador, sino filósofo, porque la filosofía la había elegido por
ocupación, y la oratoria no la empleaba sino como un instrumento útil en el
gobierno. Decía asimismo que la gloria era propia para borrar en el alma, como
si fuera una tintura, todo buen discurso, inoculando en los que mandan todas
las pasiones de la muchedumbre con la conversación y el trato, a no estar el
hombre muy sobre sí, para que cuando se entrega a los negocios tome, sí, parte
en éstos, pero no en las pasiones y afectos que van con los negocios.
33.- Clodio, luego que alejó a Cicerón, quemó sus
quintas y su casa, edificando en el sitio el templo de la Libertad. Quiso
vender asimismo su hacienda, haciéndola pregonar todos los días, porque nadie
se presentaba a hacer postura. Terrible con estos hechos a los del Senado, y
asistido del favor del pueblo, ya ensayado por él a la insolencia y al
desenfreno, asestó sus tiros contra Pompeyo, empezando por desacreditar algunas
de las disposiciones tomadas por él en el ejército. Perdió con esto de su
opinión, y ya se reprendía a sí mismo de haber abandonado a Cicerón; por lo que
arrepentido trabajaba por todos los medios en procurar su vuelta por si y por
sus amigos. Oponíase Clodio, y el Senado decretó que no se daría curso a ningún
negocio público ni se aprobaría nada mientras no se acordase la vuelta de
Cicerón. En el consulado de Léntulo tomó tal incremento la sedición, que los
tribunos de la plebe fueron heridos en la plaza, y Quinto, el hermano de
Cicerón, quedó tendido entre los cadáveres por muerto. Empezó ya con esto a
desengañarse el pueblo, y siendo el tribuno Annio Milón el primero que se
atrevió a llevar al tribunal a Clodio por causa de violencia pública, muchos
acudieron a ponerse al lado de Pompeyo, así de la plebe como de las ciudades
comarcanas. Presentóse con éstos, y arrojando a Clodio de la plaza, dispuso que
pasaran a votar los ciudadanos, y se dice que nunca se vio una votación del
pueblo tan uniforme. Yendo el Senado a competencia con el pueblo, decretó que
se dieran las gracias a todas las ciudades que habían obsequiado a Cicerón
durante su destierro, y que sus quintas y su casa, arrasadas por Clodio, fueran
de nuevo levantadas a expensas del Erario. Volvió Cicerón a los diez y seis
meses de destierro, y fue tanto el goce de las ciudades, y tal el ansia y
esmero que en recibirle ponían los habitantes, que aun anduvo corto el mismo
Cicerón cuando dijo que, tomándolo en hombros la Italia, lo había traído a
Roma. El mismo Craso, que había sido enemigo de Cicerón antes del destierro,
salió también entonces a recibirle y se reconcilió con él, en obsequio, decía,
de su hijo Publio, que era uno de los admiradores de Cicerón.
34.- Había aún corrido poco tiempo, y valiéndose de
que Clodio se hallaba fuera de la ciudad, subió Cicerón con algún
acompañamiento al Capitolio, y echó por el suelo e hizo pedazos las tablas
tribunicias, que eran los registros de las operaciones de los tribunos.
Increpóle sobre esto Clodio, y respondiéndole Cicerón que había sido contra ley
el que de los patricios hubiera pasado el tribunado de la plebe y que, por
tanto, no debía tener valor nada de lo hecho por él; se ofendió de esta respuesta
Catón y la contradijo, no porque se pusiese de parte de Clodio o dejase de
estar mal con sus tropelías, sino por parecerle duro y violento que el Senado
decretase la abrogación de tantas y tales determinaciones y decretos, entre los
que se contaba el encargo que el mismo Catón había desempeñado en Chipre y
Bizancio. Desde entonces conservó con él Cicerón cierta indisposición, la cual,
sin embargo, no pasó nunca a hecho ninguno público ni a otra cosa que a
tratarse con cierta tibieza.
35.- Sucedió después que Milón mató a Clodio, y
siguiéndosele causa de homicidio, nombró por su defensor a Cicerón. El Senado,
por temor de que, puesto en riesgo un hombre ilustre y altivo como Milón, se
moviera algún alboroto en la ciudad, permitió a Pompeyo que presidiera éste y
otros juicios, procurando tranquilidad al pueblo y seguridad a los jueces.
