En el momento en que Catilina caía,
llegaba a Roma Metelo Nepote, lugarteniente y vanguardia de Pompeyo.
Había desembarcado en Brindisi, de regreso de una serie de brillantes victorias
en Asia Menor, anticipando el viaje para concurrir al cargo de pretor y, una
vez elegido, prestar su apoyo a una nueva candidatura de Pompeyo al consulado.
El primer objetivo lo alcanzó con los votos
de los populares, pero se encontró al lado como colega a Marco Catón,
representante de los más intransigentes conservadores, los cuales, tras la
victoria sobre Catilina, creían ser nuevamente dueños de la situación. No
vieron por qué debían apoyar las ambiciones de Pompeyo, quien no habría pedido
nada mejor que convertirse en su adalid. De haberle escogido como tal, acaso se
hubiesen salvado, o por lo menos retrasado su propio desastre, visto el
prestigio de que gozaba Pompeyo. Pero la «mayor parte sentían envidia de él, de
su riqueza, de sus éxitos, y creyeron no necesitarle.
Una vez más, sólo una voz en el Senado hizo
un «gallo» en el coro, apoyando a Pompeyo: la de César, pretor también. Aquel
día la asamblea fue tumultuosa. César, destituido a la par de Nepote,
fue salvado por la multitud que acudió a protegerle y que quería sublevarse. Él
la calmó y la hizo volver a casa. Por primera vez el Senado se dio cuenta de
que aquel jovenzuelo significaba algo y se tragó la destitución.
Cayo Julio César tenía entonces veintiséis
años y procedía, como Sila, de una familia aristócrata pobre que hacía
remontar sus orígenes a Anco Marcio y a Venus, pero que, después de
estos discutibles antepasados, no había vuelto a dar personajes notorios a la
historia de Roma. Hubo Julios pretores, cuestores y hasta cónsules. Pero de
ordinaria administración. Su casa se alzaba en el Suburra, el barrio popular y
mal reputado de Roma, donde él nació, unos dicen que en el 100 y otros que en
el 102 antes de Jesucristo.
No sabemos nada de su infancia, excepto que
tuvo por preceptor a un galo, Antonio Grifón, el cual, además de latín y
griego, le enseñó tal vez algo muy útil sobre el carácter de sus compatriotas.
Parece que en la pubertad le afligían ya jaquecas y ataques de epilepsia y que
su ambición era entonces hacerse escritor. Fue calvo ya de joven, y,
avergonzándose de ello, trató de remediarlo con «traslados», peinándose el pelo
de la nuca hasta la frente. Todas las mañanas perdía mucho tiempo en esta
complicada operación.
Suetonio dice que era alto, más bien
rechoncho, de piel clara y ojos negros y vivos. Plutarco dice que era
delgado y de mediana estatura. Acaso tengan razón' los dos. Uno le describe de
joven, el otro de hombre maduro, cuando se suele engordar un poco. Los largos
períodos de la vida militar debieron de robustecerle. Fue desde muchacho un
excelente jinete y solía galopar con las manos cruzadas a la espalda. Pero
caminaba mucho a pie al frente de sus soldados, dormía en los carros, comía
sobriamente, y conservaba siempre su sangre fría y la lucidez de su cerebro. No
tenía un rostro bello. Bajo aquel cráneo mondo y un poco demasiado macizo,
presentaba una barbilla cuadrada y una boca arqueada y acerba, enmarcada por
dos arrugas rectas y profundas y con el labio inferior más saliente que el
superior. Sin embargo, fue afortunado con las mujeres. Casó con cuatro y tuvo
muchísimas otras por amantes. Sus soldados le llamaban moechus calvus,
el adúltero calvo y, cuando desfilaban por las calles de Roma en ocasión de un
triunfo, gritaban: «En, hombres, encerrad en casa a vuestras mujeres; ¡ha
vuelto el seductor calabaza monda!» Y César era el primero en reírse de ello.
