Como
siempre que los pueblos cambian de régimen, también los romanos saludaron al
nuevo con gran entusiasmo, y en él depositaron de nuevo todas sus esperanzas,
incluidas las de la libertad y de la justicia social. Fue convocado un gran
comido centuriado en el que tomaron parte todos los ciudadanos soldados, que
proclamaron definitivamente enterrada la Monarquía, le atribuyeron la
responsabilidad de todos los errores y abusos con que se había mancillado la
administración de los negocios públicos en aquellos dos siglos y medio de vida,
y, en el puesto del rey nombraron dos cónsules, eligiéndolos en las personas de
los dos protagonistas de la revolución: el pobre viudo Colatino y el
pobre huérfano Lucio Junio Bruto. Habiendo declinado el primero, fue
sustituido por Publio Valerio.
Publio
Valerio pasó a la Historia con el apodo de Publícola, que quiere decir «amigo
del pueblo».
Esa
amistad, Publio la demostró sometiendo y haciendo aprobar por el comido algunas
leyes que permanecieron básicas durante todo el período que duró la República.
Éstas condenaban a la pena de muerte a quienquiera intentase adueñarse de un
cargo sin la aprobación del pueblo. Permitían al ciudadano condenado a muerte
el recurso de apelación a la Asamblea, o
sea al comido centuriado. Y concedían a todos el derecho de matar, aun sin
proceso, a quien intentase proclamarse rey. Esta última ley, olvidaba, empero,
precisar sobre qué base de elementos se podía atribuir a alguien aquella
ambición. Y esto permitió al Senado, en los años que siguieron, librarse de
varios enemigos incómodos, señalándoles, precisamente, como aspirantes a rey.
El sistema se usa todavía en varios países; los aspirantes a rey se llaman
sucesivamente «desviacionistas», «enemigos de la patria», «agentes a sueldo del
imperialismo extranjero». Con el progreso, los delitos no cambian. Sólo cambia
la rúbrica. Movido por su celo democrático, Publícola introdujo también el uso,
por parte del cónsul, cuando entraba en el recinto del comido centuriado, de
hacer bajar, por los lictores que le precedían, las enseñas: aquellos famosos
fascios, que después Mussolini volvió a poner de moda y que constituían el
símbolo del poder. Para demostrar plásticamente que ese poder venía del pueblo;
el cual, después de haberlo delegado en el cónsul, continuaba siendo árbitro.
Eran
todas ellas cosas buenísimas, que de momento hicieron gran efecto. Mas, una vez
enfriados los entusiasmos, la gente comenzó a preguntarse en qué se
concretaban, prácticamente, las ventajas del nuevo sistema. Todos los
ciudadanos tenían voto, de acuerdo, pero en los comicios, se seguía practicando
aquel derecho por clases, siempre combinadas sobre el esquema serviano, por el
cual los millonarios de la primera, al tener noventa y ocho centurias, y, por
tanto, noventa y ocho votos, se bastaban solos para imponer su propia voluntad
a los demás. En efecto, una de las primeras decisiones que tomaron fue la de
revocar las distribuciones de tierras hechas a los pobres por los Tarquino en
los países conquistados. Así que hubo muchos pequeños propietarios que se
vieron confiscar casa y predio y, al no saber cómo salir adelante, volvieron a
Roma en busca de trabajo.
Pero
en Roma no había trabajo porque los cónsules, nombrados solamente por un año,
no podían emprender ninguna de aquellas obras públicas que eran la especialidad
de los reyes, elegidos de por vida por los cinco primeros, y ya a título
hereditario, los dos últimos. Además, la República, dominada por el Senado que
la había hecho y que estaba constituido por terratenientes de origen sabino y
latino, era tacaña, a diferencia de la derrochadora monarquía, dominada por los
industriales y mercaderes de origen etrusco y griego. Quería «sanear el
presupuesto» como se diría hoy, o sea practicar una política financiera
ahorrativa y por otra parte, porque no tenía ningún interés en multiplicar la
categoría de los nuevos ricos, sus adversarios naturales.
En
suma, la ciudad estaba en crisis y los pobres lugareños que venían en busca de
salvación a causa del paro y el hambre del campo, encontraban otra hambre y
otro paro. Los talleres estaban cerrados, las casas y caminos, a medio hacer.
