El de Farsalia fue un combate entre romanos. Es de suponer que los
procedimientos de aproximación fueran los usuales. Primero avanzarían las
ordenadas cohortes a paso de marcha. A una distancia prudencial se detendrían
ambos ejércitos y comenzarían a desafiarse gritando (clamore sublato)
tanto para enardecerse
como para amedrentar al enemigo. Luego, a una señal de los
oficiales que a su vez la recibían del general, las cohortes se lanzaban al
ataque a paso de carga (concursus)
hasta llegar a unos treinta pasos del enemigo, donde
hacían un breve alto para arrojar sus pila en mortífera nube
antes de lanzarse al cuerpo
a cuerpo (Ímpetus).
Ésta era la táctica usual, pero Pompeyo, en Farsalia, intentó
alterarla en su favor.
Cuando los ejércitos llegaron a ciento treinta metros del objetivo, la
acostumbrada distancia del inicio de la doble carga para chocar a medio camino,
el veterano general prefirió dejar que los cesarianos cargaran en solitario.
Quería endosarles el
esfuerzo suplementario para que llegaran a él sin resuello después
de haber cruzado todo el campo. También esto lo había previsto César. Su
primera línea avanzó hasta el centro del campo y, una vez allí, se detuvo a
descansar y realinearse. En aquel momento la caballería de Pompeyo atacó,
pero la de César aguantó bien el impacto, reforzada como estaba por las ocho
cohortes de la reserva, a las que César había dado instrucciones de blandir sus
lanzas a la altura del rostro de los jinetes enemigos. El astuto general, tan
ducho en los salones
frecuentados por los elegantes como en los campos de batalla,
sabía que en la caballería pompeyana militaba la flor y nata de la aristocracia
romana e intuía que aquellos pisaverdes no estarían dispuestos a ganar sus
laureles a costa de cicatrices que les afearan la cara.
Todo resultó como César había previsto. Después de un breve
combate, la caballería
pompeyana cedió el campo perseguida por la de César, circunstancia
que aprovecharon las ocho cohortes auxiliares para atacar el flanco izquierdo de
Pompeyo, rodeándolo. Tomados de frente y lateralmente, los pompeyanos
titubearon y cedieron terreno. La presión de las tropas cesarianas aumentó. Al
poco, sus adversarios dieron la espalda y huyeron dejando sobre el terreno entre
seis y diez mil muertos, a los que cabe sumar veinte mil prisioneros. César
solamente sufrió mil doscientas bajas.
( Juan Eslava Galán en "Julio César, el hombre que pudo
reinar")
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