Guarneció éste antes del día la plaza y todas sus avenidas con soldados, y
Milón, recelando que Cicerón, turbado con aquel nunca usado espectáculo, podría
estar menos feliz en su discurso, le persuadió que, haciéndose llevar a la
plaza en litera, esperara allí tranquilamente hasta que se hubiesen reunido los
jueces y se llenase la audiencia. Mas él, a lo que parece, no sólo no era muy
osado entre las armas, sino que hablaba siempre en público con miedo, y con
dificultad se vio libre de la agitación y el temblor, hasta que a fuerza de esta
clase de contiendas su elocuencia adquirió firmeza y asiento. Aun así,
defendiendo a Licinio Murena, acusado por Catón, con el empeño de exceder a
Hortensio, que había sido muy aplaudido, no descansó un momento en toda la
noche, y quebrantado con el demasiado estudio y la falta de sueño, fue tenido
por inferior a aquel. Entonces, pues, saliendo de la litera para la causa de
Milón, al ver a Pompeyo sentado en el Tribunal como en un ejército, y toda la
plaza alrededor llena de resplandecientes armas, se asustó sobremanera, y con
gran trabajo pudo empezar a hablar, temblándole todo el cuerpo y con la voz
entrecortada, siendo así que el mismo Milón asistió al juicio con arrogancia y
serenidad, sin haber querido dejarse crecer el cabello ni tomar el vestido de duelo;
lo que parece no haber sido la menor causa de que se le condenase. Mas en esta
ocasión antes se acreditó Cicerón de buen amigo que de tímido y cobarde.
36.- Hízosele del número de aquellos sacerdotes que
los romanos llaman augures en lugar de Craso el joven, después de haber éste
fallecido a manos de los partos. Tocándole después por suerte en la
distribución de las provincias la Cilicia, con un ejército de doce mil infantes
y dos mil y seiscientos caballos, se embarcó para pasar a ella, llevando
también el encargo de reducir la Capadocia a la sumisión y obediencia del rey
Ariobarzanes. Compuso y arregló estos negocios a satisfacción de todos, sin
necesidad de recurrir a las armas, y viendo a los de Cilicia inquietos y
desasosegados con el descalabro experimentado por los romanos en la guerra de
los partos y con las novedades de la Siria, los trajo al orden con usar de
blandura en su mando. No recibió dones algunos aún de los mismos reyes, y quitó
aquellos convites que eran de estilo en las provincias. A los que le honraban y
favorecían los obsequiaba teniéndolos a su mesa y dándoles de comer, no con
lujo, pero tampoco con escasez y mezquindad. Su casa no tenía portero, ni nadie
le vio tampoco sentado, sino que desde muy temprano, en pie o paseándose
delante de su cuarto, recibía a los que iban a visitarle. Dícese que no castigó
a ninguno ignominiosamente con las varas, ni le rasgó la ropa, ni por enfado le
dijo una mala palabra o le impuso multa que pudiera injuriarle. Encontró que
gran parte de los caudales públicos habían sido usurpados, y poniendo en ellos
orden, hizo que las ciudades floreciesen, sin que por eso los que tenían que
pagar fuesen vejados ni molestados, ni dejasen de conservar su estimación.
También tuvo que hacer la guerra, derrotando unos aduares de ladrones que
tenían sus guaridas en el Monte Amano, con cuyo motivo fue de los soldados
saludado emperador. Pidióle a esta sazón el orador Celio que le enviara
leopardos de Cilicia para cierto espectáculo; y él, aludiendo con alguna
jactancia a los hechos de esta guerra, le escribió que ya no quedaba ninguno en
la Cilicia, porque habían huido a la Caria incomodados de que a ellos solos se
les hiciera la guerra cuando todo lo demás estaba en paz. Al retirarse de la
provincia pasó algún tiempo en Rodas, y también con gran placer se detuvo en
Atenas por el deseo de sus antiguos estudios. Trató, pues, a los hombres más
célebres, de aquel tiempo por su sabiduría, saludó a sus amigos y conocidos y,
admirado de la Grecia, según su sobresaliente mérito, volvió a Roma a tiempo
que las agitaciones de la república, como tumor próximo a reventar, estaban a
punto de romper en la guerra civil.
37.- Habiéndosele decretado el triunfo, dijo en el
Senado que le sería muy dulce seguir a César en la pompa después de hechas las
paces, y en particular daba consejos a César escribiéndole continuamente, e
interponía ruegos con Pompeyo, procurando templar y apaciguar a uno y a otro.
