El
cónsul senior y oficial electoral, Quinto Cecilio Metelo Celer había
instalado su barraca en el Foro inferior bastante cerca del tribunal del pretor
urbano, y allí presidía para tomar en consideración las numerosas solicitudes
que le eran presentadas por aquellos que deseaban presentarse a las elecciones
de pretores o de cónsules. Sus obligaciones abarcaban también las otras dos
tandas de elecciones, que se celebraban más tarde, en el mes de quintilis,
Lo cual le había proporcionado a Catón excusa para adelantar el cierre de las
candidaturas curules. De ese modo, decía Catón, el oficial electoral podía
dedicar la atención y la consideración debida a los candidatos curules antes de
tener que entendérselas con el pueblo y la plebe.
El
hombre que se presentaba como candidato para cualquier magistratura se ataviaba
con la toga candida, una prenda de cegadora blancura lograda a base de
blanquearla al sol y de darle un frotado final con yeso. En pos del candidato
iban sus clientes y amigos, cuanto más importantes mejor. Aquellos que tenían
mala memoria empleaban un nomenclator, cuya obligación consistía en susurrar
el nombre de cada uno de los hombres con que se encontraba en el oído
permanentemente inclinado del candidato, cosa que resultaba difícil
últimamente, pues los nomenclatores habían sido declarados oficialmente
ilegales.
El
candidato inteligente hacía acopio incluso de la última onza de paciencia y se preparaba
para escuchar a cualquiera, a todo aquel que quisiera hablar con él, por muy
prolongada o prolijamente que fuera. Si por casualidad se encontraba con una
madre y su bebé, le sonreía a la madre y besaba al pequeño; en eso no había
votos, desde luego, pero bien podía ser que ella convenciera al marido para que
lo votase. El candidato se reía ruidosamente cuando venía al caso, lloraba
copiosamente si le contaban cuentos de infortunio, se ponía solemne y serio
cuando se abordaban temas solemnes y serios; pero nunca ponía cara de
aburrimiento o de falta de interés, y se cercioraba de no decirle alguna
inconveniencia a quien no debía. Estrechaba tantas manos que tenía que meter la
mano en agua fría cada noche. Convencía a sus amigos famosos por su oratoria
para que se subieran a la tribuna o la plataforma de Cástor y se dirigieran a
los asiduos del Foro para hablarles del hombre tan sublime que era él, de qué
firme pilar del sistema era él, de cuántas generaciones de imagines llenaban su
atrio... y de lo malísimos, reprensibles, deshonestos, corruptos, no
patrióticos, viles, sodomizadores, comedores de heces, violadores de niños, incestuosos,
bestiales, depravados, amantes de la buena vida, perezosos, glotones y
alcohólicos que eran todos sus oponentes. Le prometía todo a todo el mundo, por
muy imposible que resultase cumplir tales promesas.
Muchas
eran las leyes que Roma había puesto en las tablillas para restringir al
candidato: no debía contratar al necesario nomenclator, no podía ofrecer
espectáculos de gladiadores, se le prohibía agasajar a la gente, con excepción
de sus más íntimos amigos y familiares, no podía hacer regalos y, desde luego,
no podía pagar dinero como soborno. De manera que lo que ocurría era que con
algunas de las cosas que estaban prohibidas -el nomenclator, por
ejemplo- se hacía la vista gorda, y otras, como lo de los gladiadores y los
banquetes, habían caído en desuso y el dinero que habrían costado se utilizaba
en cambio para sobornos en metálico.
Lo
interesante de un romano era que si consentía en ser comprado, comprado
quedaba. Lo tenían como un asunto de honor, y a un hombre que no cumpliera
después de ser sobornado se le hacía el vacío. Casi nadie que estuviera por
debajo del nivel de un caballero de las Dieciocho era impermeable al soborno,
cosa que suponía una muy bienvenida pequeña cantidad de dinero que tanto se
necesitaba. Los principales beneficiarios eran hombres dula primera clase
inferiores al nivel de las Dieciocho Centurias senior, y, en menor
medida, los hombres de la segunda clase. La tercera,
cuarta
y quinta clases no merecían el gasto, pues rara vez se les convocaba a votar en
las elecciones centuriadas. Un hombre que tuviera de su parte a todas las
Centurias no tenía verdadera necesidad de sobornar a la segunda clase, tanto
peso tenían las Centurias en favor de los votantes de la primera clase, que
también eran los más ricos, pues las Centurias estaban clasificadas basándose
en los medios económicos.
