domingo, 27 de julio de 2025

EL ÚLTIMO DE LOS ROMANOS EL ASCENSO Y LA CAÍDA DE CAYO CASIO LONGINO, por XAVIER VALDERAS

 PRESENTACIÓN  EN VÍDEO: 



Podéis descargar o acceder a mi novela clicleando encima del título o de la ilustración de mi libro:  





También podéis leer mi novela desde el blog, que acompañan abundantes ilustraciones:  


CAYO CASIO LONGINO, EL ÚLTIMO DE LOS ROMANOS



A MODO DE PRÓLOGO 


La primera vez que escribí sobre Cayo Casio Longino, fue en mi blog, el jueves 1 de abril de 2010, en una entrada que titulé "CAYO CASIO LONGINO: EL HOMBRE QUE PUDO HABER SIDO EL PRIMER EMPERADOR DE ROMA", en el que quise recuperar al ilustre romano, algo marginado por la Historia, y al mismo tiempo exponer de cómo los saqueos y la esclavitud financiaban los ejércitos y el poderío de Roma, un tema bastante desconocido por el común de los mortales actuales. He aquí el enlace de la entrada en el que fue el primero de mis blogs: 

https://xavier-valderas.blogspot.com/2010/04/cayo-casio-longino-el-hombre-que-pudo.html

En fecha ya más reciente, quise volver a recuperar la figura de Cayo Casio Longino, en forma de novela histórica, con más detalles y profundidad sobre el personaje y el contexto de la época que le tocó vivir. 

En un mundo desgarrado por las guerras civiles de Roma, donde la República agoniza y un nuevo imperio se alza sobre las ruinas, emerge la figura enigmática de Cayo Casio Longino. Conocido como el cerebro tras el asesinato de Julio César y el estratega implacable que doblegó Oriente, Casio es mucho más que el general y conspirador que la historia oficial ha retratado.

Cayo Casio Longino es un hombre que siente el orgullo de pertenecer a una familia patricia, es ambicioso y ansia poder, es envidioso y arrogante y siente la hostilidad por César y el resto de patricios, pero su norte es también la máxima perfección del Derecho Romano: la libertad. Es disciplinado más tirando a estoico que a epicúreo, inteligente y brillante, sobretodo por haberse trabajado bien la diversidad de estudios a los que ha tenido acceso gracias a su condición de rico patricio. Aunque duro e insensible, cosa que se refuerza con su disciplina y vivencias marciales, también tiene rasgos humanos de sentimentalismo: ama con profanidad a su esposa que la siente parte de él, puede sentir admiración por una esclava a la que le da la libertad, y al mismo tiempo ser extremadamente cruel e insensible, y no sentir ningún tipo de compasión por nadie. No deja de ser tampoco un manipulador que busca beneficiarse con lo que tiene al alcance. Sabe el significado del dinero, y lo obtiene como una herramienta para sus fines, para financiar sus legiones, base de su poderío, y aumentar su propio peculio personal, sin dudar en aprovechar el lucrativo negocio del tráfico de esclavos o la extorsión a sus desleales políticos por medio de fuertes tributos impuestos. En fin, lo típico de un ser humano con sus defectos y virtudes, dentro de la época llena de constantes y continuadas guerras y crisis políticas que le tocó vivir. 

En esta novela épica te introduzco en la compleja vida de un hombre devorado por sus convicciones republicanas, un visionario que soñaba con una Roma de leyes justas, no de tiranos. A través de los ojos de Antípater, el astuto idumeo, de Quinto, el leal legionario, y especialmente de Sira, una mujer excepcional de origen esclavo que conoció el lado más íntimo y solitario de Casio en las noches de Damasco y Antioquía, descubrimos al hombre detrás de la armadura. Un ser de contradicciones, capaz de una crueldad necesaria aplicada con pragmatismo como requerían las circunstancias del momento para financiar sus legiones, pero también de una profunda melancolía por el ideal de libertad que se desvanecía.

Desde la humillación de Carras hasta la fatídica llanura de Filipos, donde su destino se selló en un trágico error, en la novela desvelo la lucha de Casio no solo contra sus enemigos, sino contra un futuro que Roma ya había elegido. Sus amores no convencionales, sus pactos forzados y su inquebrantable fe en un ideal perdido, configuran el legado de "el último de los romanos".

Sumérgete en una historia de ambición, lealtad, amor imposible y el ineludible costo de la libertad, mientras los ecos de Casio resuenan en un mundo bajo la sombra de César Octavio, el jovencísimo nuevo amo del mundo romano, recordándonos que la verdadera grandeza reside en la fidelidad a las propias convicciones, incluso ante la más amarga derrota. Esta es la historia de quien pudo ser el primer emperador de Roma, y que solo aspiraba a ser el Primer Ciudadano entre sus Iguales con sentir republicano: 



CAPÍTULO 1: EL ALBA DE LA AMBICIÓN: UN LONGINO EN LA ROMA CONVULSA

En el año 85 a.C., Roma despertaba cada amanecer como un coloso inquieto, sus siete colinas abrazando una ciudad que era el corazón palpitante de un imperio en expansión. El Tíber serpenteaba perezoso a través de sus entrañas, sus aguas reflejando el alba mientras arrastraban los malolientes desechos de un millón de almas. El aire estaba cargado de aromas: el pan recién horneado de las panaderías, la carne asada en braseros callejeros, el punzante olor a garum de las pescaderías, ese fermento de pescado y vísceras que los romanos adoraban, el dulzor empalagoso del incienso que se elevaba desde los templos, junto con el olor acre y persistente de la miseria de barrios como el Subura.



El Foro Romano, ese gran escenario de ambición y retórica, era un torbellino de sonidos, un mosaico de vida y podredumbre. Mercaderes armenios regateaban con galos fornidos, el cacareo de las gallinas de un campesino se mezclaba con el grave murmullo de los sacerdotes; el hedor de las cloacas se elevaba en bocanadas nauseabundas, solo mitigado por el dulzón humo del incienso de los templos. Un esclavo, con la vista baja y una cesta demasiado pesada, esquivaba por poco el paso de un carro de dos ruedas, sus ojos reflejando un miedo ancestral. Aquí, en este crisol de poder y desorden, un niño de diez años, Cayo Casio Longino, comenzaba a sentir el peso de su linaje como una capa de plomo sobre sus hombros aún frágiles. Alrededor de su cuello, oculto bajo su túnica infantil, un medallón de oro macizo, la bulla, tintineaba levemente con cada movimiento, un amuleto contra el mal de ojo y un símbolo de su sagrada infancia patricia.



En la vasta residencia de los Longinos, Marco, un esclavo griego de unos treinta años, pulía con paciencia una estatua de mármol de un ancestro patricio, su mirada fija en el joven Cayo Casio que, sentado en el estudio bajo la atenta supervisión de su tutor, luchaba con los complejos giros de una oración de Cicerón. La pluma del niño se movía con una determinación que Marco reconocía; era el mismo celo que observaba en sus mayores. Marco suspiró, el sonido ahogado por el crujido de la cera. Su propia existencia, como la de todos en la casa, pendía de un hilo invisible, atado a los caprichos y la fortuna de sus amos. Una palabra mal dicha, un error imperceptible, y su destino podía cambiar del resplandor de la residencia a la oscuridad de las minas.



Los rumores en la cocina, el verdadero corazón palpitante de la villa, eran su termómetro de la inestabilidad. Los cuchicheos de los cocineros, las lamentaciones de las sirvientas, hablaban de senadores proscritos, de propiedades confiscadas, de la brutalidad de los aristócratas de Sila y la desesperación de los partidarios del pueblo de Mario, cuyas facciones se desgarraban Roma. "El pan subirá", susurró una lavandera, y el miedo se reflejó en los ojos de todos. "Que los dioses se apiaden de nosotros", añadió otra, "porque los amos, desde luego, no lo harán. Si pierden un sestercio, nos lo arrancarán del pellejo". Marco sabía que esas disputas políticas, tan lejanas y elevadas, se traducían directamente en la escasez de grano, en menos raciones, en castigos más severos. Si los amos perdían su fortuna o su poder, ellos, los esclavos, serían los primeros en sentir el frío de la intemperie. La vida del joven dueño, aunque ahora llena de estudio y juego, era en realidad un escudo que protegía a toda la casa. Y la fragilidad de ese escudo, en esta Roma turbulenta, era aterradora.



Mientras tanto, en el bullicioso Foro, Lucio, un curtidor del barrio de la Subura con las manos agrietadas y el rostro tostado por el sol, observaba con una mezcla de resentimiento y fascinación el desfile incesante de los patricios. Sus togas de lino blanco, inmaculadas, contrastaban con la suciedad de su propia túnica de lana basta. "Ahí va otro de esos," masculló para sí, viendo pasar a un joven senador flanqueado por esclavos y clientes. "Siempre con la cabeza bien alta, mientras nosotros nos arrastramos por un puñado de monedas." Que se lo follen. Todos iguales, con sus togas limpias y las manos manchadas de la sangre del pueblo. Lucio no entendía los complejos debates senatoriales, ni las intrigas de la nobleza, pero sentía sus efectos en su propio vientre y en el de su familia.



La inestabilidad política, con sus cambios abruptos de poder y sus proscripciones, era un depredador silencioso. Cada facción que ascendía al poder prometía soluciones, pero solo traía más caos. El precio del grano, esa medida vital para la supervivencia, fluctuaba salvajemente, reflejando la incertidumbre de los mares y los campos de batalla lejanos. Si los envíos de Egipto o Sicilia se interrumpían, si un general ambicioso cortaba las rutas, el hambre se cernía sobre el pueblo. La promesa de tierras o pan barato era una melodía recurrente en boca de los tribunos del pueblo, pero rara vez se materializaba en algo tangible para hombres como Lucio. Para él, los patricios eran figuras distantes, poderosas e incomprensibles, que jugaban con la vida de Roma como si fuera una partida de dados, y el pueblo, como él, siempre perdía.



En el año 85 a.C., Roma se encontraba en un abismo de inestabilidad política y social, sumida en las secuelas de las guerras civiles entre Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila. Aunque las "reformas populares" de Julio César, como las famosas leyes de grano que garantizarían un suministro estable y subsidiado para las clases bajas, y las masivas redistribuciones de tierras para los veteranos y los plebeyos empobrecidos, aún estaban lejos en el horizonte (no llegarían hasta la dictadura de César décadas después), la necesidad de tales medidas era ya palpable. La economía romana se tambaleaba bajo el peso de las deudas, la concentración de tierras en manos de la élite y la afluencia masiva de esclavos que desplazaban a los pequeños agricultores y obreros libres.



Las facciones senatoriales, divididas entre aristócratas (que defendían el poder de la nobleza y el Senado) y partidarios del pueblo (que abogaban por medidas en favor de la plebe, a menudo a través de tribunos ambiciosos), se enfrascaban en conflictos violentos que desestabilizaban el Estado. La escasez de grano y la constante amenaza de hambrunas eran motores de revueltas populares, que eran reprimidas con brutalidad. La gente pobre de la ciudad, la masa de ciudadanos sin recursos en la capital, vivía al día, dependiente de la caridad de los ricos o de las promesas de los políticos. Esta situación de precariedad extrema, con la brecha entre ricos y pobres ensanchándose y la ley del más fuerte imponiéndose en las calles y en el Senado, sentaría las bases para la posterior búsqueda de un "hombre fuerte" que impusiera el orden, y para las reformas que, décadas más tarde, intentarían mitigar estas tensiones sociales y económicas. El joven Cayo Casio Longino crecía en este contexto de un imperio naciente que se devoraba a sí mismo, un escenario que forjaría su pragmatismo y su visión crítica de una República que se desangraba desde dentro.



La familia Casia era una de las más antiguas y respetadas de la República Romana, no una familia patricia pura en el sentido más estricto, sino una gens plebeya que, a través de siglos de servicio incansable, matrimonios estratégicos y una inquebrantable ambición, había escalado hasta las más altas esferas del poder, logrando el estatus consular repetidamente. Su nombre, Casio, se había convertido en sinónimo de integridad republicana y de una feroz independencia. Entre sus miembros más célebres figuraba Espurio Casio Viscelino, cónsul en el 502 a.C., el primero en firmar un tratado con los latinos, cuya audacia al proponer las primeras leyes agrarias en beneficio de la plebe le costó la vida, acusado de aspirar a la tiranía y ejecutado por el propio Senado. Su ejemplo era una advertencia y una inspiración, grabado a fuego en la memoria familiar.



En el atrio de la casa de los Longinos, encaramada en la colina del Palatino, los bustos de mármol de sus ancestros dominaban los nichos. Lucio Casio Longino Ravila, cónsul en el 127 a.C., conocido por su severidad y su férreo sentido de la justicia —su tribunal fue apodado "el juez incorruptible" o "el escollo de los defensores" por su implacable persecución de la corrupción, inmortalizado por su máxima "Cui Bono" ( "A quién les beneficia" o "A quien le es de provecho")?—, miraba con ojos cincelados de determinación implacable. A su lado, Cayo Casio Longino, cónsul en el 96 a.C., un hombre de profundos conocimientos jurídicos que ayudó a codificar leyes cruciales para la República, parecía asentir en silencio. Sus labios de piedra formulaban una pregunta silenciosa: ¿Nos igualarás?. ¿Nos superarás?. Las tablas del hogar, meticulosamente inscritas en cera, narraban sus hazañas: triunfos en la guerra, leyes promulgadas, enemigos vencidos. Para el joven Casio, estos no eran meros objetos, sino un desafío, una llamada a la grandeza que resonaba en su sangre.



La casa misma era un monumento viviente a su gloria perdurable. Sus suelos de mármol pulido, traído de canteras lejanas, reflejaban la luz que se colaba por el patio. Las paredes, más allá de las imágenes de cera de antepasados, exhibían frescos que representaban batallas ganadas y oradores perorando en el Foro, un despliegue visual de su historia. Decenas de esclavos se movían con una eficiencia silenciosa por la casa, el engranaje invisible que permitía a los Longinos dedicarse a la política, la guerra y el ocio. El leve tintineo de las cadenas en las habitaciones más privadas, donde los castigados languidecían, era un recordatorio constante del poder y la autoridad familiar.



EL JOVEN CASIO Y LA FORJA DEL CARÁCTER

Casio era un muchacho delgado, todo ángulos y energía inquieta, con ojos oscuros que ardían con una intensidad precoz. Su cabello, una mata de rizos castaños, solía estar revuelto por correr por el peristilo o enfrentarse a sus compañeros en juegos físicos, pero había en él una gravedad que desmentía sus diez años, recordando cómo entrenaban los antiguos espartanos para ser los mejores guerreros. Caminaba con la arrogancia natural de quien había nacido en la cúspide de la sociedad romana, pero bajo esa pose patricia bullía una ambición feroz, un deseo de forjar su propio destino. No se contentaba con heredar la gloria de sus antepasados; quería eclipsarla, grabar su nombre en la historia de Roma con letras más profundas que las de cualquier Longino antes que él. En público, se jactaba ante sus pares, su voz aún aguda pero llena de convicción, de que ningún Casio había soñado tan alto como él. Sin embargo, en la quietud de la noche, una punzada de inseguridad lo asaltaba, un eco de aquel día en que, por una falta menor en sus lecciones, su padre lo había hecho servir vino a los esclavos, una humillación que aún quemaba en su memoria por considerarlos inferiores a su linaje. Su lucha interna entre el orgullo desmedido y el temor a no estar a la altura era un secreto que guardaba celosamente.



Sus días estaban regidos por la disciplina rigurosa de una educación patricia, diseñada para forjar una mente tan afilada como una espada y un espíritu tan inflexible como la propia República. Cada mañana, antes de que el sol coronara el Esquilino, un esclavo lo despertaba con un cuenco de agua fría y una toalla áspera. Casio se lavaba el rostro, haciendo una mueca ante el frío, y se ponía una túnica sencilla con el borde púrpura que proclamaba su alto rango. El desayuno era frugal: gachas de cebada endulzadas con un hilo de miel, un puñado de aceitunas y una copa de vino aguado, consumidos en silencio mientras su madre, Junia, revisaba las cuentas del hogar con el mayordomo, su voz cortante al reprender a un esclavo que había desordenado los pergaminos. Junia, una mujer de carácter indomable, nacida en la ilustre familia Junia, era el ancla de la casa. Su padre, Lucio Casio Longino, estaba a menudo ausente, sus deberes como senador o gobernador provincial lo llevaban a los confines de la República, gestionando la siempre inestable provincia de Asia, o lidiando con revueltas en Hispania. En su ausencia, Junia gobernaba la casa con mano de hierro, y la sombra de las expectativas ancestrales llenaba cada rincón. Su obsesión por la virilidad de su hijo no era un secreto.



"Un Longino debe ser un hombre de hierro, Cayo", le espetaba Junia a menudo durante la cena, mientras el joven Casio intentaba engullir sin disimulo el postre favorito de su madre para él: testículos de cabra asados con hierbas. "La debilidad es la lepra de la ambición. Y el placer, la espada de Damocles que pende sobre todo hombre noble. Pero la virilidad, Cayo, la virilidad es el cimiento de la virtud. Un hombre que no satisface sus apetitos más básicos, ¿cómo podrá satisfacer las demandas de la República?. Además si dejas a las mujeres satisfechas cuando las tomas o yaces con ellas, se pueden convertir en unas aliadas que te pueden favorecer en todo. Por esto es muy importante disponer de una alta virilidad, y saber complacer y dar placer a las mujeres que han de servir para tus intereses. ¡Come, Cayo!. ¡Que tus entrañas sepan que Roma necesita hombres de temple!". Casio tragaba, la carne correosa de los testículos asados en su boca, intentando disimular una mueca, mientras las risas quedas de las esclavas sexuales que servían la mesa —jóvenes, bellas, con ojos que prometían placeres prohibidos— resonaban en el comedor. Ellas sabían que el joven Cayo Casío Longino las tomaría y las penetraría, soltando su viril simiente masculina, y que el uso adecuado del silfio que había en la casa impediría que se quedaran embarazadas del joven amo. No eran solo sirvientas, eran una parte más de su educación, una prueba de su hombría, ofrecidas por su propia madre con la misma naturalidad con la que se le enseñaba latín o griego, pues sabía que su hijo iba a necesitar usar y satisfacer a otras importantes mujeres para su "Mos Maiorum" ("la costumbre de los ancestros" o "la tradición de los mayores") para su carrera militar y política . La República demandaba hombres completos, y eso incluía el dominio de sus deseos, pero también la capacidad de satisfacerlos con la debida seriedad.




La educación de Casio no se impartía solo en la casa, sino en una schola litterarum ( escuela de letras y literatura), una pequeña escuela alquilada en una taberna cerca del Foro, donde estudiaba junto a otros hijos de patricios y plebeyos ricos. Entre ellos estaba Marco Junio Bruto, un año mayor que Casio, con una frente amplia, una boca seria y unos ojos que parecían sopesar cada palabra antes de pronunciarla. Bruto era el heredero de otra familia ilustre, los Junios, cuyo linaje incluía a Lucio Junio Bruto, el legendario fundador de la República que expulsó a los reyes de Roma. Los dos muchachos estaban unidos por lazos de sangre —primos lejanos por parte de sus madres, ambas de la familia Junia— y por una amistad que vibraba con una rivalidad contenida. Donde Casio era rápido, agudo y propenso a estallidos de genio, Bruto era mesurado, deliberado, sus pensamientos moviéndose como piezas en un tablero de ajedrez. Sus tutores solían decir que eran como las dos caras de una moneda: Casio el fuego, Bruto la piedra.



Las mañanas las pasaban bajo la mirada severa de Aristón, un rétor griego de Atenas cuya fama por su elocuencia le había valido un lugar de honor en la casa de los Longinos. Aristón era un hombre enjuto, de unos cuarenta años, con una barba salpicada de plata y unos ojos que brillaban con una mezcla de sabiduría e impaciencia. Vestía una túnica sencilla, sus pliegues manchados de tinta, y llevaba un bastón que golpeaba contra el suelo cuando la atención de sus alumnos decaía. Sus lecciones eran una inmersión agotadora en el trivium —gramática, retórica y lógica—, salpicadas con lecturas de Homero y los analistas romanos.



"Las palabras son vuestras armas", solía decir Aristón, entregándoles un rollo de las Filípicas de Demóstenes. "Dominadlas, y dominaréis a los hombres. El camino de los honores no es un sendero de baldosas de oro, muchachos, sino una arena donde la elocuencia es tan vital como el filo de la espada. ¿De qué sirve un general invicto si no sabe persuadir a las tribus para que lo sigan, o al Senado para que le otorgue los recursos necesarios?. La palabra, mis jóvenes conservadores, es la verdadera potencia de Roma." Pero no os engañéis. En el campo de batalla, un discurso elocuente no detendrá una puta espada. Necesitáis acero en las manos y hielo en las venas. ¡Ahora dejad de filosofar y coged los escudos, coño!.



La clase era una sala austera con paredes encaladas, su único adorno una mesa de madera marcada con los garabatos de alumnos anteriores y un pequeño altar a Minerva, diosa de la sabiduría. Los muchachos se sentaban en bancos duros, sus tablillas de cera equilibradas sobre las rodillas, mientras Aristón paseaba ante ellos, su voz subiendo y bajando como una marea. Los adiestraba en la declamación, enseñándoles a modular la voz, a gesticular con autoridad, a usar las pausas con la destreza de un gladiador manejando una espada. Casio destacaba en esto, su mente ágil captando los ritmos de la oratoria, sus argumentos cortantes y precisos. Bruto, en cambio, hablaba con una intensidad tranquila, sus palabras elegidas con cuidado, cada frase construyendo como un muro. Sus debates eran feroces, a menudo continuaban en el patio tras las lecciones, donde discutían sobre las virtudes de Catón el Viejo o las tácticas de Aníbal hasta que la luz se desvanecía.



