Salvo los más íntimos amigos de la casa, que le habían vista adolescente, nadie en Roma conocía a este Cayo Octavio, destinado a cambiar dos veces de nombre y con el último, Augusto, a pasar a la Historia como el más grande hombre de Estado de Roma. Su abuela era Julia, hermana de César, que casó con un provinciano de Velletri, zafio y adinerado. Su padre había hecho una discreta carrera y acabó de gobernador de Macedonia. En cuanto a él, el chico, había crecido bajo una disciplina casi espartana y estudiado con provecho. El tío César, que a pesar de todas las esposas que tuvo se había quedado sin hijos legítimos, se lo llevó a casa y le tomó afecto. Se le llevó consigo a España, cuando fue, en 45, para destrozar los últimos restos de las fuerzas pompeyanas.
Y en aquella ocasión admiró la fuerza de voluntad del jovenzuelo imberbe y delicado al afrontar fatigas desproporcionadas con su salud. Efectivamente, padecía de colitis, eccema y bronquitis: dolencias que con el tiempo se fueron enconando cada vez más hasta obligarle a vivir como un polluelo en la estopa, con fajas, bufandas, gorros de lana, un arsenal de pildoras, ungüentos y jarabes y un médico al alcance de la mano, aun en combate. No bebía, comía como un pajarillo, tenía un sacrosanto terror de las corrientes de aire, pero afrontaba al enemigo con el más frío valor, y no acometía una acción, hasta la más intrascendente, sin haber sopesado antes cuidadosamente el pro y el contra.
A César, el brillante improvisador, calavera y de manga ancha, de irreflexiva generosidad, palabra pronta y gesto vivaz, debió de serle simpático, tal vez por el contraste. Le siguió los estudios, le encaminó por los de estrategia y administración, y cuando contaba apenas diecisiete años le confió un pequeño mando en Iliria para que practicase la milicia y el gobierno.
Fue allí donde un mensajero se le presentó a fines de marzo con la noticia de la muerte de su tío y de su testamento. Acudió a Roma y, contra el parecer de su madre, que desconfiaba de Marco Antonio, fue a ver a éste, que le trató con desprecio llamándole «chiquillo».
El chiquillo no rechistó. Pero preguntó sosegadamente si el dinero que César había dejado a ciudadanos y soldados había sido efectivamente distribuido. Antonio respondió que había cosas más urgentes en que pensar. Y Cayo Octavio, que ahora, por adopción, había tomado el nombre de Cayo Julio César Octavio, se hizo prestar fondos por ricos amigos del difunto y los distribuyó como éste había ordenado. Los veteranos comenzaron a mirar con simpatía al «chiquillo» que parecía saber por dónde iba.
Irritado, Antonio declaró unos días después que había sido víctima de un atentado y que supo por el ejecutor que Octavio organizó un golpe. Octaviano pidió pruebas.
Y dado que éstas fueron aducidas, se unió a las dos legiones que entretanto había reclamado de Iliria, las juntó con las de los dos cónsules en funciones, Hircio y Pansa, y con ellas marchó contra Antonio.
A la sazón no tenía más que dieciocho años, y por esto el Senado se puso de su parte. Los aristócratas estaban alarmados por las prepotencias de Antonio, quien defraudado por la sucesión de César, trataba de adueñarse de ella por la fuerza.
El Senado se dio cuenta de que, si se le dejaba hacer, al César muerto le sustituiría otro peor. Por esto decidió favorecer a Octavio, un «chiquillo» que haría menos sombra. Cicerón prestó su oratoria a esta lucha contra Antonio en una serie de Filípicas que apuntaban sobre todo a su vida privada.
Había materia. Antonio, que entonces tenía treinta y ocho años, los había llenado de proezas militares, de abusos, de generosidades y de indecencia.
El propio César, pese a tener la manga ancha y a quererle, hubo de escandalizarse por el harén de ambos sexos que su general llevaba tras de sí, incluso en la guerra. Antonio era un aristócrata ignorante y amoral, robusto, sanguíneo y pendenciero. Cicerón, hurgando en su conducta, halló pretextos para todas las acusaciones.
El encuentro entre los dos ejércitos tuvo efecto cerca de Módena. Y la fortuna asistió descaradamente a Octaviano que le dejó como único general superviviente: Hircio y Pansa cayeron, y Antonio, derrotado por primera vez en su vida, huyó.
El Senado, que había contado con utilizarle como instrumento suyo, se indignó y resistió. Octaviano convocó a otro lugarteniente de César, Lépido, le mandó como embajador de paz a Antonio y estableció con los dos el segundo triunvirato, demostrando también así haber sacado provecho de las lecciones de su tío.
El Senado inclinó la cabeza y tuvo oportunidad de reflexionar que el sucesor de un dictador siempre hace añorar al precedente.
Patrullas de soldados fueron destacadas a todas las puertas de la ciudad y comenzó la gran venganza. Trescientos senadores y dos mil funcionarios fueron inculpados del asesinato, y, tras el secuestro de todos sus bienes, procesados y ejecutados. Veinticinco mil dracmas, casi diez millones de liras, era la tarifa por la cabeza de quienes huían. Pero la mayoría prefirió suicidarse, y en el gesto encontraron el estilo de los grandes romanos antiguos.
Mas, para Antonio, la presa más apetitosa fue Cicerón, no sólo porque tenía atragantadas las Filípicas del gran abogado, sino también porque tenía que vengar a Clodio, con cuya viuda se había casado, y a Léntulo, que Cicerón hizo morir en galeras en tiempos de Catilina y de quien Antonio era hijastro.
Así acabó, víctima de su propia oratoria, el más grande orador de Roma.
