Años
antes, cuando volvió victorioso de la campaña contra Antonio, Augusto había
encontrado, esperándole en Brindisi, a Mecenas con un joven poeta mantuano, Virgilio.
Era hijo de un empleado del Estado de sangre céltica, a quienes los legionarios
habían requisado la pequeña granja donde había un libro de poesías, las
Églogas, que tuvieron un buen éxito. Mecenas le protegía y a la sazón
quería hacer de él un instrumento para la propaganda de Augusto, a quien venía
a presentarle.
Augusto se hizo leer por el
autor el manuscrito de las Geórgicas, inéditas aún, y le tomó simpatía por dos
razones que, con el arte que le importaba un ardite, tenían poco que ver: en
primer lugar, porque Virgilio era enfermizo y enclenque como él y, por lo
tanto, podía conversar a placer de bronquitis, amigdalitis y colitis; y después
porque sus poesías celebraban los placeres de la vida rural y frugal a la que
Augusto quería que volviesen todos los romanos. En realidad, como después dijo Séneca,
Virgilio describía la campiña con el tono y el sabor de quien vive en la
ciudad, o sea sobre una nota falsa. Pero Augusto no tenía oído para advertirlo.
Lo que importaba era que la poesía de Virgilio tuviese cualidades didácticas.
Recompensó al autor haciéndole restituir la alquería que había requisado a su
padre. Virgilio no volvió a ella porque prefería escribir acerca del campo
permaneciendo en Roma, pero, quedó agradecido a Augusto y en su honor compuso
la Eneida, destinada a celebrar sus victorias. Escribía despacio, con
mucha diligencia y escrupuloso estilo, dedicando a la labor la mayor parte del
día, porque con las rentas de la finca y las liberalidades de Mecenas no tenía
necesidad de trabajar para vivir, y otras distracciones no las conocía. No se
había casado por motivos de salud, y sus amigos de Nápoles, donde de vez en
cuando iba a invernar, le llamaban «la virgencita». Augusto estaba ansioso de
ver el trabajo acabado. Virgilio le leía un fragmento de vez en cuando, pero no
llegaba a terminarlo. En 19, interrumpió el veraneo para reunirse con el
emperador en Atenas, sufrió una insolación, y en trance de morir en Brindisi,
donde le trasladaron, recomendó que quemasen el manuscrito del poema. Tal vez
se había dado cuenta de que la épica no era su cuerda, y prefería confiar su
recuerdo a los otros escritos, fragmentarios y elegiacos. Augusto prohibió que
se cumpliera la voluntad del difunto. Queriendo conservar a su propia gloria
aquel monumento inacabado, salvó a la poesía una auténtica obra maestra del
artificio.
Las
solicitudes de Augusto para con la literatura no se pararon en Virgilio, sino
que se extendieron también a muchos escritores, entre ellos Horacio y
Propercio. Se los presentaba Mecenas, que era su empresario, y dio
nombre a la categoría de los protectores del arte, haciéndose perdonar con
ellos los malos versos que él mismo se jactaba de componer. Pero esa actitud ya
estaba entonces muy difundida entre los romanos ricos, vueltos sensibles a la
«cultura» aun cuando carecían de ella. Después de la primera casa editorial de
Ático, nacieron otras muchas, que dieron impulso a un floreciente comercio.
Ediciones de cinco o diez mil ejemplares, a mil o dos sestercios liras el
ejemplar, todos escritos a mano por esclavos, quedaban agotados en pocos meses.
El libro se había convertido en ornato obligatorio de toda casa que se
respetase, aunque después no se leyese, y desde provincias llovían los pedidos.
Esta
moda produjo gran efecto en la sociedad que, de guerrera e inculta, se fue
aficionando cada vez más a los salones literarios. Y precisamente por esto,
Augusto vio en ello un instrumento de reforma moral. Hasta que la vejez y las
dolencias no le hubieron convertido en susceptible y quisquilloso, se mostró
muy tolerante incluso para los epigramas y las sátiras que le afectaban
personalmente. Hizo construir bibliotecas públicas, recomendó siempre a Tiberio
que se abstuviese de castigar y que se guardase la censura, y él mismo compuso
una vez algún verso que otro para mandarlo a un griego que cada día le
aguardaba a la puerta del palacio para leerle los suyos. El griego le
recompensó con una gratificación de pocos dineros y una carta cortés en la que
se excusaba, dada su pobreza, de no poder pagar mejor. Augusto se divirtió bastante
con aquella réplica ingeniosa y le hizo entregar cien mil sestercios.
