domingo, 29 de septiembre de 2019

EL ORIGEN DE ESPARTACO ( SEGÚN EL RELATO DE COLLEEN McCULLOUGH )



Cayo Julio César y el famoso gladiador Espartaco tenían casi la misma edad.

 

Su cuna era respetable pero no ilustre y su padre, un campanio de la parte del Vesubio, había sido uno de los que apelaron en un plazo de sesenta días al pretor de Roma en virtud de la lex Plautia Papiria aprobada durante la guerra itálica, y por ello le había sido concedida la ciudadanía por no ser de los itálicos que se habían alzado en armas contra Roma.

 

Nada de los antecedentes rurales del muchacho explicaba su pasión por la guerra y todo lo militar, pero el padre sabía sin ningún género de dudas que cuando el muchacho cumpliera diecisiete años se alistaría en las legiones. No obstante, el padre tenía algo de influencia y pudo conseguir que se incorporase como cadete a la legión que Marco Craso había reclutado para Sila después del desembarco de éste en Italia y el comienzo de la guerra contra Carbón.

 

El muchacho prosperó en los medios castrenses y se distinguió en combate antes de cumplir los dieciocho años, fue trasladado a una legión de veteranos de Sila y en su momento fue ascendido a tribuno militar; cuando le ofrecieron la licencia al final de la última campaña en Etruria, él optó por incorporarse al ejército de Cayo Cosconio, enviado a Iliria para sojuzgar a las tribus que constituían la etnia de los dálmatas.

 

Al principio, se había entusiasmado con el lugar y estilo de guerra, y añadió armillae y phalerae a su colección de condecoraciones militares; pero, luego, Cosconio se había quedado empantanado en un asedio que duró más de dos años ante la ciudad portuaria de Salona, que se negaba a rendirse y a luchar. Para el muchacho, que ya se estaba haciendo hombre, el sitio de Salona fue un episodio aburrido insoportable. Él tenía decidido lo que iba a hacer: haría carrera en el ejército y se convertiría en vir militaris. ¡Cayo Mario había comenzado como militar y había alcanzado los más altos honores!. Pero allí, en aquel asedio, se pasaba los días fuera de aquella masa inerte de ladrillo y tejas sin hacer nada, sin ir a ningún sitio.

 

Pidió el traslado a Hispania porque (como muchos compañeros suyos) le fascinaban las hazañas de Sertorio, pero el legado al mando de su legión no le tenía simpatía y se lo negó; el aburrimiento se estaba haciendo insoportable y volvió a pedir el traslado a Hispania. Segunda negativa. Después de aquello su conducta se deterioró y comenzó a adquirir fama por indisciplina, ebriedad y ausencia del campamento sin permiso, todo lo cual desapareció al rendirse Salona y comenzar el general Cosconio a colaborar con Cayo Escribonio Curio, gobernador de Macedonia, en una amplia campaña destinada a someter a los dárdanos. ¡Ahora si que valía la pena!.

 

El incidente que produjo la ruina del joven fue calificado de insurrección, pues el legado, que le tenía poca simpatía, resultó ser un enemigo oculto. Al joven -junto con otros- le juzgaron por el delito de amotinamiento ante el tribunal militar de Cosconio, que falló en contra suya. De haber sido un simple auxiliar o soldado no romano, la sentencia habría sido automáticamente flagelación y ejecución, pero como era romano y oficial con categoría de tribuno -además de sus numerosas condecoraciones por valor-, le ofrecieron dos alternativas: perdería, naturalmente, la ciudadanía, pero podía elegir entre ser azotado y quedar desterrado para siempre de Italia o hacerse gladiador. Por supuesto que optó por hacerse gladiador. Así, al menos, estaría en Italia. Y, como era de Campania, conocía bien el oficio de gladiador, ya que todas las escuelas estaban en los alrededores de Capua.

 

Le enviaron a Aquilea con otros siete jóvenes también culpables de amotinamiento que habían elegido el mismo destino, y fue comprado por un tratante que lo envió a Capua para venderlo en subasta; en cuanto a él, no formaba parte de sus intenciones mencionar su anterior ciudadanía romana. A su padre y a su hermano mayor no les gustaba el deporte del combate de gladiadores y nunca asistían a los juegos funerarios, por lo que, aunque no viviera lejos de ellos, podría pasar desapercibido. Y eligió un nombre para su nueva profesión, un buen nombre breve, que sonara marcial con connotaciones de espléndido luchador: Espartaco. Sí, sonaba bien. Y se prometió que Espartaco sería un gladiador famoso a quien requerirían para el espectáculo en toda Italia, se haría famoso en Capua, traería a las mujeres de calle y le invitarían a más fiestas de las que podría asistir.