Mas cuando ya llegó el caso del rompimiento, y viniendo César contra Roma
Pompeyo no lo aguardó, sino que abandonó la ciudad, y con él muchos y muy
principales ciudadanos, no habiéndose decidido Cicerón a esta fuga, se creyó
que abrazaba el partido de César. Y no tiene duda que estuvo batallando consigo
y meditando mucho sobre a cuál de los dos se inclinaría; porque escribe en sus
cartas: “¿A qué lado me volveré cuando Pompeyo tiene para la guerra el motivo
más glorioso y honesto, pero César se ha de conducir mejor en esta terrible
crisis y ha de saber hacer más por su salud y por la de sus amigos?. De manera
que sé de quién he de huir, mas no a quién me estará mejor el acogerme.
Escribióle en esto Trebacio, uno de los amigos de César, diciéndole que, según
el dictamen de éste, debía ser de su partido y entrar a la parte en sus
esperanzas; pero que si por la vejez no quería correr peligro, podía retirarse
a la Grecia, y allí esperar tranquilamente los sucesos, apartándose de ambos; y
picado de que el mismo César no le hubiese escrito, respondió enfadado que no
haría nada que no correspondiese a su anterior conducta pública. Esto es lo que
se lee en sus cartas.
38.- Así, cuando César marchó a España, él al punto
se embarcó para ir en busca de Pompeyo, y fue de todos muy bien recibido, sino
solamente de Catón, quien le hizo graves reconvenciones por haberse adherido al
partido de Pompeyo; porque decía que al mismo Catón no le habría estado bien el
abandonar el partido que eligió desde el principio; pero que Cicerón podía
haber sido más útil a la patria y a los amigos si, permaneciendo en Roma,
hubiera tirado a sacar partido de los sucesos, y no que ahora, neciamente y sin
ninguna necesidad, se había hecho enemigo de César y se había venido a meter en
medio de tan gran peligro. Estas observaciones hicieron a Cicerón mudar de modo
de pensar, y también el no haberle empleado Pompeyo en nada de importancia;
pero de esto último él tenía la culpa con no negar que estaba arrepentido, con
desacreditar las disposiciones de Pompeyo, con vituperar en las conversaciones
todos sus proyectos y con no poderse contener de chistes y burlas pesadas
contra los mismos que participaban de su suerte; pues andando él siempre triste
y con ceño por el campamento, quería hacer reír a los que no estaban para ello.
Pero será mejor referir aquí algunos de aquellos inoportunos chistes. Presentó
Domicio para que fuese admitido entre los jefes a uno que era militar, y
diciendo para recomendarle que era hombre de arreglada conducta y muy prudente,
“¿Pues por qué no le guardas- le repuso- para tutor de tus hijos?”. Celebrando
algunos a Teófanes de Lesbos, que era en el ejército prefecto de los artesanos,
por haber dado excelentes consuelos a los rodios en ocasión de haber perdido su
armada, “¿De qué nos sirve- dijo Cicerón- tener un prefecto griego?”. Llevaba
regularmente César lo mejor en los encuentros, y en cierta manera los tenía
cercados, y diciendo Léntulo tener noticia de que los amigos de César andaban
cabizbajos, “Eso es decir- respondió Cicerón- que están mal con César”. Acababa
de llegar de Italia un tal Marcio, y como dijese que la opinión que se tenía en
Roma era que Pompeyo estaba cercado, “¿Conque has hecho tu viajele repuso- para
asegurarte por tus ojos de si es cierto?”. Diciendo después de la derrota Nonio
que debían tener buena esperanza, porque en el campamento de Pompeyo habían
quedado siete águilas, “Eso sería muy bueno- le replicó Cicerón- si hiciéramos
la guerra a los grajos”. Apoyándose Labieno en ciertos oráculos para sostener
que Pompeyo sería vencedor, “Sí- le respondió-, con esa estratagema acabamos de
perder el campamento”.
