Craso era un hombre de unos cuarenta y cuatro años de edad,
robusto y musculoso, algo bajito y ancho de hombros. Por lo tanto asombraba ver
la pequeñez de su cabeza, sus rasgos perfilados, sus hundidos y relucientes
ojos grises bajo su estrecha frente. El cabello era espeso y áspero,
parcialmente encanecido y rebelde al peine. Era patricio romano, como el
difunto Sila, pero al revés de éste no sentía el orgullo de raza y familia, ni
tenía honor, por muy pervertido que hubiera estado el de aquél.
A pesar de todas las cosas que hizo, Sila amaba a su país.
Craso no amaba más que a su propia persona y dinero. Era un astuto financiero,
inmensamente rico, traficando en esclavos y prestando dinero a rédito. No había
ni un solo medio de hacer dinero, que él no lo hubiera practicado. Y ahora que
era el hombre más rico de la República, se sentía inquieto. Cierto, el dinero
le había dado un gran poder; pero el poder del dinero en una República es algo
que esta restringido por las leyes y aunque le daba influencia, eso no bastaba
a la ambición de Craso.
Para obtener el poder que deseaba ( el poder absoluto),
hacía falta primero engañar al pueblo. Pero una nación republicana, por muy
corrompida que esté, sospecha del ceremonial y de las ostentaciones y alardes
de riqueza. Craso había tenido ocasión de verlo por sí mismo, porque cuando su
joven y bella esposa apareció en público, llevando en la cabeza una pequeña
corona de oro incrustada de piedras preciosas, y cubierta de una capa ropa de púrpura,
bordada con lirios de oro, el público la silbó en el circo y la increpó con
palabra burlonas y obscenas.
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