“Ante todo debe adoptar la actitud de padre para con sus alumnos y considerarse como en el puesto de los que han confiado a sus hijos a su cuidado. No debe ser vicioso ni tolerar el vicio en los demás. Debe ser severo sin pesimismo y complaciente sin debilidad; de lo contrario, el rigor le hará odioso y la complacencia despreciable. Debe insistir de mil maneras en el lado positivo de la bondad y del honor: cuanto más los estimule menos tendrá que castigarlos. Debe controlar su genio, aunque sin cerrar los ojos a las faltas que exigen corrección. Debe ser directo en su enseñanza, estar dispuesto a tomar sobre sí cualquier molestia y estar en todo sin estorbar. Debe contestar gustoso a las preguntas e interrogar a los que no preguntan. Al alabar las composiciones de sus alumnos no debe mostrarse ni tacaño ni efusivo: porque la tacañería desanima en el trabajo y la excesiva efusividad engendra vana complacencia. Al corregir las faltas no debe mostrarse duro y, por supuesto, jamás debe recurrir al insulto. Hay maestros que al regañar dan la impresión de aversión, y esto produce como efecto inmediato el desalentar a muchos en el estudio... Cuando se sabe instruir debidamente a los alumnos, éstos miran a sus profesores con afecto y respeto. Apenas es posible expresar con cuánta mayor voluntad nos sentimos inclinados a imitar a aquellos que nos agradan.”
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