Fue en uno de aquellos salones donde se preparó la revolución. La cual,
contrariamente a lo que se cree, no nace jamás en las clases proletarias, que
después le prestan la mano de obra, sino en las altas, aristocráticas y
burguesas, que luego la pagan. Siempre es, más o menos, una forma de suicidio.
Una clase no se elimina sino cuando ya se ha eliminado a sí misma.
Cornelia, hija de Escipión el Africano, había
casado con Tiberio Sempronio Graco, el tribuno que puso el veto a la
condena de Lucio, el hermano del héroe de Zama. Había sido una manifestación de
nepotismo al revés porque, al hacerlo, salvó, en resumidas cuentas, al tío de
su mujer. Mas, no obstante esta comprensible flaqueza, Sempronio había seguido
gozando fama de hombre integro, y la merecía. Elegido censor y después cónsul
por dos veces, administró España con criterios liberales y métodos ilustrados.
De Cornelia tuvo doce hijos, nueve de los cuales fallecieron en temprana edad.
Cuando a su vez murió él, a Cornelia sólo le quedaban tres: dos varones,
Tiberio y Cayo, y una hembra, Cornelia, deforme, no se sabe si de nacimiento o
a causa de parálisis infantil.
Mamá Cornelia fue una viuda ejemplar y una gran educadora. Debía
de ser también guapetona, porque, según el decir de Plutarco, un rey
egipcio la pidió por esposa. Ella respondió orgullosamente que prefería
quedarse en hija de un Escipión, suegra de otro y en madre de los Gracos.
En aquel momento, la segunda .Cornelia se había casado ya, en efecto, con el
destructor de Cartago. No fue, según parece, un matrimonio de amor, sino sólo
de conveniencia, como se solía hacer en aquella sociedad para robustecer las
alianzas. Pero Cornelia era también algo que en Roma jamás se había visto
antes; una gran «intelectual» y una exquisita maltresse de maison. Su
salón, donde se reunían las más ilustres personalidades de la Política, las
Artes y la Filosofía, semejaba a los de ciertas damas francesas del siglo XVIII
y asumió, aproximadamente, las mismas funciones. Dominaba en él, también por
razones de parentesco, el llamado «círculo de los Escipiones» con Lelio,
Flaminio, Polibio, Gayo Lucilio, Mucia Escévola y Mételo el Macedónico. Por
la sangre, la inteligencia y la experiencia era lo mejor que había en Roma en
aquel tiempo. ¡Pero cuan diferentes eran aquellos nuevos leaders de sus
padres y abuelos! De momento, aceptaban como inspiradora a una mujer. Después,
se bañaban todos los días, cuidaban mucho del vestir y no estaban en absoluto
convencidos de que Roma tuviese que dar lecciones al mundo. Es más, estaban
convencidos de lo contrario: o sea, de que tenían que ir a la escuela. A la
escuela de Grecia.
Las conversaciones que se sostenían en aquel salón no eran
revolucionarias, sino «progresistas». Debían de parecerse vagamente a las que
ahora se mantienen entre «liberales de izquierdas», radicales y activistas. Y
dado que todas eran personas bien introducidas, sabían lo que se decían, y lo
que decían tenía eco después en el Senado y el Gobierno.
La situación de Roma no era, en efecto, grata, y autorizaba las más
profundas críticas y las más sombrías previsiones. La Urbe digería mal el
inmenso imperio que con tanta rapidez había engullido. El trigo de Sicilia, de
Cerdeña, de España y de África, volcado en sus mercados a bajo precio porque
estaba producido a bajo costo con el trabajo gratuito de los esclavos, estaba
llevando a la ruina económica a aquella Italia rústica de cultivadores
directos, pequeños y medios propietarios, que había constituido el mejor
baluarte contra Aníbal y proporcionado los mejores soldados para derrotarle. No
pudiendo soportar la competencia, procedían a vender sus modestas fincas que
quedaban absorbidas en los latifundios. Una ley de -220, que prohibía el
comercio a los senadores, les obligaba a invertir en la agricultura los
capitales que habían acumulado con el botín de guerra.
Y mucha parte de las
tierras confiscadas al enemigo eran concedidas a especuladores para resarcirles
del dinero que éstos habían prestado al Estado. Pero ni especuladores ni
senadores eran ya hidalgos campesinos. Habituados a vivir en la ciudad, entre
sus comodidades y molicies, entre la política y los negocios, no estaban
dispuestos a abandonarla para volver a la vida sencilla y frugal de sus
estoicos antepasados. Así que hacían lo que todavía hacen hoy ciertos barones
de la Italia meridional: una vez adquirido un latifundio, lo daban en arriendo
a un administrador, que con el trabajo gratuito de los esclavos trataba
de hacerlo producir lo más posible, para el dueño y para sí, explotando al
máximo el vigor de los hombres y los recursos del suelo, sin pensar en el
mañana.