Pero no solo la retórica los moldeaba. Aristón los introdujo en la filosofía con la misma metodología que se aplicaba a los príncipes, como se dice que Aristóteles enseñó a Alejandro Magno. A través del diálogo socrático, les planteaba dilemas morales y políticos. "Si Platón dice en su República que la justicia es la armonía de las clases, ¿qué ocurre cuando las leyes existentes solo benefician a una minoría? ¿Es eso justicia, o tiranía encubierta?", preguntaba, obligándolos a pensar más allá de los dogmas. Les hacía desglosar los discursos de los grandes oradores, no solo por su belleza, sino por su estructura lógica, enseñándoles a identificar falacias y a construir argumentos inexpugnables, una aplicación práctica de la lógica aristotélica. También les leía fragmentos de las Éticas de Aristóteles, explorando las virtudes que un hombre de Estado romano debía poseer: la virtus (valor y hombría), la gravitas (seriedad), la pietas (deber religioso y filial) y la fides (lealtad).



"¿Qué es la justicia?", preguntaba Aristón, entrecerrando los ojos mientras recorría la sala. "¿Es obedecer las leyes de Roma, o servir a una verdad superior?. La República se construye sobre preceptos, sí, pero un verdadero líder debe saber cuándo esos preceptos necesitan ser reformados, o incluso derribados, para el bien mayor. La lealtad a la cosa pública no es ciega obediencia, es un acto de constante juicio. ¿Qué pensáis vosotros, jóvenes herederos de Roma?"



Bruto respondía con lugares comunes, citando las mos maiorum, las costumbres ancestrales que sostenían la República, un baluarte inquebrantable para él. Casio, sin embargo, sentía un chispazo de rebeldía ante tales preguntas. La justicia, para él, no era una estrella fija, sino una llama que blandir, una herramienta para tallar su camino hacia la grandeza. No expresaba estos pensamientos, no aún, pero ardían en su pecho, alimentando sus sueños de un futuro donde su nombre eclipsaría incluso a los más grandes de sus antepasados.



El maestro Aristón, un con su rostro sereno y ojos penetrantes, observaba al joven Cayo Casio, en apenas la preadolescencia, mientras el muchacho se esforzaba en copiar unos versos de Homero. La pluma se le escapaba a veces, manchando el papiro, y Casio fruncía el ceño con una rabia silenciosa. Aristón sonrió levemente, la sabiduría de la madurez reflejada en su rostro serio y curtido.

—Cayo —dijo con voz pausada, el suave acento griego matizando el latín—, veo tu frustración. Ese pequeño guerrero dentro de ti, ¿verdad?. Quiere que la pluma obedezca, que las letras sean perfectas.

Casio asintió, su mejilla todavía roja por el esfuerzo.

Sí, maestro. Debería ser más fácil. Mi padre dice que un Longino no muestra frustración, que es una debilidad. Pero la pluma no obedece como lo haría una espada.



Aristón se sentó a su lado, la madera del banco crujiendo bajo su peso. Tomó la pequeña mano de Casio entre las suyas, ásperas y sabias.

—Escúchame bien, pequeño león. La vida, al igual que esa pluma, a menudo no hace lo que deseamos. Las cosas suceden. Un esclavo te trae la comida tarde, un compañero te insulta en el Foro, el Senado se desgarra con discusiones... ¿Puedes controlar que el esclavo se retrase?. ¿Puedes controlar lo que dice tu compañero?. ¿Puedes controlar los gritos de los oradores en la tribuna?.

Casio pensó un momento. —No, maestro.

—Exacto —dijo Aristón, apretando suavemente su mano—. Hay dos tipos de cosas en este mundo, Cayo: las que dependen de ti y las que no dependen de ti. Lo que otros hacen, lo que el destino te trae, la Fortuna caprichosa... nada de eso está en tu poder. Si llueve o si hace sol, no es tu decisión.

Señaló el corazón del chico. —Pero hay algo que siempre, siempre, puedes controlar: tu propia mente. Puedes controlar cómo reaccionas a lo que sucede. Puedes controlar si te dejas llevar por la ira cuando la pluma se mancha, o si respiras hondo y lo intentas de nuevo con calma. Puedes controlar si las palabras de un tonto te duelen, o si eliges que no te afecten.



Aristón miró a los ojos de Casio, que lo escuchaba con una intensidad inusual para su edad. —La virtud, Cayo, es el único bien verdadero. No la que se exhibe en el Foro con togas púrpuras, sino la que se forja aquídijo, señalando suavemente el pecho del muchacho con el dedo—.La que te permite controlar la ira cuando la pluma te traiciona. Ese es el verdadero poder. ¿Lo entiendes?. Y la virtud no es tener muchas riquezas o ganar batallas, aunque eso también puede llegar. La virtud es actuar siempre con razón, con coraje, con justicia y con moderación. Es elegir lo correcto, incluso cuando es difícil. Si un día te conviertes en un general poderoso, la virtud no será ganar la guerra, sino luchar la guerra con honor y por una causa justa, con el mejor desperdicio de vidas humanas posible entre las que tu comandes. Si eres un senador, la virtud no será tener el mayor poder, sino usar ese poder para el bien de Roma, con sensatez.

—Los dioses nos han dado la razón, Cayo, para que la usemos. Para que distingamos lo que es bueno de lo que es malo. Para que aceptemos lo que no podemos cambiar con serenidad, y para que actuemos con todo nuestro esfuerzo en lo que sí podemos cambiar: nuestras propias acciones y pensamientos. Esa es la verdadera libertad, muchacho. Ser el amo de tu propio espíritu, sin importar lo que el mundo te arroje.



El sol de la tarde se filtraba por la domus Casia, iluminando el polvo en el aire. Casio miró la pluma, luego el papiro, y finalmente, al severo maestro. Una nueva comprensión se estaba formando en su joven mente. El estoicismo no era solo una filosofía para viejos; era un arma, una armadura para los desafíos que sabía, de alguna manera, le esperaban en la tormentosa Roma.

—Entiendo, maestro —dijo Casio, y en su voz había una nueva calma, una incipiente madurez—. Solo soy amo de mí mismo.



CAMPO DE MARTE: ARENA DE HOMBRES, FORJA DE GUERREROS

Las tardes, bajo el cielo a menudo encapotado de Roma, se dedicaban al extenuante entrenamiento físico. Un muchacho patricio, destinado a la gloria o a la tumba, debía ser tan fuerte de cuerpo como de mente. Su vocación marcial no era solo un ideal, sino una necesidad imperiosa para quien aspiraba a recorrer el empinado camino de los honores. En una Roma donde los cónsules eran, más que magistrados, generales en ciernes, el dominio de las armas, la estrategia y la resistencia eran tan vitales como la elocuencia o el dominio de la ley. El Campo de Marte, un vasto llano al noroeste de la ciudad, más allá del límite sagrado de Roma que llamaban el Pomerium, era su gimnasio, su aula de combate y su campo de pruebas. No era un simple terreno de entrenamiento, sino un espacio emblemático, consagrado a Marte, el mismísimo dios de la guerra. Allí, las legiones se reunían antes de partir a la batalla, los ciudadanos votaban en la Asamblea de las Centurias, y los jóvenes nobles se preparaban para la vida militar, respirando el mismo aire que generaciones de héroes.



Era un lugar inmenso, a menudo polvoriento en los abrasadores veranos y anegado de barro en los crudos inviernos, salpicado de rudos edificios dedicados al entrenamiento militar, como los cobertizos para armas o las galerías para practicar el lanzamiento. El aire vibraba con los gritos roncos de los entrenadores, el choque rítmico de las armas de madera, el jadeo sofocado de los jóvenes en pleno esfuerzo y el repiqueteo de las armaduras rudimentarias. Era una sinfonía de disciplina y sudor.



Bajo la mirada implacable de Lucio, un antiguo centurión cuya piel era un mapa de cicatrices forjadas en Hispania, la Galia y las sangrientas guerras de Mario y Sila, Casio y Bruto se entregaban al entrenamiento con una intensidad febril. La práctica con espadas de madera y escudos ligeros era una danza brutal. "¡Más bajo, Longino, por los dioses!", gritaba Lucio. "¿Quieres que un galo te arranque las tripas por ofrecerle el vientre como una puta barata?. ¡Cubre esa guardia!".  Aprendían a empuñar el gladius, la espada corta romana, no para cortar, sino para empujar y perforar, buscando los puntos débiles de la rudimentaria armadura de su oponente. Manejaban los scutum, esos grandes escudos rectangulares, no solo como defensa, sino como arietes para golpear y empujar, forjando muros inexpugnables. Dominaban la sincronía de la formidable testudo, la formación de tortuga. El centurión les enseñaba a marchar en bloque, a girar en una unidad compacta, a simular asaltos con lanzas de madera, y a cargar, manteniendo la cohesión incluso en el caos simulado. Los jóvenes también lanzaban pilum de madera contra siluetas de paja, se revolcaban en el suelo embarrado en luchas cuerpo a cuerpo y realizaban extenuantes ejercicios de resistencia bajo el sol abrasador.



LA CARRERA DE LA CONTIENDA: VELOCIDAD Y LA SOMBRA DE LA PERFECCIÓN

Un día, bajo la atenta mirada del centurión Lucio, los jóvenes nobles se alinearon para una carrera a pie que abarcaba la extensión del Campo de Marte. El objetivo era la velocidad pura, una prueba de resistencia y explosión que a menudo dejaba a los menos dotados jadeando y con los pulmones ardiendo. Cayo Casio Longino, conocido por su agilidad y una fuerza oculta que desmentía su aparente delgadez, se puso en posición, su mirada fijada en la distante marca. A su lado, Marco Junio Bruto, un poco menos musculoso, y con un acné persistente que le marcaba el rostro, se tensó. Bruto era más un joven de libros y de mente preclara, y aunque su resistencia estoica le permitía perseverar en otras pruebas, la velocidad no era su fuerte, y echaba en falta los libros de la biblioteca de su casa.

La señal de Lucio resonó en el aire, y los muchachos salieron disparados. Casio, con zancadas largas y potentes, se despegó casi de inmediato. Su respiración era rítmica, sus músculos se tensaban y relajaban con la eficiencia de una máquina bien engrasada. ¿Tenía que ver la dieta a base de testículos de cabra a la que le obligaba su madre?. Mantuvo un ritmo implacable, dejando atrás a sus competidores con una facilidad pasmosa. Cuando cruzó la línea, una distancia considerable lo separaba del segundo. Bruto, jadeando y con el rostro enrojecido por el esfuerzo y la vergüenza, llegó mucho después, con su piel irritada por el sudor.

"¡Lo lograste, Longino!. ¡Eres más rápido que un caballo galo!", gritó un compañero. Bruto, con una mueca, se tendió en el polvo.

"Piensas demasiado, Longino", se burló Bruto, extendiéndole una mano para levantarlo, tal como lo hacía en los combates. "Deja de trazar planes y pelea. La guerra no espera a tus cavilaciones filosóficas... pero esta carrera sí que ha esperado a tus piernas."



Casio sonrió, su orgullo momentáneamente herido por la derrota en combate, pero su resolución intacta. Sería más rápido, más fuerte, mejor... la próxima vez. Pero incluso en la derrota, Casio analizaba, observaba los movimientos de Bruto, el juego de piernas del entrenador, buscando patrones, estrategias. No se contentaba con la fuerza bruta; quería la maestría táctica. Era la semilla de un futuro general, un estratega que vería la batalla como un juego de ajedrez a gran escala. Su mente nunca dejaba de procesar, de buscar la perfección.

El ya retirado centurión Lucio, con sus profundas cicatrices y su mirada curtida por el paso de los años y el fragor de cien batallas, no solo les enseñaba a luchar. Él había sobrevivido a las brutales guerras civiles entre Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila, dos gigantes que habían redefinido el arte de la guerra. En los momentos de descanso, con el sol cayendo sobre el Campo de Marte, Lucio compartía con los jóvenes aristócratas las lecciones aprendidas en los campos de batalla de Italia y Oriente.



"Vosotros, patricios, nacéis con la toga", solía gruñir Lucio, señalándolos con un dedo nudoso, "pero la verdadera toga se gana con el pilum en la mano. Y por Hércules que se gana con sudor y sangre, no con discursos bonitos en el Senado. El viejo Mario, ¡ese sí que era un hombre del pueblo!, Tenía más cojones que toda la curia junta., y por eso llegó a ser siete veces Cónsul de Roma.". ¿Creéis que superaréis su récord en los consulados?.  Él, Cayo Mario, cambió la legión para siempre. Antes, solo los terratenientes ricos servían. Pero Mario, que no le temía a nada, abrió las filas a los más pobres, a los "hombres de la cabeza contada" o si preferís llamarlo el "censo por cabezas", a los que no tenían nada que perder salvo su vida, pues ante el peligro de la invasión gala y que con ella desapareciera Roma, buena parte de la aristocracia estaba diezmada para servir en el ejército, y se hubo de recurrir al censo por cabezas, al proletariado, a los parias de los cuales nadie quería saber nada, pero que también eran romanos. Con esos proletarios olvidados, Cayo Marío creó un ejército profesional, leal no al Senado, sino a su general. Les dio una paga, les prometió tierras al final del servicio. Y les enseñó a marchar con todo el equipo, llevando sus propias mochilas como mulas, ¡por eso les decían "las mulas de Mario"!. Hizo del águila la insignia sagrada de cada legión, un símbolo por el que luchar o morir, evitando que el águila imperial de Roma cayera en manos de cualquier enemigo, porque representaba a ellos mismos y a la propia Roma. Y cambió la forma en que el pilum, nuestra jabalina pesada, funcionaba. Lo hizo para que el asta se doblara al impactar, dejando inútil el escudo del enemigo. ¡Eso sí que era inteligencia!. Claro que al formarse ya un ejercito mayor con la incorporación de los proletarios, algunos astutos aristócratas como Servilio Cepión invertirían en fábricas de armamento para suministrar a las legiones y llegarían a convertirse en los más ricos de Roma. Las guerras empobrecen a la inmensa mayoría de la gente, y enriquece más a unos pocos que se aprovechan de estas circunstancias. Las guerras que os toquen, si sabéis ganarlas, os harán más ricos, muchachos.

  

Luego, su voz se volvía más grave al hablar de Sila, el aristócrata implacable. "Pero si Mario transformó la legión, Sila la usó con una genialidad que ningún hombre ha igualado. ¡Ese hombre nunca perdió una batalla, ni una sola!. Su estrategia era como la garra de un águila: rápido, decisivo, implacable. Sabía dónde golpear y cómo golpear. Engañaba al enemigo, movía sus tropas como si fueran sombras, y cuando atacaba, lo hacía con una disciplina de hierro. Nunca dejaba un enemigo en pie, nunca daba cuartel a quienes se le oponían. Comprendía el terreno, la psicología del enemigo, y la importancia de la velocidad y la sorpresa. Era un maestro del asedio y de las batallas campales. Decía que la victoria se forja en el campamento, con la disciplina, antes incluso de que suene la trompeta de guerra. Vosotros, muchachos, estudiad vuestros libros, sí, pero recordad que la verdadera filosofía de un general se escribe con sangre en el mapa. La retórica no detiene una carga de caballería, y un verso de Homero no os salvará cuando tengáis una espada en la garganta.". Me acuerdo de este genio militar: Lucio Cornelio Sila, muy cruel y despiadado con sus enemigos, y muy favorecedor de sus amigos, que además después de la guerra civil reconstruyó Roma y la volvió a dejar como la ciudad más rica del mundo. Una vez visité su tumba, y dejó escrito: "El mejor amigo y el peor enemigo", pocas palabras con las que dejó resumida toda su vida.  

Las palabras del viejo centurión se clavaban en la mente de Casio. No solo escuchaba las anécdotas; las analizaba, las desmenuzaba, buscando los principios subyacentes. La profesionalización de Mario, la táctica implacable de Sila. Eran piezas de un rompecabezas más grande, el arte de la guerra que algún día él, Cayo Casio Longino, dominaría para forjar el destino de Roma. El Campo de Marte no solo forjaba sus cuerpos; cincelaba sus mentes para un futuro de hierro y sangre.




EL ENCUENTRO CON LA LOBA DEL PALATINO: SERVILIA CEPIONIS

Fue en una de esas tardes, al volver de la escuela, cuando Casio conoció a Servilia Cepionis, la riquísima hija y heredera de Servilio Cepión, el industrial de los armamentos para las legiones, y que además se rumoreó que se había apoderado del oro de Tolosa que antaño tenían los poderosos y temidos galos. El Foro era un tumulto de colores y sonidos, sus adoquines desgastados por siglos de pasos. El aire traía el olor acre del garum, el dulzor de los pasteles de miel, el toque metálico de la sangre de las carnicerías. Los vendedores gritaban sus mercancías —sedas del Oriente, ámbar del Báltico, higos cargados del calor del verano—, mientras los sacerdotes en túnicas blancas quemaban incienso ante el Templo de Vesta, sus cánticos elevándose sobre el bullicio. El Tabulario de Sila donde se archivaba la documentación de la Administración Romana se alzaba a un lado, sus columnas proyectando sombras alargadas, mientras la tribuna resonaba con las voces de los oradores que arengaban a la multitud. Esclavos con túnicas manchadas de sudor se abrían paso entre la muchedumbre, llevando mensajes o cestas de mercancías, el sudor brillando en sus frentes. Por encima de todo, la colina Capitolina se erguía, coronada por el Templo de Júpiter Óptimo Máximo, cuyo tejado dorado brillaba bajo el sol.

Casio y Bruto, con las túnicas húmedas por el esfuerzo del entrenamiento, se abrían paso entre la multitud, seguidos por su pedagogo, un liberto taciturno llamado Tito, que les acompañaba en las clases del griego Aristón. Los ojos de Casio se movían sin cesar, absorbiendo el caos del Foro. Amaba su energía, su vitalidad cruda, la forma en que latía con las ambiciones de mil hombres. Se imaginaba a sí mismo en la tribuna algún día, su voz silenciando a la multitud, sus palabras moldeando la República. Bruto, en cambio, parecía ajeno al espectáculo, su mirada fija en el camino, sus pensamientos inescrutables en la filosofía y en la administración de las finanzas del patrimonio que algún día heredaría de su madre Servilia Cepionis.



Estaban cerca de la Curia Hostilia cuando una litera llevada por cuatro esclavos robustos importados de Egipto se detuvo ante ellos. Las cortinas se apartaron, y Servilia Cepionis descendió, su presencia dominando el espacio como un general en el campo de batalla. Tendría unos veintisiete años, su belleza era afilada e implacable, como una espada pulida hasta el brillo. Su estola, de un índigo profundo con bordes dorados, se adhería a su figura, y su cabello oscuro estaba recogido en un intrincado peinado de trenzas, asegurado con peinetas de marfil. Sus ojos, de un gris penetrante, parecían ver más allá de la carne hasta el alma, y sus labios se curvaban en una sonrisa que era a la vez acogedora y depredadora.

"Madre", dijo Bruto, su voz suavizándose mientras avanzaba. Inclinó la cabeza, un gesto de respeto que Casio notó con un destello de envidia. La devoción de Bruto por su madre no era un secreto, pero había algo en la mirada de Servilia que hacía sentir a Casio como si estuviera siendo pesado, medido, juzgado.

"Y tú debes ser el joven Cayo Casio", dijo Servilia, su voz suave como el mármol pulido, cada sílaba pronunciada con precisión. Extendió una mano, sus dedos adornados con anillos de zafiro y oro. Casio la tomó, su mano pequeña envuelta por la de ella, y sintió un estremecimiento que no pudo nombrar: ¿admiración, tal vez, o el primer brote de una ambición despertada por su presencia?.

"Señora", respondió, su voz firme a pesar del repentino latir de su corazón. "Es un honor".



La sonrisa de Servilia se ensanchó, y ladeó la cabeza, estudiándolo como quien examina una moneda rara. "¿Un honor, dices?. Un Longino debe sentirlo. Tu familia ha dado a Roma cónsules y héroes. Pero dime, muchacho, ¿qué le darás tú a Roma?".

La pregunta lo tomó por sorpresa, y por un instante titubeó. Bruto lo miró, una leve sonrisa en los labios, como diciendo: ¿Ves?. Ella nos pone a prueba a todos. Pero Casio se recuperó rápido, su orgullo encendiendo como una antorcha. "Le daré mi vida", dijo, su voz resonando con convicción. "Y más: mi nombre será recordado cuando los Longinos de antaño sean solo sombras".



La risa de Servilia fue baja y rica, como el tañido de un bronce. "Palabras audaces, joven Casio. Me gustan. La ambición es la savia de Roma". Soltó su mano, pero sus ojos se demoraron en él, y Casio sintió el peso de su aprobación, tan embriagador como el vino. "Ven a mi casa mañana", dijo, su tono casual pero sus palabras con la fuerza de una orden. "Tú y Bruto cenaréis conmigo. Veremos de qué está hecho este Longino".



Cuando su litera se alejó, las sandalias de los esclavos resonando contra el pavimento, Casio se quedó inmóvil, su mente encendida con posibilidades. Servilia Cepionis no era una simple matrona; era una fuerza, una tejedora de destinos, su influencia serpenteando por el Senado y los salones de Roma como una tela de araña. Ser notado por ella era ser marcado para la grandeza... o para la ruina. Casio sintió un escalofrío de emoción ante la idea, un ansia de probarse no solo ante ella, sino ante el mundo.



Esa noche, en la suntuosa casa de Servilia, el aroma de las especias orientales y el vino añejo flotaba en el comedor. Tras el opulento banquete, donde las jóvenes y hermosas esclavas con sus turgentes senos expuestos servían con gracia los platos más exquisitos, la conversación se desvió hacia los acontecimientos que conmovían a Roma.



