Padres
conscriptos, el estado de la moral en Roma es una tragedia. Nosotros, los hombres
que estamos por encima de todos los demás porque somos miembros del cuerpo
gubernamental más importante de Roma, no estamos cumpliendo con nuestro deber
de custodios de la moral romana. ¿Cuántos hombres de los aquí presentes son
culpables de adulterio? ¿Cuántas esposas de hombres aquí presentes son
culpables de adulterio? ¿Cuántos padres y madres de hombres aquí presentes son culpables
de adulterio? ¿Cuántos hijos o hijas de hombres aquí presentes son culpables de
adulterio? Mi bisabuelo el Censor, el mejor hombre que Roma haya dado nunca,
sostenía opiniones rotundas acerca de la moralidad, y acerca de todo lo demás.
Él nunca pagó más de cinco mil sestercios por un esclavo. Nunca robó los
afectos de ninguna mujer romana, ni se acostó con ella. Cuando murió su esposa,
Licinia, se conformó con los servicios de una esclava, como corresponde a un
hombre de setenta y tantos años. Pero cuando su propio hijo y su nuera se
quejaron de que la esclava se había hecho la reina de la casa, él puso en su
lugar a la chica y volvió a casarse. Pero no quiso elegir una esposa entre sus
iguales, porque se consideraba demasiado anciano para ser un marido
adecuado para cualquier noble romana. Así que se casó con la hija del liberto Salonio,
su esclavo manumitido. Yo desciendo de esa estirpe, y me enorgullece decirlo.
Catón el Censor era un hombre moral, un hombre recto, un adorno para este
Estado. Le gustaban las tormentas y los truenos porque su esposa se abrazaba a
él llena de terror y así podía permitirse a sí mismo abrazarla delante de los
sirvientes y los miembros libres de la casa. Porque, como todos sabemos, un
marido romano decente y moral no debería darle gusto a sus sentidos en lugares
y a horas que no son los adecuados para actividades íntimas.
Yo he modelado mi
propia vida y conducta según ejemplo de mi
bisabuelo, el cual, cuando le llegó la hora de muerte, prohibió que gastasen
grandes sumas en sus exequias. Fue una pira modesta y sus cenizas se guardaron
en una sencilla urna barnizada. Su tumba es aún más sencilla, aunque se
encuentra lado de la vía Apia y siempre está adornada con flores que le lleva
algún ciudadano admirador. Pero, ¿y si Catón el Censor tuviera que pasear por
las calles de la Roma moderna? ¿Qué verían aquellos claros ojos? ¿Qué oirían
aquellos oídos tan perceptivos? ¿Que pensaría aquel lúcido y formidable
intelecto? Me estremece hablar de ello, padres conscriptos, pero me temo que
debo hacerlo. No creo que él soportase vivir en este estercolero que llamamos Roma.
Las mujeres se sientan en las cunetas tan borrachas que vomitan. Los hombres acechan
en los callejones para atracar y asesinar. Niños de ambos sexos se prostituyen
a la puerta de Venus Euxina ¡Incluso he visto a quienes parecían hombres
respetables levantarse la túnica y agacharse para defecar en la calle cuando
tenían a vista una letrina pública! La intimidad para las funciones corporales y
la modestia en la conducta se consideran algo pasado moda, ridículo, risible.
Catón el Censor lloraría. Luego se iría a casa y se colgaría. ¡Oh, cuántas
veces he tenido yo que resistir la tentación de hacer lo mismo!.
Roma
es un estofado. Pero, ¿qué otra cosa puede esperarse uno cuando los hombres que
se sientan en esta Cámara se dedican a saquear a las esposas de otros hombres,
o que sólo piensan en la santidad de su carne para abrirse paso por indecibles
orificios hacia actos que no se pueden ni mencionar? Catón el Censor lloraría
¡Y miradme, padres conscriptos! ¿Veis cómo lloro? ¿Cómo puede ser fuerte un
estado, cómo puede pensar en gobernar el mundo cuando los hombres que gobiernan
ese estado son degenerados, decadentes, llagas asquerosas y rezumantes?