Los
escritores y los poetas, empero, decepcionaron las esperanzas del emperador,
dando a la propaganda del Estado lo peor de sus producciones, y secundando con
lo mejor las deplorables tendencias de una sociedad que cada vez se volvía más
libertina y más burlesca, y renegaba de los grandes tiempos de la gloria, de la
religión y de la naturaleza, a los que prefería el del amor y de la galantería.
El bardo de estos nuevos motivos fue Ovidio, un abogado de los Abrazos
que amargó a su padre negándose a seguir una carrera política y se proclamó
designado personalmente por Venus para hablar de Eros. Se casó con tres
mujeres, amó a muchas otras más, y de todas ellas escribió sin prejuicio alguno,
declarando que se burlaba de todos los «catoncillos» que le criticaban. El
éxito que obtuvo con sus versos dulces y lascivos le hizo creer hasta tal punto
que era un gran poeta que las últimas palabras de sus Metamorfosis fueron,
modestamente: Viviré en los siglos.
Apenas
las había esbozado, le llegó una orden de Augusto, intimándole a que se
confinase en Constanza, en el mar Negro. Jamás se ha sabido con precisión de
qué quería castigarle el emperador. Dícese que a causa de unas relaciones que
tuvo con la nietecita Julia, que, en efecto, había sido expulsada en aquellos
días. Ovidio, como todos los hombres de éxito fácil, no tenía temple para
soportar la desgracia. Sus lamentos desde aquel lugar de confinamiento, Pónticas
y Tristes, son más elogiables por su vena elegiaca que por su carácter. Volvió
a Roma cadáver, tras haber pedido inútilmente en mil cartas piedad al emperador
y ayuda a los amigos.
En
general, si bien se la ha llamado Período Áureo, la época de Augusto no vio un
florecer literario y artístico comparable a la de la Grecia de Pericles o a la
de la Italia del Renacimiento. Bajo aquel emperador burgués, se desarrolló un
gusto igualmente burgués que prefería el justo medio, y el justo medio es, a
menudo, mediocre. La moderación y la mesura, sazonadas con un poco de
escepticismo bonachón y hogareño, eran las cualidades más apreciables. Y,
efectivamente, el verdadero escritor de aquel tiempo es el que lo representó: Horacio.
Era
hijo de un recaudador de contribuciones apulio, que quería hacer de su vástago
un abogado y un hombre político y, a costa de quien sabe qué sacrificios, le
mandó a estudiar, primero a Roma y después a Atenas. Aquí Horacio conoció a
Bruto, que se aprestaba a la batalla de Filipos y que tomó simpatía a aquel
joven, nombrándole por las buenas comandante de una legión, lo que ayuda a
comprender por qué su ejército fue derrotado. Horacio, en lo más recio del
combate, tiró yelmo, escudo y espada y se volvió a Atenas para escribir una
poesía sobre lo noble y dulce que es morir por la patria.
Repatriado
sin un real, se empleó con un cuestor y se puso a escribir versos sobre las
cortesanas que frecuentaba, pues a los salones no se le invitaba, y señoras
honestas no conocía. Un día, Virgilio leyó un libro de Horacio y habló de él
con entusiasmo a Mecenas, quien le rogó que le trajese al autor. En seguida le
tomó simpatía a aquel provinciano un poco zafiote, regordete, orgulloso y
tímido, y le propuso a Augusto como secretario, quien aceptó. Pero Horacio
rehusó lo que a cualquier otro le hubiese parecido el maná del cielo: en parte
porque su temperamento le inclinaba más a la contemplación que a la acción, y
también porque no era ambicioso ni codicioso, y sobre todo, creemos, porque no
se fiaba de ligar su suerte a la de un hombre político que mañana podía ser
liquidado y arrastrarle a él al mismo fin. Mecenas, para que pudiera dedicarse
más desahogadamente a la literatura, le regaló en Sabina una villa con buenas
tierras. Ha sido desenterrada en 1932 y nos ha dado la medida de la generosidad
de aquel ricachón. Tenía veinticuatro estancias, un gran pórtico, tres baños,
un hermoso jardín y cinco cortijos.