"No puedo dejar de pensar en lo que ocurre en el sur", comentó Servilia, con un dejo de preocupación en su voz, mientras un esclavo rellenaba su copa con vino de Falerno, que era el mejor néctar conocido para regalar al paladar. "Esa revuelta de esclavos, la de Espartaco, ha superado todas las expectativas. Nadie creyó que un gladiador tracio pudiera reunir a tal horda de desesperados y humillar a las legiones de Roma una y otra vez."



Casio, que escuchaba con avidez, intervino. "Dicen que son más de cien mil, Señora. Es una mancha en el honor de Roma, que hombres nacidos para servir, o capturados en batalla, puedan levantar su puño contra sus amos."



Bruto, sentado junto a él, replicó con su habitual seriedad. "Pero, Casio, ¿no es la libertad un anhelo inherente a todo ser humano?. Por más que los hayamos esclavizado, por más que los hayamos despojado de su dignidad, el espíritu humano busca su liberación, y esto es algo que se ve en todos los pueblos que nosotros hemos sometidos, y que a sido así porque hemos sido superiores en todo y cada nueva dificultad, cada nueva guerra, la hemos sabido superar. Quizás su audacia es un reflejo de nuestra propia decadencia, de una Roma que ahora se ha vuelto demasiado blanda."

Servilia sonrió con un matiz de ironía. "¿Decadencia?. ¿O simplemente la consecuencia inevitable de un sistema que acumula riquezas y poder a expensas de miles de vidas?. Marco Licinio Craso se está cubriendo de gloria, dicen. Y no solo él. Ese joven que va con él, Cayo Julio César, está demostrando un coraje y una astucia que pocos esperarían de un edil.". Me comentaron que ha demostrado tener un gran talento militar en la guerra contra Espartaco, y que Marco Craso lo tienen como el más preciado de sus oficiales.



Los ojos de Servilia brillaron al mencionar el nombre de César, una chispa que no pasó desapercibida para Casio. Se decía en los círculos de la alta sociedad que la pasión entre Servilia y César era un secreto a voces, un fuego que ardía con una intensidad peligrosa. El caso es que César y Servilia ya se habían conocido hace un tiempo, desde que César por indicación de su madre Aurelia Cotta frecuentaba las prostitutas del Subura para incrementar su virilidad en yacer y complacer a las mujeres. Los dos se gustaron, y ambos se escribían, como era la costumbre entre la aristocracia romana.

"Craso es un hombre de fortuna, Señora", dijo Casio, intentando desviar la conversación de César, cuyo nombre le producía una punzada de irritación. "Y César... es un hombre que busca su propia gloria, no la de Roma. ¿No os parece que esta guerra contra Espartaco expone una debilidad fundamental en la República?. La propia existencia de tantos esclavos, ¿no es una bomba de tiempo?".



Servilia asintió lentamente. "Una bomba de tiempo, sí. Imagina, Casio, la legión de gladiadores de Espartaco desfilando por el Foro, liberando a todos los esclavos a su paso. ¿Qué sería de Roma?. ¿Qué sería de la civilización?. La esclavitud es un mal necesario, un pilar de nuestra sociedad. Pero un pilar que, si se tambalea, puede derribar todo el edificio. Craso lo entiende. Por eso es tan implacable. Él sabe que no se trata solo de sofocar una revuelta, sino de reafirmar el orden mismo de nuestro mundo. Por esto ha hecho crucificar a más de 6000 esclavos de las tropas de Espartaco capturados, a lo largo de la Vía Apia, y en su condición de Cónsul de Roma, a obligado a los amos a llevar a sus esclavos por la Vía Apia, para que vean cómo gimen, gritan y se mueren de forma espantosa los esclavos rebeldes, oliendo la putrefacción de los cadáveres, para que así se pueda saber el horrible destino de cualquier esclavo que se rebele contra Roma y el orden romano".

Bruto intervino de nuevo. "Pero la virtud de un hombre no debería basarse en la propiedad de otro. La República, en sus orígenes, se construyó sobre la igualdad de los ciudadanos, al menos entre los libres. ¿No hemos perdido el rumbo al convertirnos en una nación que depende de la servidumbre de millones?"



Servilia Cepionis se recostó en su diván, su mirada absorta, casi melancólica. "Bruto, mi dulce Bruto, la República ha crecido más allá de sus orígenes humildes. Ya no somos una ciudad-estado, sino un imperio. Y un imperio necesita manos, muchas manos, para construir sus caminos, cultivar sus campos, y sí, también para pelear sus guerras. El dilema de la esclavitud es tan antiguo como Roma misma. ¿Cómo mantener el orden y la prosperidad sin ella?. Es el nudo gordiano de nuestra existencia, y por esto los romanos tienen que saber controlar la esclavitud y que no se les escape."



Y luego, su expresión cambió, y sus ojos grises se clavaron en Casio con una intensidad que lo hizo sentir incómodo. "Pero lo que realmente me preocupa, joven Casio, no es solo la revuelta. Es la ambición. La ambición de los hombres que la sofocan. Craso... y sobre todo, César. ¿Sabéis, muchachos, que César, aunque plebeyo, posee una audacia que rivaliza con cualquier patricio?. Cuando era joven, los marianos lo perseguían a muerte, y huyó, pero volvió. Y volvió con la cabeza más alta. Tiene el espíritu de un león, una mente que ve oportunidades donde otros solo ven peligro. Y lo que es más fascinante...", Servilia bajó la voz, casi un susurro, pero Casio la escuchó claramente, "es su magnetismo. Una fuerza de la naturaleza. Los hombres y las mujeres caen bajo su hechizo. No hay nadie en Roma que se le compare. Es un hombre... que lo abarca todo. Ese plebeyo tiene la audacia de un dios, Casio, cuidado con él."

Una punzada de celos, extraña e inexplicable, atravesó a Casio. Servilia no solo admiraba a César; lo idealizaba. Su mirada, su tono, todo delataba un afecto profundo que iba más allá del respeto político. Casio había oído los rumores, por supuesto. Servilia era una mujer de reputación... flexible, y su relación con César era un secreto a voces. Pero ver la intensidad de sus ojos al hablar de él, el rubor sutil en sus mejillas, lo hizo sentir como si estuviera presenciando algo íntimo y prohibido. La propia Servilia también se estaba dando cuenta de que le gustaba este carácter tan marcial de Cayo Casio Longino, así como sus amplios conocimientos filosóficos. Ella estaba profundamente enamorada de Cayo Julio César, pero también le agradaba Cayo Casio Longino, si, si, si,....le agradaba el joven adolescente de estos aires tan marciales. Y por si fuera poco, al parecer Servilia Cepionis también gustaba al joven Cayo Casio Longino, que le pidió que le escribiera, como era habitual entre miembros de la aristocracia romana, que se sentían unos con otros, como si fueran miembros de una familia común, y en la que todas las familias habían tenido cónsules y pretores ente sus ancestros. 



Los días siguientes transcurrieron con la rutina habitual, aunque la visita a Servilia había dejado una huella profunda en Casio. Una tarde, mientras cenaban en el comedor familiar, la conversación giró de nuevo hacia la situación política, social y económica de Roma. Su padre, Lucio Casio Longino, había regresado de una misión en Hispania, su rostro curtido por el sol y la preocupación.



"La República se tambalea, hijo", dijo su padre, dejando la espada ceremonial a un lado de su silla. "Las facciones de Mario y Sila han desgarrado el tejido de Roma. La sangre corre por las calles, las proscripciones diezman a las familias más nobles, y la confianza en nuestras instituciones se desvanece como el humo de un sacrificio."



"Pero padre, ¿no es una muestra de fuerza que Roma haya resistido tales conflictos?", preguntó Casio, intentando comprender la complejidad de la situación. "¿No demuestra que nuestra República es inquebrantable?"



Su madre, Junia, intervino con un suspiro. "Inquebrantable, dices, Cayo. Pero, ¿a qué precio?. Las legiones se han vuelto más leales a sus generales que al Senado. Los hombres de las provincias, hartos de los impuestos y la corrupción de los publicanos, claman por justicia. Y los hombres libres de Roma, despojados de sus tierras por los grandes latifundios, se congregan en las ciudades, alimentando la furia de la plebe."



Lucio asintió con gravedad. "Tu madre tiene razón. La brecha entre ricos y pobres es un abismo que crece cada día. Los equites, la clase ecuestre, acumulan fortunas inmensas con los contratos públicos, mientras los veteranos de nuestras guerras, aquellos que han derramado su sangre por Roma, regresan a casa y encuentran sus campos abandonados o vendidos. Esto genera una tensión palpable. En cualquier momento, una chispa puede encender la pradera. El otro día vi a Cayo Vinicio en el foro, ¿lo recuerdas? Luchó conmigo en Hispania. Ahora mendiga. Perdió su granja mientras defendía las nuestras. Y mientras tanto, los publicanos se enriquecen con los impuestos de las provincias".



"Y en cuanto a la política", continuó su padre, "el Senado está dividido por rencillas personales y ambiciones desmedidas. Hombres como Pompeyo, que ha conseguido triunfos increíbles en Hispania y ahora en oriente, acumulan un poder que aterra. Y Craso, con sus riquezas, compra voluntades y legiones. Y luego está César... un hombre joven, sí, pero con una astucia y una ambición que podrían eclipsar a todos ellos. Se mueve en las sombras, pero su influencia ya se siente."

Casio escuchaba, asimilando cada palabra. La Roma que conocía, la de los templos dorados y las procesiones triunfales, era una superficie pulida que ocultaba un volcán en erupción. La República, el ideal por el que sus antepasados habían luchado y muerto, estaba enferma, carcomida por dentro.

"Entonces, ¿qué debemos hacer, padre?", preguntó Casio, su voz cargada de la seriedad que rara vez mostraba. "¿Cómo pueden los Longinos, cómo puedo yo, servir a Roma en estos tiempos turbulentos?".



Su padre lo miró, y en sus ojos se reflejó la sabiduría de años de intrigas y batallas. "Tu vocación, hijo, es la de la estirpe. Debes estudiar, aprender, dominar cada arte que te acerque al poder. La retórica, la ley, la guerra, manipular a las mujeres,... todo te servirá. Y debes elegir con sabiduría tus alianzas. Porque en esta Roma convulsa, los amigos de hoy pueden ser los enemigos de mañana. Y recuerda, Casio: un Longino nunca se dobla. Un Longino siempre encuentra un camino para la gloria, incluso entre las ruinas."



Un esclavo sirvió más pan, sus movimientos tan silenciosos que apenas se percibían, pero el padre de Casio no pareció notarlo, su mente en otro lugar, más oscuro. "Y como si las tensiones internas no fueran suficientes," continuó Lucio, su voz bajando un tono, "la bestia de Espartaco sigue dando zarpazos en el sur. ¿Lo habéis oído, muchachos?. Tres legiones completas destrozadas. Un gladiador tracio humillando a Roma, asesinando a su lanista en Capua, y haciendo un pequeño ejército de bandidos con el resto de gladiadores y esclavos de ese ludus de Capua. ¡Es una afrenta que grita a los dioses!".



Junia frunció el ceño. "Se dice que la horda suma ya más de cien mil. Y no son solo esclavos, Lucio. Son también hombres libres empobrecidos, libertos, desesperados que ven en ese bárbaro una última esperanza. Es el miedo lo que se ha apoderado de los terratenientes."

"Miedo, y con razón," replicó Lucio con un resoplido. "Este hombre, Espartaco, no solo pelea con la ferocidad de una fiera, sino con la astucia de un general consular, pues dijeron que en su pueblo era un noble, un aristócrata de los tracios, un hombre con conocimientos del arte de la guerra y algunos de filosofía y política. Y sus seguidores... se han vuelto invencibles en su desesperación. Las legiones que enviamos son a menudo reclutas, hombres sin la disciplina y el temple de los veteranos, mientras que los gladiadores suelen estar mucho mejor preparados por los repetidos combates en la arena"



Casio, sus ojos oscuros fijos en su padre, preguntó: "¿Y qué está haciendo Roma, padre?. ¿Quién detendrá a este... esta plaga?"

Lucio inclinó la cabeza. "Craso está a cargo ahora, con su fortuna ilimitada y su ambición insaciable. Ha levantado seis nuevas legiones con su propio dinero, algo impensable para un ciudadano privado, ¿comprendéis el poder que eso le otorga y que aprovechará para enriquecerse aún más?. Y dicen que tiene a su lado a un joven, un edil que ya ha demostrado su valor y su audacia... Cayo Julio César."

Al escuchar el nombre, un nuevo escalofrío recorrió a Casio, una extraña mezcla de repulsión y curiosidad. Recordó la mirada de Servilia, el brillo en sus ojos al hablar de ese hombre.

"César, sí," prosiguió Lucio, una sombra de recelo en su voz. "Es un hombre peligroso. Un plebeyo con el ingenio de un aristócrata y el arrojo de un gladiador. Se dice que en la batalla contra los rebeldes está mostrando una crueldad metódica, una frialdad que asusta incluso a los más endurecidos, y que no duda en crucificar a todos cuantos captura, después de tener unas respetuosas conversaciones con estos desgraciados. Él sabe, como Craso, que esta no es solo una guerra contra esclavos, sino una lección para todo aquel que ose desafiar el orden romano. Un gladiador no deseará volver a ser esclavo, y es peligroso por su preparación para los combates, y por eso lo mejor es crucificarlos y dejar que se pudran en una cruz durante largas semanas e incluso meses dejándolo a la vista de otros esclavos". 



Un silencio pesado cayó sobre la mesa, mientras el padre de Casio miraba a sus hijos, sus ojos brillando con una mezcla de furia y un temor más profundo. "Y el castigo... el castigo que ha prometido Craso, y que César sin duda ejecutará con el mismo celo, será... ejemplar. La Vía Apia será el lienzo de la venganza de Roma. Desde Capua hasta la misma Roma, seis mil cruces. Una para cada esclavo. Crucificados, expuestos a la intemperie y a los buitres, para que cada viajero que entre o salga de la capital vea el precio de la rebelión. Seis mil gritos mudos que se alzarán al cielo, un eco constante para las generaciones venideras."

Casio sintió un nudo en el estómago, una imagen vívida y aterradora de los cuerpos retorciéndose bajo el sol, la macabra exposición de la justicia romana. Ya me comentó esto Servilia, padre. Bruto, a su lado, palideció, y Casio notó cómo apretaba los puños bajo la mesa. Aquella era la Roma real, no la de los discursos grandilocuentes, sino la de la sangre y el terror.



"Entonces, ¿qué debemos hacer, padre?", preguntó Casio, su voz cargada de la seriedad que rara vez mostraba. "¿Cómo pueden los Longinos, cómo puedo yo, servir a Roma en estos tiempos turbulentos?"

Su padre lo miró, y en sus ojos se reflejó la sabiduría de años de intrigas y batallas. "Tu vocación, hijo, es la de la estirpe. Debes estudiar, aprender, dominar cada arte que te acerque al poder. La retórica, la ley, la guerra... todo te servirá. Y debes elegir con sabiduría tus alianzas. Porque en esta Roma convulsa, los amigos de hoy pueden ser los enemigos de mañana. Y recuerda, Casio: un Longino nunca se dobla. Un Longino siempre encuentra un camino para la gloria, incluso entre las ruinas."



Carta de Servilia Cepionis a su querido Cayo Casio Longino

Mi querido Cayo,

Te escribo tras la visita de Lucio Licinio Lúculo, sí el viejo lugarteniente de Sila, ya retirado que tiene una mansión en Tívoli que ya ha regresado, y ayer hablando con él, no he dejado de pensar en Roma que ha sido un torbellino de inquietud, y ahora siento la urgente necesidad de volcar mis pensamientos en este papiro, confiando en que mi mensajero encuentre la diligencia necesaria para entregártelo sin demora. Hoy he contemplado de nuevo el rostro de Roma, un rostro cansado y hambriento que no cesa de turbar mi corazón. En el Foro, esa misma arena donde la grandeza y la ruina se entrelazan a diario, he visto a la plebe, nuestra plebe, agolpándose en largas colas frente a los graneros públicos. Eran hombres y mujeres demacrados, con los ojos hundidos por la desesperación, la ropa raída y el aliento viciado por el miedo.

Mientras tanto, los patricios, nuestros iguales, pasaban en sus lujosas literas, con los cortinajes apenas entreabiertos, como fantasmas de una casta ajena al sufrimiento que nos rodea. Su indiferencia, o quizás su impotencia, es un veneno lento que corroe los cimientos de nuestra República. Las colas frente a los graneros, querido Cayo, son tan interminables como las que vi en los peores días de la guerra de Espartaco, y los rumores de revueltas en los barrios bajos, en el Subura, crecen como malas hierbas salvajes después de una tormenta. Siento el aire cargado de una tensión ominosa, un presagio de violencia que me oprime el pecho.

Cayo Julio César, con esa sonrisa que tanto fascina y desconfianza inspira, ha prometido llenar los graneros, aliviar la carga de la plebe y traer orden. Sus partidarios lo ensalzan como el salvador de Roma, el único capaz de imponer disciplina a este monstruo de un millón de almas. Sin embargo, muchos de nosotros, los que observamos con ojos más experimentados y quizás más cínicos, desconfiamos de esa generosidad calculada. Dicen que su altruismo es solo la fina capa que esconde una ambición abisal, más profunda que el propio Averno. ¿Es este hombre, con su carisma arrollador y su astucia incomparable, un verdadero redentor para nuestra moribunda República, o solo un tirano en ciernes, disfrazado con la toga del popularis?. La pregunta me carcome el alma.

Recuerdo, con un escalofrío que aún me recorre la espalda, la espantosa sombra de la Guerra de Espartaco. ¿Te acuerdas, Cayo, de aquellos días de terror?. Aquel gladiador tracio, con su ejército de esclavos desesperados, sembró el pánico en toda Italia. Los campos ardían, las villas eran saqueadas, y nuestras propias legiones, dispersas y desprevenidas, eran humilladas una y otra vez. Se decía que los rebeldes, con sus espadas improvisadas y su furia, eran invencibles. La República, en su arrogancia, había permitido que la herida supurara hasta convertirse en una gangrena. Fue Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, quien finalmente, con una brutalidad metódica y una determinación férrea, logró acorralarlos y aplastarlos. ¡Imagina la visión de los seis mil crucificados a lo largo de la Vía Apia!. Un recordatorio escalofriante del precio de la rebelión. Los olores infernales de los cadáveres podridos colgados en las cruces llegaban hasta Roma, y con esto nos recordaba a amos y esclavos las consecuencias de rebelarse contra Roma.

Pero entonces, Cneo Pompeyo Magno, el joven general adornado por la Fortuna, regresó de Hispania justo a tiempo para aniquilar los últimos focos de resistencia y, con su habitual astucia, reclamar gran parte del crédito por la victoria. Craso, con su orgullo herido, nunca se lo perdonó. Esa rivalidad, esa mezcla de ambición y resentimiento entre dos hombres tan poderosos, ¿no es acaso el combustible que alimenta nuestra actual inestabilidad?.

Y ahora, querido Cayo, la culminación de esas ambiciones desmedidas: el primer Triunvirato. Esa alianza secreta, ese pacto impío entre César, Pompeyo y Craso. Se han dividido el poder como si Roma fuera una mera herencia, pasando por alto al Senado, pisoteando nuestras antiguas leyes y tradiciones. ¿Y el Senado? ¿Vamos a ignorarlo como si no existiera? Nuestros padres se revolverían en sus tumbas si vieran en lo que hemos convertido la República. Tres hombres decidiendo el destino de Roma a puerta cerrada.

Tú, que con tus apenas catorce años ya eres un observador tan agudo de los juegos de poder, que tu mente estoica ya discierne la verdad bajo el oropel de las apariencias, ¿qué piensas de esta situación que nos ahoga?. ¿Crees de verdad que César, con sus promesas de pan y sus legiones victoriosas, es el remedio para nuestros males, o es solo otro síntoma, quizá el más peligroso, de la profunda decadencia que nos carcome desde dentro?. La República, Cayo, está en una encrucijada, y siento que el tiempo se agota.

Habla pronto, querido amigo, porque el silencio de la incertidumbre es insoportable.

Con la esperanza y la angustia que solo una madre puede sentir por el futuro de Roma y de los hombres como tú,

Tu afectísima,

Servilia Cepionis.



EL CRISOL DE RODAS: LA CULMINACIÓN DE SU FORMACIÓN

Años más tarde, cuando el joven Cayo Casio Longino hubo dejado atrás la bulla ruidosa de su niñez con la toga viril, y su educación en Roma, a pesar de sus virtudes, había alcanzado sus límites inherentes a la Urbe, su camino lo llevó, como a tantos otros jóvenes patricios ambiciosos, a la prestigiosa Isla de Rodas. Allí, en la capital helenística de la retórica y la filosofía, con sus mármoles blanqueados por el sol y su aire salado, buscó perfeccionar su oratoria y afilar su pensamiento crítico, siguiendo la estela de hombres que ya eran leyendas. No en vano, tanto Marco Tulio Cicerón, el novus homo (nuevo hombre)  que había ascendido a lo más alto por la fuerza de su verbo, como el propio Cayo Julio César, cuya astucia ya comenzaba a eclipsar a la de cualquier mortal, habían acudido a esta misma escuela para pulir sus habilidades. La excelencia en la palabra no era un mero adorno para los romanos; era la espada más afilada del poder.



