lunes, 25 de diciembre de 2017

EL JOVEN CAYO JULIO CÉSAR

En el momento en que Catilina caía, llegaba a Roma Metelo Nepote, lugarteniente y vanguardia de Pompeyo. Había desembarcado en Brindisi, de regreso de una serie de brillantes victorias en Asia Menor, anticipando el viaje para concurrir al cargo de pretor y, una vez elegido, prestar su apoyo a una nueva candidatura de Pompeyo al consulado.

 

El primer objetivo lo alcanzó con los votos de los populares, pero se encontró al lado como colega a Marco Catón, representante de los más intransigentes conservadores, los cuales, tras la victoria sobre Catilina, creían ser nuevamente dueños de la situación. No vieron por qué debían apoyar las ambiciones de Pompeyo, quien no habría pedido nada mejor que convertirse en su adalid. De haberle escogido como tal, acaso se hubiesen salvado, o por lo menos retrasado su propio desastre, visto el prestigio de que gozaba Pompeyo. Pero la «mayor parte sentían envidia de él, de su riqueza, de sus éxitos, y creyeron no necesitarle.

 

Una vez más, sólo una voz en el Senado hizo un «gallo» en el coro, apoyando a Pompeyo: la de César, pretor también. Aquel día la asamblea fue tumultuosa. César, destituido a la par de Nepote, fue salvado por la multitud que acudió a protegerle y que quería sublevarse. Él la calmó y la hizo volver a casa. Por primera vez el Senado se dio cuenta de que aquel jovenzuelo significaba algo y se tragó la destitución.

 

Cayo Julio César tenía entonces veintiséis años y procedía, como Sila, de una familia aristócrata pobre que hacía remontar sus orígenes a Anco Marcio y a Venus, pero que, después de estos discutibles antepasados, no había vuelto a dar personajes notorios a la historia de Roma. Hubo Julios pretores, cuestores y hasta cónsules. Pero de ordinaria administración. Su casa se alzaba en el Suburra, el barrio popular y mal reputado de Roma, donde él nació, unos dicen que en el 100 y otros que en el 102 antes de Jesucristo.

 

No sabemos nada de su infancia, excepto que tuvo por preceptor a un galo, Antonio Grifón, el cual, además de latín y griego, le enseñó tal vez algo muy útil sobre el carácter de sus compatriotas. Parece que en la pubertad le afligían ya jaquecas y ataques de epilepsia y que su ambición era entonces hacerse escritor. Fue calvo ya de joven, y, avergonzándose de ello, trató de remediarlo con «traslados», peinándose el pelo de la nuca hasta la frente. Todas las mañanas perdía mucho tiempo en esta complicada operación.

 

Suetonio dice que era alto, más bien rechoncho, de piel clara y ojos negros y vivos. Plutarco dice que era delgado y de mediana estatura. Acaso tengan razón' los dos. Uno le describe de joven, el otro de hombre maduro, cuando se suele engordar un poco. Los largos períodos de la vida militar debieron de robustecerle. Fue desde muchacho un excelente jinete y solía galopar con las manos cruzadas a la espalda. Pero caminaba mucho a pie al frente de sus soldados, dormía en los carros, comía sobriamente, y conservaba siempre su sangre fría y la lucidez de su cerebro. No tenía un rostro bello. Bajo aquel cráneo mondo y un poco demasiado macizo, presentaba una barbilla cuadrada y una boca arqueada y acerba, enmarcada por dos arrugas rectas y profundas y con el labio inferior más saliente que el superior. Sin embargo, fue afortunado con las mujeres. Casó con cuatro y tuvo muchísimas otras por amantes. Sus soldados le llamaban moechus calvus, el adúltero calvo y, cuando desfilaban por las calles de Roma en ocasión de un triunfo, gritaban: «En, hombres, encerrad en casa a vuestras mujeres; ¡ha vuelto el seductor calabaza monda!» Y César era el primero en reírse de ello.