Sobre esta crisis económica se injertaba otra, social y moral: la de una
sociedad que, habituada a basarse sobre sus pequeños y libres cultivadores, ahora
se iba confiando cada vez más en el saqueo en el exterior y en la esclavitud en
el interior. Volcábanse esclavos en Roma como un caudaloso torrente.
Cuarenta mil sardos fueron importados de golpe en -177 y ciento cincuenta mil
epirotas diez años después.
Los «mayoristas» de esta mercancía humana iban a
acapararla siguiendo a las legiones que la suministraban y que ya habían
alcanzado, al socaire de las catástrofes de los imperios griego y macedonio,
Asia, el Danubio y hasta los confines de Rusia. La abundancia era tal que
transacciones de diez mil cabezas a la vez eran normales en el mercado
intercontinental de Delos, y el precio bajaba hasta quinientas liras cada una.
En la ciudad, los esclavos suministraban ya la mano de obra en
los talleres de los artesanos, en las oficinas, en los Bancos, en las fábricas,
condenando a la desocupación y a la indigencia a los ciudadanos que antes
estaban empleados en ellos. Las relaciones con los contratistas variaban según
el temperamento de cada uno de éstos. Alguno había que pese a no estar obligado
a nada con el esclavo, procuraba tratarle humanamente. Pero la ley económica de
los precios y de la competencia ponía un límite a esas humanas disposiciones.
Quería que se exigiese cada vez más y que se concediese cada vez menos.
En el campo, la miseria del esclavo era todavía más extrema que
en los tiempos en que eran una mercancía rara, y una vez en la casa acababa por
formar parte de ella como un pariente joven. La modestia de las propiedades y
la escasez de brazos hacían directas y humanas las relaciones con el amo. Pero
en los latifundios, donde los esclavos eran contratados a cuadrillas, el amo no
se dejaba ver, y en su puesto estaba un cómitre escogido entre la peor canalla,
que procuraba ahorrar hasta lo imposible en comida y andrajos, que era el único
salario de aquellos desdichados; los cuales, si desobedecían o se quejaban,
eran echados, cargados de cadenas a una ergástula bajo tierra.
En 196 hubo una rebelión de ellos en Etruria. Fueron muertos todos por
las legiones y muchos crucificados. Diez años después estalló otra revuelta en
Apulia: los pocos que sobrevivieron a la represión fueron internados en las
minas. En 139 estalló una auténtica guerra «servil», encabezada por Euno,
que degolló a la población de Enna, ocupó Agrigento y en breve, con un ejército
de setenta mil hombres, todos esclavos rebeldes, se adueñó de casi toda
Sicilia, derrotando incluso a un ejército romano. Hubo que luchar seis años
para someterle. Pero el castigo fue, como siempre, adecuado a los esfuerzos.
Precisamente en aquel año de -133 antes de Jesucristo, Tiberio Graco,
hijo de Sempronio y de Cornelia, fue elegido tribuno.
En el salón de su madre había crecido con ideas radicales, que le
remachó en la cabeza su preceptor Blosio, un filósofo griego de Cumas. Y
a la edad en que se piensa en las chicas él sólo pensaba en política. Era lo
que se suele decir un «idealista». Pero hasta qué punto sus ideas, que eran
excelentes, estaban al servicio de su ambición, que era grandísima, o viceversa,
lo ignoraba él mismo, como por lo demás, ocurre a todos los idealistas. La
situación del país la conocía un poco porque en el salón siempre se hablaba de
ella y con gran competencia, y otro poco porque, según lo dicho por su hermano,
había ido personalmente a estudiarla en Etruria, quedando horrorizado.
Comprendió que Italia corría a la ruina si su agricultura caía definitivamente
en manos de especuladores y esclavos, y que en la misma Roma no podía triunfar
ninguna democracia sana con un proletariado que se corrompía diariamente en el
ocio y con la percepción de subsidios.
El único remedio que oponer a la esclavitud, al urbanismo y a la
decadencia militar, le pareció ser una audaz reforma agraria que, apenas fue
elegido, propuso a la Asamblea. Consistía en tres propuestas:
1) Ningún ciudadano debía poseer más de ciento veinticinco hectáreas del agro público, que podían convertirse en doscientas cincuenta sólo en el caso de que tuviera dos o más hijos.
2) Todas las tierras distribuidas o arrendadas por el Estado debían serle devueltas al mismo precio, más un rembolso por las eventuales mejoras aportadas.
3) Éstas debían ser repartidas y redistribuidas entre los ciudadanos pobres en parcelas de cinco o seis hectáreas cada una, con compromiso de no venderlas y de pagar un reducido impuesto sobre ellas.