Su maestro en Rodas fue el célebre Apolonio Molón, un retórico griego cuya fama trascendía las fronteras y cuya reputación era tan sólida como una roca rodia. Molón era un hombre de presencia recia y ojos de águila, conocido por su estilo preciso y vigoroso; no toleraba la pomposidad vacía ni las florituras huecas que muchos oradores asiáticos consideraban arte. Exigía a sus alumnos no solo la belleza de la expresión, sino, por encima de todo, la fuerza lógica del argumento, la ética inquebrantable del orador y una pasión contenida que fuera más poderosa que cualquier grito. Bajo su tutela, Casio se sumergió en los matices del griego y el latín con una disciplina casi monástica, estudió a fondo la jurisprudencia romana y se zambulló en los grandes debates filosóficos que definían el pensamiento helenístico. Fue allí, en Rodas, donde Casio afianzó su devoción por los principios estoicos, encontrando en la autodisciplina, la templanza y la virtud cívica un contrapeso necesario a la ambición desmedida que sentía bullir en su interior. Las lecciones de Molón le grabaron a fuego que el verdadero poder no residía únicamente en la fuerza de las legiones o la acumulación de oro, sino en la capacidad de forjar la voluntad ajena, no solo con la espada, sino con la palabra.

Un día, en el sobrio anfiteatro de la escuela, mientras el sol de Rodas caía a plomo, Molón observaba a Casio practicar un discurso sobre la necesidad de la disciplina en el ejército. El joven patricio, aunque ya dotado de una mente aguda y una voz clara, tendía a divagar en largas explicaciones filosóficas sobre la virtud, perdiendo el hilo del objetivo práctico: la persuasión.

"Basta, Cayo. Detente ahí," interrumpió Molón, su voz sin aspereza, pero con la autoridad de quien ha escuchado demasiados discursos vacíos. "Tus ideas son sólidas, casi irrefutables. Pero estás hablando a las nubes, muchacho, no a los hombres. ¿A quién crees que convencerás con esa retahíla de verdades incuestionables?".

Casio, con una ceja alzada, se detuvo, el rollo de papiro en la mano. "A la razón, maestro. La verdad no necesita adornos."



Molón se permitió una sonrisa sardónica. "La verdad, Cayo, es un asunto complicado para los filósofos. Para el hombre común, la verdad es lo que le conviene escuchar en ese momento. Y tu trabajo, como orador y futuro hombre de Estado, no es recitar la verdad, sino hacer que sea aceptada. ¿Entiendes la diferencia?"

"¿Debo mentir, entonces?" Casio espetó, un atisbo de indignación en su tono estoico.

"No seas simplista, Casio. Solo los idiotas creen que el mundo se divide entre el blanco inmaculado y el negro más profundo," replicó Molón, sus ojos fijos en el joven. "La vida es un tapiz de grises, y la política, el tejido más intrincado de todos. La cuestión no es mentir, sino cómo presentas tu verdad. Imagina que debes convencer a un legionario cansado y hambriento de marchar un día más. ¿Le hablarías de la virtud del deber cívico, de la gloria de Roma, o de la promesa de un buen botín al final del camino?. ¿O quizás de la vergüenza de la retirada?".



Casio consideró esto, la implicación práctica calando más hondo que cualquier silogismo. "Del botín, supongo. Y de la vergüenza."

"¡Ahí lo tienes!. Has tocado el resorte de su motivación. Los hombres, Casio, no son meras máquinas de razón. Son criaturas de pasiones, de miedos, de esperanzas y, sobre todo, de intereses. Tu deber como orador es descubrir esos intereses y mostrarles cómo tu verdad se alinea con ellos. No es deshonesto; es la única forma de mover el mundo."



Molón se acercó, su mirada penetrante. "Demóstenes, el más grande de todos, solía decir que los tres elementos más importantes de la retórica eran 'entrega, entrega y entrega'. Y no se refería solo a la forma en que mueves las manos o modulas la voz, aunque eso también es vital. Se refería a la convicción. A que cada palabra salga de ti como un dardo certero, no como una pluma que se la lleva el viento."



"La gente en el Foro, en la Asamblea, en el Senado, no busca la verdad absoluta. Busca soluciones a sus problemas, consuelo a sus miedos, o la confirmación de sus propios prejuicios. Si les hablas de abstractos ideales cuando sus estómagos rugen, te ignorarán. Si les presentas una verdad que choca con sus intereses, te abuchearán. Si les ofreces una verdad que les beneficia, te aclamarán como un dios. Tu tarea es encontrar esa convergencia."



"Así que, la próxima vez que prepares un discurso, no pienses solo en lo que es correcto decir, sino en lo que será efectivo. Piensa en el granjero que escucha, en el soldado que te sigue, en el senador que busca poder. ¿Qué los mueve?. ¿Qué los asusta?. ¿Qué los excita?. Desnuda la naturaleza humana, Casio, y tendrás la llave para abrir cualquier puerta."



Casio asintió lentamente, la lección de Molón resonando en su mente. Era una verdad cruda, casi cínica, pero innegablemente práctica. La filosofía estoica le daría la fortaleza para sobrellevar la vida, pero el arte de la persuasión de Molón le daría las herramientas para moldearla. Comprendió que la maestría táctica que buscaba en el Campo de Marte, esa capacidad de ver la batalla como un juego de ajedrez, tenía su equivalente en la arena política: un juego donde las piezas eran hombres, y la victoria dependía de comprender sus verdaderos motores, no solo sus nobles aspiraciones.



Tras un par de años de disciplina intelectual en Rodas, Cayo Casio Longino se despidió de las costas helenas sin grandes pompas, su mente ya enfocada en el regreso a la Urbe. Su partida fue tan sobria como su carácter, embarcándose en un barco mercante, un carguero de grano o ánforas de vino, por el cual pagó su pasaje, lejos de las galeras de lujo de otros patricios. La nave, robusta y funcional, se balanceaba perezosa sobre las aguas zafiro del Egeo, luego las turbulentas del Adriático, su proa surcando el mismo camino que innumerables comerciantes y soldados habían recorrido antes.



A bordo, el hedor a salitre, pescado y humedad se mezclaba con el traqueteo de la jarcia y el canto monótono de los marineros. Mientras el joven Casio observaba el horizonte infinito, su mirada no buscaba distracciones, sino la línea imaginaria que conectaba la isla de su formación con la orilla de su destino. Había zarpado de Roma siendo un muchacho con promesas; regresaba como un hombre cuya mente había sido cincelada por la razón estoica y afilada por la retórica de Molón. Llevaba consigo no solo pergaminos y nuevas ideas, sino una comprensión más profunda de la naturaleza humana, una visión clara de los vicios y las virtudes que forjaban y corrompían a los hombres.



Cada día de la travesía, bajo el sol implacable o las estrellas indiferentes, Casio repasaba las lecciones aprendidas: la futilidad de la pasión desmedida, la inquebrantable lógica del deber, la fría maestría de la palabra como arma. Sabía que la Roma a la que volvía no era la misma que había dejado. Las noticias de las intrigas, las alianzas cambiantes y la ambición desenfrenada ya lo habían alcanzado en Rodas. El viaje era un puente entre su etapa de estudio y el crisol de la política que le esperaba. Al avistar la costa de Italia, una tierra de promesas y peligros, sintió que no solo regresaba a casa, sino que se adentraba, con una resolución inquebrantable, en el tablero de ajedrez más grande y sangriento de todos: la lucha por el alma de la República. Tras unos días de navegación, Casio Longino desembarcó de nuevo en Ostia, para emprender luego el corto camino hacia Roma, ansiando el reencuentro con su familia. 



Esa noche, mientras yacía en su estrecho lecho en la casa del Palatino, los sonidos de Roma filtrándose por las contraventanas —el traqueteo lejano de los carros, el ladrido de los perros, el murmullo de los esclavos en las cocinas—, los pensamientos de Casio bullían. Veía el rostro de Servilia, sus ojos que parecían atravesarlo, y sentía un destello de algo peligroso, algo que susurraba de poder y traición. Pensó en Bruto, su amigo y rival, cuya fuerza silenciosa era un desafío constante. Y pensó en los hombres cuyos nombres ya eran leyendas: Pompeyo, Craso, y ese joven advenedizo, Julio César, cuya estrella comenzaba a brillar con una luz cegadora.



César. El nombre se le clavó como una espina. Lo había visto una vez, un joven larguirucho de veinte años, caminando por el Foro con una confianza que rayaba en la insolencia. Había algo en César que irritaba a Casio, una arrogancia despreocupada que parecía burlarse del peso de la tradición. César no era patricio, pero se movía como si hubiera nacido para gobernar. Los labios de Casio se torcieron al recordarlo. No sería eclipsado por el hijo de un plebeyo, no importaba cuán astuto o carismático fuera. Los Longinos eran la columna vertebral de Roma, y él lo demostraría. En su fuero interno, sin embargo, una voz le susurraba que el brillo de César era innato, mientras el suyo, el de Casio, era el fruto de una voluntad férrea, de una ambición que a veces se sentía como una condena, fruto de estudiar las estrategias militares que eran como juegos de ajedrez, y la lectura de largos e interminables rollos de pergaminos con lo mejor de la filosofía, la política, y el resto de todos los saberes acumulados que estaban almacenados en la biblioteca de la domus Casia.



Mientras el sueño lo reclamaba, Casio soñó con la tribuna, con una multitud pendiente de cada una de sus palabras, con el asentimiento aprobador de Servilia que le miraba en la distancia, con el respeto a regañadientes de Bruto, su amigo íntimo y medio primo. Pero en las sombras de su sueño, otra figura se alzaba: alta, de cabello dorado, con ojos que ardían con un destino implacable: César. Incluso en el sueño, Casio sentía el aguijón de la rivalidad, la promesa de un conflicto que moldearía la República... y quizás la rompería. Y el algunos momentos también recordaba a Marco Tulio Cicerón, ese chico tan brillante, que tanto dominaba la jurisprudencia y tan eficaz era en los tribunales, que los más ricos se le disputaban sus servicios. 



Los años venideros lo pondrían a prueba, lo moldearían, lo forjarían en el crisol de las ambiciones de Roma. Por ahora, era solo un muchacho, un Longino con un corazón lleno de fuego y una mente afilada por sueños. Pero las semillas de la grandeza —y de la tragedia— ya estaban sembradas, esperando el calor de la historia para hacerlas florecer.



EL PERFUME DEL SUBUBA: UN ENCUENTRO EN LA SOMBRA

La litera depositó a Cayo Casio Longino en el límite tolerable del Subura, el barrio infame y vibrante que se aferraba como una sanguijuela a las faldas del Esquilino. El joven patricio, apenas superados los veinticinco, se apeó con un gesto de impaciencia, respirando el aire espeso de la noche romana. Aquí, el incienso de los templos se ahogaba en el hedor a cloaca abierta, a pan fermentado, a sudor y a la acidez punzante de los establos. El ruido era un martillo constante: el chirrido de los carros, las voces agrias de los taberneros, el grito ahogado de una riña, el murmullo incesante de una vida apretujada que nunca dormía. Cassio, que valoraba la pureza y el orden por encima de todo, sentía una aversión visceral por la vulgaridad de aquel lugar, pero sus propios instintos, a veces tan desordenados como el barrio mismo, lo traían aquí en noches como esta.

Se abrió paso entre la masa de artesanos tardíos, esclavos que regresaban a sus insulae, los bloques de viviendas sobrepobladas y figuras sombrías que se deslizaban por los callejones. Sus ojos, acostumbrados a la simetría de las villas y la fría elegancia del Palatino, registraban el caos: las casas de varios pisos que se inclinaban unas sobre otras, los hilos de ropa tendida que cruzaban los patios como telarañas, las antorchas que danzaban en los umbrales de los burdeles, proyectando sombras deformes. Su destino no era uno de esos establecimientos bulliciosos, sino una pequeña casa de dos plantas oculta tras un arco desvencijado, conocida por la discreción de su dueña y por la mercancía singular que albergaba.



La puerta se abrió sin ruido, y una esclava con rostro cansado lo condujo por un pasillo estrecho, donde el aroma a sándalo intentaba, sin éxito, disfrazar los olores subyacentes del lugar. La habitación, iluminada por una lámpara de aceite, era pequeña pero limpia, decorada con un gusto que, para el Subura, era casi un lujo. Y allí, reclinada sobre cojines de lana, estaba Corinna, una esclava sexual.

No era una mujer de alta cuna, lo sabía Casio por cada movimiento de su boca, por la forma en que el oro barato brillaba en sus dedos. Pero su belleza era innegable, cruda, casi agresiva, capaz de perforar las capas de su estoicismo aprendido. Sus ojos, grandes y de un inusual tono verdoso, brillaban con una picardía callejera, y su cabello, de un castaño oscuro que caía en ondas salvajes, era el marco perfecto para unos labios carnosos y una nariz pequeña y recta. Su cuerpo, exhibido con una desvergüenza que hubiera como escandalizado a su madre, era de una perfección voluptuosa, aunque su madre indirectamente le empujaba a yacer con hermosas hembras para que mantuviera viva, despierta y firme su virilidad masculina, que procuraba que en lo posible no faltaran los testículos asados en la dieta de su hijo, pese a que era bastante caro de obtener.



"Mi joven patricio," gorjeó Corinna, su voz ligeramente ronca, su acento vulgar a pesar del tono meloso. "Has vuelto. Creí que las celdas de tu filosofía ya te habrían encadenado para siempre"."O que habrías encontrado una patricia con el coño más apretado y la dote más grande."

Casio se permitió una sonrisa casi imperceptible, su rostro usualmente tan serio, levemente distendido por la atracción. "La filosofía, Livia, es una armadura, no una jaula. Y a veces, uno necesita quitarse la armadura para respirar un aire diferente." . Igual después del entrenamiento militar en el Campo de Marte, también necesito que una hembra como tú me proporcione la calentura que me excita.



"¿Y te gusta el aire del Subura?" rio ella, extendiendo una mano para acariciar su mejilla, un gesto que él permitió, a pesar de la molestia que le causaban sus uñas no del todo limpias. "Eres diferente a los otros. Menos parlanchín, más... pensativo. ¿Te aburre mi charla?".



"Tu charla es un contrapunto necesario a las vanas disquisiciones del Senado," respondió Casio, su mirada deteniéndose en sus ojos. En ellos, a veces, creía ver un atisbo de inteligencia, una astucia que la hacía más que una simple cortesana.



La conversación, como era habitual entre ellos, derivó en trivialidades del día, pequeños chismes del barrio, las quejas sobre el precio del pan o la calidad del vino aguado. Casio escuchaba con una parte de su mente, la otra absorbida por la simple fisicidad de la mujer. Cuando el momento llegó, la vulgaridad de Corinna se desvaneció bajo la maestría instintiva de sus caricias, y Casio se abandonó a una liberación que su ordenada vida patricio rara vez le concedía. La penetró, sintió la inmensidad del placer con su pené dentro de su juvenil y húmeda vagina, llegó al orgasmo sintiéndose como en la gloria, y eyaculó dentro de ella, que cuando se la sacó y se veía salir el semen de la vagina, Corinna le sonrió.

Cuando el fuego del placer se hubo aplacado, y ambos yacían sobre los sencillos cojines, la conversación languideció en susurros. Corinna, con un dedo que trazaba círculos ociosos sobre su pecho, rompió el silencio.



"Sabes, Casio," comenzó ella con una voz somnolienta, "eres un buen amante. Firme y con propósito. No como algunos... tan llenos de su propia importancia que creen que una mujer es solo un objeto para su placer." Hizo una pausa, y su risa, baja y un poco áspera, llenó el pequeño espacio. "El mismísimo Julio César, por ejemplo. Él también me ha visitado más de una vez en esta misma habitación". Añadió con una risa baja y conspiradora: "Aunque te diré un secreto. Tiene la polla de un dios, pero a veces se corre más rápido que un recluta asustado. El poder cansa, supongo."



La sangre de Casio se heló en sus venas. El nombre, pronunciado con tanta ligereza en aquel contexto íntimo, fue como un golpe en el plexo solar. El mismo famoso Cayo Julio César. El hombre cuya ambición ya era un cáncer creciendo en el corazón de la República. El orador brillante, el militar victorioso, el edil que complacía a la plebe con juegos cirquenses pagados de su propio bolsillo, el seductor implacable que yacía con todas las jóvenes patricias de Roma… ¿había compartido esa misma cama, esos mismos labios vulgares, ese mismo cuerpo que ahora sostenía entre sus brazos?. La imagen era incongruente, nauseabunda, y a la vez, extrañamente fascinante.



Se tensó imperceptiblemente, y Corinna, con la sensibilidad de quien vive de las reacciones ajenas, lo notó. "¿Te ha sorprendido, joven patricio?. No seas tan ingenuo. Los hombres de poder, todos ellos, buscan el mismo alivio, sea en los brazos de una matrona respetable o en los de una... como yo." Se encogió de hombros con una naturalidad desarmante. "Viene a veces, cuando está en Roma. Le gusta la discreción y que una no haga preguntas. Y paga bien, muy bien, aunque es... cómo decirlo... más lento. Va al grano, como en todo lo que hace, y sabe que contenerse antes de soltar su líquido vital produce mucho más placer y disfrute en las mujeres. Me contó que su madre, Aurelia Cotta, que es dueña de varios apartamentos aquí en el barrio, le enseñó cómo se tiene que follar a una mujer".



Casio no respondió de inmediato. El aire en la habitación parecía haberse vuelto más denso, cargado con el espectro de César. La revelación no era solo un chisme trivial; era una fisura, una grieta inesperada en la imponente figura del rival en ciernes. Mostraba una faceta de él, sí, la de su libertinaje conocido, pero también la de su pragmatismo, su capacidad de mezclarse con lo más bajo de Roma sin pestañear, de buscar el placer más allá de las convenciones, para que hablaran de él en todo el barrio y esto suponía más votos de la plebe en los comicios. Y a Casio, el estoico que buscaba el orden y la virtud, esa familiaridad de César con la vulgaridad del mundo, esa facilidad para moverse entre ella sin mancharse, le pareció más inquietante que cualquier discurso ambicioso. Esa noche, la Subura no solo le había ofrecido un escape carnal, sino una lección incómoda sobre la verdadera naturaleza del poder en Roma.




LA BODA DE CAYO CASIO LONGINO CON JUNIA TERTIA, HIJA DE SERVILIA CEPIONIS Y HERMANASTRA DE MARCO JUNIO BRUTO


El sol de Roma, un orbe de oro incandescente en el cielo azul cobalto, se cernía sobre el Palatino. Sin embargo, en la domus de Servilia Cepionis, el aire vibraba con una tensión que no era de calor estival, sino de expectativa. Era el día de la boda de su hija, Junia Tertia, con Cayo Casio Longino. Un evento no solo de unión familiar, sino de sutiles equilibrios políticos y de la forja de nuevos eslabones en la inquebrantable cadena de la aristocracia romana. Habían rumores de que Junia Tertia, hermanastra mayor de Marco Junio Bruto, no era hija del primer marido de Servilia, sino que era la hija secreta de Cayo Julio César, fruto de una noche llena de locura y pasión entre unos jovencísimos Servilia Cepionis, y César. Y como la propia madre de Servilia sentía una especial atracción y admiración por el joven Cayo Casio Longino, dado que le gustaban mucho los hombres de aires marciales de la nobleza, esta boda tenía un especial significado para ella: se convertiría en la suegra de Casio, una cosa que le llenaba de mucha satisfacción, reforzando el vínculo que ya tenía con él. 

La suya no había sido una historia de amores furtivos o pasiones desatadas en los jardines de las villas. En la Roma patricia, el matrimonio era, ante todo, una alianza. Las familias Junia, de antigua y venerable estirpe, y la Cassia, no menos ilustre, habían concertado la unión cuando Junia Tertia era aún una niña que jugaba con muñecas y Casio, un adolescente de rostro adusto que ya devoraba volúmenes de filosofía griega. Fue la propia Servilia de la familia de los Cepiones, la matrona brillante y pragmática, quien, con la sutil habilidad de quien mueve los hilos del destino, vio la conveniencia de la unión. Casio, sobrino de Quinto Casio Longino, era un joven de prometedora inteligencia, ya tocado por el estoicismo, y con una ambición fría y calculada que Servilia, acostumbrada a la grandeza, supo apreciar.



Los esponsales se celebraron con la formalidad debida, un intercambio de anillos y promesas bajo la supervisión de los paterfamilias y diez testigos. El noviazgo transcurrió con la decorosa distancia que la costumbre imponía. Se encontraron en banquetes formales, en los paseos por el Foro o durante los juegos públicos. Junia Tertia, más retraída que sus hermanas, poseía una quietud que a Casio, siempre en ebullición interna, le resultaba extrañamente atractiva. No era una belleza deslumbrante como otras jóvenes que se pavoneaban en las procesiones, sino de una elegancia serena, con unos ojos oscuros que parecían comprender más de lo que sus pocas palabras revelaban.



Casio, por su parte, nunca fue un hombre de galanterías vacías. Cuando conversaban, él prefería las disquisiciones sobre la política de la República, la decadencia moral de ciertos nobles o los principios de la ley. Junia, para sorpresa de muchos, no se aburría. Escuchaba con atención, y sus pocas intervenciones denotaban una mente perspicaz, capaz de captar la esencia de sus argumentos. En una ocasión, mientras paseaban por los jardines de Lúculo, Casio se quejó de la corrupción rampante que asolaba el erario público. Junia, sin levantar la voz, comentó: "Quizás la verdadera enfermedad de Roma no es la falta de dinero, sino la falta de hombres incorruptibles." Casio la miró entonces con un interés renovado. Esa fue su forma de cortejarse: un respeto mutuo forjado en la inteligencia y en un ideal compartido, aunque aún incipiente, de una República más justa. La pasión, si existía, sería un brote lento, cultivado en la tierra árida del deber.