 

Contrariamente a cierta leyenda que le reviste de una seria y entonada solemnidad, César era un perfecto hombre de mundo, galante, elegante, despreocupado, lleno de humor, capaz de encajar pullas de los demás y de replicarlas con mordaz sarcasmo. Era indulgente con los vicios ajenos porque tenía necesidad de que los demás lo fuesen con los suyos. Curión le llamaba «el marido de todas las esposas y la esposa de todos los maridos». Y una de las razones por la que los aristócratas le odiaron tanto era que él seducía regularmente a sus esposas, las cuales, a decir verdad, competían entre sí para ser seducidas. Entre ellas estaba Servilia, hermanastra de Catón, que también por esto le fue irreductiblemente hostil. Servilia le era tan devota que le sacrificó incluso su hija Tercia, a la que dejó el puesto cuando los años la obligaron a retirarse. César recompensó a la generosa madre haciéndole otorgar los bienes de ciertos senadores proscritos a un precio que era un tercio de su valor. Y Cicerón bordó sobre aquello un juego de palabras, diciendo que aquella venta había sido hecha Tertia deducía. El mismo Pompeyo, por bien que más guapo, rico y, en aquel momento, más famoso que César, vio cómo arramblaba aquél con su mujer y la repudió. César se hizo perdonar, dándole por esposa a una hija suya.

 

Este extraordinario personaje en torno al cual, en adelante, toda la historia de Roma y del mundo comienza a girar, era, pues, en cuanto a moralidad, del tiempo. Y, en efecto, debutó de una manera que nada bueno permitía presagiar. Acabados los estudios a los dieciséis años, partió en seguimiento de Marco Termo que se iba a Asia a hacer una de tantas guerras. Mas, en vez de buen soldado, se hizo favorito de Nicomedes, rey de Bitinia, que tenía una debilidad por los chicos guapos. Vuelto a Roma a los dieciocho, se casó con Consuela, porque así lo quería su padre. Pero cuando éste murió, la repudió remplazándola por Cornelia, hija de aquel Cinna que en su tiempo había tomado la sucesión de su tío Mario. Y así consolidó los vínculos que ya le ligaban al partido democrático.

 

Sila, cuando instauró la dictadura, le ordenó que se divorciase. César, aunque habituado a cambiar de mujer como quien se cambia de vestido, se negó bravoconamente. Fue condenado a muerte, siéndole confiscada la dote de Cornelia. Después intervinieron amigos comunes y Sila permitió que marchara al exilio. César pagó aquel gesto de clemencia definiéndolo como un «bobada». Pero se engañaba. Sila había comprendido muy bien la «bobada» que estaba haciendo y lo dijo a algunos de sus íntimos: «Ese muchacho vale por muchos Marios.» Pero tal vez sentía por él una oculta simpatía.

 

Cuando el dictador se hubo retirado, César volvió a Roma. Pero al encontrarla todavía a merced de los reaccionarios, que le detestaban como sobrino de Mario y yerno de Cinna, partió de nuevo hacia Cicilia. Una embarcación pirata lo apresó en el mar y pidió veinte talentos por su rescate, algo así como cuarenta millones de liras. César contestó con insolencia que era un precio demasiado bajo para su valía y que prefería entregar cincuenta. Mandó a sus siervos a buscarlos y engañó la espera escribiendo versos y leyéndolos a sus raptores, a quienes no les gustaron ea absoluto. César les llamó «bárbaros» y «cretinos», y les prometió ahorcarles a la primera ocasión. Mantuvo la palabra, pues apenas liberado corrió a Mileto, fletó una flotilla, persiguió y capturó a aquellos filibusteros, recuperó su dinero, es decir, el de sus acreedores (a quienes no se lo restituyó) y —manifestación de clemencia— antes de colgarles les degolló.

 

Él mismo contó esta aventura en algunas cartas a los amigos, aunque podemos dudar de su autenticidad.

 

César no era aún, a la sazón, el sobrio y apasionado autor del De bello gallico, que, habiendo ganado realmente muchas batallas, no tenía ya necesidad de novelarlas. Era un mozalbete charlatán, arrogante y disoluto, que al llegar a Roma, en 68, estaba ya cargado de deudas. Las había contraído con Craso, tras haber seducido también a su mujer Tértula. Con aquel dinero compró los votos, fue elegido, tuvo una gobernación y un mando militar en España, combatió a los rebeldes y volvió a Roma con fama de buen soldado y de experto administrador.