Más
difícil resultaba influir en las elecciones tribales mediante sobornos, pero no
imposible. Ningún candidato a edil o a tribuna de la plebe se tomaba la
-molestia de sobornar a los miembros de las extensas cuatro tribus urbanas; en
lugar de ello, dichos candidatos ponían el esfuerzo en las tribus rurales que
tenían unos cuantos miembros dentro de Roma en época de elecciones.
La
cantidad que cada hombre ofreciera dependía de él. Podía, ser mil sestercios a
cada uno de dos mil votantes, o cincuenta mil cada uno de cuarenta votantes con
suficiente influencia como para convencer a otros hombres. Los clientes tenían
obligación de votar a sus patrones, pero un regalo en dinero en metálico
también ayudaba en ese terreno. Un desembolso de dos millones de sestercios en total
era la suma que un hombre extraordinariamente rico podía pensar en gastarse; a lo
sumo. Algunas elecciones eran igualmente famosas porque los sobornantes eran
muy tacaños, y aquellos que esperaban que les sobornasen criticaban dichas
elecciones con dureza.
Los
sobornos se distribuían en su mayor parte antes del día las votaciones, aunque
la mayoría de los candidatos que habían embolsado grandes sumas de dinero para sobornar
se aseguraban de poner interventores tan cerca como fuera posible de las cestas
para comprobar lo que un votante había grabado en su tablilla. Y el peligro radicaba
en sobornar a la persona inadecuada; Catón era famoso por reunir a un buen
número de hombres para que aceptase sobornos y luego los utilizaba como
testigos ante el Tribunal de Sobornos. Aquello no era deshonroso, pues el
hombre sobornado votaba desde luego como debía, pero luego no tenía
remordimientos para prestar declaración en un procesamiento porque había sido
reclutado precisamente para hacer eso antes de haber aceptado el dinero. Por
ese motivo la mayoría de los hombres que eran procesados por soborno electoral
habían logrado ser elegidos, desde Publio Sila hasta Antonio o Murena. No solía
juzgarse a los sobornados, sólo juzgaban a los que habían pagado sobornos y
salían elegidos.
Normalmente
había hasta un total de diez candidatos a cónsules, seis o siete era el número más
frecuente, y por lo menos la mitad de ellos procedían de las Familias Famosas.
El electorado solía tener un campo donde elegir rico y variado. Pero el año en,
que César se presentó a cónsul la Fortuna favoreció a Bíbulo y los boni.
A la mayoría de los pretores del año de César les habían concedido una prórroga
en sus respectivas provincias, así que no estaban en Roma para competir en unas
elecciones donde el peso se inclinaba tanto en dirección a un hombre: todo
romano al tanto de la política sabía que César no podía perder. Y ese hecho
reducía las posibilidades de todos los demás. Sólo otro hombre aparte de César
podía convertirse en cónsul, y si acaso sería cónsul junior. César, con
toda seguridad, sacaría el máximo número de votos, lo cual lo convertiría en
cónsul senior. Por tanto, muchos hombres que aspiraban a ser cónsules
decidieron no presentarse en el año de César. Una derrota siempre era
perjudicial.
Por
consiguiente, los boni decidieron apostarlo todo a un solo hombre, Marco
Calpurnio Bíbulo, e iban por todas partes convenciendo a los candidatos en
potencia de familia noble o antigua para que no se presentase compitiendo con
Bíbulo. ¡Él tenía que ser cónsul junior! Como cónsul junior estaría
en posición de hacerle la vida a César como cónsul senior muy difícil y frustrante.
El
resultado fue que sólo hubo cuatro candidatos, sólo dos de los cuales procedían
de familias nobles: César y Bíbulo. Los otros dos candidatos eran Hombres
Nuevos, y de los dos, sólo uno tenía alguna probabilidad: Lucio Luceyo, un
famoso abogado y leal partidario de Pompeyo. Naturalmente Luceyo sobornaría,
pues la fortuna de Pompeyo lo respaldaba, así como la considerable fortuna que
él mismo poseía. La cantidad de dinero ofrecida en sobornos le daba a Luceyo
una oportunidad, pero sólo una oportunidad remota. Bíbulo era un Calpurnio, le respaldaban
los boni y sin duda él también recurriría a los sobornos.
( C. McC. )
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