 

Lo compró en el mercado de Capua el lanista de una escuela famosa, propiedad del consular y ex censor Lucio Marcio Filipo, por su aspecto imponente: era alto y tenía pantorrillas, muslos, pecho, hombros y brazos de extraordinario desarrollo, cuello de toro y piel tostada salvo unas interesantes cicatrices; y era guapo y rubio, tenía ojos grisáceos y andares principescos. El lanista que pagó cien mil sestercios por él por cuenta de Filipo (quien, naturalmente, no asistió a la operación, pues él nunca había visto a los quinientos gladiadores que poseía y alquilaba con tan pingües ganancias) pensó que, con aquel aspecto, Espartaco era un gladiador nato. Filipo hacía una buena compra.

 

Había dos estilos de gladiador: tracio y galo. Mirando a Espartaco, el lanista se vio en un brete para decidir en qué estilo le entrenaría; generalmente el aspecto físico orientaba en este sentido, pero Espartaco era tan impresionante que podía ser uno u otro. Sin embargo, los galos tenían más cicatrices y corrían algo más riesgo de quedar mutilados para siempre, y el precio había sido alto. El lanista decidió que Espartaco sería tracio. Cuanto mejor aspecto tuviese en la arena, por más dinero podrían alquilarle cuando comenzase a hacerse famoso. Tenía una noble cabeza, que luciría mejor desnuda, pues los tracios no llevaban casco.

 

Y comenzó el entrenamiento. El lanista, que era cauto, se aseguró de que la destreza atlética de Espartaco fuese equiparable a su aspecto físico antes de encargarle una armadura plateada con incrustaciones de oro. Le vistió con taparrabos escarlata sujeto a la cintura por una tira ancha de cuero negro, de la que pendía el sable curvo de la caballería tracia. Iba protegido por espinilleras altas que le llegaban más arriba de la rodilla, lo que le hacía moverse con mayor torpeza y lentitud que el adversario galo, y requería más inteligencia y coordinación para compensar el inconveniente; en el brazo derecho llevaba una manga de cuero con escamas metálicas y sujeta por correas al cuello y al tronco que le cubría la mano hasta los nudillos. Completaba su atavío un escudo pequeño redondo.

 

Para Espartaco el entrenamiento fue fácil. Naturalmente, le rodeaba un aura de cierto misterio (sus siete compañeros habían ido a parar a otros destinos desde Aquilea) pues nunca hablaba de su carrera militar y lo que había dicho el agente aquileo en la carta era muy fragmentario. Pero hablaba latín de Campania y griego de Campania, tenía cierta instrucción y conocía perfectamente la estructura de un ejército. Todo lo cual comenzó a inquietar al lanista, que anticipó complicaciones. Espartaco era muy belicoso, incluso en la pista de entrenamiento con espada de madera y escudo de cuero. El primer brazo que rompió por varios sitios podía haber sido sin querer, pero cuando por su lista de huesos gravemente rotos hubo que dar de baja a cinco doctores durante varios meses, el lanista le mandó llamar.

 

-Mira -dijo el hombre en tono razonable-, tienes que aprender a luchar en la arena como un deporte, no como si fuese la guerra. ¡ Ser gladiador es un deporte!. Lo inventaron los etruscos hace un siglo y se ha transmitido a través de las épocas como una profesión honorable de gran habilidad. Es algo que no se conoce fuera de Italia. Cuando muere alguien, sus parientes celebran, no la clase de juegos que creó Aquiles en honor de Patroclo, de salto, carreras, pugilato con puños y lucha, sino una contienda solemne de habilidad atlética en forma de deporte guerrero.

 

El gigante rubio le escuchaba impasible, pero el lanista advirtió que los dedos de su mano derecha se abrían y se cerraban, como ansiando asir una espada.

 

-¿Me estás escuchando, Espartaco?

 

-Si, lanista.

 

-El doctor es quien te entrena, no tu enemigo. ¡Y te diré que cuesta mucho formar a un buen doctor!. Pues bien, gracias a tu desaforado entusiasmo, me he quedado con cinco doctores menos, y no puedo sustituirlos por otros tan buenos como ellos. Su vida no corre peligro, pero dos de ellos no podrán volver a trabajar. Espartaco, no luchas contra los enemigos de Roma; y el objeto del deporte no es derramar cubos de sangre. El público viene a ver un deporte, un ejercicio físico de ataque y defensa, poder y gracia, habilidad e inteligencia. Con los cortes, tajos y rajas que sufren los gladiadores ya hay sangre de sobra para excitar al público, que no acude a ver a dos hombres matarse o cortarse un brazo. Viene a ver un deporte. ¡ Un deporte, Espartaco!. Una contienda de destreza atlética. Si el público quisiera ver hombres que se matan y se mutilan, iría al campo de batalla. ¡Por los dioses que en Campania no han faltado guerras!. Bien - añadió, mirándole fijamente-, ¿lo has captado? ¿Lo entiendes ahora mejor?.

 

-Si, lanista -contestó Espartaco.

 

-Pues sigue entrenándote y sé buen chico. Deja tu ardor para las planchas y los muñecos de madera y la próxima vez que te enfrentes a un doctor con la espada de madera, concéntrate para describir en el aire un bello movimiento con ella y no para lograr un siniestro ruido de huesos rotos.