 

El 65 volvió a presentarse a las elecciones, fue elegido edil y dio las gracias a sus secuaces financiando espectáculos jamás vistos. Pero también hizo otra cosa: transferir de nuevo al Capitolio los trofeos de victoria de Mario, que Sila había depurado. Tres días después fue nombrado propretor en España. Sus acreedores se reunieron y pidieron al Gobierno que no le dejase marchar antes de haber pagado. Lo mismo reconoció deberles veinticinco millones de sestercios. Y Craso, como de costumbre, se los prestó. César volvió entre los iberos, los sometió casi completamente y trajo a Roma un botín tal que el Senado le otorgó el triunfo. O tal vez lo hizo tan sólo para impedirle que concurriese al Consulado, en vista de que la candidatura no podía ser presentada hallándose ausente y que al triunfador la ley le impedía volver a Roma antes de la ceremonia. Pero César acudió de todos modos, dejando el Ejército fuera de las puertas de la ciudad. Y justamente durante aquella campaña electoral comenzó su gran acción política.

 

Los conservadores detestaban a César, que había defendido a Catilina, vuelto a colocar los trofeos de Mario en el Capitolio y que ahora se presentaba como jefe de los populares. Y podían muy bien impedirle el éxito oponiéndole un hombre del prestigio de Pompeyo, a quien, por contra, decepcionaron, como hemos dicho, porque estaban celosos de sus victorias y de sus riquezas. Éstas eran tales que le permitían tener un ejército propio: aquel con el que desembarcó en Brindisi al retorno de Oriente y que podía elegirlo dictador mediante la fuerza. Generosamente, Pompeyo lo licenció y solamente con un pequeño séquito de oficiales entró en Roma y celebró el triunfo. Valeroso en el combate, Pompeyo era muy tímido en cuestiones de responsabilidad política y no quería hacer nunca nada en contra de la legalidad y del «reglamento». El Senado lo sabía y se aprovechó de ello para tratarle con frialdad y para negarse a repartir entre sus soldados las tierras que él les había prometido. César vio en ello una buena ocasión para atraerle de su parte y de Craso. Esta obra maestra de diplomacia se consolidó con un acuerdo tripartito: el primer triunvirato. Pompeyo y Craso ponían su influencia, que era grande, y sus riquezas, que eran inmensas, al servicio de César para hacerle elegir cónsul. Éste, una vez alcanzado el poder, distribuiría las tierras a los soldados de Pompeyo y concedería a Craso las contratas a las que aspiraba. Así fue rota la famosa «concordia de los órdenes» auspiciada por Cicerón, o sea la alianza entre la aristocracia y la alta burguesía. Esta última, que veía en Craso y Pompeyo a sus legítimos representantes, se coligó, en cambio, con los populares de César. Y la aristocracia estúpida y arrogantemente convencida de no tener necesidad de ayuda y de no tener que compartir sus privilegios con nadie, se quedó aislada. Presentó como candidato a un personaje insignificante, Bíbulo, que fue elegido. Pero no pudo impedir que también fuese elegido César, figura de muy otro relieve. César cumplió los compromisos adquiridos con los aliados. Propuso en seguida la distribución de tierras y la ratificación de las medidas adoptadas por Pompeyo en Oriente. El Senado se opuso. 