39.- Dada la batalla de Farsalia, en la que no se
halló por estar enfermo, y habiendo huido Pompeyo, Catón, que había reunido en
Dirraquio bastantes fuerzas de tierra y una grande armada, deseaba que Cicerón
tomara el mando, a causa de corresponderle por la ley, estando adornado de la
dignidad consular; pero repugnándolo éste, y huyendo enteramente de continuar
la guerra, estuvo en muy poco que no se le quitara la vida, llamándole traidor
Pompeyo el joven y sus amigos, y desenvainando resueltos las espadas, a no
haber sido porque Catón se puso de por medio y le sacó del campamento. Arribó a
Brindisi, y allí se detuvo esperando a César, que tardó en llegar a Italia por
haberle llamado los negocios al Asia y al Egipto. Cuando supo que había
desembarcado en Tarento, y que desde allí se dirigía por tierra a Brindisi, le
salió al encuentro, no sin alguna esperanza, aunque avergonzado de tener que ir
a mirar la cara de un enemigo victorioso a presencia de muchos; pero no le fue
necesario decir o hacer cosa que no le estuviese bien; porque César, luego que
vio que, adelantándose a los demás, iba a recibirle, se apeó, le abrazó y
caminó hablando con él solo algunos estadios. Desde entonces siempre le tuvo
consideración y lo trató con aprecio; tanto, que en el libro que escribió
contra el elogio que de Catón había formado Cicerón, le celebró este mismo
opúsculo y tributó alabanzas a su vida, que dijo tenía gran semejanza con las
de Pericles y Terámenes. Intitulóse el escrito de Cicerón Catón, y Anticatón el
de César. Refiérese que siendo acusado Quinto Ligario por haber sido uno de los
enemigos de César, y defendiéndole Cicerón, dijo César a sus amigos: “¿Qué
inconveniente hay en oír al cabo de tanto tiempo a Cicerón, cuando su cliente
está ya juzgado tan de antemano por malo y por enemigo?”. Mas, sin embargo,
Cicerón desde que empezó a hablar movió extraordinariamente su ánimo, y
hermana, habiéndose dirigido con aquel joven a Cicerón, de excitar las pasiones
y en la gracia de la elocución, observaron todos que César mudó muchas veces de
color, y que se hallaba combatido de diferentes afectos. Finalmente, cuando el
orador llegó a tratar de la batalla de Farsalia, su agitación fue violenta,
hasta temblarle todo el cuerpo y caérsele algunos memoriales de la mano; de
modo que, vencido de la elocuencia, absolvió a Ligario de la causa.
40.- Desde aquella época, habiendo el gobierno
degenerado en monarquía, retiróse de los negocios públicos y se dedicó a la
filosofía con los jóvenes que quisieron cultivarla; que siendo de los más
ilustres y principales, por su trato con ellos volvió a tener en la ciudad el
mayor influjo. Habíase aplicado a escribir y a traducir diálogos filosóficos,
trasladando a la lengua latina los nombres usados en la dialéctica y la física;
porque se dice haber sido el primero que introdujo los nombres de fantasía,
sincatátesis, época, catalepsis, y además átomo, ámeres y quenon, a lo menos el
que más los dio a conocer a los romanos, usando de metáforas y de otras
expresiones acomodadas con singular industria y diligencia. Divertíase con
poner a veces en ejercicio la gran facilidad que tenía en hacer versos, pues se
dice que cuando le daba esta humorada hacía en una noche quinientos. Habiendo
pasado la mayor parte de este tiempo en su quinta Tusculana, escribió a sus
amigos que hacía la vida de Laertes, o por juego y chiste, como lo
acostumbraba, o por prurito de ambición de mando, no llevando bien el retiro.
Rara vez venía a la ciudad como no fuese para visitar a César, y entonces era
el primero que suscribía a los honores que se le decretaban y que decía alguna
cosa nueva en elogio de su persona y de sus hechos, como fue la relativa a las
estatuas de Pompeyo, que César mandó levantar y colocar, habiendo sido antes
derribadas; porque dijo Cicerón que César, con este acto de humanidad,
levantaba las estatuas de Pompeyo para afirmar más las suyas.