Los audaces contratistas que habían sido sostenedores de los Tarquíno y
empleado a millares de técnicos y a decenas de miles de obreros, estaban
proscritos o temían estarlo. Los locales públicos cerraban uno tras otro por
falta de clientes, mermados por la escasez de dinero circulante y por el clima
puritano que todas las repúblicas difunden o tratan de difundir. Los
propagandistas del nuevo régimen arengaban continuamente a la muchedumbre para
recordarle los delitos que había cometido el rey. Los oyentes miraban en torno
y pensaban que entre aquellos «delitos» estaba también el Foro, donde en aquel
momento se hablaban, y que había sido construido por los execrados reyes.
Otro
punto sobre el que los propagandistas insistían era el de los daños perpetrados
por la última dinastía, que había intentado convertir a Roma en una colonia etrusca.
Algo de eso había, mas precisamente gracias a ellos Roma tenía ahora su Circo
Máximo, su alcantarillado, sus ingenieros, sus artesanos, sus histriones (que
eran los actores de la época), y sus gladiadores y púgiles protagonistas de
aquellos espectáculos de los que tan golosos eran los romanos y sus murallas, y
sus canales, y sus adivinos, y su liturgia para adorar a los dioses: todo,
cosas importadas justamente de Etruria.
No
todos lo sabían naturalmente, porque no todos, habían estado en Etruria. Pero
de ello eran más conscientes que los demás los jóvenes intelectuales, que
habían estudiado y alcanzado la licenciatura en las universidades etruscas de
Tarquina, de Arezzo, de Chiusi, donde sus padres les habían enviado a estudiar,
y de las que conservaban un gran recuerdo. No pertenecían, en general, a las
familias patricias, cuyos hijos eran educados en casa, cuidando de no hacerles
hombres instruidos, sino hombres de carácter. Procedían de familias burguesas y
su suerte iba ligada a la de los tráficos, las industrias y las profesiones
liberales, que eran precisamente, las más afectadas por el nuevo cariz de las
cosas.
Por
todas estas razones pronto surgió el descontento. Y, desgraciadamente,
coincidió con la declaración de guerra, lanzada por Porsenna a instigación de
Tarquino.
No
se sabe con certeza cómo se desarrolló el asunto. Mas, dada la situación, no es
difícil imaginar cuáles debieron ser los argumentos que el depuesto monarca
expuso para inducir al lucumón a prestarle ayuda. Éste debió sin duda hacerle
observar que los Tarquino, aunque de sangre etrusca, no se habían mostrado como
buenos hijos de Etruria al haberla atormentado continuamente con guerras y
expediciones punitivas hasta reducirlas casi por entero bajo su dominación.
Pero el Soberbio le respondió probablemente que, en el mismo momento que sus
dos predecesores hacían romana a Etruria, hacían también etrusca a Roma,
conquistándola, por decirlo así, desde dentro a expensas del elemento latino y
sabino que al principio la había dominado. La lucha no se desarrolló entre
potencias extranjeras, sino entre ciudades rivales, hijas de la misma
civilización. Roma, por bien que segundogénita, no había tratado de
destruirlas, sino de reunirlas bajo un mando único para conducirlas al predominio
en Italia. Tal vez se había equivocado, tal vez había cargado la mano aquí y
allá, mostrándose poco respetuosa hacia sus autonomías municipales. Pero a
ninguna los Tarquino habían reservado la suerte a que fueron sometidas por
ejemplo Alba Longa y muchos otros burgos y pueblos del Lacio y de la Sabina,
destruidos hasta los cimientos. Ninguna ciudad etrusca había sido jamás
saqueada. Los mercaderes, los artesanos, los ingenieros, los actores y los
púgiles de Tarquinia, de Chiusi, de Volterra, de Arezzo, en cuanto emigraban a
Roma no corrían la suerte de los esclavos, sino que alcanzaban una posición
preeminente, por lo que toda la economía, la cultura, la industria y el
comercio de las ciudades estaban prácticamente en sus manos.
Es
decir, lo habían estado mientras los Tarquino permanecieron en el trono,
protegiéndolos. Ahora, la República significaba la vuelta al poder de aquellos
latinos y sabinos zafios, avaros y desconfiados, reaccionarios e
instintivamente racistas, que habían alimentado siempre un odio sordo hacia la
burguesía etrusca, liberal y progresista. No se podían hacer ilusiones sobre la
manera con que sería tratada. Y so desaparición significaba el afianzamiento,
en la desembocadura del Tíber, de una potencia extranjera y enemiga, en lugar de
la consanguínea y amiga (aunque un poco litigante y pendenciera), que mañana
podría unirse a los demás enemigos de Etruria y contribuir a su ocaso.