 

Como Espartaco era lo bastante inteligente para entender lo que el lanista le había dicho, durante cierto tiempo después de esta conversación estuvo dando vueltas en la cabeza al ritual y al ceremonial de los movimientos y hasta le encontró su atractivo. Los cautos y aprehensivos doctores que se enfrentaban a él comprobaron con alivio que no trataba de romperles los brazos y que se concentraba en perfeccionar las diversas fintas y movimientos que tanto gustaban a los espectadores. El lanista tardó más en convencerse de que Espartaco se había curado de su sed de sangre, pero al cabo de seis meses incluyó a su problemático gladiador en una lista de seis parejas que iban a luchar en los juegos funerarios de uno de los Gutta de Capua. Como era una celebración local, el lanista asistió también para ver cómo se desenvolvía Espartaco.

 

El adversario galo de Espartaco (formaban la tercera pareja de la lid) no le desmerecía en nada; era algo más alto y también de cuerpo extraordinario. Desnudo, con excepción de un pequeño taparrabos, el galo combatía con un escudo largo ligeramente curvado y una espada recta de doble filo. Lo mejor de su atavío era un espléndido casco de plata con placas protectoras en mejillas y cuello, rematado por un pez de esmalte en postura de salto más grande que la habitual pluma de adorno. Espartaco no le conocía ni había hablado con él antes; en un establecimiento grande como era la escuela de Filipo, los únicos a los que había que conocer eran los doctores, el lanista y los condiscípulos que estaban en el mismo nivel de entrenamiento. Pero le habían comentado que aquel adversario era un luchador experimentado que se había hecho famoso en la arena de Capua, donde solía combatir.

 

Durante un rato, la contienda se desarrolló normalmente; Espartaco, con su engorrosa indumentaria, se movía despacio en círculo fuera del alcance del galo. Viendo aquel rostro bien parecido y aquel cuerpo hercúleo, algunas mujeres lanzaban suspiros y le tiraban besos. Espartaco estaba creándose un núcleo de fervientes admiradoras, pero como el lanista no permitía a los nuevos frecuentar mujeres hasta que hubiesen hecho méritos en la pista, aquellos besos que le dirigían distrajeron un poco su atención del galo, y, al alzar su pequeño escudo redondo excesivamente, éste, más rápido que una anguila, le asestó un tajo en la nalga izquierda.

 

Y aquello fue Troya. Y el final del galo. Y tan rápido que lo único que vieron los espectadores fue un torbellino: Espartaco giró sobre el talón izquierdo y descargó el sable curvo sobre el cuello de su adversario, con tal fuerza que la hoja cercenó la columna vertebral, y la cabeza del galo se dobló hacia un lado y quedó colgando sobre el hombro con los ojos aún parpadeantes y dando boqueadas que parecían imitar los besos que las mujeres dirigían a Espartaco. Hubo chillidos, gritos y arremolinamientos y carreras entre los espectadores, pues la gente se desmayaba, se marchaba o vomitaba.

 

Espartaco fue conducido al barracón.

 

-¡Se acabó! -exclamó el lanista-. ¡Jamás serás gladiador!.

 

-¡Pero él me ha herido! -protestó Espartaco.

 

El lanista no cesaba de menear la cabeza.

 

-¿Cómo puede alguien tan hábil ser tan estúpido?. ¡ Estúpido!. ¡ Estúpido!. ¡ Estúpido!. Con tu aspecto y tu habilidad habrías podido ser el gladiador más famoso de toda Italia, habrías adquirido un buen renombre profesional, yo me habría ganado una palmadita en la espalda y Marcio Filipo habría hecho una fortuna. ¡ Pero no hay manera, Espartaco, porque eres estúpido!. ¡Hábil pero estúpido!. Hoy mismo te marchas de aquí.

 

-¿De aquí?. ¿A dónde? -inquirió el tracio, enfurecido aún-. Tengo que cumplir mi servicio de gladiador.

 

-¡Sí, descuida! -replicó el lanista-. Pero no aquí. Lucio Marcio Filipo tiene otra escuela en las afueras de Capua y allí vas a ir. Es un establecimiento muy acogedor con unos cien gladiadores y unos diez doctores y con el mejor lanista de la profesión. Cneo Cornelio Léntulo Batiato. El viejo Batiato, bárbaro de Iliria. Ya verás como, comparado conmigo, Batiato te parecerá un demonio.

 

-Lo aguantaré -dijo Espartaco-. No me queda más remedio.

 

Al día siguiente, al amanecer, llegó un carro cerrado tirado por bueyes para llevarse al proscrito, quien montó rápido y descubrió al oír cerrarse el cerrojo que la única comunicación con el exterior eran las ranuras entre los tablones. ¡ Era un prisionero que ni sabía a dónde le llevaban!. ¡ Prisionero! . Tan extraño y horrible era el concepto para un romano, que cuando el carromato cruzó las enormes puertas enrejadas de la escuela de gladiadores, conducido por Cneo Cornelio Léntulo Batiato, el cautivo ya se había contusionado y estaba medio inconsciente de los golpes que él mismo se había propinado contra las paredes de su encierro.


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