41.- Tenía pensado, según se dice, escribir la
historia romana, entretejiendo con ella gran parte de la griega y recogiendo
todas las fábulas y relaciones que corrían; pero vinieron a impedírselo
negocios y sucesos públicos y privados, de los cuales la mayor parte parece que
se los atrajo por su gusto. Porque, en primer lugar, repudió a su mujer
Terencia por no haber hecho cuenta de él durante la guerra, hasta el punto de
haberle dejado marchar sin nada de lo que necesitaba para el viaje, y por no
haberle dado muestras ningunas de aprecio y amor cuando regresó a Italia; pues
habiéndose detenido mucho tiempo en Brindisi no pasó a verle, y a la hija,
cuando fue, no le dio para un camino tan largo las prevenciones y
acompañamiento que eran correspondientes a una joven de su calidad, y sin
embargo le dejó la casa vacía y desprovista de todo, sobre haber contraído
muchas y grandes deudas, porque éstas fueron las causas más honestas que se
pretextaron para este divorcio. Negábalas Terencia, y el mismo Cicerón fue
quien mejor hizo su apología, casándose de allí a poco con una doncella, según
Terencia lo hizo correr, prendado de su figura; pero según escribió Tirón,
liberto de Cicerón, por mira de mejorar su casa y pagar sus deudas. Porque
aquella joven era muy rica, y Cicerón, que tenía su herencia en fideicomiso,
por este medio la conservó en su poder. Como debiese, pues, grandes sumas, sus
amigos y deudos le indujeron a que en una edad ya impropia se casara con
aquella mocita y se librara de los acreedores echando mano de sus bienes; pero
Antonio, haciendo mención de este casamiento en sus oraciones contra las
Filípicas, dice que echó de su lado a una mujer en cuya compañía se había hecho
viejo, motejándole con gracia que había sido un hombre que se había estado
metido en casa ocioso y sin hacer el servicio militar. Después de este
casamiento, a poco tiempo de él, se le murió de sobreparto la hija casada con
Léntulo, con quien se había enlazado después de la muerte de Pisón, su primer
marido. Acudieron de todas partes los filósofos a dar consuelo a Cicerón, tan
sentido por la muerte de la hija, que repudió a su nueva esposa por parecerle
que se había alegrado de la muerte de Tulia.
42.- Éstos fueron los sucesos domésticos de
Cicerón, el cual ninguna parte tuvo en la conjuración para la muerte de César,
no obstante ser uno de los mayores amigos de Bruto, hacérsele insoportable el
estado en que habían venido a parar las cosas y parecer que deseaba el
restablecimiento de la república como el que más; y es que los conjurados
habían temido a su carácter falto de valor, y a aquel desgraciado tiempo en que
aun los más firmes y mejor constituidos habían perdido la resolución y osadía.
Ejecutado aquel hecho por Bruto y Casio, como los amigos de César se
tumultuasen y volviese a renacer el miedo de que la ciudad cayese otra vez en
la guerra civil, Antonio, que era cónsul, congregó el Senado y habló brevemente
de concordia; pero Cicerón, extendiéndose más acerca de lo que las
circunstancias exigían, persuadió al Senado a que, imitando lo que en caso
igual se había hecho en Atenas, publicase una amnistía con motivo de lo
ocurrido con César, y a Casio y Bruto les asignara provincias. Mas esto no
sirvió de nada, porque el pueblo, que ya por sí mismo se había movido a
compasión cuando vio que pasaba por la plaza el cadáver y Antonio le mostró la
túnica de César llena de sangre y acribillada a puñaladas, furioso y ciego de
ira, en la misma plaza anduvo buscando a los matadores, y con tizones
encendidos corrieron muchos a las casas de éstos para darles fuego; y aunque de
este peligro se salvaron con guardarse y precaverse, temiendo otros muchos no
menores que él, tuvieron que abandonar la ciudad.
43.- Esto dio osadía a Antonio, y si a todos
infundió temor, pareciéndoles que usurparía una autoridad monárquica, mucho
mayor se le causó a Cicerón: porque viendo que el poder de éste en la república
había adquirido fuerza, y sabiendo que era del partido de Bruto, abiertamente
se mostraba incomodado con su presencia, además de que siempre estaban
recelosos el uno del otro por la desemejanza de su conducta y por sus antiguas
disensiones. Temeroso, pues, Cicerón, intentó primero pasar delegado con
Dolabela a la Siria; pero habiéndole rogado los que después de Antonio iban a
ser cónsules, Hircio y Pansa, varones de probidad y amantes de Cicerón, que no
los abandonase, pues le ofrecían oprimir a Antonio si él se quedaba, no
creyéndolos del todo, ni tampoco dejándolos de creer, no hizo ya cuenta de
Dolabela, y diciendo a Hircio que se iba a pasar el estío en Atenas y que
cuando hubiesen entrado en su cargo volvería, sin más autorización se dispuso
para aquel viaje. Hubo detenciones en la navegación, y llegando desde Roma
nuevos rumores cada día a medida de su deseo: que en Antonio se notaba grande
mudanza, que todo lo hacía y disponía por medio del Senado y que no faltaba
otra cosa que su presencia para que los negocios se pusieran en el mejor orden,
reprendiéndose a sí mismo de sus recelos y temores, regresó otra vez a Roma, y
lo que es por lo pronto no le salieron vanas sus esperanzas, porque fue tanto
el gentío que con el gozo y deseo salió a recibirle, que casi se consumió todo
el día a la puerta en abrazos y salutaciones. Mas al día siguiente, congregando
Antonio el Senado y pasándole aviso no concurrió, sino que se quedó en cama,
excusándose con que estaba fatigado del viaje; pero, a lo que parece, lo que
verdaderamente lo detenía era el temor de alguna asechanza, por cierta
indicación y sospecha que se le había dado en el camino. Antonio se mostró muy
ofendido de esta calumnia, e iba a enviar soldados con orden de que lo trajeran
o le quemaran la casa; pero instándole y rogándole muchos, se convino en que
sólo se le tomaran prendas. De allí en adelante se pasaban de largo cuando se
encontraban, sin decirse nada el uno al otro, y estaban en mutuas sospechas;
hasta que, habiendo llegado de Apolonia César el joven, admitió la herencia del
otro César, y por dos mil quinientas miriadas que Antonio tenía en su poder de
los bienes de éste, se indispuso con él.