¿Temía
Porsenna desinteresarse de una ruptura de equilibrio semejante? ¿O no
encontraba conveniente prevenir la catástrofe, lanzándose sobre Roma, ahora que
el marasmo reinaba en su interior y que en el exterior, especialmente en el
Lacio y en la Sabina, a la gente le dolían los huesos por los puntapiés
recibidos de los soldados romanos? A una señal del poderoso lucumón de Chiusi,
todas aquellas ciudades se sublevarían contra las escasas guarniciones que las
vigilaban, y Roma se encontraría sola y discorde a merced del enemigo.
No
sabemos casi nada de Porsenna. Pero por su comportamiento hemos de deducir que
a sus dotes de esforzado general debían de sumarse las de sagaz hombre
político. Se dio cuenta de que los argumentos de Tarquino contenían verdad.
Pero antes de comprometerse, quería estar seguro de dos cosas: de que el Lacio
y la Sabina estaban verdaderamente dispuestas a ponerse de su parte, y de que
en la misma Roma había una «quinta columna» monárquica dispuesta a facilitarle
el cometido con una insurrección.
Se
produjo, en efecto, la insurrección, en la cual participaron también los dos
hijos del cónsul Lucio Junio Bruto, olvidadizos, se ve, del fin que el
Soberbio deparó a su abuelo. Inmediatamente después que la revuelta hubo sido
enérgicamente reprimida, fueron detenidos y condenados a muerte. Y su abuelo,
dícese, quiso asistir personalmente a la decapitación.
Pero
la guerra anduvo mal. Los moradores de las varias ciudades latinas y sabinas
degollaron a las guarniciones romanas y unieron sus fuerzas a las de Porsenna
que llegaba del norte al frente de un ejército confederado al que toda Etruria había
mandado contingentes. Contra esta invasión, Roma, de dar crédito, a sus
historiadores, hizo milagros. Mucio Escévola, que había penetrado en el
campamento de Porsenna' para asesinarle, falló el golpe y castigó por sí mismo
su mano falaz, poniéndola encima de un brasero ardiente. Horacio Cocles
bloqueó él solo a todo el ejército en la entrada del puente sobre el Tíber, que
sus compañeros iban destruyendo a sus espaldas. Mas la guerra se perdió y las
mismas leyendas lo comprueban. Su exaltación constituye uno de los primeros
ejemplos de «propaganda de guerra». Cuando un país sufre una derrota, inventa o
exagera «gloriosos episodios» sobre los que llamar la atención de los
contemporáneos y de las futuras generaciones y distraerla del resultado final y
conjunto. He aquí por qué los «héroes» prosperan sobre todo en los ejércitos
derrotados. Los que vencen no tienen necesidad de ellos. César, por ejemplo, en
sus Comentarios, no cita ninguno.
La
rendición de la Urbe fue, como se dice hoy, incondicional. Tuvo que restituir a
Porsenna todos los territorios etruscos. Los latinos se aprovecharon para
atacar a su vez Roma, que logró, empero, salvarse con la batalla del lago
Regilo donde los dióscuros. Castor y Pólux, hijos de Júpiter, fueron en su
ayuda. De todos modos, al final de tantas desventuras, la Urbe que bajo el rey
había sido la capital de un pequeño imperio, volvía a encontrarse con lo que
hoy sería un distrito, que al norte no llegaba hasta Fregene y al sur se
detenía antes de Anzio. Era una gran catástrofe y necesitó un siglo para
recobrarse.
Pero
aquella guerra hizo una víctima aún mayor: Tarquino. Había hecho ya las maletas
para volver a Roma, tomar de nuevo el poder y perpetrar sus venganzas, cuando
Porsenna le paró y le dijo que no se proponía restaurarle en el trono. ¿Se
había dado cuenta de que la restauración monárquica era imposible, o
desconfiaba de aquel intrigante que, una vez vuelto a la cabeza de su pueblo y
de su ejército, tal vez olvidaría el favor recibido y comenzaría de nuevo a
atormentar a Etruria?
Nos
inclinamos por la segunda hipótesis. Etruria era un país anárquico, donde cada
ciudad quería permanecer independiente y no admitía limitaciones a su propia
autonomía. Tarquino habría hecho de Roma una ciudad definitivamente etrusca, pero
de Etruria, una provincia definitivamente romana. Etruria no lo quiso, y le
costó caro. La Liga que Porsenna había puesto trabajosamente en pie en aquella
ocasión, se disolvió antes de que su ejército confederado pudiese restablecer
las comunicaciones con las colonias etruscas del Mediodía, que entretanto
estaban dentelladas por los griegos. El lucumón volvió a Chiusi y allí se
encerró, mientras los griegos avanzaban por el sur y se perfilaba por el norte
otra terrible amenaza: la de los galos que bajaban de los Alpes e inundaban a
las colonias etruscas del valle del Po. Mas tampoco frente a ese peligro
encontró Etruria su unidad, aquella unidad que Tarquino quería darle con el
signo y el nombre de Roma. El viejo rey siguió intrigando, pero inútilmente. Las
victoriosas ciudades del Lacio, con Veyes a la cabeza, colaboraron en impedir
su retorno Preferían tener que vérselas con una Roma republicana, cuyas
dificultades internas conocían todos y, por tanto, su incapacidad para intentar
un desquite, que, en efecto, tardó un siglo en perfilarse.