1) Ningún ciudadano debía poseer más de ciento veinticinco hectáreas del agro público, que podían convertirse en doscientas cincuenta sólo en el caso de que tuviera dos o más hijos.
2) Todas las tierras distribuidas o arrendadas por el Estado debían serle devueltas al mismo precio, más un rembolso por las eventuales mejoras aportadas.
3) Éstas debían ser repartidas y redistribuidas entre los ciudadanos pobres en parcelas de cinco o seis hectáreas cada una, con compromiso de no venderlas y de pagar un reducido impuesto sobre ellas.
Eran propuestas razonables y plenamente coherentes con las Leyes
Licinias que ya habían sido aprobadas doscientos años antes. Pero Tiberio
cometió el error de aliñarlas con una oratoria demagógica y de «barricada» que,
además, desentonaba con su condición social. Pues esos «progresistas», de
elevada extracción, fuesen nobles o burgueses, no sabían rehuir, entonces como
ahora, una contradicción entre hábitos de vida refinados y sofisticados y
actitudes políticas populistas y callejeras. «Nuestros generales —dijo hablando
en la rostra— nos incitan a combatir por los templos y las tumbas de vuestros
antepasados. Ocioso y vano llamamiento. Vosotros no tenéis altares paternos.
Vosotros no tenéis tumbas ancestrales. Vosotros no tenéis nada. Combatís y
morís sólo para procurar lujo y riqueza a los otros.»
Estaba bien dicho porque, por desgracia, Tiberio era también un
excelente orador. Pero había los extremos del sabotaje. El Senado declaró
ilegales las propuestas, acusó a su autor de ambiciones dictatoriales y
persuadió a Octavio, otro tribuno, a que opusiese el veto. Tiberio contestó con
un proyecto de ley según el cual un tribuno, cuando obraba contra la voluntad
del Parlamento, debía ser depuesto inmediatamente.
La Asamblea aprobó la propuesta y los lictores de Tiberio echaron a la fuerza de su banco a Octavio. Después, el proyecto de ley fue votado, y la Asamblea, temiendo por la vida de Graco, le escoltó hasta su casa.
La Asamblea aprobó la propuesta y los lictores de Tiberio echaron a la fuerza de su banco a Octavio. Después, el proyecto de ley fue votado, y la Asamblea, temiendo por la vida de Graco, le escoltó hasta su casa.
Tenemos la impresión de que aquel día no fue recibido con el unánime
entusiasmo que acaso esperaba. Tal vez solamente Cornelia siguió reconociéndole
una de sus «alhajas», como un día les definiera a él y a Cayo. Los demás
debieron de quedarse un poco sobresaltados, no tanto por la ley que había
impuesto y que expresaba plenamente los puntos de vista políticos del «salón»,
cuanto por los medios anticonstitucionales que había empleado contra Octavio.
Pero sin duda se escandalizaron y se desolidarizaron de él cuando, a pesar de
una norma precisa que lo vedaba. Tiberio entró nuevamente en liza para el
tribunado.
Se vio obligado a hacerlo porque el Senado amenazaba, apenas expirara su
cargo, con procesarle. Pero era un gesto de rebelión. Abandonado así por sus
propios amigos de casa, Tiberio acentuó más la desviación a la izquierda para
granjearse el favor de la plebe. Prometió, si era reelegido, abreviar el
servicio militar, abolir el monopolio de los senadores en los jurados de los
tribunales y, dado que en aquel momento Átalo III de Pérgamo murió dejando su
reino a Roma, propuso vender la propiedad mobiliaria de aquél para ayudar con
lo recaudado a los campesinos a equipar sus fincas. Y ahí desembocó en la pura
demagogia, proporcionando argumentos válidos al adversario.
El día de las elecciones, Tiberio apareció en el Foro con una guardia
armada y vestido de luto para dar a entender que el votar en contra significaba
para él la condena a muerte. Pero, mientras se votaba, irrumpió un grupo de
senadores blandiendo garrotes, encabezados por Escipión Násica. El
prestigio de que todavía gozaba el Senado y que Graco había neciamente
descuidado, queda demostrado por el hecho de que ante aquellas togas patricias
los amigos de Tiberio cedieron respetuosamente el paso dejándole solo. Le
mataron de un mazazo en la nuca. Y su cuerpo, junto con el de un centenar de
adictos, fue arrojado al Tíber.
Su hermano Cayo pidió permiso para rescatar el cadáver y darle
sepultura. Se lo negaron.
Esto sucedió en -132. Nueve años después, o sea en -123, la segunda de
las «alhajas» de Cornelia había ocupado el puesto de su hermano como tribuno.