Contrariamente a cierta leyenda que le
reviste de una seria y entonada solemnidad, César era un perfecto hombre de
mundo, galante, elegante, despreocupado, lleno de humor, capaz de encajar
pullas de los demás y de replicarlas con mordaz sarcasmo. Era indulgente con
los vicios ajenos porque tenía necesidad de que los demás lo fuesen con los
suyos. Curión le llamaba «el marido de todas las esposas y la esposa de todos
los maridos». Y una de las razones por la que los aristócratas le odiaron tanto
era que él seducía regularmente a sus esposas, las cuales, a decir verdad,
competían entre sí para ser seducidas. Entre ellas estaba Servilia,
hermanastra de Catón, que también por esto le fue irreductiblemente hostil.
Servilia le era tan devota que le sacrificó incluso su hija Tercia, a la que
dejó el puesto cuando los años la obligaron a retirarse. César recompensó a la
generosa madre haciéndole otorgar los bienes de ciertos senadores proscritos a
un precio que era un tercio de su valor. Y Cicerón bordó sobre aquello un juego
de palabras, diciendo que aquella venta había sido hecha Tertia deducía.
El mismo Pompeyo, por bien que más guapo, rico y, en aquel momento, más famoso
que César, vio cómo arramblaba aquél con su mujer y la repudió. César se hizo
perdonar, dándole por esposa a una hija suya.
Este extraordinario personaje en torno al
cual, en adelante, toda la historia de Roma y del mundo comienza a girar, era,
pues, en cuanto a moralidad, del tiempo. Y, en efecto, debutó de una manera que
nada bueno permitía presagiar. Acabados los estudios a los dieciséis años,
partió en seguimiento de Marco Termo que se iba a Asia a hacer una de
tantas guerras. Mas, en vez de buen soldado, se hizo favorito de Nicomedes,
rey de Bitinia, que tenía una debilidad por los chicos guapos. Vuelto a Roma a
los dieciocho, se casó con Consuela, porque así lo quería su padre. Pero cuando
éste murió, la repudió remplazándola por Cornelia, hija de aquel Cinna
que en su tiempo había tomado la sucesión de su tío Mario. Y así
consolidó los vínculos que ya le ligaban al partido democrático.
Sila, cuando instauró la dictadura, le
ordenó que se divorciase. César, aunque habituado a cambiar de mujer como quien
se cambia de vestido, se negó bravoconamente. Fue condenado a muerte, siéndole
confiscada la dote de Cornelia. Después intervinieron amigos comunes y Sila
permitió que marchara al exilio. César pagó aquel gesto de clemencia
definiéndolo como un «bobada». Pero se engañaba. Sila había comprendido muy
bien la «bobada» que estaba haciendo y lo dijo a algunos de sus íntimos: «Ese
muchacho vale por muchos Marios.» Pero tal vez sentía por él una oculta
simpatía.
Cuando el dictador se hubo retirado, César
volvió a Roma. Pero al encontrarla todavía a merced de los reaccionarios, que
le detestaban como sobrino de Mario y yerno de Cinna, partió de nuevo hacia
Cicilia. Una embarcación pirata lo apresó en el mar y pidió veinte talentos por
su rescate, algo así como cuarenta millones de liras. César contestó con
insolencia que era un precio demasiado bajo para su valía y que prefería
entregar cincuenta. Mandó a sus siervos a buscarlos y engañó la espera
escribiendo versos y leyéndolos a sus raptores, a quienes no les gustaron ea
absoluto. César les llamó «bárbaros» y «cretinos», y les prometió ahorcarles a
la primera ocasión. Mantuvo la palabra, pues apenas liberado corrió a Mileto,
fletó una flotilla, persiguió y capturó a aquellos filibusteros, recuperó su
dinero, es decir, el de sus acreedores (a quienes no se lo restituyó) y
—manifestación de clemencia— antes de colgarles les degolló.
Él mismo contó esta aventura en algunas
cartas a los amigos, aunque podemos dudar de su autenticidad.
César no era aún, a la sazón, el sobrio y
apasionado autor del De bello gallico, que, habiendo ganado realmente
muchas batallas, no tenía ya necesidad de novelarlas. Era un mozalbete
charlatán, arrogante y disoluto, que al llegar a Roma, en 68, estaba ya cargado
de deudas. Las había contraído con Craso, tras haber seducido también a su
mujer Tértula. Con aquel dinero compró los votos, fue elegido, tuvo una
gobernación y un mando militar en España, combatió a los rebeldes y volvió a
Roma con fama de buen soldado y de experto administrador.