Días después, mientras paseaban por el bullicioso Subura, Casio y Junia se detuvieron discretamente ante un improvisado tribunal callejero. Un praetor menor, sentado en un estrado tosco, escuchaba el pleito entre un carnicero y un panadero por una deuda impagada. La multitud observaba con avidez, vociferando opiniones. "Observa," susurró Casio a Junia, su voz un murmullo grave. "La justicia, en su forma más cruda, se despliega ante la plebe. Incluso en lo cotidiano, el orden es una aspiración." Junia asintió, sus ojos oscuros siguiendo cada gesto del praetor. "Es un recordatorio, Casio, de que la ley es el andamiaje que sostiene incluso los cimientos más humildes de la sociedad," respondió ella, con una quietud serena. "Sin él, todo se derrumba en el caos. Es una pequeña Roma, reflejo de la grande." Casio la miró, una chispa de aprobación en sus ojos. Compartir una escena tan mundana y encontrar en ella una lección de Estado, era una forma inusual de intimidad para ellos.

"Nuestra República, Junia," explicó Casio, su voz grave y medida, "está sangrando por la avaricia y la inestabilidad. La riqueza no reside solo en las minas de Hispania o el grano de Egipto, sino en la confianza y el orden. Para que Roma vuelva a prosperar, primero debemos restaurar la disciplina en el Estado. Las guerras civiles han arruinado a nuestros agricultores, han cortado las rutas del comercio y han vaciado el erario público con caprichos y sobornos."



Hizo una pausa, su mirada fija en la distancia. "Necesitamos una administración justa y eficiente de nuestras provincias, que envíen sus riquezas a Roma sin ser despojadas hasta la ruina, porque una provincia arruinada no puede ser una fuente constante de prosperidad. Hay que garantizar la seguridad de los mares y los caminos, para que nuestros mercaderes no teman por sus naves y sus caravanas, y por esto hay que perseguir y condenar a todos los bandidos y piratas. Y, por encima de todo, Junia, el Estado debe ser un garante de la ley y la justicia, para que la propiedad sea respetada, los contratos honrados y la inversión no huya por miedo a la confiscación o la anarquía. Los hombres solo invierten y prosperan donde hay estabilidad."



"Y la prosperidad no solo nace de lo que tomamos," añadió Casio, con un gesto hacia las colinas de Roma, "sino de lo que construimos. Piensa en los acueductos que traen el agua vital, en las nuevas insulae que albergan a nuestra creciente población, en los foros y templos que embellecen nuestra ciudad. Cada piedra que se talla, cada viga que se levanta, cada canal que se excava, es un motor que dinamiza nuestra economía. Da trabajo a canteros, a albañiles, a carpinteros, a herreros, a transportistas. Genera ganancias para los comerciantes de materiales, para los arquitectos que diseñan y para los redemptores que coordinan. Una obra pública es una red inmensa de actividad que alimenta a muchos gremios y hace circular la moneda, creando riqueza para la plebe y para los patricios por igual. Es la arteria por donde fluye la vida de Roma."



Concluyó, su voz adquiriendo un tono de convicción: "No se trata de repartir mendrugos a la plebe, que solo fomenta la holgazanería, sino de crear un sistema donde el trabajo honrado sea recompensado y la prudencia en las finanzas públicas nos libere de la deuda. Solo una Roma gobernada con razón y virtud cívica podrá ser verdaderamente la ciudad más rica y próspera del mundo, una fuerza que no devora su propio cuerpo para alimentar el capricho de unos pocos."



Junia Tertia lo escuchó con atención, sus ojos oscuros fijos en él, absorbiendo cada palabra. Cuando Casio terminó, ella asintió lentamente, una serena comprensión en su rostro. "Comprendo, Casio," dijo, su voz tranquila. "No es solo una cuestión de leyes o de monedas, sino de la voluntad de los hombres. Solo si el Estado demuestra honor y firmeza, el pueblo encontrará la confianza para reconstruir. Tu visión... es la senda de la virtud aplicada a Roma."



El sol declinaba hacia el oeste, tiñendo el cielo de Roma con tonos anaranjados. Se encontraban solos en una de las terrazas de la domus, con la vista sobre los tejados de la ciudad que pronto sería su hogar compartido. Junia se volvió hacia Casio, una pregunta en sus ojos, más seria de lo que su habitual quietud revelaba.

"Casio," comenzó ella, su voz apenas un susurro que se mezclaba con la brisa vespertina. "Mañana, nos uniremos ante los dioses y los hombres. Entiendo las alianzas, las expectativas de nuestras familias. Pero, ¿qué concepto tienes tú del matrimonio, más allá del deber y la política? ¿Y cómo puedes garantizarme que me serás fiel, que me protegerás siempre, en un mundo tan volátil como el nuestro?".



Casio la miró fijamente, sin parpadear. No había en sus ojos el cálculo frío del político, sino una profunda seriedad, una honestidad brutal que rara vez mostraba. "El matrimonio, Junia," respondió él, su voz grave, "para un hombre como yo, no es un lecho de pasiones fugaces, sino un pacto. Es la fundación de una domus, la continuidad de un gens, y la forja de una sociedad privada que debe ser tan sólida como el Estado que anhelamos."



"La fidelidad," continuó, acercándose a ella, sus ojos fijos en los de Junia. "No es una emoción caprichosa, sino una decisión, una virtud. Para un epicúreo, la verdadera felicidad reside en la tranquilidad del alma, en la ausencia de turbación. Engañar es una traición, no solo a la persona, sino a la propia razón. Seré fiel porque es lo lógico, lo honorable, lo que me dicta la virtus. Mi palabra es mi fides, y mi fides es inquebrantable."



"En cuanto a protegerte," su voz adquirió un tono de acero, "Reconozco que soy un hombre de guerra, Junia. La vocación la sentí en los ejercicios del Campo de Marte, y las historias que me contaban sobre Cayo Mario y Sila, aparte de las tertulias sobre la guerra de Espartaco que tuve en casa. Presiento que mi vida será un campo de batalla. Y sé que me expongo a los peligros de este mundo mejor que nadie. Mi escudo no solo defenderá a Roma, sino también a mi casa y a quienes viven bajo mi techo. Mi protección no es una promesa vacía, es mi naturaleza. Te protegeré con mi fuerza, mi astucia y, si es necesario, con mi vida. Siempre. Nuestra unión será una fortaleza en medio de la tempestad de Roma. Esta es mi promesa, Junia. Una promesa de un hombre de principios, no de meras palabras, y además porque sé que tú sabrás ser una esposa digna de un romano digno."



Junia lo escuchó, y una tenue sonrisa apareció en sus labios. No era una sonrisa de alegría desbordante, sino de una profunda satisfacción, de una comprensión mutua. La firmeza de sus palabras, su franqueza, le ofrecían una seguridad que ninguna galantería vacía podría haberle dado. En ese momento, entendió que el deber y la razón de Casio eran, para ella, la forma más sólida de amor.



El día de la boda, la casa de Servilia era un hervidero de actividad contenida. A primera hora, al alba, se habían tomado los presagios examinando entrañas de animales. Un sacerdote adivino, con las manos manchadas de sangre y las entrañas humeantes de un cordero sacrificado, había declarado que las señales eran favorables, un alivio palpable para todos. Junia, con el rostro pálido pero sereno, había dedicado sus juguetes de infancia y su amuleto protector a los dioses del hogar, despidiéndose simbólicamente de su niñez. Su cabello, peinado en seis trenzas que una matrona de honor (una mujer que solo había conocido un marido, símbolo de buena fortuna conyugal) había separado con una horquilla en forma de lanza ritual, se cubría ahora con el velo nupcial color llama, un velo de un vibrante color naranja-llama que ocultaba casi por completo su rostro. Su túnica nupcial blanca y sencilla, de lino inmaculado, caía hasta sus tobillos, y una corona de flores de azahar y mirto adornaba su cabeza.



Los invitados comenzaron a llegar, sus togas impolutas fluyendo por los patios principales. Allí estaban los pilares de la República: el orador Marco Tulio Cicerón, su rostro surcado por las preocupaciones de la política, intercambiando saludos con Marco Porcio Catón, el Censor, de mirada austera y principios inquebrantables, tío de Bruto y una figura de enorme autoridad moral para Casio. Se percibía la presencia sutil pero omnipresente de la facción conservadora. También se divisaba a Gneo Pompeyo Magno, el gran Pompeyo, regresando triunfante de sus campañas, su semblante grave pero con un aire de dueño del mundo. Su sola presencia otorgaba un peso inmenso al evento. Incluso se susurraba que algún representante del círculo de Julio César había enviado felicitaciones, un gesto diplomático en la tensa calma política.



Las impresiones se intercambiaban en susurros. "Una Junia más, atada a un Casio. Buena sangre, sin duda," murmuraba un senador entrado en años, sopesando las implicaciones de la alianza. "Casio tiene una mente aguda, pero le falta la flexibilidad de su suegro," comentaba otro, refiriéndose a Silano. Los pocos que se atrevían a acercarse a los novios para las felicitaciones se encontraban con una Junia reservada, que respondía con la gracia aprendida, y un Casio formal, cuyos ojos, sin embargo, brillaban con una contenida intensidad.

La ceremonia se celebró en el patio principal de la casa, bajo la atenta mirada de los diez testigos. La matrona de honor, una anciana de la familia Junia, unió las manos derechas de Casio y Junia en la unión de las manos derechas, el gesto central que sellaba el vínculo. Los sacerdotes pronunciaron las fórmulas sagradas del rito solemne del pan de boda, mientras se ofrecía un pastel de harina de trigo, símbolo de la fertilidad y la prosperidad compartida. Casio, con voz firme, pronunció el juramento solemne, y Junia, con una voz apenas audible pero clara, recitó la fórmula inmemorial: "Donde tú seas Cayo, yo seré Caya"—, sellando su destino al del hombre que ahora era su esposo. Se le entregaron una rueca y un huso, símbolos de su rol como ama de casa, la que cuidaría del hogar.

El banquete de bodas fue un festín digno de las fortunas unidas. La sala de banquetes de Servilia se desbordaba con los invitados reclinados en los lechos, mientras los esclavos se movían con la eficiencia de sombras, sirviendo manjares: pavo real asado, ostras del Lacio, salsa de pescado fermentada de Hispania, vinos de Falerno que fluían como el Tíber. La música de las flautas y liras llenaba el aire, y los versos humorísticos y pícaros, canciones a menudo obscenas y que se suponía alejaban el mal de ojo, provocaban carcajadas forzadas entre los más pudorosos y risas genuinas entre los libertinos. La atmósfera era de celebración desbordante, pero Casio, incluso en el regocijo, notaba las miradas furtivas, los susurros de la política. Se hablaba del poder creciente de César, de la ambición de Pompeyo. Incluso en su boda, Roma recordaba a sus hijos sus verdaderas obligaciones.



Con la caída de la noche, llegó el ritual de la procesión nupcial a la casa del esposo. Con antorchas crepitantes y las flautas sonando con más fuerza, la comitiva nupcial acompañó a los recién casados desde la casa de Servilia hasta la de Casio. El simbolismo de la "abducción" era evidente: Casio, fingiendo fuerza, arrebató a Junia de los brazos de su madre, un acto simbólico de la ruptura con su familia de origen. Los invitados arrojaban nueces y dulces a la pareja, una bendición para la fertilidad. La multitud en las calles, los plebeyos del barrio, se unían a la algarabía, curiosos por ver el paso de la nobleza en uno de sus ritos más públicos.



Al llegar a su nueva casa, Casio, siguiendo la costumbre inmemorial, levantó a Junia en brazos y la llevó sobre el umbral para evitar que tropezara, un presagio funesto. Ella, con la solemnidad del rito, untó los postes de la puerta con grasa animal y envolvió lana alrededor de ellos, buscando la protección de los dioses del hogar. En el patio principal, encendió con sus propias manos la hoguera en el nuevo hogar.

Finalmente, la comitiva se dispersó, dejando a los recién casados solos en la privacidad de su dormitorio, la alcoba nupcial. Una esclava ya había preparado el lecho, adornado con flores y ungüentos perfumados. Junia, liberada de su velo flameante, se sentó al borde del lecho, su corazón latiendo con una mezcla de aprensión y curiosidad. Casio se acercó, su rostro iluminado por la luz tenue de la lámpara de aceite.



"Junia," comenzó Casio, su voz más suave de lo que solía ser, despojada de la rigidez del Foro. "Este es un comienzo. No uno de pasión ardiente, quizás, como muchos poetas cantan, sino de un deber que también es una promesa. Soy un hombre de principios, entrenado en la razón. Sé lo que Roma espera de este matrimonio: hijos para el Estado, una alianza para nuestras grandes familias."



Junia lo miró a los ojos, su calma exterior enmascarando una profunda reflexión. "Y yo soy una hija de Roma, Casio. Entiendo el deber. Pero también sé que incluso el deber más noble puede forjarse en algo más duradero. La razón, tal como la he escuchado de ti, no excluye el respeto, ni la comprensión."



Casio asintió, su mirada fija en ella. "El respeto, sí. Lo he encontrado en ti, Junia. Una mente que no se doblega ante la banalidad, una voluntad que no flaquea. Y la comprensión... espero que crezca entre nosotros. La política es un juego de sombras y puñales, y necesitaré una compañera que comprenda los riesgos, que vea más allá de las apariencias." Se sentó a su lado, la distancia entre ellos disminuyendo. "César, Pompeyo, Craso... los hombres de nuestra época son voraces. La República es un barco sin timón, a merced de los vientos. ¿Crees que podremos, tú y yo, ser más que meras piezas en su juego?".



Junia extendió su mano, colocando sus dedos ligeramente sobre los de Casio, un gesto inesperado de intimidad. "La razón nos enseña a aceptar lo que no podemos cambiar, y a actuar con coraje en lo que sí podemos. Nosotros no elegimos el mar embravecido, Casio, pero sí el rumbo de nuestro barco. Construiremos nuestra propia casa, nuestra propia fortaleza, y desde ella, con la razón y la virtud como guías, quizás podamos influir en la tempestad. Sé que eres un hombre de principios férreos. Y yo... yo no busco solo un marido, sino un compañero en el camino."



Sus palabras, pronunciadas con una quietud serena, penetraron en Casio de una forma que pocas veces había experimentado. No eran las súplicas emotivas de una mujer joven, sino la voz de una igual, una compañera forjada en la misma disciplina. En sus ojos, Casio vislumbró no solo la promesa de la continuidad de su linaje, sino la posibilidad de una alianza de mentes, una complicidad silenciosa en un mundo turbulento. La consumación de su matrimonio no sería un mero acto físico, sino el inicio de una unión más profunda, una sociedad forjada no solo por la sangre y la ley, sino por el respeto mutuo y la promesa de un futuro compartido, por incierto que fuera el destino de Roma. Bajo las estrellas impasibles, la casa de los recién casados guardaba el eco de una nueva vida que comenzaba.



"Date la vuelta, Junia, quiero penetrarte por detrás" susurró Casio, su voz apenas un roce contra el oído de ella. Había una urgencia contenida en su tono, una necesidad que su estoicismo apenas lograba disfrazar.



Junia sintió el calor de su aliento en la nuca y un escalofrío le recorrió la espalda. Obedeció sin objeciones, girando sobre sí misma hasta que su espalda quedó contra el pecho de él. La oscuridad de la alcoba, solo rota por el parpadeo de una lámpara lejana, era un cómplice silencioso de la intimidad naciente. Experimentó enorme placer al sentir el miembro erecto de su marido dentro de ella, notó que había soltado su semilla vital,  y creyó que por fin, ya estaba fecundada. 



CAPÍTULO 2: EL SENDERO DE ARENA Y LA TRAMPA DE CARRAS

Unos cinco años después, en el año 53 a.C., las arenas de Siria crujían bajo el peso de las sandalias romanas, mientras el sol abrasador del verano levantino castigaba la tierra con un calor pegajoso que se adhería a la piel como una segunda túnica, un calor que parecía fundir el mismísimo espíritu de los hombres. Antioquía, la joya del Oriente romano, se alzaba como un faro de opulencia en medio de la vasta provincia, sus calles de piedra pulida resonando con el bullicio políglota de mercaderes griegos, judíos, árabes y sirios. Los mercados, verdaderos laberintos de aromas y colores, rebosaban de sedas que se deslizaban como agua, especias de Arabia que picaban en la nariz y el aroma embriagador de los higos maduros. Los templos de mármol, dedicados a Apolo y a Baal, exhalaban nubes de incienso que se mezclaban con el olor acre del sudor humano, el dulzor de los dátiles y el estiércol de las mulas. El chirrido monótono de los carros de dos ruedas y el rasgueo lejano de un laúd sirio se fundían en una cacofonía constante. En las tabernas, el vino de Chipre fluía como un río, mientras los soldados romanos, con sus túnicas polvorientas, jugaban a los dados y maldecían su suerte bajo el mando de Marco Licinio Craso, el hombre cuya ambición amenazaba con consumirlos a todos.



Las ciudades de Siria, bajo el dominio romano, eran crisoles vibrantes de culturas y lenguas, puntos neurálgicos de las rutas comerciales que unían Oriente y Occidente. Damasco, con sus calles rectas y mercados rebosantes de vida; Palmira, un oasis de mármol que se alzaba, irreal, en el corazón del desierto; o la misma Antioquía, la tercera ciudad más grande del Imperio tras Roma y Alejandría, eran ejemplos de la prosperidad que el dominio romano, pese a sus excesos, había traído. Sus ciudadanos, una mezcla heterogénea de griegos helenizados, arameos, judíos y una creciente comunidad romana, vivían bajo el yugo de las leyes de la República, a menudo corruptas, sí, pero que garantizaban una relativa estabilidad. Los gobernadores romanos, como Craso, ejercían un poder casi absoluto, con la capacidad de recaudar impuestos, administrar justicia y, en el caso de Craso, reclutar ejércitos para sus propias glorias. La vida diaria de un sirio común implicaba el comercio en los bulliciosos zocos, la agricultura en los escasos oasis verdes, o la servidumbre en las villas de los patricios. Los teatros y baños públicos, herencia griega y romana, ofrecían entretenimiento y socialización, mientras que los templos antiguos convivían con los nuevos cultos romanos, en un sincretismo religioso que caracterizaba la región, un mosaico de creencias tan complejo como sus gentes.



El palacio de Antioquía, donde Craso había establecido su cuartel general, era un escenario de opulencia que contrastaba brutalmente con la austeridad de la campaña que se gestaba. Sus salones, decorados con mosaicos de ninfas y sátiros, resonaban con el tintineo de copas de plata y el murmullo de los cortesanos. Las mesas rebosaban de pavos reales asados, ostras del Éufrates y granadas partidas que sangraban su jugo escarlata. Craso, un Leviatán de oro y grasa, se reía a carcajadas, su voz gutural resonando en el salón, un eco de indulgencia que a Casio le revolvía el estómago. Cayo Casio Longino, cuestor a los treinta y dos años, se movía por este mundo con la precisión de un halcón, sus ojos oscuros escrutando cada detalle, su mente afilada diseccionando cada palabra, cada gesto. Alto y enjuto, con el rostro endurecido por una vida de disciplina y una ambición que nunca dormía, Casio era un Longino en todo el sentido de la palabra: orgulloso, astuto, y con un desprecio apenas disimulado por los hombres que confundían la riqueza con la grandeza.



Su túnica de lana fina, bordada con la franja púrpura de su rango, estaba manchada de polvo tras semanas de campaña, pero su porte seguía siendo el de un patricio, su mirada tan cortante como la espada corta que colgaba de su cadera. Casio observó a Craso y el recuerdo de su padre, un hombre de severa virtud y pobreza orgullosa, se le clavó como una espina. Era el mismo desprecio que había sentido de niño al ver a ciertos senadores, barrigas rebosantes, alardear de sus riquezas mal habidas, la misma náusea. Craso, un hombre de casi sesenta años con el rostro surcado por arrugas y una melena gris que aún conservaba un eco de su juventud, presidía estas cenas con la seguridad de un rey. Pero para Casio, sentado a su derecha, no era un rey lo que veía, sino una víctima sacrificial en un altar aún sin construir, un hombre cuya propia soberbia sería su verdugo. Aparte para la mentalidad de un romano, en Roma no habían reyes, sino primeros ciudadanos al servicio del Estado, que se turnaban en el poder. Craso hablaba de botines y triunfos, de saquear Ecbatana, la antigua capital de Media, y Ctesifonte, la capital parta, de llenar las arcas de Roma con el oro legendario de Oriente, aparte de las suyas, pero sus palabras sonaban huecas, como el eco de un tambor roto.



Había llegado a Siria como el subordinado de Craso, el hombre más rico de Roma, pero su lealtad era a Roma, no al hombre que soñaba con igualar las glorias de Pompeyo y César, y cuya codicia lo cegaba ante la realidad de la guerra que se avecinaba. Recordaba a su padre, un hombre de la vieja escuela romana, que una vez lo llevó a presenciar un juicio por corrupción en el Foro. Un senador, cuyo nombre había olvidado, pero cuya cara hinchada por la riqueza y la indulgencia no, había sido absuelto a pesar de pruebas abrumadoras, gracias a las redes de influencia de Craso. "El oro es un veneno, hijo", le había dicho su padre aquella noche, con la voz grave, "corrompe el alma y ciega el juicio. No permitas que la riqueza te defina, Casio. Es una carga, no una virtud". Esa frase se había grabado en el corazón de Casio, y cada gesto de Craso le recordaba la podredumbre del metal.