44.- En consecuencia de esto, Filipo, que estaba
casado con la madre del nuevo César, y Marcelo con la hermana, habiéndose
dirigido con aquel joven a Cicerón, se convinieron en que se prestarían
mutuamente, Cicerón a éste en el Senado y ante el pueblo el poder que nace de
la elocuencia y la política, y éste a Cicerón la seguridad que dan las riquezas
y las armas: pues ya tenía aquel joven a sus órdenes no pocos de los que habían
hecho la guerra con César, además de que se tiene por cierto haber entrado
Cicerón con un vivo deseo en la amistad de César. Porque, según parece, en vida
todavía de Pompeyo y Julio César se le figuró en sueños a Cicerón que llamaba
al Capitolio a algunos hijos de los senadores, con el objeto de que Júpiter
designara a uno de ellos por caudillo de Roma, que los ciudadanos estaban en
grande expectación alrededor del templo y aquellos niños en toga pretexta
sentados a la puerta. Abrióse ésta repentinamente, y los niños se fueron
levantando de uno en uno y dieron la vuelta alrededor de la estatua del dios,
que los estuvo mirando atentamente y los despidió descontentos; mas luego que
éste se le acercó, alargó la diestra y dijo: “Romanos, éste dará fin a la
guerra civil siendo vuestro caudillo”. Habiendo, pues, tenido Cicerón este
ensueño, se dice que retuvo y conservó viva la imagen del niño, aunque no sabía
quién era; pero habiendo bajado al día siguiente al campo de Marte cuando los
jóvenes volvían de ejercitarse, éste fue el primero que vio cual en el sueño se
había ofrecido a su imaginación, y admirado le preguntó quiénes eran sus
padres. Era su padre Octavio, uno de los más ilustres, y su madre Acia, sobrina
de César; por lo que no teniendo éste hijos, le dejó por su testamento su
hacienda y su casa. Desde entonces dicen que Cicerón veía con gusto a este niño
y le mostraba afecto, y él correspondía a sus demostraciones, porque hacía
también la casualidad que había nacido el año en que Cicerón fue cónsul.
45.- Éstas eran las causas que públicamente se
daban; pero al principio el odio a Antonio, y después su carácter, que no podía
resistir a la ambición, fueron los verdaderos motivos que le unieron a César,
creyendo que ganaba para la República el poder de éste, pues se le prestaba tan
dócil y sumiso que le llamaba padre. Disgustaba esto de tal manera a Bruto, que
en sus cartas a Ático se queja agriamente de Cicerón a causa de que, adulando a
César por miedo de Antonio, era claro que en vez de procurar libertad para la
patria, sólo buscaba para sí un señor más benigno y humano. Mas a pesar de
esto, Bruto se llevó consigo al hijo de Cicerón, que se hallaba en Atenas
oyendo las lecciones de los filósofos, y dándole mando le confió algunos
encargos que desempeñó con el mejor éxito. Llegó entonces a lo sumo en Roma el
poder de Cicerón, y viniendo al cabo de cuanto se propuso, oprimió a Antonio y
le obligó a salir de la ciudad, enviando a los dos cónsules Hircio y Pansa a
hacerle la guerra, y obteniendo del Senado que decretara a César las fasces y
todo el aparato imperatorio, como que combatía por la patria. Mas como, vencido
Antonio y muertos en la guerra ambos cónsules, todo el poder se acumulase en
César, temiendo el Senado a un joven a quien tan decididamente favorecía la Fortuna, trató de apartar de él las tropas con honores y con dádivas, y
debilitar así su poder, bajo el pretexto de que la república no necesitaba de
defensores una vez qué Antonio había huido. Temió con esto César, y envió quien
rogara y persuadiera a Cicerón que procurara para ambos juntos el consulado, y
dispusiera de todo como le pareciese, apoderándose de la autoridad y tomando
bajo su dirección a aquel joven que sólo apetecía adquirir algún nombre y
gloria. Confesó el mismo César que, temiendo verse arruinado, y considerándose
en peligro de que le dejaran solo, echó mano en tal apuro de la ambición de
Cicerón, moviéndole a que pidiera el consulado en el concepto de que él le
daría todo favor y auxilio.