¡Debemos detener todo este interés por irrelevancias ajenas a nosotros, como
los publicani de Asia, y dedicar un año entero a librar de malas hierbas
el jardín de Roma! ¡A devolver la decencia a este lugar como nuestra más alta
prioridad! ¡A promulgar leyes que hagan imposible que unos hombres violen a
otros hombres, que delincuentes patricios fanfarroneen abiertamente de relaciones
incestuosas, que los gobernadores de nuestras provincias exploten sexualmente a
niños!
Las mujeres que cometen adulterio deberían ser ejecutadas, como en los
viejos tiempos. Las mujeres que beben vino deberían ser ejecutadas, como en los
viejos tiempos. Las mujeres que aparecen en reuniones públicas en el Foro para abuchear
y gritar insultos soeces deberían ser ejecutadas... aunque no como en los
viejos tiempos, ¡porque en los viejos tiempos ninguna mujer habría osado ni en
sueños hacer semejante
cosa! ¡Las mujeres llevan en su seno y dan a luz hijos, no sirven para otra
cosa! Pero, ¿dónde están las leyes que necesitamos para reforzar una moral como
es debido? ¡No existen, padres conscriptos! ¡Y, sin embargo, si Roma ha de
sobrevivir, esas leyes deben ser promulgadas!
Fijaos
bien. ¡Las actuales condiciones escandalosas son resultado directo de una
excesiva exposición a la laxitud oriental! ¡Desde que expandimos nuestro
dominio por el Mare Nostrum hasta lugares como Anatolia y Siria,
nosotros, los romanos, hemos caído en hábitos asquerosamente sucios importados
de esos sumideros de iniquidad! Por cada cereza o cada naranja que hemos traído
de allí para incrementar la productividad de nuestra amada tierra, hemos traído
diez mil males. Es una mala acción conquistar el mundo, y no tengo reparos en
decirlo. Que Roma continúe siendo lo que siempre fue en los viejos tiempos, un
lugar moral y contenido lleno de ciudadanos trabajadores que se ocupaban de sus
propios asuntos y no les importaba lo que sucediera en Campania o en Etruria,
¡y no digamos en Anatolia o en Siria! Todo romano era entonces feliz y estaba
contento. El cambio vino cuando hombres avarientos y ambiciosos se levantaron
por encima del nivel establecido para todos los hombres. ¡Debemos dominar
Campania, debemos imponer nuestro gobierno en Etruria, todo italiano debe
convertirse en romano! ¡Y todas las carreteras deben conducir a Roma! El gusano
empezó a carcomer... lo que era bastante; dinero ya no bastaba, y el poder se
hizo más embriagador que el vino. ¡Mirad el número de funerales pagados por el
Estado que soportamos en estos tiempos! ¿Con qué frecuencia en los viejos
tiempos desembolsaba el Estado su precioso dinero para enterrar a hombres que
bien podían pagarse sus propios funerales?
¿Con qué frecuencia hace eso el
Estado ahora? ¡A veces da la impresión de que soportamos un funeral estatal
cada nundinum! Yo fui cuestor urbano, ¡y sé cuánto dinero público se despilfarra
en frivolidades como funerales y festines! ¿Por qué ha de contribuir el Estado
a pagar banquetes públicos para que el proletariado pueda regalarse con
anguilas y ostras y se lleve a su casa las sobras en un saco? ¡Y os diré por
qué! ¡Para que algún hombre ambicioso pueda comprarse el consulado! «¡Oh, grita
ese hombre, pero si el proletariado no puede darme votos! ¡Yo soy un patriota
romano, a mí simplemente me gusta dar placer a los que no pueden pagarse el
placer!» ¡No, el proletariado no puede darles votos! ¡Pero todos los
comerciantes que abastecen la comida y la bebida sí que pueden le dan los
votos! ¡Mirad las flores de Cayo César cuando fue edil curul! ¡Por no
hablar de que repartió refrigerios suficientes para llenar doscientas mil
barrigas que no se lo merecían! ¡Intentad sumar, si sabéis, el número de
vendedores de pescado y de flores que le deben a Cayo César su primer voto!
Pero es legal, nuestras leyes contra el soborno no pueden tocar a César...
( C.
McC. )
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