Las tareas de Casio como cuestor de Craso en Siria eran tan variadas como agotadoras. No se limitaba a supervisar las provisiones y los fondos, una tarea que de por sí era monumental en un ejército de más de 40.000 hombres en un territorio tan hostil. Era el custodio del tesoro del ejército, el encargado de los pagos a las legiones, de la compra de suministros, del mantenimiento de las rutas de aprovisionamiento, y de la contabilidad de todo. Cada as, cada sestercio, cada denario se registraba meticulosamente bajo su supervisión. El olor a cera derretida y a la tinta de agalla que manchaba los dedos de los escribas era constante en su tienda, y el rasgueo monótono de los cálamus (plumas de escribir) sobre el papiro, una sinfonía que solo Casio parecía encontrar hipnótica. Pero su labor iba más allá de los números. En ausencia de Craso, a menudo absorbido por sus propios planes y su vida de opulencia, o transportado en litera por sus fornidos esclavos, pues con la edad había cosas de la vida marcial que ya no soportaba, Casio era el verdadero cerebro logístico de la expedición. Recopilaba información sobre el terreno, analizaba los informes de los exploradores con la agudeza de un halcón, e incluso intervenía en la disciplina de las tropas, ganándose el respeto a regañadientes de los centuriones.



Por las mañanas, tras horas de revisar tablillas de cera y rollos de papiro con las actas diarias de las legiones, Casio se unía a los entrenamientos de los legionarios. No lo hacía por obligación, sino por vocación, por la misma pasión por la excelencia que lo definía. Se mezclaba con los centuriones más experimentados, e incluso con los soldados rasos, compartiendo el sudor que le escocía en los ojos y el polvo que se colaba por todas partes, en el campo de entrenamiento a las afueras de Antioquía. A pesar de su figura esbelta, su agilidad y su dominio de la espada corta y el escudo eran notables, fruto de años de rigurosa preparación en el Campo de Marte, donde el arte de la guerra se enseñaba con sangre y sudor. No era solo el estratega; también era el combatiente. Se batía en simulacros de combate con los veteranos, aprendiendo de sus movimientos, de sus cicatrices, de la sabiduría grabada en el metal de sus armas. Sentía la dureza del acero en sus manos, la tensión en sus músculos, y la adrenalina que precedía al choque. Era su forma de entender a los hombres que tendría que liderar, de sentir el pulso de la legión en su propia piel, de saber que Roma no se construía solo con oro, sino con la voluntad de hierro de sus legiones. "Un cuestor que sabe cómo se empuña una jabalina romana es un cuestor digno de respeto", le había dicho un viejo centurión de la Sexta Legión, una cicatriz cruzándole el ojo como un mapa de batallas. "Y tú, Longino, pareces entender que Roma no solo se construye con oro, sino con el sudor y la sangre de sus hombres". Casio asintió, un reconocimiento silencioso. Este hombre lo había visto bien.



Pero la vida de un joven noble en el Oriente tenía también sus placeres. Las noches en Antioquía ofrecían una tentación exótica que Roma apenas podía igualar. Casio, con la discreción que lo caracterizaba, se permitía escapadas a los burdeles más exclusivos de la ciudad, lugares de placer y éxtasis donde el lujo oriental se mezclaba con la sensualidad griega. Las prostitutas sirias, a menudo griegas de Antioquía o judías helenizadas, eran refinadas, cultas, y poseían una belleza exótica, con sus ojos almendrados y sus pieles suaves. No eran las esclavas de su casa; eran mujeres libres, o al menos con una libertad económica, que ofrecían más que el simple acto carnal. Hablaban de filosofía, de política, de los rumores de la corte parta, y en sus cuerpos Casio encontraba un escape, una descarga de la tensión acumulada. Allí, en la penumbra perfumada de los burdeles, el peso de su linaje y las expectativas de Craso se disolvían momentáneamente en el placer, una efímera libertad. Eso no significaba que olvidara a su esposa Junia Tertia, con quien se escribía con frecuencia.



Antioquía era un hervidero de preparativos. Las legiones, siete en total, acampaban en los alrededores de la ciudad, sus estandartes ondeando bajo un cielo de un azul implacable. Las tiendas de lona se alineaban en filas precisas, pero el aire estaba cargado de una inquietud que Casio podía oler tan claramente como el humo de las fogatas. Las legiones estaban incompletas, cada una con solo ocho cohortes en lugar de las diez reglamentarias, sus filas mermadas por enfermedades como la disentería que asolaba el campamento, deserciones y la negligencia de Craso, que prefería el lujo a la disciplina. La caballería, un mosaico desordenado de jinetes eduos traídos desde la Galia por Publio Craso, el hijo del general muy deseoso de conseguir gloria militar, y galacios de rostros curtidos, carecía de la cohesión necesaria para enfrentarse a un enemigo como los partos. Casio, desde su puesto como cuestor, supervisaba las provisiones y los fondos, pero su mente estaba en el campo de batalla, analizando cada decisión, cada error, cada presagio de desastre. Contó y recontó las cifras: ochocientos, no mil hombres por cohorte. Ochocientos corazones, ochocientos pares de manos menos para empujar la jabalina contra el enemigo. El papel no mentía, pero Craso prefería mirar hacia otro lado.



La expedición de Craso por tierras sirias hacia el Imperio Parto no era una campaña dictada por la necesidad defensiva de Roma, sino por la avaricia desaforada de su general. Craso, que ya poseía una fortuna obscena, veía en el Imperio Parto un cofre del tesoro que superaría con creces las riquezas de cualquier otro potentado romano. Sus sueños eran los de un nuevo Alejandro, pero desprovistos de la genialidad estratégica del macedonio y guiados únicamente por la sed insaciable de oro. Quería el oro de Ecbatana, el de los tesoros reales de Partia, el que se rumoreaba que se amontonaba en templos y palacios. Quería la gloria de un triunfo sobre un enemigo oriental, que, a sus ojos, era bárbaro y fácilmente doblegable. Subestimaba a los partos, ignoraba sus tácticas, y desoyó todas las advertencias.



Entre la vorágine de la preparación militar, Casio forjó una relación compleja con Publio Craso, el hijo menor de Marco Licinio Craso. Publio, que había servido con distinción bajo el mando de Julio César en las Galias, era un hombre de espíritu noble y valor temerario, cuya experiencia en la guerra moderna contrastaba con la arrogancia y la codicia de su padre. Aunque Casio despreciaba a Craso padre por su avaricia y su falta de visión militar, sentía un respeto genuino por Publio, un alma noble atrapada en la red de la ambición paterna, y que tenía bastante de carácter marcial.



Una tarde, mientras inspeccionaban los arsenales de Antioquía, Casio y Publio se encontraron a solas. El hedor a cuero curtido y acero recién forjado llenaba el aire.

"Esta es una buena espada corta, Publio", dijo Casio, sopesando una espada con la empuñadura de bronce, su mirada seria. "Pero incluso el mejor acero es inútil en manos inexpertas. O en manos que no comprenden la naturaleza del enemigo."



Publio asintió, su joven rostro sombrío. "Estoy de acuerdo, Casio. Y me temo que mi padre no comprende a los partos. En la Galia, César nunca subestimó a sus adversarios. Aprendimos sus tácticas, sus debilidades. Aquí, mi padre solo ve las riquezas de Ecbatana."



"Y oro no compra flechas, Publio", replicó Casio, devolviendo la espada a su estante con un tintineo seco. "He estudiado los informes. Los partos no luchan como los galos o los germanos. Sus arqueros montados son un arma terrible, una tormenta de proyectiles que puede desorganizar cualquier formación. Y sus catafractos... son tanques vivientes, Publio, capaces de romper cualquier línea. Ya no es la guerra de nuestros padres".



"Lo sé", dijo Publio, su voz teñida de frustración. "He intentado advertirle. Le he suplicado que no avance por las llanuras abiertas. Que espere el apoyo de Artavasdes, el rey armenio, y use las montañas como protección. Pero él se niega. Cree que su nombre es un escudo suficiente contra las flechas partas. A veces, Publio, temo que el legado de un gran hombre es una carga más pesada que cualquier armadura. Cree que su número es suficiente. Y el oráculo de Hierápolis, que ha predicho grandes victorias...". Tremendo error creer en eso, pues una cosa son las supersticiones y otra cosa es la lógica.



Casio soltó una risita amarga, sin humor. "Los oráculos dicen lo que los hombres poderosos quieren oír, Publio. Y a menudo, lo que no quieren oír se cumple de la forma más brutal. La verdadera profecía está en el sentido común y en la lectura cuidadosa de las tácticas del enemigo. He oído que el mismo embajador parto, Vagises, advirtió a Craso de la futilidad de su empresa. Craso, cegado por la avaricia, solo se mofó de él. Y la Historia, mi joven amigo, no olvida las mofas."



"Mi padre... es un hombre de un solo propósito. Y ese propósito es la riqueza", dijo Publio, su voz baja, casi inaudible. "Él ve el oro parto como la culminación de su vida, la forma de superar a Pompeyo y a César, porque cree que el dinero es el poder máximo, y tiene más quien más dinero posee. No importa el coste."



Casio lo miró, y por un instante, vio en Publio un alma noble atrapada en la red de la ambición paterna. "Entonces, Publio, depende de nosotros. Tú y yo debemos ser los ojos de tu padre. Debemos prepararnos para lo peor. Porque los dioses de Roma no siempre protegen a los necios. Y el poder, Publio, sin la sabiduría de usarlo, es una carga más pesada que cualquier yugo. Pompeyo y César lo entienden. Craso solo ve el brillo. ¿Es la lealtad a un hombre ciego una virtud, o una complicidad en su locura? Hasta ahora la disciplina romana es la obediencia ciega al jefe."



"Uno debe seguir las órdenes, Casio. Es el deber," replicó Publio, aunque su convicción parecía flaquear.



"Pero la lealtad, Publio, ¿es a la persona o al ideal? ¿Es a Craso o a Roma? Esa es la pregunta que los dioses nos exigen responder en cada paso que damos en este maldito desierto".



Una noche, mientras el aroma del jazmín flotaba desde los jardines del palacio, Casio se encontró con Artavasdes, el rey armenio, un hombre de porte regio y mirada astuta. Artavasdes, con su túnica bordada en hilo de oro y un anillo de zafiro que brillaba en su dedo, era un aliado precario, sus lealtades divididas entre Roma y su propia supervivencia. “Craso comete un error, cuestor”, dijo Artavasdes, su voz baja pero firme, mientras tomaba un sorbo de vino. "La ambición, Longino, es un fuego que devora a su propio amo. Puede calentar una casa o quemar un imperio. Y la de Craso… es una maldición que devorará todo lo que toque. Lo he visto antes. Los hombres creen que el poder los libera, pero solo los encadena a sus propios vicios. Y sus reinos, por muy vastos que sean, se convierten en altares donde sacrifican la libertad por un trono de cenizas.”



Casio asintió, sus dedos apretando el borde de su copa. “Lo he dicho yo mismo, rey. Pero Craso no escucha. Ve el oro de Partia, no sus flechas”.



Artavasdes lo miró con una chispa de respeto, como si reconociera en Casio a un hombre que entendía la guerra no como una aventura, sino como un juego de estrategia donde un solo movimiento en falso podía costar todo. “Eres joven, Longino, pero no estúpido. Cuida tu espalda. Y la de Roma”.



La advertencia de Artavasdes resonó en Casio, pero Craso desoyó sus consejos. En una audiencia con Vagises, el embajador parto, el general se mofó de las advertencias del hombre, burlándose de su oferta de negociaciones.



"Dile a tu rey Orodes que Marco Craso no trata con bárbaros", espetó Craso, su voz resonando con arrogancia en el salón, un eco hueco y presuntuoso. "Mis legiones aplastarán a esos bárbaros como moscas. Las leyendas de su riqueza no son más que eso, leyendas, y yo las haré realidad."



Casio, de pie junto a los legados, sintió un nudo en el estómago. La arrogancia de Craso era un veneno, y Roma pagaría el precio. "Con respeto, General," se atrevió a decir Casio, su voz firme. "El rey Artavasdes ofrece sus ejércitos y un camino por las montañas que anularía la ventaja de sus jinetes pesados."

Craso lo interrumpió con un gesto desdeñoso. "Longino, tu lugar está en las cuentas, no en la estrategia. ¿Crees que un cuestor puede enseñarle a Marco Craso cómo ganar una batalla?. Yo no busco una escaramuza en las cumbres, sino un triunfo que eclipse el de Pompeyo y César. Y ese triunfo, cuestor, se encuentra en las llanuras, donde el oro me espera."

"Como ordene, General," dijo Casio, resignado, pero con la mandíbula apretada. "Pero el coste de la victoria, a veces, es la derrota."



Mientras los hombres de Roma se preparaban para la guerra, la vida de Mirine se había convertido en un eco silencioso de sus ambiciones. Hija de un humilde comerciante de lanas de un pueblo en las afueras de Edesa, su vida había sido simple, llena de risas bajo el sol de Siria y el aroma a especias de la tienda de su padre. Todo eso se desvaneció el día en que las legiones romanas, en su avance implacable por el territorio, "aseguraron" su aldea. No hubo grandes batallas, solo la inexorable marcha del poder. Los hombres fuertes fueron reclutados a la fuerza como auxiliares o ejecutados si se resistían. Los bienes, requisados. Las mujeres y los niños, considerados botín de guerra. Mirine, de apenas quince años, con el miedo helado en el corazón, vio a su padre arrastrado lejos y a su madre con los ojos vacíos por el horror. Ella misma fue separada de sus hermanos pequeños, vendida en el mercado de esclavos de Antioquía a un rico liberto romano que buscaba una sirvienta de apariencia exótica.



Desde entonces, su existencia se resumía en el tintineo de las ánforas, el polvo de los suelos y el silencio. Cada día era una recordatorio de que su destino ya no era suyo, sino una moneda de cambio en las vastas ambiciones de hombres que ni siquiera conocía. Había escuchado los rumores en la casa del liberto: "Craso va a Partia, por el oro. ¡Imagínate la riqueza que traerá!". Para Mirine, el "oro" de Craso no era una promesa de gloria, sino el metal que había sellado su propia condena, que había arrancado su vida de raíz y la había arrojado a la servidumbre. Sus manos delicadas, antes acostumbradas a las lanas suaves, ahora estaban curtidas por el trabajo. Su espíritu, antes ligero, estaba ahora velado por una melancolía que solo los esclavos entendían. Su historia era solo una entre miles, el precio invisible que se pagaba por cada milla de territorio conquistado, por cada moneda añadida al tesoro de un general romano. Y ahora, esos mismos generales, con su sed insaciable, se adentraban aún más en el Este, buscando más. Mirine sabía que donde fueran, dejarían un rastro de desolación, un nuevo reguero de vidas rotas, como la suya.



La marcha hacia el corazón de Partia fue una agonía bajo un sol inclemente. Comenzó en primavera, con el ejército cruzando el Éufrates bajo un cielo plomizo. Las tormentas los azotaron, el río creció con furia, y los puentes de pontones se tambaleaban bajo el peso de las legiones. Los soldados, empapados y desmoralizados, maldecían en voz baja mientras cargaban sus mochilas de treinta kilos, sus escudos pintados con los emblemas de sus cohortes. "¡Treinta kilos de miseria!", gruñó un veterano con una barba salpicada de cañas. "¿Y para qué?. Para que Craso se llene los bolsillos con oro parto y nosotros nos pudramos en este desierto de mierda". "Cierra el pico, necio, que no te oigan", le espetó su centurión, "o juro por el falo de Marte que te usaré para alimentar a los buitres antes de que lo hagan los partos". Las quejas se extendían como un murmullo, reflejando el resentimiento y el cansancio.



Kilómetro tras kilómetro, la vasta llanura de Mesopotamia se abría ante ellos, una planicie árida y monótona donde la visibilidad era traicioneramente extensa. No había colinas donde refugiarse, ni bosques donde ocultarse, ni ríos que les ofrecieran la bendición del agua. Los guías, a sueldo y de dudosa lealtad, los conducían a través de un desierto que parecía bostezar de tedio, sin saber que cada paso los acercaba a su tumba. Los legionarios, acostumbrados a los caminos pavimentados de Europa, sentían el rigor del calor seco y la sed abrasadora, sus bocas se convertían en papel de lija, sus gargantas en brasas ardientes. El polvo levantado por las miles de sandalias y pezuñas se pegaba a la piel, a las armaduras, se metía en los ojos, en los pulmones, creando una niebla irritante que dificultaba aún más la marcha. Craso, transportado en litera por sus esclavos y ajeno a la creciente desesperación de sus hombres, solo tenía en mente las riquezas de las ciudades partas. Había ignorado los consejos de sus lugartenientes, incluida la advertencia de Casio de no subestimar a los partos. Tenía prisa en apoderarse de todo el oro de los partos, y no quería perder más tiempo.



Casio cabalgaba cerca de Craso, su caballo piafando en el barro, su mente trabajando sin descanso. Observaba a Abgaro, que guiaba la vanguardia con sus jinetes árabes, sus capas ondeando como alas de cuervo. Cada mirada del rey esquenita, cada gesto, alimentaba la desconfianza de Casio. "No es nuestro amigo", murmuró a Publio Craso, que cabalgaba a su lado, un joven de rostro abierto y valor temerario. Publio se rió, sacudiendo la cabeza. "Eres un lobo, Casio. Ves traición en cada sombra". Pero Casio no sonrió. Las sombras, en su experiencia, solían tener razón.



El paisaje de Siria dio paso a las llanuras de Mesopotamia, un mar de arena y roca bajo un sol que quemaba la piel y cegaba los ojos. El polvo se alzó en nubes sofocantes, metiéndose en las gargantas, cubriendo las armaduras de los legionarios con una pátina ocre. Los camellos de los intendentes gruñían, cargados con ánforas de agua y sacos de grano, pero las provisiones escaseaban. Casio, encargado de la logística, trabajaba hasta el amanecer revisando inventarios, asegurándose de que cada legión tuviera lo necesario. Pero sabía que no era suficiente. Los partos no necesitaban líneas de suministro; sus arqueros montados vivían de la tierra, sus flechas eran su sustento, y no solo llevaban flechas colgadas, sino una cantimplora hecha con pieles llena de agua bien surtida. El desierto, un vasto silencio inmenso y primordial, solo quebrantado por el crujido de la arena bajo las sandalias y el susurro del viento, un aliento fantasmal que arrastraba los ecos de un futuro trágico.



Una noche, mientras exploraban una ruta de suministro alejada del campamento principal, una docena de jinetes locales, tal vez bandidos o avanzadillas partas, surgieron de la oscuridad del desierto. "¡Por el águila!", gritó Publio, desenvainando su espada con la audacia que lo caracterizaba. Casio, más cauto, ya había desatado su gladius. La lucha fue rápida y brutal, un choque de acero y gritos. Casio, con una agilidad sorprendente, derribó a dos jinetes, y Publio, con su habitual temeridad, acabó con el líder. "No están tan ciegos como su padre, ¿eh, Publio?", jadeó Casio, mientras se limpiaba la sangre de la espada. Publio sonrió, un brillo de adrenalina en sus ojos. "Parece que no, Casio. Parece que no."



Fue el 9 de junio del 53 a.C. Cuando llegaron a las cercanías de Carras, una antigua ciudad mesopotámica, el aire estaba cargado de una tensión que Casio podía sentir en los huesos. El aire vibraba con una tensión eléctrica. Al fin, una vanguardia parta apareció en el horizonte. Un puñado de jinetes, quizás un millar de catafractos, caballería pesada cubierta de hierro de pies a cabeza, se alzaban como titanes sobre sus caballos también acorazados. Su lento avance, con sus contus, lanzas larguísimas que manejaban con ambas manos, apuntando al frente, parecía una burla. Craso, cegado por la arrogancia, creyó que el enemigo era insignificante. Los exploradores informaron de la presencia del ejército parto, liderado por el Surena Pahlavi, un noble joven cuya genialidad táctica era ya legendaria. Craso, sin embargo, estaba exultante, convencido de que su superioridad numérica aplastaría a los “bárbaros”. Lo que no sabía era que el general parto Surena había ocultado al grueso de su ejército, casi diez mil arqueros montados, detrás de una colina, esperando el momento preciso.



Ordenó formar las legiones en un cuadro hueco, los escudos entrelazados en una formación casi impenetrable para la infantería, las cohortes apretadas como los dientes de un peine. Casio, desde su posición en la retaguardia, observó el despliegue con el corazón en un puño. “Es un error”, murmuró a uno de los tribunos, un veterano de rostro curtido llamado Vargunteyo. “En terreno abierto, sus arqueros nos destrozarán. El cuadro es una trampa, no una defensa, en estas llanuras.” Vargunteyo gruñó, pero no respondió. La lealtad al general era una cadena que ataba a todos. Era un lugar sin nombre para la historia, pero que se convertiría en el altar de arena donde Roma sacrificó su orgullo, su fortuna y, sin saberlo, una parte de su futuro. Un lugar donde la ambición de un solo hombre devoró la hegemonía de una república.



Quinto, un legionario veterano de la VI Legión, con el rostro curtido por una docena de campañas, sintió un escalofrío que no era de frío. "Demasiado tranquilo," murmuró a su compañero, el joven Marco, que apretaba con fuerza la empuñadura de su espada corta. De pronto, como un trueno surgido de la tierra, la colina cobró vida. Una marea de jinetes ligeros surgió de detrás de ella, una nube de polvo que se convirtió en una plaga de hombres y caballos. Y con ellos, el silbido: no uno, ni cien, sino millones de silbidos cortantes que se multiplicaban hasta convertirse en una tormenta de zumbidos. La primera lluvia de flechas impactó contra las filas romanas con la fuerza de un vendaval, como granizo de hierro.



¡Clac!. ¡Tum!. ¡Aaarg!. El impacto de las flechas incrustándose en la carne, golpeando los escudos de madera y cuero, resonando en las corazas de bronce, se convirtió en el nuevo y aterrador lenguaje del desierto. Quinto levantó su pesado escudo rectangular, sintiendo el impacto de los proyectiles como puñetazos secos. El sudor le escocía en los ojos, mezclado con el polvo y la arena que le arañaban las mejillas. "¡Formad la formación de tortuga, hijos de perra!", rugió un centurión, la voz rota por el pánico en medio de la cacofonía de gritos de dolor y el silbido incesante. "¡Levantad esos malditos escudos o moriremos aquí como cerdos en un matadero!". Los legionarios se apiñaron, formando un caparazón impenetrable, un refugio inútil. ¿De qué servía aquella formación de tortuga si no podían avanzar?. ¿De qué servía una espada si el enemigo no se acercaba?. La rabia impotente hirvió en el pecho de Quinto. ¡Cobardes! No luchaban, no cargaban, solo disparaban desde la distancia, como cazadores acechando a una presa indefensa.



