domingo, 1 de marzo de 2015

DISCURSO DE MARCO PORCIO CATÓN EN EL SENADO, SOBRE EL ESTADO DE LA MORAL EN ROMA

 

Padres conscriptos, el estado de la moral en Roma es una tragedia. Nosotros, los hombres que estamos por encima de todos los demás porque somos miembros del cuerpo gubernamental más importante de Roma, no estamos cumpliendo con nuestro deber de custodios de la moral romana. ¿Cuántos hombres de los aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántas esposas de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántos padres y madres de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántos hijos o hijas de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? Mi bisabuelo el Censor, el mejor hombre que Roma haya dado nunca, sostenía opiniones rotundas acerca de la moralidad, y acerca de todo lo demás. Él nunca pagó más de cinco mil sestercios por un esclavo. Nunca robó los afectos de ninguna mujer romana, ni se acostó con ella. Cuando murió su esposa, Licinia, se conformó con los servicios de una esclava, como corresponde a un hombre de setenta y tantos años. Pero cuando su propio hijo y su nuera se quejaron de que la esclava se había hecho la reina de la casa, él puso en su lugar a la chica y volvió a casarse. Pero no quiso elegir una esposa entre sus iguales, porque se consideraba demasiado anciano para ser un marido adecuado para cualquier noble romana. Así que se casó con la hija del liberto Salonio, su esclavo manumitido. Yo desciendo de esa estirpe, y me enorgullece decirlo. Catón el Censor era un hombre moral, un hombre recto, un adorno para este Estado. Le gustaban las tormentas y los truenos porque su esposa se abrazaba a él llena de terror y así podía permitirse a sí mismo abrazarla delante de los sirvientes y los miembros libres de la casa. Porque, como todos sabemos, un marido romano decente y moral no debería darle gusto a sus sentidos en lugares y a horas que no son los adecuados para actividades íntimas. 


Yo he modelado mi propia vida y conducta según ejemplo de mi bisabuelo, el cual, cuando le llegó la hora de muerte, prohibió que gastasen grandes sumas en sus exequias. Fue una pira modesta y sus cenizas se guardaron en una sencilla urna barnizada. Su tumba es aún más sencilla, aunque se encuentra lado de la vía Apia y siempre está adornada con flores que le lleva algún ciudadano admirador. Pero, ¿y si Catón el Censor tuviera que pasear por las calles de la Roma moderna? ¿Qué verían aquellos claros ojos? ¿Qué oirían aquellos oídos tan perceptivos? ¿Que pensaría aquel lúcido y formidable intelecto? Me estremece hablar de ello, padres conscriptos, pero me temo que debo hacerlo. No creo que él soportase vivir en este estercolero que llamamos Roma. Las mujeres se sientan en las cunetas tan borrachas que vomitan. Los hombres acechan en los callejones para atracar y asesinar. Niños de ambos sexos se prostituyen a la puerta de Venus Euxina ¡Incluso he visto a quienes parecían hombres respetables levantarse la túnica y agacharse para defecar en la calle cuando tenían a vista una letrina pública! La intimidad para las funciones corporales y la modestia en la conducta se consideran algo pasado moda, ridículo, risible. Catón el Censor lloraría. Luego se iría a casa y se colgaría. ¡Oh, cuántas veces he tenido yo que resistir la tentación de hacer lo mismo!.

 

Roma es un estofado. Pero, ¿qué otra cosa puede esperarse uno cuando los hombres que se sientan en esta Cámara se dedican a saquear a las esposas de otros hombres, o que sólo piensan en la santidad de su carne para abrirse paso por indecibles orificios hacia actos que no se pueden ni mencionar? Catón el Censor lloraría ¡Y miradme, padres conscriptos! ¿Veis cómo lloro? ¿Cómo puede ser fuerte un estado, cómo puede pensar en gobernar el mundo cuando los hombres que gobiernan ese estado son degenerados, decadentes, llagas asquerosas y rezumantes? ¡Debemos detener todo este interés por irrelevancias ajenas a nosotros, como los publicani de Asia, y dedicar un año entero a librar de malas hierbas el jardín de Roma! ¡A devolver la decencia a este lugar como nuestra más alta prioridad! ¡A promulgar leyes que hagan imposible que unos hombres violen a otros hombres, que delincuentes patricios fanfarroneen abiertamente de relaciones incestuosas, que los gobernadores de nuestras provincias exploten sexualmente a niños! 


