miércoles, 2 de octubre de 2019

LA ESCUELA DE GLADIADORES DE BATIATO, SEGÚN EL RELATO DE COLLEEN McCULLOUGH



Espartaco había cumplido los veinticinco años en la otra escuela, y los veintiséis entre los muros de lo que sus compañeros denominaban villa Batiato. ¡En villa Batiato no los mimaban!. El número de residentes variaba de vez en cuando, pero en el libro de registro solían figurar cien gladiadores: cincuenta tracios y cincuenta galos. 


Todos ellos procedían de otras escuelas de las que los habían expulsado por alguna infracción, generalmente relacionada con la violencia o la rebelión, y allí vivían como esclavos de minas, salvo que en villa Batiato no los encadenaban, comían bien, tenían buena cama y hasta mujeres.

 

Pero era esclavitud. Todos sabían que iban a estar allí hasta la hora de su muerte, aunque no cayeran en la arena, pues, cuando ya eran demasiado viejos para luchar, ocupaban el papel de doctor o de criado. 


No tenían paga ni les hacían luchar con intermedios adecuados para que curasen sus heridas si había trabajo, y Batiato casi siempre tenía contratos porque sus precios eran los más bajos del mercado, y cualquiera que tuviese unos sestercios y quisiera honrar a un familiar difunto con juegos funerarios, podía alquilar allí una pareja de gladiadores de Batiato. Debido a los bajos precios, casi todas las contiendas tenían lugar en la localidad.

 

Escapar de villa Batiato era prácticamente imposible. Estaba dividida en pequeñas zonas separadas por rejas y ninguna de las dependencias por las que deambulaban los gladiadores estaba cerca de las altísimas murallas externas, todas ellas rematadas por pinchos de hierro. 


Y escaparse estando fuera de ella (como era el caso cuando salían a combatir) era también imposible, pues iban todos encadenados de muñecas y tobillos con un aro al cuello, los llevaban en carromatos cerrados y siempre que iban a pie los escoltaba una tropa de arqueros con las flechas preparadas. Sólo les quitaban las cadenas cuando entraban en la pista, pero los arqueros estaban vigilando.

 

¡Qué distinto de la vida que llevaban los otros gladiadores!. ¡ Ellos podían entrar y salir del cuartel, las mujeres les agasajaban e idolatraban y, además, iban juntando sus buenos ahorros; combatían cinco o seis veces al año y al cabo de cinco años o de treinta combates se retiraban. 


Hasta había libertos que optaban por hacerse gladiadores, aunque la mayoría eran desertores o amotinados de las legiones y sólo unos pocos llegaban a las escuelas con la condición de esclavos. Todo aquel cuidado y consideración se debía al hecho de que un gladiador entrenado era una fuerte inversión y había que conservarlo y tenerlo contento para que el dueño de la escuela obtuviese buenos beneficios.

 

Pero en la escuela de Batiato no había nada de eso. A él le tenía sin cuidado que un hombre cayese en el serrín de la pista en el primer combate o estuviese diez años combatiendo. Los que pasaban bastante de los veinte años no solían ser aceptados como gladiadores y su carrera duraba como mucho diez años; era un deporte para hombres jóvenes. 


Ni siquiera Batiato enviaba a las pistas hombres maduros; los espectadores (el pariente del muerto que los alquilaba) querían ver adversarios ágiles y jóvenes, y en villa Batiato, los que dejaban de combatir seguían viviendo y sufriendo allí. Un destino cruel, si se tenía en cuenta que los otros gladiadores retirados podían hacer lo que querían e ir donde quisieran, generalmente a Roma u otra ciudad importante para trabajar de forzudos, guardaespaldas o matones.

 

Villa Batiato era un lugar de horarios inflexibles que comenzaban con el tañido de un aro de hierro golpeado con una barra y se sucedían con arreglo a un programa siempre igual. Al atardecer, encerraban a los cien gladiadores, o cuantos fuesen, en celdas de piedra con rejas que compartían siete u ocho, desde las que no podían comunicarse con los otros y en las que no penetraba ningún ruido del exterior. 


Ninguno de ellos permanecía constantemente en el mismo grupo y cada noche dormía con seis o siete compañeros distintos, y al cabo de diez días volvían a cambiar, y tan ingeniosas eran las permutaciones que había establecido Batiato, que transcurría un año antes de que uno nuevo conociese a todos sus compañeros. 


Eran celdas limpias y con buenas camas, además de una antecámara con baño de agua corriente y orinales; calientes en invierno y frescas en verano, sólo se usaban entre la puesta y la salida del sol y las aseaban durante el día unos esclavos que no tenían contacto con los gladiadores.