El ataque llegó al mediodía, cuando el sol estaba en su cenit, un orbe blanco que parecía derretir el mundo. Los arqueros montados partos, ligeros y veloces, galopaban en círculos alrededor de las legiones romanas, ejecutando la temida maniobra del "disparo parto", girándose en la silla para disparar hacia atrás mientras se alejaban. Sus arcos compuestos, forjados con capas de cuerno, madera y tendón de los guepardos de las estepas, tenían una potencia y un alcance devastadores, y sus flechas, con puntas de hierro de barbas que perforaban escudos y armaduras como si fueran pergamino, arrancando trozos de carne y hueso con cada impacto. Los romanos, entrenados para el combate cuerpo a cuerpo, se apiñaban en sus formaciones, incapaces de responder eficazmente. El pilum se volvía inútil. Los hombres, apretados, no podían lanzarlo. Las formaciones de tortuga, ofrecían protección, pero eran lentas y ofrecían un blanco fácil para el fuego constante. Las primeras filas caían, hombres gritando mientras las flechas se clavaban en sus pechos, sus piernas, sus rostros, sus escudos. Un legionario, a pocos pasos de Casio, cayó de rodillas, una flecha clavada en su ojo. Otro gritó, su brazo atravesado, la sangre manchando el distintivo de su cohorte. El polvo se alzó en nubes densas, mezclado con el olor metálico de la sangre y el hedor del miedo.



La sed era una quema constante en su garganta, y el sol golpeaba la nuca a través del yelmo. Los pilum, las jabalinas pesadas que los romanos lanzaban para desorganizar al enemigo antes del choque, eran ahora objetos de burla. Caían sin fuerza a mitad de camino, incapaces de alcanzar a los veloces jinetes partos que bailaban alrededor de ellos como demonios. Las espadas cortas, los gladius, se quedaron guardadas en sus vainas, inútiles contra un enemigo que se negaba a luchar cuerpo a cuerpo. Los hombres caían, no con el grito de la carga, sino con un gemido apagado, una flecha incrustada en el pecho, en la garganta, en la ingle. Los legionarios, entrenados para el combate frontal, se sentían impotentes. Eran blancos estáticos en un matadero a distancia. Y lo peor era la fuente inagotable de muerte: una larga caravana de mil camellos, cargados hasta los topes con aljabas llenas de flechas de repuesto, garantizaba que la tormenta de proyectiles nunca cesaría. Era un castigo de los dioses, una agonía sin fin.



Entonces llegaron los catafractos, los jinetes pesados partos, cubiertos de armaduras de escamas que brillaban como el lomo de una serpiente. Montados en corceles pesados, también acorazados, sus largas lanzas atravesaban las líneas romanas, rompiendo el cuadro como un martillo contra una vasija. Su ataque frontal era brutal, diseñado para desmoralizar y desorganizar, mientras los arqueros seguían diezmando a distancia. Craso, desesperado, ordenó a su hijo Publio, al mando de la caballería gala y parte de la infantería ligera, que contraatacara. Publio, con el valor imprudente que a menudo acompañaba a su nobleza, cargó. Quinto, desde su lugar en la tortuga, vio a la caballería de Publio lanzarse con determinación, el polvo levantándose detrás de ellos como una ola. Los partos, guiados por Abgaro, que había demostrado ser un traidor, simularon una retirada, atrayéndolo a una emboscada, envolviéndolo en un movimiento de pinza. Los arqueros montados lo rodearon, y en menos de una hora, la caballería romana fue aniquilada. El clamor de la lucha a lo lejos era ensordecedor.



Horas después, el horror se materializó con una brutalidad insoportable. A lo lejos, una silueta a caballo, un jinete parto, alzó una lanza contra el sol. En su punta, inconfundible, balanceándose macabra, estaba la cabeza de Publio Craso, sus ojos aún abiertos en una expresión de asombro congelado. La sangre goteaba por la lanza, una mácula oscura contra el cielo.



Casio, desde la retaguardia, sintió que la bilis le subía a la garganta. "Malditos bastardos", siseó entre los dientes, su voz un viperino susurro. "Lo pagarán. Juro por todos los dioses del infierno que lo pagarán."



Un gemido animal, gutural y desgarrador, escapó de la garganta de Marco Licinio Craso, el padre, un lamento que perseguiría a Casio en sus pesadillas. Los gritos de desesperación del general se ahogaron en el incesante silbido de las flechas. La visión del rostro inerte de Publio, una cruel burla del destino, quebró lo último de esperanza en las filas romanas.



Y entonces, lo impensable, lo más humillante: el águila de la V Legión, su sagrado estandarte, su alma misma, se desplomó. ¡Plomo y hierro contra la arena, el metal chillando en su descenso! Un grito de desesperación brotó de miles de gargantas romanas. La legión, su honor, su identidad, había sido humillada sin remedio. Luego cayó otra águila, y otra. Cada vez que una de esas sagradas aves de plata se desplomaba, era como un puñal en el corazón de cada legionario. La moral se desmoronó, arrastrando consigo lo que quedaba de la disciplina y la voluntad de lucha.



La masacre continuó durante horas. Las formaciones romanas se disolvían en un caos sangriento. Los hombres caían, miles, sus cuerpos formando montículos sobre la arena teñida de rojo. El caos se apoderó del campo. Las flechas seguían cayendo, un diluvio mortal que no cesaba, gracias a las caravanas de camellos que traían más proyectiles a los arqueros partos, reponiendo su munición de forma continua. Los legionarios, agotados y desmoralizados, comenzaron a romper filas. Craso, perdido en su duelo y en la locura, apenas podía dar órdenes coherentes.



En medio de aquel infierno, una figura se alzó por encima del caos. Cayo Casio Longino, el cuestor, que había advertido y predicho, se negó a sucumbir a la desesperación. Mientras las legiones se desintegraban, los oficiales caían, y las águilas sagradas besaban la arena, Casio mantuvo la calma, su mente fría como el acero. La humillación era tangible, pesaba sobre él como la misma armadura, pero el instinto de supervivencia de la República, encarnado en los miles de hombres que aún respiraban, lo dominaba, pues para esos romanos es preferible morir que ser vencidos, pero igual eran conscientes de que la República Romana eran ellos mismos, y no podían rendirse pese a las peores circunstancias.



Había visto la fatalidad de Craso desde el principio. Ahora, con el general capturado junto con sus siete águilas de las legiones y el ejército deshecho, la responsabilidad de los supervivientes recaía sobre él. Con una presencia imponente que inspiraba una autoridad inquebrantable, logró reunir a los restos dispersos del ejército romano. Casio, con la mente fría como el mármol, reunió a los legados y tribunos que aún estaban en pie. “No podemos quedarnos”, dijo, su voz cortante como un cuchillo. “Abgaro nos ha traicionado. Andrómaco, su guía, nos llevará a otra trampa. Debemos retirarnos a Antioquía, ahora. La única forma de defenderse de los arqueros es romper la formación y atacar en pequeñas unidades móviles, o usar el terreno para protegernos. Y este terreno nos condena.” Algunos protestaron, hablando de honor y lealtad, pero Casio los cortó con un gesto. “El honor no devolverá las águilas. La supervivencia, sí. Roma nos necesita vivos para vengarnos y proteger lo que queda.”



La decisión de retirarse no fue un acto de cobardía, sino un cálculo brutal y necesario, el más doloroso y frío que Casio había hecho en su vida. Sabía que cada hombre que quedaba en el campo de batalla sería pasto de las flechas partas. Salvarlos, aunque fuera a costa de abandonar a los heridos y de la vergüenza de la derrota, era su único deber hacia Roma. Esta decisión lo perseguiría, el eco de los gritos de los abandonados y la visión de las águilas caídas se grabaría a fuego en su memoria, una cicatriz imborrable. Dio órdenes de que al soldado herido que lo pidiera, se le matara, para evitar una muerte mucho más horrible a manos de los partos o a un peor destino de esclavitud.



Al caer la noche, Craso, con la razón casi perdida por el dolor y el horror, ordenó una retirada desesperada hacia la cercana ciudad de Carras. Pero el desierto era ahora un aliado parto. La retirada se convirtió en una huida caótica, una masacre aún mayor en la oscuridad. Los partos, que conocían cada duna, cada barranco, persiguieron a los romanos sin piedad, abatiéndolos por miles.



Bajo el manto de la noche, Casio, en un acto de audacia y pragmatismo que le salvó la vida y la de miles de romanos, logró librarse de la segura derrota. Reunió a unos seis mil hombres del cuerpo principal de la infantería que aún mantenía una semblanza de cohesión, la mayoría heridos y agotados, y lideró una retirada desesperada hacia el sudeste, en dirección a Siria. Abandonó a Craso y a la mayor parte del ejército en el campamento fortificado, sabiendo que permanecer allí era la muerte. Cabalgaban bajo la luna, el desierto un mar de sombras plateadas, un telón de fondo para su fuga desesperada. Las estrellas, testigos indiferentes, parecían más brillantes que nunca, cada una un ojo divino observando el drama humano. El silencio roto solo por el gemido de los heridos y el crujir de las armaduras, un coro fantasmagórico que acompañaba su retirada hacia la vida. Casio, a la cabeza, sentía el peso de su decisión como una losa. 



Había abandonado a Craso, a las legiones, a las águilas doradas que eran el alma de Roma. La imagen de la cabeza de Publio, ensartada en una lanza, se le grabó a fuego en la retina, una herida que la arena del desierto nunca podría borrar. La culpa lo carcomía, pero su pragmatismo era más fuerte. ¿Era un superviviente o un traidor?. La pregunta le quemaba el alma, una cicatriz invisible pero profunda. Si muero aquí, ¿quién vengará a Roma?. ¿Quién detendrá a los que vendrán después?. Pensó en César, en su sonrisa confiada, en su ascenso meteórico. No dejaría que un plebeyo de la casa de los Césares eclipsara a los Longinos. No ahora, no nunca.



Mientras tanto, Craso, rodeado por los pocos que le quedaban y habiendo perdido toda voluntad de lucha, fue traicionado por sus propios hombres o por los partos que lo habían engañado con una falsa negociación. Según la tradición, los partos, conocedores de su insaciable codicia por el oro, lo mataron en un acto simbólico y cruel: le obligaron a beber, mejor dicho le vertieron oro fundido por la garganta abriéndole la boca con unas tenazas. Así, Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, encontró su final, asfixiado por el mismo metal que tanto había codiciado. Tras ser capturado y obligado a tragarse el oro fundido por orden del general parto Surena, su cabeza y su mano fueron enviadas al rey parto Orodes II como trofeo, así como las siete águilas de las legiones que decorarían una sala de recepciones del palacio real. Para Casio, el metal ya no era símbolo de riqueza, sino de un fin ignominioso, una premonición que le helaría la sangre años más tarde en otro campo de batalla. Que su alma encuentre la paz, si es que la avaricia permite tal cosa.



Bajo su liderazgo, la retirada se convirtió en una marcha desesperada pero organizada, un milagro en medio del desastre. Guió a esos hombres, los últimos vestigios de un ejército aniquilado, de regreso a la seguridad de Siria. No solo los salvó de la aniquilación total, sino que una vez allí, con una rapidez asombrosa, reorganizó las defensas provinciales y repelió los intentos partos de invadir el territorio romano. La catástrofe de Carras había sido un bautismo de fuego para Casio, una confirmación de su talento y su temple. Su liderazgo pragmático y su habilidad para salvar a miles de soldados romanos de una muerte segura le valió un prestigio inmenso, un reconocimiento que, aunque a menudo eclipsado por la magnitud de la derrota romana, fue vital para la supervivencia de la presencia de Roma en Oriente y para la futura y trascendental carrera política de Casio. La experiencia de Carras, el "craso error" de Craso, se grabó a fuego en su alma. Fue allí, en el corazón del desierto, donde la semilla del tiranicida comenzó a germinar, alimentada por el desprecio a la ambición desmedida y la incompetencia que había costado la vida a treinta mil hombres.



La brutalidad de Carras, el incesante silbido de las flechas, la caída de las águilas y la humillación final de la derrota, se incrustaron en el alma de Cayo Casio Longino. Contempló la masacre del desierto y la contrastó con los ideales republicanos que él defendía con fervor. Roma, la República que se jactaba de su ley, su orden y su civilización, había desatado una guerra de conquista motivada por la codiciosa avaricia de un solo hombre que además era el más rico de todo el Imperio Romano en aquellos momentos. El precio no fue pagado solo por los legionarios que quedaron como esqueletos en la arena, ni por el general cuyas ansias de oro le costaron la vida. Fue pagado también por almas inocentes como la de Mirine, arrancada de su hogar y convertida en esclava en nombre de la expansión imperial.



Casio, el estoico que buscaba la virtud y la justicia, no pudo ignorar la contradicción. ¿Cómo podía Roma, el faro de la civilización, ser al mismo tiempo una máquina de desolación? La guerra en Oriente no era la gloria ordenada de las campañas galas de César, sino una barbarie caótica donde el honor se desvanecía bajo la lluvia de flechas y la dignidad humana se compraba y vendía. La visión de los generales, con su ego inflado, sacrificando miles de vidas por la gloria personal, era una afrenta a los principios de la República. La experiencia de Carras endureció su corazón y agudizó su intelecto. Le enseñó que la amenaza más grande para Roma no siempre venía de un enemigo exterior, sino de la ambición desmedida y ciega que corroía a sus propios líderes. En el polvo y la sangre de Mesopotamia, Casio vislumbró el oscuro presagio de lo que Roma se estaba convirtiendo, y en su mente se afianzó la convicción de que la República solo podría salvarse a sí misma si se liberaba de los hombres que la confundían con su propio poder.



Cuando Casio y los supervivientes llegaron a Antioquía, las puertas de la ciudad se abrieron para recibirlos, sus rostros demacrados por el polvo y la derrota. Casio, de pie en la muralla, miró hacia el horizonte, donde las arenas ocultaban los restos de siete legiones y el sueño roto de Craso. Las águilas estaban perdidas, pero él no. Había sobrevivido, y con la supervivencia venía la oportunidad. Roma lo necesitaba, y él, Cayo Casio Longino, estaría listo para responder. Casio no sabía que, años más tarde, su lucha no sería solo por Roma, sino por la idea misma de la República, un ideal frágil que se desmoronaba bajo el peso de hombres que, como Craso, querían ser reyes.



CARTAS DESDE EL REGRESO A ANTIOQUÍA


Querido padre,

Te escribo desde Antioquía, aunque una parte de mi alma, esa que aún creía en la infalibilidad de nuestros grandes hombres, quedó sepultada para siempre en las arenas de Carras. He visto el orgullo de Roma devorado por la arrogancia de un solo hombre, y la sangre de treinta mil legionarios regar una tierra extranjera por la ciega ambición de su general. Craso buscaba el oro de Ecbatana y Ctesifonte, la leyenda de los tesoros partos, y solo encontró la muerte y el deshonor. Sus legiones, padre, nuestras legiones, fueron un sacrificio a su vanidad, arrojadas sin preparación a un matadero.

Sus errores fueron tantos, tan obvios, que la simple codicia es el único velo que puede explicar su ceguera. Se negó a escuchar cualquier consejo, el mío, el de Publio, el del rey armenio Artavasdes, que nos ofrecía un camino seguro por las montañas, donde la caballería parta no tendría ventaja. Pero Craso, obeso en cuerpo y espíritu, viajando la mayor parte del tiempo en litera a cuestas de sus robustos esclavos, solo veía el triunfo en las llanuras, donde sus sueños de oro se harían realidad mucho más pronto. Su ejército, diezmado por la disentería, la sed,  y la falta de disciplina, estaba lejos de ser las formidables legiones que tú y yo conocemos. Ignoró la advertencia de que los partos no luchaban como los galos ni como los esclavos sublevados de Espartaco, que sus flechas no eran meras escaramuzas, sino un diluvio de muerte incesante. Nos condujo a una trampa, a ese vasto desierto que se convirtió en la tumba de Roma, insistiendo en avanzar por las llanuras sin una estrategia adecuada para contrarrestar a sus arqueros montados y a los temibles catafractos (caballería pesada completamente acorazada, junto con sus caballos).

La traición, padre, tiene un rostro: el de Abgaro. El rey de Osroene, el schneida (un título local de rey o príncipe) que nos prometió guiar por caminos seguros, nos entregó a los partos. Nos desvió de las rutas de agua, nos llevó por terrenos abiertos donde éramos blancos fáciles, y luego, en el fragor de la batalla, se unió a nuestros enemigos. Fue él quien atrajo a Publio a la emboscada final, sellando su destino. Lo vi con mis propios ojos, padre. La imagen de Publio, tan joven, tan valiente, con su cabeza alzada en una lanza parta, está grabada a fuego en mi retina. Una valentía inútil, sí, pero valiente al fin. Su padre cuando lo vio, quedó completamente destrozado, profiriendo espantosos gritos de desesperación y llorando desconsoladamente como un niño impotente. Me impresionó hasta llegarme al alma ver a Marco Licinio Craso tan destrozado y desesperado por la muerte de su hijo, y mi dolor por Publio que lo tenía como uno de mis mejores amigos, fue inmenso. 

He logrado salvar a unos pocos miles de legionarios que sobrevivieron a una muerte segura. Hombres rotos, fantasmas con armaduras abolladas, el terror aún en sus ojos. Fue un milagro que no sucumbieran a la desesperación y la deserción. Tuve que usar la disciplina que me enseñaste, padre, pero también una mano firme, casi brutal, y solo los dioses lograron que no me derrumbara, pues no paraba de suplicarles ayuda silenciosa en todo momento. No podía consentir que mis hombres me vieran también interiormente desesperado, como si ya no creyera en los dioses. Los que querían huir fueron detenidos por la fuerza, y tuve que convencerles que solo obedeciéndome habría esperanza para sobrevivir. No había lugar para la compasión, solo para la supervivencia. Cada noche, les recordaba su deber para con Roma, su familia, su honor. Les prometí venganza, les prometí que volveríamos, aunque no supiera cuándo ni cómo. Los guie a través de un desierto que parecía el mismo infierno, con el eco de los tambores partos en nuestros talones, su zumbido fantasmal aún me persigue. Me llaman superviviente, pero cada noche siento el peso de las siete águilas que dejamos atrás, las sagradas enseñas de nuestras legiones, capturadas por los bárbaros. Algún día, cuando sea posible, algún romano tendrá que invadir el Imperio Parto y recuperar nuestras águilas arrebatadas.

He aprendido una lección amarga aquí, padre. He aprendido que la guerra no la ganan los hombres más ricos, sino los más astutos, los más fuertes, los más disciplinados, y los más crueles, aquellos que entienden la tierra y a sus enemigos. Y he aprendido que Roma, nuestra República, es más frágil de lo que nunca imaginamos. Ahora debo reconstruir, no solo nuestras defensas aquí en Siria, sino el honor mismo de nuestro nombre, y por encima de todo, el de Roma. No fallaré, padre. Un Casio Longino no se doblega. No te preocupes por mí, acabo de llegar sano y salvo a Antioquía, y siendo el magistrado romano de mayor categoría de la zona, estoy tratando de tomar medidas para sobresalir y sobrevivir a ese desastre; estoy todo el día en ello, sin descanso.

Escribe pronto, padre mío. Hago todo lo que puedo, pero necesito tus palabras, tu juicio, tu perspectiva de la Roma que dejé atrás. Cuéntame qué vientos soplan en el Senado, qué intrigas se cocinan entre los optimates (la facción aristocrática y conservadora) y los populares (la facción que buscaba apoyo en la plebe). Dime si la sombra de César se alarga aún más, si su estrella sigue brillando con la misma intensidad deslumbrante.

Con la esperanza de un regreso victorioso (o al menos de un regreso),

Tu hijo,

Cayo.



LA RESPUESTA DESDE ROMA: LUCIO A SU HIJO CASIO

Semanas después, un mensajero trajo el anhelado papiro desde Roma, con el sello de Lucio Casio Longino intacto. Cayo Casio lo abrió con avidez, sus ojos devorando la pulcra escritura. La mención de César, de su carisma, de su ascenso imparable, le apretaba la mandíbula. ¿Fascinación?. ¿Por un hombre que vendía la República al mejor postor con sus juegos y su pan?. Su mano, sin darse cuenta, apretó el pergamino hasta arrugarlo ligeramente. La sombra de César no solo se alargaba, sino que parecía querer eclipsarlo todo, incluso la mente lúcida de su padre Lucio Casio Longino.

Mi querido Cayo,

Tus cartas son un bálsamo para el alma, aliviando las preocupaciones que me atenazan por ti y por el destino de nuestra familia. He sacrificado un buey a los dioses en acción de gracias por haberte permitido sobrevivir a ese infierno. La avaricia de Craso es, como bien dices, un secreto a voces aquí, y su sed de gloria se ha quedado en nada, aunque de lo que no olvidan es de esta espina clavada que representan las 7 águilas que están en el palacio del rey Orodes II. Por un amigo, en una reunión del Senado me enteré de que Cayo Julio Cesar debía dinero que le había prestado Marco Licinio Craso, para financiar los festejos que ofreció a la plebe en mi calidad de edil, hace ya tiempo. Craso era un hombre tan rico que sus préstamos definían la fortuna de muchos en Roma, y en consecuencia le debían favores. Muerto ahora Craso y su hijo, no sé si César devolverá lo que debe, pero en La Galia se está enriqueciendo tremendamente con tanto prisionero que vende a los traficantes de esclavos.



