¡EL MOTÍN ES ALTA TRAICIÓN! ( EL MOTÍN DE LA NOVENA LEGIÓN DE CAYO JULIO CÉSAR)
-Estoy aquí para aclarar una ignominia -exclamó con aquella voz aguda y de gran alcance que había descubierto que llegaba más lejos que su natural tono grave-. Una de mis legiones se ha amotinado. La estáis viendo aquí en su totalidad, representantes de mis otras legiones. Se trata de la novena.
Nadie comenzó a murmurar a causa de la sorpresa, pues los rumores siempre corrían, aunque los hombres estuvieran acuartelados en campamentos diferentes.
-¡La novena! Que son veteranos de toda la guerra en la Galia Comata, una legión cuyos estandartes gimen a causa del peso de las condecoraciones al valor, cuya águila ha sido coronada de laurel una docena de veces y a cuyos hombres siempre he llamado mis muchachos. Pero la novena legión se ha amotinado. Sus hombres ya no son mis muchachos. Son chusma, agitados y vueltos contra mí por demagogos disfrazados de centuriones. i Centuriones! ¿Cómo llamarían aquellos dos magníficos centuriones, Tito Pullo y Lucio Voreno, a estos hombres mugrientos que los han sustituido al frente de la novena? -César adelantó la mano y señaló algún lugar cercano a él-. ¿Los veis, hombres de la novena? ¡Tito Pullo y Lucio Voreno! Se marcharon para cumplir el honroso deber de entrenar a otros centuriones aquí en Plasencia, pero hoy están presentes aquí para llorar ante el deshonor en que se ha sumido su antigua legión. ¿Veis sus lágrimas? ¡Lloran por vosotros!. Pero yo no puedo hacer lo mismo. Estoy demasiado lleno de desprecio, demasiado consumido por la ira. La novena ha roto mi historial, hasta ahora perfecto. Ya no puedo decir que ninguna de mis legiones se ha amotinado jamás. -No se movió. Las manos permanecían junto a los costados-. Representantes de mis otras legiones, os he reunido para que presenciéis lo que voy a hacer con los hombres de la novena. Ellos me han informado de que no piensan moverse de Plasencia, que desean ser licenciados aquí y ahora, que se les pague y se les liquide, incluida su parte del botín de una guerra de nueve años. Bien, pues tendrán esa licencia que piden... ¡pero no será una licencia con honor! Su parte del botín de esa guerra de nueve años será repartida entre mis legiones leales. ¡No recibirán tierras, y despojaré hasta el último de ellos de su ciudadanía! Yo soy el dictador de Roma. Mi imperium es superior al imperium de los cónsules, superior al de los gobernadores. Pero yo no soy Sila, y no abusaré del poder inherente a la dictadura. Lo que hago hoy aquí no es abusar de ese poder, sino que ésta es la decisión justa y racional de un comandante en jefe cuyos soldados se han amotinado.
»Soy bastante tolerante. ¡No me importa si mis legionarios apestan a perfume y se dan unos a otros por el culo con tal de que luchen como gatos salvajes y permanezcan completamente leales a mí! Pero los hombres de la novena son desleales. Los hombres de la novena me han acusado de engañarles deliberadamente y de privarles de sus derechos. ¡Me han acusado a mí! ¡A Cayo Julio César! ¡A su comandante en jefe durante diez largos años! ¡Mi palabra no es lo bastante buena para la novena! ¡La novena se ha amotinado! -La voz se le hizo más potente y rugió, algo que nunca había hecho en una asamblea de soldados-. ¡NO ESTOY DISPUESTO A TOLERAR EL MOTIN! ¿Me oís? ¡NO ESTOY DISPUESTO A TOLERAR EL MOTÍN! ¡El motín es el peor crimen que los soldados pueden cometer! ¡El motín es alta traición! ¡Y trataré el motín de la novena como alta traición! ¡Despojaré a esos hombres de sus derechos y de su ciudadanía! ¡Y los diezmaré! Aguardó hasta que las voces que le hacían eco se apagaron. Nadie producía sonido alguno excepto Pullo y Voreno, que lloraban. Todos los ojos estaban clavados en César.