Le conocemos mejor y le estimamos más porque nos parece de inteligencia más
realista que su hermano y también más sincero. Había sido asimismo un orador
magnífico; Cicerón le consideraba el más grande (después de él, se
entiende); había militado valerosamente a las órdenes de su cuñado Escipión
Emiliano en Numancia y poseía un gran dominio de sí mismo. Efectivamente,
siguió adelante con moderación, sin querer quemar las etapas al primer momento.
En aquellos nueve años las leyes agrarias de Tiberio que el Senado,
después de haber dado muerte a su autor, no se atrevió a abrogar, habían dado
sus buenos frutos, a pesar de que su aplicación había topado con muchas
dificultades prácticas. El censo de vecinos constaba de ochenta mil nuevos
ciudadanos, que lo fueron precisamente por haber poseído una parcela de tierra.
Pero se elevaron muchas protestas de los antiguos propietarios que no querían
ni merma de capital ni confiscación y que confiaron su causa a Escipión
Emiliano. No se sabe por qué, éste aceptó la defensa de aquellos intereses
que eran contrarios a sus ideas. Pero se avino a ello tal vez, precisamente,
por razones de familia según las cuales hubiera debido abstenerse de hacerlo.
Sus relaciones con su esposa Cornelia habían ido empeorando cada vez más. Y una
mañana del 129 fue hallado asesinado en su lecho. No se ha sabido nunca quién
lo mató, pero naturalmente los chismosos de las casas aristocráticas, donde
eran odiados, acusaban a la esposa y a la suegra.
Crecido en medio de tantas desdichas y en una casa abandonada ya por los
más íntimos amigos, Cayo llevó adelante con cautela la aplicación de las leyes
de Tiberio; creó nuevas colonias agrícolas en la Italia meridional y en África
se ganó a los soldados prescribiendo que a partir de entonces estarían
equipados a expensas del Estado y fijó un «precio político» para el trigo, que
era la mitad del que regía en el mercado. Y con esta última medida, que después
había de ser el arma más fuerte en manos de Mario y de César, tuvo de su parte
a todo el pueblo llano de la Urbe.
Pertrechado con esos éxitos, pudo volver a presentarse al tribunado del
año siguiente sin arriesgar la vida, como le había sucedido a su hermano, y
salir triunfante. Entonces creyó poder jugar las cartas grandes y ahí se
equivocó. Propuso agregar a los trescientos senadores de derecho otros
trescientos elegidos por la Asamblea y extender la ciudadanía a todos los
hombres libres del Lacio y a buena parte de los del resto de la península.
Pero había echado mal las cuentas con los egoísmos del proletariado
romano, cuyos cofrades del Lacio y de la península le importaban un comino. El
Senado obró prontamente para aprovechar este error táctico de su adversario.
Empujó al otro tribuno, Livio Druso, a proposiciones más radicales aún:
que se aboliesen los tributos impuestos por la ley de Tiberio a los nuevos
propietarios, y que a cuarenta y dos mil pobres de solemnidad de Roma les
distribuyeran nuevas tierras en doce nuevas colonias. La Asamblea aprobó en
seguida el proyecto. Y cuando Cayo volvió, se encontró con que todos los
favores los monopolizaba Druso.
Se presentó a una tercera elección y fue derrotado. Sus secuaces dijeron
que había habido fraude, pero él les aconsejó moderación y se retiró a la vida
privada.
Cuando se trató de hacer frente a los compromisos contraídos para
liquidar a Cayo, el Senado se encontró en un apuro y trató de tergiversar. La
Asamblea se dio cuenta de que era un primer paso para el sabotaje de la
legislación de los Gracos, cuyos simpatizantes se presentaron armados a la
reunión siguiente. Uno de ellos descalabró a un conservador que había
pronunciado palabras de amenaza contra Cayo.
El día siguiente, los senadores comparecieron en plan de batalla,
seguido cada uno de ellos por dos esclavos. Los graquistas se atrincheraron en
el Aventino y Cayo intentó interponerse para restablecer la paz. Como no pudo
conseguirlo, se arrojó al Tíber, cruzándolo a nado. En la otra orilla, cuando
estaba a punto de ser alcanzado por sus perseguidores, ordenó a un siervo suyo
que le matara. El siervo obedeció. Después, extrajo el puñal teñido de sangre
del pecho de su amo y se lo clavó en el propio. Un secuaz de Cayo cercenó la
cabeza al cadáver, la rellenó de plomo y la llevó al Senado, que había ofrecido
su peso en oro. Se embolsó la recompensa y se rehízo una «virginidad política».
El pueblo llano que tanto le había aplaudido ni siquiera pestañeó ante el
asesinato de su héroe; estaba demasiado ocupado saqueándole la casa.
Cornelia, la madre de los dos hijos asesinados y de una viuda sospechosa
de asesinato, se puso de hito. El Senado le ordenó que se lo quitase.
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