46.- Enloquecido entonces y sacado de tino Cicerón,
un anciano por aquel mozo, y engañado para que le ayudara en los comicios y le
pusiera bien con el Senado, desde luego incurrió en la reprensión de sus
amigos, y al poco tiempo conoció él mismo que se había perdido y había hecho
traición a la libertad de la patria: porque luego que aquel joven vio tan
acreditado su poder y se posesionó del consulado, al punto dio de mano a
Cicerón, y hecho amigo de Antonio y Lépido, juntando en uno el poder de los
tres, partió con ellos la autoridad como pudiera haber partido una posesión.
Proscribieron de muerte sobre doscientos ciudadanos, siendo la proscripción de
Cicerón la que produjo entre ellos los mayores altercados, por cuanto Antonio
no se daba a partido si no moría el primero, Lépido se adhería a Antonio y
César se oponía a ambos. Tuvieron ellos solos sobre esto juntas reservadas
cerca de Bolonia por tres días, reuniéndose en un sitio próximo al campamento,
cercado del río. Dícese que habiéndose César mantenido firme en la lid por
Cicerón los dos primeros días, cedió por fin al tercero, abandonándole
traidoramente. La composición y compensación fue de esta manera: César hizo el
sacrificio de Cicerón, Lépido el de su hermano Paulo, y Antonio el de Lucio
César, que era tío suyo de parte de madre. Hasta este punto la ira y el furor
los hizo perder la razón, no dejando duda de que el hombre es la más cruel de
todas las fieras, cuando a las pasiones se une el poder.
47.- Mientras esto pasaba, Cicerón residía en sus
campos de Túsculo, teniendo en su compañía a su hermano. Luego que supieron las
proscripciones, determinaron trasladarse a Ástur, posesión litoral del mismo
Cicerón y desde allí pasar a la Macedonia a ponerse al lado de Bruto, porque
las voces que corrían eran de que se hallaba con fuerzas superiores. Caminaban
en literas muy abatidos con la pesadumbre; y parándose en el camino, puestas
las literas una en par de la otra, se lamentaban juntos de su suerte. El más
desalentado era Quinto, a quien afligía además la idea de la falta de recursos,
porque no había tenido tiempo para tomar nada en casa, y aun Cicerón era bien
poco lo que consigo llevaba. Parecióle, pues, que sería lo mejor apresurar
Cicerón su fuga, y que Quinto se volviese para proveerse en casa de lo
necesario. Así se determinó, y abrazándose uno a otro, entre sollozos y
lamentos se despidieron. Quinto, denunciado vilmente de allí a pocos días por
sus esclavos a los matadores, recibió de éstos la muerte, y con él su hijo.