Ahora quedaban por castigar los dos principales culpables. Bruto y Casio, que, gobernadores respectivamente de Macedonia y de Siria, habían unido sus fuerzas y formado con ellas el último ejército de la Roma republicana, que no estaba destinado a dejar gran recuerdo en aquellas provincias. Palestina, Cilicia y Tracia fueron literalmente depredadas.
Poblaciones enteras, especialmente hebreas, que no tenían con qué pagar los tributos, fueron reducidas a esclavitud y vendidas.
La virtud no le impidió a Bruto asediar, hambrear y reducir al suicidio en masa a los habitantes de Xanto. Cuando llegaron los ejércitos de Antonio y Octaviano, fueron recibidos como «liberadores».
El encuentro ocurrió en Filipos, el 12 de setiembre del 42. Bruto rompió la formación de Octaviano, pero Antonio desfondó la de Casio, que se hizo dar muerte por un asistente. Octaviano estaba en cama, dentro de su tienda con una de sus habituales gripes. Antonio aguardó a que sanase para echarse con él en persecución de Bruto.
En Filipos cayeron, con la República, los mejores de la aristocracia que constituía su puntal. Los que no hallaron la muerte en el campo de batalla, la buscaron en el suicidio como hicieron el hijo de Hortensio y el de Catón. Eran lo mejor de cuanto quedaba del antiguo patriciado romano: por lo menos, se mostraron hasta el último momento como soldados valerosos.
Como primera medida, mandó un mensaje a Cleopatra, instándola a reunirse con él en Tarso para responder a las acusaciones, que algunos le hacían, de haber ayudado y financiado a Casio. Cleopatra obedeció.
El día fijado para su comparecencia, Antonio se dispuso a recibirla desde lo alto de un majestuoso trono en medio del Foro, ante la población excitada por el inminente proceso. Cleopatra llegó en una nave de velas rojas, espolón dorado y quilla laminada de plata.
Cuando la noticia de aquella extraordinaria aparición sobre las aguas del río Cidno se difundió por la ciudad, todos acudieron al puerto para verla, dejando a Antonio solo y fuera de quicio. La mandó llamar. Ella le envió recado de que le esperaba a bordo para comer. Furioso, Antonio fue, considerándose todavía a sí mismo como juez y a ella como acusada. Mas al verla se quedó petrificado.
Mientras esto sucedía en Alejandría, Octaviano, en Roma, echaba los cimientos de la reunificación. La tarea no era fácil. Sexto Pompeyo, en España había empezado a agitarse de nuevo; bloqueaba los aprovisionamientos, el paro cundía, la inflación amenazaba y el Senado estaba malhumorado y había que comprarlo una y otra vez.
Por si fuera poco, la mujer de Antonio, Fulvia, tal vez para sustraer el marido a los hechizos de Cleopatra y reclamarle a Roma, organizó un complot con el hermano de aquél, Lucio.
Alistaron un ejército e hicieron un llamamiento a la rebelión a los italianos. Tuvo que intervenir Marco Agripa, el más fiel lugarteniente de Octaviano para desbaratar la intentona. Lucio se rindió en Perusa. Fulvia murió de rabia, decepción y celos.
Cleopatra vio en aquel acontecimiento el pretexto para empujar a Antonio a jugar la gran carta. Reunió el Ejército y lo embarcó en la flota. Y, desembarcado en Brindisi, puso sitio a la guarnición de Octaviano.
Pero los soldados se negaron a batirse, tanto los de un bando como los del otro, obligando a sus generales a hacer las paces, que fueron selladas con un matrimonio: el de Antonio con la hermana de Octaviano, una mujer honesta, de la que era desatinado esperar que aquel calavera se dejase embridar.
La Historia no ha registrado las reacciones de Cleopatra ante este episodio, que convertía en humo todos sus planes. Antonio, lejos de ella, pareció haher vuelto a recobrar un poco de sensatez. Llevó a su esposa a Atenas, donde ella, mujer instruida, le hizo visitar los museos y escuchar lecciones de filósofos, en la esperanza de que se aficionara a la cultura.
Antonio fingía mirar y escuchar. En realidad pensaba en Cleopatra y en la guerra, las dos únicas cosas en el mundo que verdaderamente le gustaban. Tal vez reflexionó que, de las dos, la guerra era la menos peligrosa.
Y, cansado de bondad y de virtudes caseras mandó a Octavia a Roma y se dirigió con su ejército contra Persia, donde Labieno, hijo del general traidor a César, estaba organizando otro al servicio de aquel rey rebelde. Cleopatra se reunió con Antonio en Antioquía, desaprobó la empresa y se negó a financiarla, pero siguió a su amante.
Así tornó inevitable él mismo el conflicto con Octaviano, que lo iba preparando con su habitual y cauta tenacidad. También él había tenido sus complicaciones sentimentales. Se enamoró, figuraos, de una mujer encinta de cinco meses, Livia, esposa de Tiberio Claudio Nerón.
Antes, aunque no contaba treinta años, se había casado ya dos veces: la primera, con Claudia y después con Escribonia, que le había dado una hija: Julia. Divorcióse, pues, de la segunda esposa y convenció amigablemente a Tiberio Claudio Nerón a hacer otro tanto con Livia, para quedarse con ella, con dos hijos; Tiberio, ya mayorcito, y Druso, que estaba a punto de nacer. Los adoptó como suyos.
Pero liquidadas esas pendencias conyugales, se puso de buen talante a la labor de reconstrucción. El bloqueo de Sexto fue levantado con la destrucción de su escuadra, el orden quedó restablecido y una renacida confianza descongeló los capitales emboscados. Marco Agripa, además de buen general, se reveló como un incomparable Ministro de la Guerra. Fue el verdadero reorganizador del gran ejército que había de devolver la unidad de mando al Imperio romano.
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