-¿Cómo habéis podido? -le gritó luego a la novena-. ¡Oh, no tenéis ni idea de lo profundamente que les he agradecido a todos nuestros dioses que Quinto Cicerón no esté hoy aquí!. Pero ésta no es su legión; estos hombres no pueden ser los mismos que mantuvieron a raya a cincuenta mil nervios durante más de treinta días, los mismos que resultaron todos heridos, que enfermaron todos, que vieron cómo sus alimentos y sus enseres ardían envueltos en llamas... ¡Y SIGUIERON LUCHANDO COMO SOLDADOS! ¡No, éstos no son los mismos hombres! ¡Estos hombres son quejicas, avariciosos, mezquinos e indignos! ¡No llamaré a hombres así mis muchachos! ¡No los necesito! -Adelantó ambas manos-. ¿Cómo habéis podido? ¿Cómo habéis podido creer a los hombres que iban haciendo correr rumores entre vosotros? ¿Qué os he hecho yo para merecer esto? Cuando vosotros teníais hambre, ¿comía yo mejor? Cuando vosotros teníais frío, ¿dormía yo caliente? Cuando teníais miedo, ¿os ridiculicé? Cuando me necesitabais, ¿no estuve siempre allí? Cuando os di mi palabra, ¿alguna vez me eché atrás? ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? -Las manos le temblaban, por lo que apretó los puños-. ¿Quiénes son esos hombres que están entre vosotros, esos hombres a quienes creéis antes que a mí? ¿Qué laureles llevan en la frente que yo no haya llevado? ¿Son los campeones de Marte? ¿Son hombres más importantes que yo? ¿Os han servido ellos mejor que yo? ¿Os han enriquecido más de lo que os he enriquecido yo? No, todavía no habéis recibido vuestra parte del botín triunfal... ¡No lo ha recibido ninguna de mis legiones! ¡Pero habéis recibido mucho de mí a pesar de eso! ¡Primas en efectivo que saqué de mi propia bolsa! ¡Yo os doblé la paga! ¿Acaso tenéis pagas atrasadas? ¡No! ¿No os he compensado por la falta de botín que una guerra civil prohíbe? ¿Qué he hecho? -Dejó caer las manos-. La respuesta es, novena, que no he hecho nada para merecer un motín, aunque el motín fuera una prerrogativa aceptada. Pero es que el motín no es una prerrogativa aceptada. ¡EL MOTÍN ES ALTA TRAICIÓN, y lo sería aunque yo fuera el comandante en jefe más tacaño y más cruel de toda la historia de Roma! Me habéis escupido encima. Yo no os dignifico si os escupo a mi vez. ¡Simplemente os digo que sois indignos de ser mis muchachos!
Una voz se hizo oír; era la de Sexto Cloacio, a quien las lágrimas le corrían por la cara.
-¡César, César, no! -exclamó llorando al tiempo que salía de la primera fila y subía al estrado-. Puedo soportar que me licencies. Puedo soportar perder el dinero. Puedo soportar incluso ser diezmado si me toca en suerte. ¡Pero no puedo soportar no ser uno de tus muchachos!
Salieron todos, los diez hombres que habían formado la delegación de la novena, llorando, suplicando perdón, ofreciendo morir sólo porque César los llamase sus muchachos, les siguiera concediendo el respeto de antes. El dolor se extendió, los soldados rasos sollozaban y gemían. Auténtico, de corazón.
¡Son como niños!, pensó César mientras escuchaba, mecido por palabras bellas salidas de bocas sucias, timado como los apuflos reunidos con charlatanes. Eran niños. Valientes, duros, a veces crueles. Pero no hombres en el verdadero sentido de la palabra. Eran niños. Les dejó que se desahogasen.
-Muy bien -les dijo después-. No os licenciaré. No os consideraré a todos culpables de alta traición. Pero hay condiciones. Quiero a los ciento veinte cabecillas de este motín. A todos ellos se les expulsará del ejército y todos perderán la ciudadanía. Y los diezmaré, lo que significa que doce de ellos morirán de la manera tradicional. Que salgan ahora.
Ochenta de ellos formaban la centuria entera de Carfuleno, la primera de la séptima cohorte; entre los otros cuarenta se contaban los centuriones amigos de Carfuleno, y Cloacio y Aponio. Las suertes para escoger a los doce hombres que morirían fueron amañadas, pues Sulpicio Rufo había hecho sus propias averiguaciones para saber quiénes eran los cabecillas. Uno de los cuales, el centurión Marco Pusión, no estaba entre los ciento veinte hombres que la novena había indicado.
-¿Hay aquí algún hombre inocente? -preguntó César.