 

Al amanecer, se levantaban al oír el ruido de los cerrojos y comenzaba la jornada, durante la cual, el gladiador estaba con quienes había compartido la celda por la noche, aunque les estaba prohibido hablar. Los grupos desayunaban en el patio, delante de la celda; si llovía, se ponía un toldo de cuero. 


Luego, el grupo hacía los ejercicios de entrenamiento y después un doctor los separaba en parejas de galos contra tracios para hacerles combatir con espadas de madera y escudos de cuero; a continuación hacían la comida principal a base de carne, mucho pan, buen aceite de oliva, frutas y verduras de la estación, huevos, pescado salado y una especie de gachas de legumbres con trozos de pan y toda el agua que quisieran; el vino lo tenían prohibido. 


Después de comer descansaban dos horas en silencio y después los dedicaban a limpiar el armamento, los artículos de cuero, arreglar botas o cualquier otro instrumento de la profesión; todas las herramientas eran cuidadosamente recogidas y recontadas bajo la constante vigilancia de los arqueros. Les daban una tercera comida más ligera después de una tabla de enérgicos ejercicios y luego los permutaban a todos formando nuevos grupos.

 

Batiato tenía cuarenta mujeres, cuyo único cometido, aparte de los trabajos de cocina, era saciar los apetitos sexuales de los gladiadores, quienes tenían derecho a la compañía de una mujer cada tres días, emparejándose con las cuarenta en riguroso orden; las siete u ocho mujeres asignadas a una celda llegaban escoltadas y se dirigían al lecho que tuviesen asignado y no podían quedarse en él una vez concluido el coito. 


La mayoría de los gladiadores eran capaces de efectuar tres o cuatro coitos por noche, pero tenía que ser cada vez con una mujer distinta. Bien consciente de que en aquellos encuentros se daba el mayor peligro en el sentido de que se desarrollase un vínculo afectivo, Batiato ponía un vigilante en la celda en cuestión (tarea que ningún criado desdeñaba, pues las celdas estaban iluminadas) para que las mujeres circularan y los hombres no entablaran conversación con ellas.

 

No siempre estaban los cien gladiadores en villa Batiato, pues entre un tercio y la mitad solían hallarse de viaje, cosa que ellos detestaban porque no vivían en iguales condiciones que en la escuela y no tenían mujeres. Pero la ausencia de un grupo permitía que las mujeres tuviesen días de descanso y que las que estaban embarazadas pudiesen tener los niños antes de volver al trabajo, del que quedaban exentas sólo en el último mes de embarazo y en el siguiente al parto, por lo cual ellas procuraban no quedarse embarazadas, y las que quedaban hacían lo posible por abortar. Todos los recién nacidos eran separados inmediatamente de la madre; si era niña la tiraban a la basura y si era niño Batiato en persona lo examinaba, pues siempre tenía clientas dispuestas a comprar un varón.

 

La jefa de las mujeres era una tracia auténtica llamada Aluso. Belicosa sacerdotisa de los bessi, Aluso había sido durante nueve años barragana de Batiato, a quien odiaba más que ninguno de los gladiadores, pues la hija que había tenido durante su primer año allí habría debido ser, según la tradición de su tribu, su sucesora, pero él no había escuchado sus súplicas pidiendo que se la dejase y la habían tirado a la basura. A partir de entonces, Aluso había tomado su medicina y no había vuelto a concebir, pero con profundo odio había pedido a sus dioses que Batiato tuviese una muerte lenta.

 

Todo esto significaba que Cneo Cornelio Léntulo Batiato era el hombre más eficaz y meticuloso que jamás había habido en la ciudad de los gladiadores. Nada se le escapaba, no dejaba de adoptar cuantas precauciones fuesen necesarias, atendiendo personalmente todos los detalles. Y en esa parte de su personalidad radicaba el motivo de que su escuela de sufridos gladiadores fuera tan estimada. El otro motivo era su particular habilidad como lanista. 


No confiaba en nadie y no delegaba en nadie. Él tenía la única llave de la fortaleza de piedra en que se guardaban corazas y armas; él llevaba todas las cuentas; él hacía todos los contratos; elegía los arqueros, los esclavos, los armeros, los cocineros, las lavanderas, las rameras y los doctores, y sólo él veía al propietario de la escuela, Lucio Marco Filipo, que nunca visitaba el establecimiento y prefería convocar a Batiato a Roma. 


Batiato era, además, el único servidor de Filipo que se había salvado de la profunda limpieza efectuada por Pompeyo años antes; de hecho, tanto había impresionado a Pompeyo, que le había pedido que aceptase el cargo de administrador general de Filipo. Pero Batiato había contestado, sonriente, con una negativa. A él le gustaba su trabajo.


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