martes, 12 de febrero de 2019

LA MUERTE DEL PROCÓNSUL MANIO AQUILIO A MANOS DE MITRIDATES VI EUPATOR DEL PONTO



A principios de Gamelio, acariciando sus secretos, el rey del Ponto salió de Éfeso para viajar a Pérgamo, donde le esperaba algo especial.

 

Los otros dos delegados y los oficiales de Manio Aquilio habían optado por huir a Pérgamo, mientras que Manio Aquilio estaba refugiado en Mitilene en la isla de Lesbos, con la intención de tomar allí un barco para Rodas, donde, por un mensaje, sabía que se encontraba refugiado Cayo Casio. Pero nada más desembarcar en Lesbos cayó enfermo de fiebres tifoideas y tuvo que posponer el viaje. Pero cuando los de Lesbos se enteraron de la caída de la provincia de Asia (de la que oficialmente formaban parte), enviaron prudentemente al procónsul romano de regalo al rey Mitrídates.

 

Desembarcado en el pequeño puerto de Atarneus, enfrente de Mitilene, Manio Aquilio fue encadenado a la silla de montar de un gigantesco jinete bastamiano y arrastrado hasta Pérgamo, donde le aguardaba ansioso y relamiéndose el rey del Ponto. Cayendo constantemente, tropezando, cubierto de porquería, zaherido e injuriado, Aquilio logró sobrevivir a aquel horrendo viaje, enfermo como estaba. Pero cuando Mitrídates le examinó en Pérgamo, comprendió que si seguían dándole semejante trato no duraría mucho y le fastidiarían unos planes maravillosos que tenía dispuestos para el romano.

 

Así, el procónsul fue atado a la silla de un pollino, montado al revés, y paseado cruelmente de arriba abajo por Pérgamo para que los ciudadanos de la antigua capital romana viesen la estima en que tenía el rey del Ponto a un magistrado romano y lo poco que temía las represalias.

 

Finalmente, lleno de mierda y convertido en sombra de lo que había sido, Manio Aquilio fue conducido a presencia del autor de sus tormentos. Sentado sobre un estrado, en trono dorado con un lujoso dosel en medio del ágora de Pérgamo, el rey bajó la vista hacia el hombre que se había negado a retirar el ejército de Bitinia, le había impedido la defensa de su reino y no había querido presentar directamente sus quejas al Senado y al pueblo de Roma.

 

Fue en aquel momento, al ver el cuerpo informe y lleno de pústulas de Manio Aquilio, cuando el rey Mitrídates del Ponto perdió el último vestigio de temor hacia Roma. ¿De qué había tenido miedo? ¿Por qué había retrocedido ante aquel ridículo y débil ser?. ¡El, Mitrídates del Ponto era mucho más poderoso que Roma!. Cuatro modestos ejércitos con menos de veinticinco mil hombres!. Era Manio Aquilio quien encarnaba Roma, no Cayo Mario ni Lucio Cornelio Sila. Su concepto de Roma había sido un mito perpetuado por dos romanos atípicos. La Roma auténtica la tenía allí a sus pies.

 

-¡Procónsul! -clamó con fuerte voz.

Aquilio alzó la vista, pero no tenía fuerzas para hablar.

-Procónsul de Roma, he decidido darte el oro que codiciabas.

 

La guardia subió hasta el dosel a Manio Aquilio y le obligó a sentarse en una  banqueta a cierta distancia a la izquierda del rey, donde le ataron fuertemente los brazos al cuerpo con correas de cuero, sujetando un soldado las del lado izquierdo y otro las del derecho para que no se moviera.

 

Acto seguido llegó un herrero con unas tenazas y un crisol al rojo vivo, capaz para varias copas de metal fundido, que despedía un humo acre y un olor abrasador.

 

Un tercer soldado se colocó a la espalda del romano, le agarró del pelo y le obligó a echar la cabeza hacia atrás; luego le cogió de la nariz con la otra mano y le cerró brutalmente las coanas. Manio Aquilio no pudo evitar el acto reflejo de respirar, y abrió la boca. Al instante un chorro de turgente y brillante metal le entró en la garganta y continuó vertiéndose mientras él aullaba debatiéndose en vano para levantarse de la banqueta, hasta que expiró, con la boca, la barbilla y el pecho cubiertos por una cascada de oro solidificado.

 

-Abridle en canal y recuperad hasta la última partícula -dijo el rey Mitrídates, recreándose en la escena del meticuloso raspado interno y externo del romano.

-Arrojad sus restos a los perros -añadió el rey, levantándose del trono, descendiendo despreocupadamente del estrado y cruzando ante los restos despedazados de Manio Aquilio, procónsul de Roma.

 

¡Todo iba estupendamente!. Nadie lo sabía mejor que el rey Mitrídates mientras paseaba por las frescas terrazas del palacio de Pérgamo, en lo alto de las montañas, aguardando a que finalizase Gamelio, el Quinctilis romano. Le habían llegado noticias de Aristión desde Atenas, diciendo que su misión había tenido éxito.


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