El 65 volvió a presentarse a las elecciones,
fue elegido edil y dio las gracias a sus secuaces financiando espectáculos
jamás vistos. Pero también hizo otra cosa: transferir de nuevo al Capitolio los
trofeos de victoria de Mario, que Sila había depurado. Tres días después fue
nombrado propretor en España. Sus acreedores se reunieron y pidieron al
Gobierno que no le dejase marchar antes de haber pagado. Lo mismo reconoció
deberles veinticinco millones de sestercios. Y Craso, como de costumbre, se los
prestó. César volvió entre los iberos, los sometió casi completamente y trajo a
Roma un botín tal que el Senado le otorgó el triunfo. O tal vez lo hizo tan
sólo para impedirle que concurriese al Consulado, en vista de que la
candidatura no podía ser presentada hallándose ausente y que al triunfador la
ley le impedía volver a Roma antes de la ceremonia. Pero César acudió de todos
modos, dejando el Ejército fuera de las puertas de la ciudad. Y justamente
durante aquella campaña electoral comenzó su gran acción política.
Los conservadores detestaban a César, que
había defendido a Catilina, vuelto a colocar los trofeos de Mario en el
Capitolio y que ahora se presentaba como jefe de los populares. Y podían
muy bien impedirle el éxito oponiéndole un hombre del prestigio de Pompeyo, a
quien, por contra, decepcionaron, como hemos dicho, porque estaban celosos de
sus victorias y de sus riquezas. Éstas eran tales que le permitían tener un
ejército propio: aquel con el que desembarcó en Brindisi al retorno de Oriente
y que podía elegirlo dictador mediante la fuerza. Generosamente, Pompeyo lo
licenció y solamente con un pequeño séquito de oficiales entró en Roma y
celebró el triunfo. Valeroso en el combate, Pompeyo era muy tímido en
cuestiones de responsabilidad política y no quería hacer nunca nada en contra
de la legalidad y del «reglamento». El Senado lo sabía y se aprovechó de ello
para tratarle con frialdad y para negarse a repartir entre sus soldados las
tierras que él les había prometido. César vio en ello una buena ocasión para
atraerle de su parte y de Craso. Esta obra maestra de diplomacia se consolidó
con un acuerdo tripartito: el primer triunvirato. Pompeyo y Craso ponían su
influencia, que era grande, y sus riquezas, que eran inmensas, al servicio de
César para hacerle elegir cónsul. Éste, una vez alcanzado el poder,
distribuiría las tierras a los soldados de Pompeyo y concedería a Craso las
contratas a las que aspiraba. Así fue rota la famosa «concordia de los órdenes»
auspiciada por Cicerón, o sea la alianza entre la aristocracia y la alta burguesía.
Esta última, que veía en Craso y Pompeyo a sus legítimos representantes, se
coligó, en cambio, con los populares de César. Y la aristocracia
estúpida y arrogantemente convencida de no tener necesidad de ayuda y de no
tener que compartir sus privilegios con nadie, se quedó aislada. Presentó como
candidato a un personaje insignificante, Bíbulo, que fue elegido. Pero
no pudo impedir que también fuese elegido César, figura de muy otro relieve.
César cumplió los compromisos adquiridos con los aliados. Propuso en seguida la
distribución de tierras y la ratificación de las medidas adoptadas por Pompeyo
en Oriente. El Senado se opuso.
Y entonces César llevó los proyectos de ley
ante la Asamblea. Era lo que también habían hecho los Gracos, jugándose el pellejo.