Las mujeres que cometen adulterio deberían ser ejecutadas, como en los viejos tiempos. Las mujeres que beben vino deberían ser ejecutadas, como en los viejos tiempos. Las mujeres que aparecen en reuniones públicas en el Foro para abuchear y gritar insultos soeces deberían ser ejecutadas... aunque no como en los viejos tiempos, ¡porque en los viejos tiempos ninguna mujer habría osado ni en sueños hacer semejante cosa! ¡Las mujeres llevan en su seno y dan a luz hijos, no sirven para otra cosa! Pero, ¿dónde están las leyes que necesitamos para reforzar una moral como es debido? ¡No existen, padres conscriptos! ¡Y, sin embargo, si Roma ha de sobrevivir, esas leyes deben ser promulgadas!

 

Fijaos bien. ¡Las actuales condiciones escandalosas son resultado directo de una excesiva exposición a la laxitud oriental! ¡Desde que expandimos nuestro dominio por el Mare Nostrum hasta lugares como Anatolia y Siria, nosotros, los romanos, hemos caído en hábitos asquerosamente sucios importados de esos sumideros de iniquidad! Por cada cereza o cada naranja que hemos traído de allí para incrementar la productividad de nuestra amada tierra, hemos traído diez mil males. Es una mala acción conquistar el mundo, y no tengo reparos en decirlo. Que Roma continúe siendo lo que siempre fue en los viejos tiempos, un lugar moral y contenido lleno de ciudadanos trabajadores que se ocupaban de sus propios asuntos y no les importaba lo que sucediera en Campania o en Etruria, ¡y no digamos en Anatolia o en Siria! Todo romano era entonces feliz y estaba contento. El cambio vino cuando hombres avarientos y ambiciosos se levantaron por encima del nivel establecido para todos los hombres. ¡Debemos dominar Campania, debemos imponer nuestro gobierno en Etruria, todo italiano debe convertirse en romano! ¡Y todas las carreteras deben conducir a Roma! El gusano empezó a carcomer... lo que era bastante; dinero ya no bastaba, y el poder se hizo más embriagador que el vino. ¡Mirad el número de funerales pagados por el Estado que soportamos en estos tiempos! ¿Con qué frecuencia en los viejos tiempos desembolsaba el Estado su precioso dinero para enterrar a hombres que bien podían pagarse sus propios funerales?


 ¿Con qué frecuencia hace eso el Estado ahora? ¡A veces da la impresión de que soportamos un funeral estatal cada nundinum! Yo fui cuestor urbano, ¡y sé cuánto dinero público se despilfarra en frivolidades como funerales y festines! ¿Por qué ha de contribuir el Estado a pagar banquetes públicos para que el proletariado pueda regalarse con anguilas y ostras y se lleve a su casa las sobras en un saco? ¡Y os diré por qué! ¡Para que algún hombre ambicioso pueda comprarse el consulado! «¡Oh, grita ese hombre, pero si el proletariado no puede darme votos! ¡Yo soy un patriota romano, a mí simplemente me gusta dar placer a los que no pueden pagarse el placer!» ¡No, el proletariado no puede darles votos! ¡Pero todos los comerciantes que abastecen la comida y la bebida sí que pueden le dan los votos! ¡Mirad las flores de Cayo César cuando fue edil curul! ¡Por no hablar de que repartió refrigerios suficientes para llenar doscientas mil barrigas que no se lo merecían! ¡Intentad sumar, si sabéis, el número de vendedores de pescado y de flores que le deben a Cayo César su primer voto! Pero es legal, nuestras leyes contra el soborno no pueden tocar a César...

( C. McC. )


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