Cicerón, conducido a Ástur, y encontrando. allí un barco, subió en él al punto
y a vela navegó hasta Circeyos. Allí, queriendo los pilotos hacerse otra vez al
mar, o por temor de la navegación, o por no haber perdido enteramente la
confianza en César, saltó en tierra y anduvo por ella cien estadios,
encaminándose a Roma; pero con nuevas dudas mudó de propósito y se dirigió otra
vez hacia el mar. Cogióle la noche, y la pasó en las mayores dudas y
aflicciones, sin saber qué partido tomar; tanto, que llegó a resolver
introducirse secretamente en casa de César, y dándose a sí mismo muerte ante el
ara, concitar contra él la ira de los dioses; pero le retrajo de esta idea el
temor de los tormentos si por accidente le echasen mano. Ocurriéronle otros
muchos pensamientos, mudando de dictamen a cada punto, y por fin volvió a
ponerse en manos de sus esclavos para que por mar le llevasen a Cayeta, donde
tenía posesiones y un asilo excelente en el estío, cuando los vientos etesios
soplan dulcemente, habiendo en aquel mismo sitio un templete de Apolo sobre el
mar. Levantáronse de éste muchos cuervos, que graznando se dirigieron al barco
de Cicerón cuando le impelían a tierra con los remos; y colocándose en la
antena de una y otra parte, unos graznaban y otros picoteaban los cabos de las
maromas: señal que a todos pareció funesta. Saltó, pues, en tierra Cicerón, y
marchando a la quinta se acostó para descansar. Muchos de los cuervos se
posaron en la ventana graznando desconcertadamente, y uno de ellos, bajándose
al lecho donde Cicerón reposaba con la cabeza cubierta, le destapó la cara,
retirando suavemente la ropa con el pico. Los esclavos que esto vieron tuvieron
a menos el ser tranquilos espectadores de la muerte de su señor, y que una
fiera le diera auxilio y cuidara de él cuando injustamente era maltratado, y
ellos no hiciesen nada para salvarle, por lo que ya rogándole, y ya poniéndole
por fuerza en la litera, volvieron a conducirle hacia el mar.
48.- Llegaron en esto los matadores, que eran el
centurión Herenio y el tribuno Popilio, a quien había defendido Cicerón en
causa de parricidio trayendo consigo algunos satélites. Como hubiesen
encontrado cerradas las puertas, las quebrantaron, y no encontrando a Cicerón,
ni dándoles noticia ninguna de él los que allí habían quedado, se refiere que
un mozuelo, educado por Cicerón en las letras y ciencias liberales, y que era
liberto de su hermano Quinto, llamado Filólogo, dijo al tribuno que la litera
marchaba por las calles sombreadas con árboles hacia el mar, con lo que el
tribuno dio a correr a tomar la salida; pero sintiendo a este tiempo Cicerón
que Herenio se acercaba corriendo por el camino que llevaba, mandó a los
esclavos que parasen allí la litera. Entonces, llevándose, como lo tenía de
costumbre, la mano izquierda a la barba, miró de hito en hito a los matadores,
teniendo el cabello crecido y desgreñado, y muy demudado el semblante con la
demasiada agitación y angustia, de manera que los más se cubrieron el rostro al
ir Herenio a darle el golpe fatal, y se le dio habiendo alargado el mismo
Cicerón el cuello desde la litera. Tenía entonces la edad de sesenta y cuatro
años. Cortóle por orden de Antonio la cabeza y las manos con que había escrito
las Filipicas: porque Cicerón intituló Filípicas las oraciones que escribió
contra Antonio, y hasta el día de hoy aquellas oraciones conservan este nombre.
49.- Cuando estos miembros fueron traídos a Roma,
se hallaba Antonio celebrando los comicios consulares, y al oír la relación y
verlos, exclamó: “¡Ahora, que no haya más proscripciones!”. Y la cabeza y las
manos las hizo poner sobre lo que formaba barandilla en la tribuna. Espectáculo
terrible para los romanos, en el que no tanto era el rostro de Cicerón lo que
veían como la imagen del ánimo de Antonio; el cual tuvo, sin embargo, en estos
sucesos un sentimiento laudable, que fue el de haber hecho entrega del liberto
Filólogo a Pomponia, mujer de Quinto. Ésta, luego que le tuvo en su poder,
además de otros castigos con que lo atormentó, le fue cortando poco a poco las
carnes, las asó y se las hizo comer: porque así es como lo refieren algunos
historiadores, aunque el liberto del mismo Cicerón Tirón, ni memoria siquiera
hace de la traición de Filólogo. Se me ha asegurado que algún tiempo después,
entrando César en la habitación de uno de sus nietos, lo encontró con un libro
de Cicerón en la mano, y que asustado trató de ocultarle debajo de la ropa; que
advertido esto por César, lo tomó, y habiendo leído en pie una gran parte de
él, se lo devolvió a aquel joven diciéndole: “Varón docto, hijo mío, varón
docto y muy amante de su patria”. Poco más adelante venció César a Antonio, y
siendo cónsul nombró por su colega al hijo de Cicerón, en cuyo consulado hizo
el Senado quitar las estatuas de Antonio, anuló todos los honores que se le
habían concedido y decretó que en adelante ninguno de la familia de los
Antonios pudiera tener el nombre de Marco. Por este medió parece que una
superior providencia reservó para la casa de Cicerón el fin del castigo de
Antonio.
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