Mas los tiempos habían cambiado. Bíbulo puso el veto diciendo que los dioses,
interrogados, se habían mostrado contrarios. La Asamblea se le rió en la cara y
un popular le volcó un orinal en la cabeza. Los proyectos fueron
aprobados por gran mayoría, Pompeyo se convirtió en yerno de César, al casarse
con su hija Julia, y durante meses y meses se divirtieron a expensas de los
triunviros, que ofrecieron magníficos espectáculos en el Circo. En aquella
atmósfera de favor popular le fue fácil a César llevar a efecto sus reformas
económicas y sociales, que por lo demás eran las de los Gracos. El Senado hizo
oposición a todas mandando regularmente a Bíbulo a la Asamblea para manifestar
que los dioses la desaprobaban. La Asamblea se burlaba de los dioses y se reía
de Bíbulo, que al final se encerró en su casa y no volvió a salir más. Como era
costumbre bautizar el año con el nombre de los dos cónsules, los romanos
llamaron el quincuagésimo noveno «el de Julio y César». Éste lo terminó
haciéndose elegir por sucesores para el 58 a Gabinio y Pisón, con cuya hija
Calpurnia casó tras el divorcio regular de su tercera mujer Pompeya, que estaba
a punto de ser procesada por ultraje al pudor y a la religión; la acusaban de
haber introducido a su amante Clodio, disfrazado de mujer, en el recinto
consagrado a la diosa Bona, de la cual Pompeya era sacerdotisa. El hecho es
cierto. Clodio, joven aristócrata, guapo, ambicioso y sin escrúpulos,
frecuentaba la casa de César, admiraba la política de éste y aún más a su
mujer. No se sabe, empero, si ésta era su cómplice, cuando le pillaron en
aquella impía tentativa. César, llamado a declarar, proclamó la inocencia de
Pompeya. Cuando el juez le preguntó por qué, en tal caso, se había divorciado
de ella, respondió: «Porque la mujer de César no puede estar mancillada ni
siquiera por una sospecha.» Y testimonió también a favor de Clodio diciendo que
no le consideraba capaz de un acto semejante, aun cuando resultaba que había
cometido otros peores: por ejemplo, seducir a su propia hermana, la famosa
Clodia, mujer de Quinto Cecilio Metelo, a la cual Catulo llamaba Lesbia
y Cicerón perseguía con su mala lengua. Rencoroso y entremetido como era, el
gran abogado fue también a testimoniar contra el hermano.
Pero César puso en movimiento a Craso, que
compró a los jueces. Y Clodio fue absuelto. El porqué César tuviese tanto
empeño en salvar a aquel disoluto que, como hoy se diría, le deshonró a la
esposa, viose inmediatamente después, cuando Clodio se presentó candidato al
tribunal de la plebe y César le apoyó. Evidentemente, después de haber
instalado al suegro y a un amigo íntimo en el cargo de cónsul, quería a un
deudor a la cabeza del proletariado. César se burlaba del honor conyugal. Con
todo aquel asunto, Clodio le había proporcionado el pretexto de librarse de una
esposa que ya no le servía para nada y para remplazaría con otra que le servía
de mucho por su parentela. En el momento de dejar el cargo se autonombró
procónsul por cinco años de la Galia Cisalpina y Narbonense. Dado que la ley prohibía
estacionar tropas de los Apeninos para abajo, quien tenía el mando de los
Apeninos para arriba era prácticamente dueño de la península. Y César quería
ser en adelante ese dueño.
Sabía muy bien que el Senado haría lo
posible por impedírselo. Mas César había demostrado que se podía gobernar
también sin él, haciendo aprobar directamente las leyes por la Asamblea. En los
últimos tiempos había ido más lejos aún; impuso que todos los debates que se
desarrollaban en aquella solemne y aristocrática junta fuesen registrados y
publicados día a día. Así nació el primer diario. Se llamó Acta diurna,
y era gratuito, pues en vez de venderlo, la fijaban en los muros, de modo que
todos los ciudadanos pudiesen leerlo y controlar lo que hacían y decían sus
gobernantes. La invención fue de enorme alcance porque sancionó al más
democrático de todos los derechos. El Senado, que sacaba prestigio hasta de su
reserva, quedó así sometido a la opinión pública, y no volvió a recobrarse de
ese golpe.
Con Gabinio y
Pisón guardándole las espaldas; con un aventurero fácilmente sobornable como
Clodio al frente de la plebe; con la amistad de Pompeyo y el apoyo financiero
de Craso; con el Senado embridado y constreñido a rendir cuentas de sus
decisiones, César podía ahora incluso alejarse de Roma para procurarse lo que
todavía le faltaba; la gloria militar y un ejército fiel.
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