Y entonces César llevó los proyectos de ley ante la Asamblea. Era lo que también habían hecho los Gracos, jugándose el pellejo. Mas los tiempos habían cambiado. Bíbulo puso el veto diciendo que los dioses, interrogados, se habían mostrado contrarios. La Asamblea se le rió en la cara y un popular le volcó un orinal en la cabeza. Los proyectos fueron aprobados por gran mayoría, Pompeyo se convirtió en yerno de César, al casarse con su hija Julia, y durante meses y meses se divirtieron a expensas de los triunviros, que ofrecieron magníficos espectáculos en el Circo. En aquella atmósfera de favor popular le fue fácil a César llevar a efecto sus reformas económicas y sociales, que por lo demás eran las de los Gracos. El Senado hizo oposición a todas mandando regularmente a Bíbulo a la Asamblea para manifestar que los dioses la desaprobaban. La Asamblea se burlaba de los dioses y se reía de Bíbulo, que al final se encerró en su casa y no volvió a salir más. Como era costumbre bautizar el año con el nombre de los dos cónsules, los romanos llamaron el quincuagésimo noveno «el de Julio y César». Éste lo terminó haciéndose elegir por sucesores para el 58 a Gabinio y Pisón, con cuya hija Calpurnia casó tras el divorcio regular de su tercera mujer Pompeya, que estaba a punto de ser procesada por ultraje al pudor y a la religión; la acusaban de haber introducido a su amante Clodio, disfrazado de mujer, en el recinto consagrado a la diosa Bona, de la cual Pompeya era sacerdotisa. El hecho es cierto. Clodio, joven aristócrata, guapo, ambicioso y sin escrúpulos, frecuentaba la casa de César, admiraba la política de éste y aún más a su mujer. No se sabe, empero, si ésta era su cómplice, cuando le pillaron en aquella impía tentativa. César, llamado a declarar, proclamó la inocencia de Pompeya. Cuando el juez le preguntó por qué, en tal caso, se había divorciado de ella, respondió: «Porque la mujer de César no puede estar mancillada ni siquiera por una sospecha.» Y testimonió también a favor de Clodio diciendo que no le consideraba capaz de un acto semejante, aun cuando resultaba que había cometido otros peores: por ejemplo, seducir a su propia hermana, la famosa Clodia, mujer de Quinto Cecilio Metelo, a la cual Catulo llamaba Lesbia y Cicerón perseguía con su mala lengua. Rencoroso y entremetido como era, el gran abogado fue también a testimoniar contra el hermano.

 

Pero César puso en movimiento a Craso, que compró a los jueces. Y Clodio fue absuelto. El porqué César tuviese tanto empeño en salvar a aquel disoluto que, como hoy se diría, le deshonró a la esposa, viose inmediatamente después, cuando Clodio se presentó candidato al tribunal de la plebe y César le apoyó. Evidentemente, después de haber instalado al suegro y a un amigo íntimo en el cargo de cónsul, quería a un deudor a la cabeza del proletariado. César se burlaba del honor conyugal. Con todo aquel asunto, Clodio le había proporcionado el pretexto de librarse de una esposa que ya no le servía para nada y para remplazaría con otra que le servía de mucho por su parentela. En el momento de dejar el cargo se autonombró procónsul por cinco años de la Galia Cisalpina y Narbonense. Dado que la ley prohibía estacionar tropas de los Apeninos para abajo, quien tenía el mando de los Apeninos para arriba era prácticamente dueño de la península. Y César quería ser en adelante ese dueño.

 

Sabía muy bien que el Senado haría lo posible por impedírselo. Mas César había demostrado que se podía gobernar también sin él, haciendo aprobar directamente las leyes por la Asamblea. En los últimos tiempos había ido más lejos aún; impuso que todos los debates que se desarrollaban en aquella solemne y aristocrática junta fuesen registrados y publicados día a día. Así nació el primer diario. Se llamó Acta diurna, y era gratuito, pues en vez de venderlo, la fijaban en los muros, de modo que todos los ciudadanos pudiesen leerlo y controlar lo que hacían y decían sus gobernantes. La invención fue de enorme alcance porque sancionó al más democrático de todos los derechos. El Senado, que sacaba prestigio hasta de su reserva, quedó así sometido a la opinión pública, y no volvió a recobrarse de ese golpe.

 

Con Gabinio y Pisón guardándole las espaldas; con un aventurero fácilmente sobornable como Clodio al frente de la plebe; con la amistad de Pompeyo y el apoyo financiero de Craso; con el Senado embridado y constreñido a rendir cuentas de sus decisiones, César podía ahora incluso alejarse de Roma para procurarse lo que todavía le faltaba; la gloria militar y un ejército fiel.


  





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