A principios de Gamelio,
acariciando sus secretos, el rey del Ponto salió de Éfeso para viajar a
Pérgamo, donde le esperaba algo especial.
Los otros dos delegados y los
oficiales de Manio Aquilio habían optado por huir a Pérgamo, mientras que Manio
Aquilio estaba refugiado en Mitilene en la isla de Lesbos, con la intención de
tomar allí un barco para Rodas, donde, por un mensaje, sabía que se encontraba refugiado
Cayo Casio. Pero nada más desembarcar en Lesbos cayó enfermo de fiebres
tifoideas y tuvo que posponer el viaje. Pero cuando los de Lesbos se enteraron
de la caída de la provincia de Asia (de la que oficialmente formaban parte),
enviaron prudentemente al procónsul romano de regalo al rey Mitrídates.
Desembarcado en el pequeño
puerto de Atarneus, enfrente de Mitilene, Manio Aquilio fue encadenado a la
silla de montar de un gigantesco jinete bastamiano y arrastrado hasta Pérgamo, donde
le aguardaba ansioso y relamiéndose el rey del Ponto. Cayendo constantemente, tropezando,
cubierto de porquería, zaherido e injuriado, Aquilio logró sobrevivir a aquel
horrendo viaje, enfermo como estaba. Pero cuando Mitrídates le examinó en
Pérgamo, comprendió que si seguían dándole semejante trato no duraría mucho y
le fastidiarían unos planes maravillosos que tenía dispuestos para el romano.
Así, el procónsul fue atado a
la silla de un pollino, montado al revés, y paseado cruelmente de arriba abajo
por Pérgamo para que los ciudadanos de la antigua capital romana viesen la estima
en que tenía el rey del Ponto a un magistrado romano y lo poco que temía las
represalias.
Finalmente, lleno de mierda y
convertido en sombra de lo que había sido, Manio Aquilio fue conducido a
presencia del autor de sus tormentos. Sentado sobre un estrado, en trono dorado
con un lujoso dosel en medio del ágora de Pérgamo, el rey bajó la vista hacia
el hombre que se había negado a retirar el ejército de Bitinia, le había impedido
la defensa de su reino y no había querido presentar directamente sus quejas al
Senado y al pueblo de Roma.
Fue en aquel momento, al ver el
cuerpo informe y lleno de pústulas de Manio Aquilio, cuando el rey Mitrídates
del Ponto perdió el último vestigio de temor hacia Roma. ¿De qué había tenido
miedo? ¿Por qué había retrocedido ante aquel ridículo y débil ser?. ¡El,
Mitrídates del Ponto era mucho más poderoso que Roma!. Cuatro modestos
ejércitos con menos de veinticinco mil hombres!. Era Manio Aquilio quien
encarnaba Roma, no Cayo Mario ni Lucio Cornelio Sila. Su concepto de Roma había
sido un mito perpetuado por dos romanos atípicos. La Roma auténtica la tenía
allí a sus pies.
-¡Procónsul! -clamó con fuerte
voz.
Aquilio alzó la vista, pero no
tenía fuerzas para hablar.
-Procónsul de Roma, he decidido
darte el oro que codiciabas.
La guardia subió hasta el dosel
a Manio Aquilio y le obligó a sentarse en una banqueta a cierta distancia a la izquierda del
rey, donde le ataron fuertemente los brazos al cuerpo con correas de cuero, sujetando
un soldado las del lado izquierdo y otro las del derecho para que no se moviera.
Acto seguido llegó un herrero
con unas tenazas y un crisol al rojo vivo, capaz para varias copas de metal
fundido, que despedía un humo acre y un olor abrasador.
Un tercer soldado se colocó a
la espalda del romano, le agarró del pelo y le obligó a echar la cabeza hacia
atrás; luego le cogió de la nariz con la otra mano y le cerró brutalmente las coanas.
Manio Aquilio no pudo evitar el acto reflejo de respirar, y abrió la boca. Al
instante un chorro de turgente y brillante metal le entró en la garganta y
continuó vertiéndose mientras él aullaba debatiéndose en vano para levantarse
de la banqueta, hasta que expiró, con la boca, la barbilla y el pecho cubiertos
por una cascada de oro solidificado.
-Abridle en canal y recuperad
hasta la última partícula -dijo el rey Mitrídates, recreándose en la escena del
meticuloso raspado interno y externo del romano.
-Arrojad sus restos a los
perros -añadió el rey, levantándose del trono, descendiendo despreocupadamente
del estrado y cruzando ante los restos despedazados de Manio Aquilio, procónsul
de Roma.
¡Todo iba estupendamente!.
Nadie lo sabía mejor que el rey Mitrídates mientras paseaba por las frescas
terrazas del palacio de Pérgamo, en lo alto de las montañas, aguardando a que finalizase
Gamelio, el Quinctilis romano. Le habían llegado noticias de Aristión desde
Atenas, diciendo que su misión había tenido éxito.
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