Ahora
que era un acomodado propietario, Horacio pudo entregarse de lleno a su
verdadera vena, que era la de moralista. Sus sátiras son un precioso muestrario
de los tipos más corrientes de romano de aquel tiempo. Los tomó de la calle, no
de la Historia o de los palacios, y los representó con burlona displicencia,
haciendo de cada uno un «carácter». De vez en cuando, para congraciarse con el
Gobierno, escribía algún verso de loa insincera y retórica a Augusto, que
quedaba muy halagado, por lo que le ordenó completar las Odas con su Carme
saeculare en las que se celebrasen sus empresas y las de Druso y Tiberio.
Horacio se aprestó a ello suspirando y sin pizca de inspiración. Tenía que
habérselas con la Gloria, el Hado y los Destinos Infalibles: todas cosas más
grandes que él y por las cuales no tenía simpatía. Terminó aquel feo poema
fatigado y aburrido, tras haberlo interrumpido mil veces para escribir aquellas
Epístolas a los amigos, sobre todo a Mecenas, que siguen siendo, con las
sátiras, su obra maestra.
Se
volvía cada vez más sedentario, en parte a causa de su estado de salud que le
obligaba a muchos cuidados y a una rígida dieta. En vano Mecenas le invitaba a
viajes turísticos. Horacio prefería quedarse en Roma, y más aún en su villa, a
comer unos «spaghettini» hechos en casa, un poquitín de cocido y una manzana
asada. Aunque después se vengaba cantando en sus poesías la amistad convival y
los amores con Glicera, Neera, Pirra, Lidia, Lalage e infinitas mujeres más que
nunca existieron o que apenas conoció. Tenía por la virtud un respeto de
estoico, por el placer una simpatía de epicúreo, pero no pudo jamás practicar
ni aquélla ni éste a causa de sus ardores de estómago, el reumatismo y la
insuficiencia hepática.
No
se engañaba sobre la decadencia de la sociedad y la atribuía justamente a la de
la religión. Pero no tenía la fuerza de apoyarla porque tampoco él creía en
nada.
La
angustia de la muerte nubló sus últimos años, durante los cuales ni siquiera
quiso volver a Roma. Sus cartas están henchidas de ella. «Has hecho, comido y
bebido suficiente: ahora ya es hora de irse», se repetía a sí mismo. Mas no era
verdad. Hubiera querido hacer, comer y beber todavía un poco más, pero sin
dolor de estómago.
Murió
a los cincuenta y siete años, dejando su propiedad al emperador y rogándole que
le hiciera enterrar al lado de Mecenas, que había fallecido pocos meses antes.
Y le dieron satisfacción.
Lo
que la edad de Augusto no supo dar a las Artes y a la Filosofía, lo dio en
cambio a la Historia á través de Tito Livio, otro céltico como Virgilio,
nacido en Padua. También él, según las intenciones de la familia, hubiese
debido ser abogado, pero prefirió dedicarse al estudio de la Roma antigua por
el desagrado que le inspiraba la contemporánea. Desgraciadamente, no nos ha
dejado ningún escrito de sus vicisitudes personales; estaba demasiado atareado
en contarnos las de los Horacios y de los Escipiones, que llenaban, ab urbe
condita, o sea desde la fundación de la ciudad, ciento cuarenta y dos
libros, de los cuales sólo una cuarentena han llegado hasta nosotros. Era una
labor inmensa, haciéndola como la hacía él, es decir, sin ahorrar, a la
Bacchelli. Y se comprende por qué, al llegar a las guerras púnicas, no le
quedasen ya alientos y quisiera dejarlo. Augusto le estimuló a proseguir.
Asombra
un poco, dado que la obra de Livio es toda ella una exaltación de la gran
aristocracia republicana y conservadora, y como tal, adversa a César y al
cesarismo. Pero es asimismo un himno a las antiguas y austeras costumbres, o
sea al «carácter» romano, y esto era lo que gustaba al emperador. Sobre la
exactitud de lo que Livio refiere hacemos nuestras reservas, especialmente allí
donde él pone en boca de sus personajes discursos enteros que se asemejan más a
Livio que a ellos. La suya es una Historia de héroe, un inmenso fresco en
episodios y sirve más para exaltar al lector que para informarle. De darle
crédito, Roma estaría poblada tan sólo, como la Italia de Mussolini, por
guerreros y navegantes absolutamente desinteresados, que conquistaron el mundo
para mejorarlo y moralizarlo. En Roma estaban solamente los buenos, y fuera de
Roma tan sólo los malos. Hasta un gran general como Aníbal se convierte bajo su
pluma, en un vulgar ratero.
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