-¡Sí! -le respondió una voz a gritos desde las profundidades de la novena legión-. Su centurión, Marco Pusión, lo ha nombrado. ¡Pero Pusión es culpable!
-Sal, soldado -le ordenó César. El hombre inocente salió. -Pusión, ocupa su lugar.
A Carfuleno, Pusión, Apicio y Escapcio les tocó en suerte morir; los otros ocho condenados eran todos soldados rasos, pero estaban muy implicados. La sentencia se cumplió de inmediato. En cada grupo de diez hombres acusados, a los nueve a quienes les tocó en suerte vivir se les dieron porras y se les ordenó que aporrearan a aquel de su grupo que había sido condenado a muerte hasta que quedase convertido en pulpa irreconocible.
-Bien -dijo César cuando todo acabó. Pero en realidad no estaba bien: nunca más podría volver a decir que sus tropas nunca se habían amotinado-. Rufo, ¿me has preparado una listarevisada de la jerarquía de los centuriones?
-Sí, César.
-Pues reestructura tu legión de acuerdo con ella. Hoy he perdido a más de veinte centuriones de la novena.
-Pues me alegro de que no hayamos tenido que perder a la novena entera -le dijo Cayo Fabio dejando escapar un suspiro-. ¡Qué asunto tan espantoso!
-Todo por un hombre auténticamente malo -apuntó Trebonio con la cara más triste de lo habitual-. De no haber sido por Carfuleno, dudo que esto hubiera ocurrido.
-Quizá, pero el hecho es que ha ocurrido -sentenció César con voz dura-. Nunca perdonaré a la novena.
-César, no todos ellos son malos -le aseguró Fabio, un poco perturbado.
-No, son simplemente niños. Pero ¿por qué la gente espera que a los niños se les perdone? No son animales, son miembros de la gens humana. Por ello deberían ser capaces de pensar por sí mismos. Nunca perdonaré a la novena legión. Y los hombres que la forman lo descubrirán cuando esta guerra civil acabe y yo los licencie. No recibirán tierras en Italia ni en la Galia Cisalpina. Pueden irse a una colonia cerca de Narbona.
Hizo un gesto de despedida con la cabeza.
Fabio y Trebonio se dirigieron juntos a sus tiendas, muy callados al principio.
Por fin Fabio habló:
-Trebonio, ¿son imaginaciones mías o puede ser que César esté cambiando?
¿Quieres decir endureciéndose?
-No estoy seguro de que ésa sea la palabra más adecuada. Quizá... sí, más consciente de que es especial. ¿Crees que eso tiene sentido?
-Desde luego.
-¿Por qué?
-Oh, pues por la marcha de los acontecimientos -le explicó Trebonio-. A un hombre inferior a él lo habrían destrozado. Lo que ha hecho que César se haya mantenido de una pieza es que nunca ha dudado de sí mismo. Pero el motín de la novena ha roto algo dentro de él. Nunca había ni soñado siquiera que sucediera. No creía que nunca, nunca pudiera sucederle a él. En muchos aspectos, creo que esto ha sido para César más traumático que cruzar el Rubicón, ese río insignificante.
-Sigue creyendo en sí mismo.
-Seguirá haciéndolo incluso cuando se esté muriendo -le aseguró Cayo Trebonio-. Pero el día de hoy ha empañado la idea que tenía de sí mismo. César quiere la perfección. Nada debe empequeñecerlo.
-Cada vez pregunta con más frecuencia por qué nadie quiere creer que él es capaz de gana resta guerra -comentó Fabio frunciendo el ceño.
-Porque cada vez está más enojado ante la necedad de la gente. ¡Imagínate, Fabio, cómo debe ser el saber que no hay nadie igual que tú, que esté a tu altura! Pues César lo sabe. ¡Él puede hacer cualquier cosa! Lo ha demostrado demasiadas veces para enumerarlas. Lo que en realidad quiere es que se le reconozca como lo que es. Pero eso no sucede. Lo que recibe es oposición, no reconocimiento. Ésta es una guerra para demostrarle a la gente lo que tú y yo, y por supuesto César, ya sabemos. Ha cumplido los cincuenta y todavía está batallando por lo que considera que se le debe. No es de extrañar, creo yo, que se le esté endureciendo la piel.
( ESCRITO POR COLLEEN MCCULLOUGH, EN SU OBRA “CÉSAR”)
cesar era un gran lider, tan piadoso con los que se le merecian, pero cruel con los que abusaran de su bondad
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