Las
«liberaciones» siempre cuestan caras. Roma pagó la suya, del rey, con el
Imperio. Había empleado dos siglos y medio para conquistar la hegemonía sobre
la Italia central y la alcanzó bajo la guía de siete soberanos. La República,
para permanecer tal, tuvo que renunciar a todo aquel escaso patrimonio.
¿Qué
cosa, pues, no había funcionado, bajo la monarquía, para inducir a los romanos,
con tal de deshacerse de ella, a tal renuncia?
No
había funcionado la cochura, es decir, la fusión entre las razas y las clases
que constituyen su pueblo. Los primeros cuatro reyes habían mortificado al
elemento etrusco que constituía la Burguesía, la Riqueza, el Progreso, la
Técnica, la Industria, el Comercio. Los últimos tres habían mortificado al
elemento latino y sabino que constituían la Aristocracia, la Agricultura, la
Tradición y el Ejército, que hallaban su expresión política en el Senado. Y
ahora el Senado se vengaba. Se vengaba con la República, que fue exclusivamente
obra suya.
A
partir de entonces todo fue republicano en Roma, incluso y especialmente la
Historia, que comenzó a ser narrada de modo a desacreditar cada vez más el
período monárquico y los grandiosos éxitos que bajo éste Roma había conseguido.
Esto no debe ser olvidado al leerse los libros de Historia romana, que
coacuerdan en hacer coincidir el inicio de la grandeza de la Urbe con el
momento en que fue expulsado el último Tarquino.
Más
no era verdad. Roma había sido ya una poderosa capital en tiempos de los reyes,
y es en buena parte gracias a su obra que volverá a serlo. Los austeros
magistrados que ocuparon sus puestos y ejercieron el poder «en nombre del
pueblo», encontraron constituidas ya en ella las premisas de los futuros
triunfos: una ciudad bien organizada desde el punto de vista urbanístico y
administrativo, una población cosmopolita y llena de recursos, una élite de
técnicos de primera calidad, un Ejército experimentado, una Iglesia y una
lengua codificadas ya, una diplomacia que había hecho su aprendizaje
estableciendo y rompiendo alianzas un poco con todos los vecinos de casa.
Aquella
diplomacia fue hábil incluso en el momento de la catástrofe. Se apresuró a
estipular dos tratados: uno con Cartago para asegurarse la tranquilidad por la
parte del mar, y otro, con la Liga Latina para asegurársela por la parte de
tierra. Ambos implicaban las más radicales renuncias. En el mar, Roma
abandonaba toda pretensión sobre Córcega, Cerdeña y Sicilia, que además se
comprometía a no rebasar con sus naves y donde tan sólo podía abastecerse sin
poner los pies en ellas. Mas era una renuncia que le costaba poco, dado que no
poseía aún flota digna de este nombre.
Más
dolorosas eran las de tierra, sancionadas por el cónsul Espurio Casio al
término de las hostilidades con Veyes y sus aliados. Roma quedó dueña tan sólo
de quinientas millas cuadradas y tuvo que aceptar ser equiparada a las demás
ciudades en la Liga Latina. El foedus, o sea el pacto de 493 antes de
Jesucristo, comienza con estas enfáticas palabras: Haya paz entre los romanos y
todas las ciudades latinas mientras la posición del cielo y de la tierra siga
siendo la misma..
La
posición del cielo y de la tierra no había cambiado en nada cuando, menos de un
siglo después, la República romana reemprendió el camino de la guerra a mitad
del cual se habían detenido sus antiguos reyes y no dejó a las ciudades latinas
ni los ojos para llorar.
Desde
entonces las alianzas entre los Estados han continuado estableciéndose con el
propósito de que duren hasta que la posición del cielo y de la tierra siga
siendo la misma. Y, a distancia de pocos o de muchos años, uno de los
contratantes termina infaliblemente como Veyes. Mas los diplomáticos insisten
en usar aquella fórmula, u otra equivalente, y los pueblos en creer en ella.
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