Aquí en Roma, los vientos soplan con una fuerza inusitada, y no siempre a favor de los viejos robles. La República, mi Cayo, parece una nave a la deriva, sacudida por la ambición desmedida de tres hombres que, cada vez más, se alzan por encima de las instituciones ancestrales. El Primer Triunvirato, esa alianza antinatural entre Pompeyo, Craso (tu ya fallecido Craso) y Cayo Julio César, se resquebraja por momentos, como un pacto de lobos que se devoran entre sí. La muerte de tu general, aunque trágica, ha desequilibrado la balanza de poder de forma irreversible. De momento es Pompeyo quien tiene la influencia máxima en Roma, y encima está casado con alguien que podría ser su hija: la hermosa Julia, la misma hija de Cayo Julio César que tuvo con la ya difunta Cinnilla, la hija del ya fallecido cónsul Lucio Cornelio Cinna.


Pompeyo, el gran general, el Magnus (el Grande), se siente cada vez más solo, celoso de las victorias de César en la Galia. A pesar de sus propios triunfos en Oriente, la gloria de César lo eclipsa. La popularidad de César crece día a día, y los informes de sus hazañas al norte son asombrosos: se dice que ha conquistado toda la Galia Comata, la zona de los belgas, ha hecho incursiones por los Alpes, ha cruzado el Rin dos veces, e incluso ha puesto pie en la mítica Britania (la actual Gran Bretaña). Sus legiones lo adoran por sus conquistas, por subirles la paga, y porque siempre reparte con ellos el botín- Y su riqueza, obtenida del saqueo de las provincias bárbaras, me atrevería a decir que ya supera la del difunto Craso. Él no busca oro, mi querido Casio; él busca el poder absoluto, y lo está encontrando en la punta de sus espadas. Y por si fuera poco, te lo repito, no solo les subió la paga a sus legionarios, algo que ya de por sí es insólito, sino que incluso ¡se la ha doblado!. Un gesto sin precedentes en toda la historia de nuestra vieja Roma, que le asegura una lealtad férrea, cuando en el Senado ya tenemos dificultades para financiar las legiones de Pompeyo y lo que quedan de las del difunto Craso en la parte oriental del Imperio. 



Y aquí viene lo que sé que te irritará, hijo mío, pero debo ser franco. César... Cayo Julio César, es la conversación constante en cada casa, en cada reunión del Senado, incluso en el lecho, como me comentan mis amigos senadores que frecuentan los lupanares y a Praecia, esta prostituta que todos se la disputan. Su nombre se susurra con admiración y temor a partes iguales. Su autoridad y prestigio, su carisma, su capacidad para inspirar lealtad, son legendarios. Aquellos que lo conocieron de joven, aquel plebeyo sin una carrera política tradicional de la empobrecida Casa de los Césares, hoy lo ven como el único hombre capaz de poner orden en esta Roma desgarrada y empobrecida de tantas guerras. Él es el futuro, Casio, te lo aseguro. Un futuro brillante y, quizás, aterrador. Mientras tanto, su madre Aurelia Cotta sigue con sus numerosos negocios en el barrio de Subura, el barrio popular de Roma, extendiendo su influencia, lo cual casi puede decirse que ese barrio ya es un feudo de los Césares-Cotta.



No puedo ocultarte, hijo mío, la fascinación que siento por este hombre. Su intelecto, su audacia, su inquebrantable voluntad... Es como si los mismos dioses le hubieran concedido un don especial. Es un hombre digno de ti, a tu misma altura, incluso superior en algunas artes. Cuando está cerca, el aire chispea con una energía que ningún otro hombre posee. Muchos lo odian, es cierto, por su arrogancia, por su desprecio por las formas antiguas, por su insolencia. Pero muchos más lo aman. Y yo... yo no soy inmune a su encanto, por muy conservador y seguidor de Marco Porcio Catón, nuestro Censor (supervisor de la moral y las costumbres públicas), que lo odia terriblemente porque se metió como amante de su media parienta Servilia Cepionis, aunque me comentaron que incluso la propia Servilia le tiene un odio visceral a Marco Porcio Catón. Me encontré con él antes de que se marchara a la Galia, y me ha contado sus planes, sus ambiciones. No es un hombre que se contente con ser uno más en el Senado. Quiere ser el primero. Y tiene la capacidad para lograrlo. Su mente es como un campo de batalla, y siempre sale victorioso. Él dice que no quiere ser Rey de Roma, sino el Primer Ciudadano de Roma totalmente republicano, pero esto no quita que se pueda convertir en el primer emperador, cuando no rey o dictador perpetuo como corren los rumores de tertulias de fuera del Senado.



Cicerón, el gran orador, se retuerce de envidia y miedo, intentando, con sus palabras, frenar lo que parece imparable. Nuestro Marco Porcio Catón, ese incorruptible baluarte de la vieja República, predice la tiranía con cada fibra de su ser, y en cada intervención en el Senado nos lo recuerda, casi como un vates (profeta) de la destrucción. Pero el pueblo, la plebe, lo adora. Él les dio juegos, pan y esperanza. Y sus legiones, no digamos, con haberles doblado la paga, que no es solo que salga del estipendio que le da el Senado, sino que además lo financia con el botín de guerra, del cual apenas se queda una parte mínima para él mismo, cuando podría llegar a ser el militar y político más rico de toda Roma, con el tiempo superando al propio Craso. Es una generosidad calculada, pero una generosidad al fin y al cabo, y le asegura una lealtad que ninguna riqueza por sí sola puede comprar. No parece interesarle demasiado el dinero, que solo lo tiene como un instrumento de su ambición por el poder, aunque sea muy grande su amor por Roma y por su estirpe de la Casa de los Césares que desean dar lo mejor para Roma, como es lógico en todas nuestras familias patricias. Es un hombre del cual hay que observar,.....y aprender. Para mi como padre, con que llegues al consulado en su momento, y des lo mejor para Roma, ya me sentiré completamente satisfecho y mis deseos se verán cumplidos. 



Cuídate, mi Cayo. La fortuna de Craso era grande, pero la del destino es inescrutable, pues ya sabes que ni con todo su oro pudo librarse del castigo de los partos. Que los dioses te guíen y te protejan de las flechas partas. Reorganiza la provincia de Siria, tal como te ha encomendado el Senado. No te relajes con la disciplina, que es la vida misma, y aprende todo lo que puedas mientras puedas. Y regresa pronto, para que pueda contarte más secretos de esta Roma que hierve, y de este hombre que me consume con su fascinación y su temor.

Te quiero, hijo.

LUCIO CASIO LONGINO



CARTA DE CAYO CASIO LONGINO A SU ESPOSA JUNIA TERCIA

Cayo Casio Longino a Junia Tercia, luz de mi vida:

Amada Junia, mi corazón sangra al escribirte, y temo que las palabras apenas puedan contener la oscuridad que ahora me rodea. Mi padre, bendito sea su juicio, te habrá explicado lo ocurrido en Carras, pues le escribí una carta detallada sobre la hecatombe. Él, con su sabiduría, podrá mitigar el horror de lo que presenciamos. Ya he regresado a Antioquía, pero una parte de mí, de mi alma, quedó enterrada bajo las arenas. Han sido días de penalidades, una retirada infernal donde cada paso era un tormento, y cada respiro, una súplica a los dioses. Estoy reordenando todo, aferrándome a la disciplina, a la lógica, a lo único que me mantiene en pie.



Antes de que esta campaña de locura comenzara, cuando llegué a esta ciudad suntuosa y decadente, mi espíritu encontró un breve consuelo en la Biblioteca de Antioquía. Oh, Junia, era un verdadero santuario, un laberinto de conocimiento donde los pergaminos se alzaban como muros de una civilización milenaria. Los papiros griegos y las tablillas sumerias, la sabiduría de los egipcios y las crónicas de los persas; un tesoro de palabras que me hizo olvidar por un instante el fuego de las catapultas, las balistas, y el clamor de la guerra. Quedé tan impresionado por su magnificencia y por la profundidad de sus escritos, que he encargado a los copistas más hábiles de la ciudad que repliquen varias de las obras más raras e interesantes. Serán un legado para nuestros hijos, un refugio de la mente en nuestra Domus Cassia (la casa familiar de los Casio) cuando regrese, si es que regreso. Imaginaba ya el aroma de los rollos nuevos en el tablinum (el estudio de un padre de familia), y la alegría de compartirlos contigo y con nuestros pequeños, una promesa de paz en medio de la tormenta que se avecinaba. Esa imagen me sostuvo en los momentos más oscuros, en los que no dejaba de pensar en ti.



Como sabrás, ya he regresado a Antioquía, y hoy he ordenado la venta de miles de prisioneros, hombres y mujeres capturados en los días posteriores a la batalla, muchos de ellos simples aldeanos sospechosos de haber ayudado a los partos. Jóvenes, fuertes, aptos para el trabajo; y sin que falten mujeres que servirán para cualquier tarea doméstica o para satisfacer las necesidades íntimas de quien las compre. Sus gritos, sus súplicas en una lengua incomprensible, aún resuenan en mis oídos, en el silencio opresor de la noche, pero yo solo tengo oídos para Roma y los romanos, no para los salvajes. Me digo que es una medida necesaria, que el oro obtenido de esta venta financiará la reconstrucción de nuestro ejército, que es el precio de nuestra supervivencia en Siria y de la causa de Roma. Pero ¿a qué precio, mi amor?.  Roma se construye sobre cadáveres, sobre las almas rotas de inocentes aunque muchos sean salvajes, y yo soy uno de sus arquitectos. Me siento manchado, Junia, corrompido por la necesidad, y me pregunto si el ideal por el que luchamos justifica tanta crueldad.



Escríbeme pronto, te lo ruego. Necesito saber que algo puro, inalterado, aún queda en este mundo. Necesito tu risa, la dulzura de tus palabras, la certeza de tu amor como un ancla en este mar de desolación. Te amo más allá de toda medida, más allá de la razón misma, pero temo que el precio de mi ideal, el precio que me pide el destino por ser un Longino, sea demasiado alto. Roma llora, mi querida, y yo lloro con ella, en el silencio de mi tienda.



El Senado me retiene un tiempo más aquí en Siria, para consolidar las defensas y restaurar la autoridad de Roma en Oriente, una tarea monumental. Pero mi mente ya vuela hacia nuestro hogar. Cuando regrese a Roma, tengo planes, ambiciones que ahora, más que nunca, arden con fuerza renovada: quiero alcanzar el consulado, para poder guiar a Roma lejos de la ceguera que la llevó a este desastre. Y para ello, necesito tus ánimos, tu apoyo inquebrantable, y tu amor, que es mi única fortaleza.



Cuéntame cómo están nuestros hijos, cómo crecen, qué nuevas palabras han aprendido, qué travesuras han hecho. Sus rostros, sus voces inocentes, son la única luz en la oscuridad que me rodea. Diles que su padre piensa en ellos cada instante, que lucha por un futuro digno de su nombre, un futuro que no esté manchado por la codicia y la locura de los hombres.



Te anhela y te quiere con toda su alma,

Tu esposo, Cayo.



RESPUESTA DE JUNIA TERTIA A SU ESPOSO CAYO CASIO LONGINO


Mi amado Cayo, alma de mi alma,

Tu carta ha llegado como un suspiro del destino, trayéndome tanto alivio como una nueva carga de angustia. Mi corazón se retuerce al leer el horror de Carras, y las imágenes que pintas son como dagas heladas en mi pecho. Pero saberte vivo, a salvo en Antioquía, es el único consuelo que los dioses me han permitido. Que la sabiduría de la Biblioteca, ese refugio que tan vívidamente describes y por cuyas copias ya anhelo ver en nuestra domus, te sirva de bálsamo para el alma herida.



Aquí en Roma, la casa bulle con la energía de nuestros hijos. El pequeño Casio, tan impetuoso como tú a su edad, ya maneja con destreza un palo de madera como si fuera un gladius, soñando con las glorias del Campo de Marte como el lugar donde entrenará cuando llegue el momento. Y nuestra dulce Junia, con sus ojos perspicaces, ya devora los rollos de papiro, mostrando una inteligencia que me asombra. Ambos preguntan por ti, sus voces inocentes un lamento constante en mi corazón de madre. Los abrazo fuerte, intentando transmitirles el amor de un padre ausente, mientras la incertidumbre me carcome por dentro. Cada noche ruego a los Lares de nuestra casa por tu regreso, y la distancia es un yugo pesado sobre mi espíritu.



Tu padre, mi amado suegro, es un pilar de fortaleza. Me visita a menudo, con el rostro grave pero los ojos llenos de afecto. Me habla de los designios del Senado, de las intrigas, y de tu valentía en la retirada. Él, más que nadie, comprende la profundidad de tu dolor y el precio de tu honor. Me asegura que tu nombre es ahora sinónimo de coraje, y que Roma te necesita.



Mi madre, Servilia, me aconseja con su habitual pragmatismo, aunque su mirada a veces se pierde en una melancolía que solo yo detecto. "Sé fuerte, Junia," me dice con voz firme. "Los hombres de nuestra familia están destinados a grandes cosas, y eso conlleva un precio. Un precio de sacrificio, de ausencia, y a menudo, de sangre." Su inteligencia es tan afilada como su visión política. Me habla de su hermano, para ella hermanastro, nuestro tío Catón, cuyo ceño fruncido se ha vuelto aún más pétreo desde la muerte de Craso. Él ve en Julio César la encarnación de la tiranía, un hombre que subvertirá la República con su ambición desmedida. "César es el veneno, Junia," me ha dicho mi madre que Catón pronuncia, "la enfermedad que corroe el alma de Roma. No para de criticarle y descalificarle en cada sesión del Senado".



Pero madre también me confía, con una mezcla de admiración y un profundo, casi doloroso, afecto, que César es un hombre de una magnitud colosal, un torbellino de genio y carisma que arrastra a todos a su paso. Ella, que lo conoce tan íntimamente, que ha compartido con él no solo la sangre de su linaje sino también secretos del alma, no puede negar su poder. "Hay una luz en él, Junia," me susurra, "una fuerza que podría salvar a Roma o destruirla. Es un enigma, Cayo, y también mi tormento personal, pues aunque la razón me obliga a darle la razón a Catón, el corazón... el corazón tiene sus propios caminos, que a veces desafían toda lógica. Además, aunque madre me lo oculta, me llegan las sospechas de que Cayo Julio César es en realidad mi verdadero padre, aunque ni él mismo lo haya reconocido. Es curioso que me parezco mucho a Julia, la esposa de Pompeyo, que es la hija de César. Y un terrible drama: murió al parirle un hijo a Pompeyo, que quedó destrozado y lo mismo me comentó mi madre sobre César. Mi madre Servilia tenía un gran aprecio por Julia, mi supuesta hermana, la hija de César, y algunas veces habían ido juntas a tejer, cuando su abuela Aurelia Cotta la dejaba que visitara a mi madre. A mi también me duele, pero cuando el marido es ya un hombre de avanzada edad, los partos suelen ser más complicados y dolorosos, o al menos esto es lo que me contó una vez una prestigiosa comadrona."



Cayo, mi alma, este mundo es un nido de contradicciones. La República que tú anhelas es herida por sus propios hijos, y los grandes hombres que deberían salvarla parecen condenarla. Me llegaron rumores de que desde La Galia, Cayo Julio César está muy descontento por como lo tratan en el Senado, y cuando César se enfada, no puede traer nada bueno. Regresa pronto, mi amor. Necesito tu presencia, tu fuerza, tu verdad.

Te ama más allá de las estrellas,

Tu Junia.



CARTA DE CASIO A SERVILIA 

Una vez a salvo en Antioquía, tras asegurar la ciudad y organizar las defensas, Casio se recluyó para escribir otra carta crucial, esta vez a Servilia , asumiendo su papel como el magistrado romano de mayor rango que quedaba en Siria. Escribid cantidad de cartas sean a otros hombres o mujeres era una de las habituales acciones de los prohombres de Roma, sobretodo los de gran cultura y que se trabajaban en profundidad el mos maiorum y el cursus honorum, es decir la costumbre de los ancestros y la carrera de honores que eran como el conjunto de principios, valores, costumbres y prácticas sociales que los romanos consideraban la base de la moralidad pública y privada, y el cimiento de la República. Era un código de conducta no escrito que guiaba la vida de los ciudadanos romanos, especialmente la de los nobles, y los intercambios epistolares era uno más de ellos, especialmente entre los más cultos.



Carta de Cayo Casio Longino a su suegra Servilia Cepionis: 

Querida Servilia,

La derrota tiene un sabor amargo, más amargo que la hiel. Te escribo desde Antioquía, la ciudad que, por la gracia de los dioses y la audacia de unos pocos, aún se mantiene romana. Pero el desierto, más allá de sus muros, es ahora un vasto cementerio de legiones.



La locura de Craso nos ha llevado a la ruina, como temía. Marchamos por las llanuras abiertas, bajo el sol inclemente de Mesopotamia, y allí, cerca de una ciudad llamada Carras, los partos nos esperaban. No eran los bárbaros desorganizados que Craso imaginaba, sino un ejército formidable, guiado por un Surena de genio táctico, Pahlavi.



Sus arqueros montados, Servilia, son un arma infernal. Galopaban en círculos alrededor de nuestras legiones, lanzando una lluvia incesante de flechas que perforaban escudos y armaduras. Nuestros hombres, incapaces de romper sus formaciones para un combate cercano, caían como espigas. La formación de tortuga, nuestra gloriosa formación, se convirtió en una trampa mortal. Y cuando las flechas habían diezmado nuestras filas, llegaron los catafractos, esos caballeros pesados, como demonios de bronce, que aplastaron lo que quedaba de nuestra moral.



Y lo peor, Servilia, lo más doloroso… Publio. El noble Publio, tu primo, mi amigo. Cargó con sus galos contra la caballería parta, un acto de valor inútil, una ofrenda a la desesperación. Fue rodeado, masacrado. Y los partos, en su crueldad, exhibieron su cabeza ensartada en una lanza ante los ojos de su padre. Craso… Craso se quebró. Su dolor era palpable, su mente se nubló.



Fue en ese momento de caos, con la batalla perdida y el general ausente por el dolor, que tuve que tomar la decisión más difícil de mi vida. Reuní a los legados y tribunos que aún conservaban la razón. No podíamos quedarnos y morir sin sentido. Los partos no cesaban en su lluvia de flechas, reponiendo su munición con caravanas de camellos. Era un suplicio. Tuve que elegir entre el honor de morir con el ejército y la supervivencia de los pocos que podíamos salvar para Roma.



Dejamos atrás a Craso y al grueso de lo que quedaba del ejército. Con unos seis mil hombres, la mayoría heridos, iniciamos una retirada desesperada bajo la cubierta de la noche, guiados por mi instinto y la esperanza de alcanzar Siria. Fue una marcha infernal, Servilia, cada paso una agonía, cada sombra un fantasma parto que podría ser viviente.



La fortuna de Craso, que tanto codiciaba, ha sido su perdición. Se dice que fue traicionado, engañado con una falsa negociación, y que los partos, en un acto de justicia poética macabra, le vertieron oro fundido por la garganta, abriéndole la boca por la fuerza. Así termina el hombre más rico de Roma, ahogado por el vil metal que tanto amó. Que su espíritu halle reposo, si la insaciable sed de oro no lo persigue más allá de la tumba.



Hemos perdido las águilas, Servilia. Se han perdido siete legiones, la caballería, los auxiliares. Roma ha sufrido una de las mayores derrotas de su historia, un golpe más duro que Cannas, quizás. Pero hemos salvado algo. Hemos salvado hombres. Y hemos salvado la provincia de Siria, por ahora, pues los partos, envalentonados, podrían avanzar hacia ella.



La frontera oriental está ahora expuesta. Las provincias de Asia están en peligro. Y el prestigio de Roma en Oriente se ha desvanecido como el humo. Necesitamos hombres fuertes, Servilia, hombres con visión, no con avaricia. Hombres que puedan levantar el puño de Roma y hacer temblar de nuevo a sus enemigos. Los Longinos siempre han sido hombres de acción. Y yo, Cayo Casio Longino, estoy listo para asumir la carga.



CAPÍTULO 3: EL ÁGUILA DE SIRIA

En el año 53 antes de Cristo, las arenas de Siria aún sangraban bajo el sol inclemente, resonando con el eco fantasmal de la catástrofe de Carras. Allí, bajo un cielo que había sido testigo de la humillación más profunda, los estandartes romanos, orgullosos águilas de plata, se habían desplomado, bañados en la sangre de decenas de miles. El orgullo de Roma se había desmoronado no como un templo derribado por un rayo, sino como un cadáver que se descompone bajo el sol, lentamente, putrefacto y sin dignidad. Cayo Casio Longino, apenas un hombre de treinta y dos años, emergió de aquella debacle no como un ser derrotado, sino como un lobo recién bañado en la sangre de su primera presa: delgado, enjuto, pero con una determinación que quemaba en sus ojos oscuros más que el sol levantino.



La derrota había sido un bautismo de sangre y fuego que lo había forjado, un infierno de flechas silbando como avispas rabiosas, el espantoso thud, ese sonido sordo y seco de sus puntas al clavarse en la carne, y el relincho agónico de los caballos que caían. El aire espeso, pesado con el olor dulzón de la sangre, el sudor y el polvo, le arañaba la garganta a cada desesperado aliento. El recuerdo de la huida, de la interminable marcha bajo el polvo que se pegaba a los dientes y la desesperación muda en los ojos de los soldados, lo había templado hasta la médula. Había visto a hombres, grandes hombres, quebrarse bajo la presión, llorar como niños o simplemente caer en el vacío de la desesperanza. Pero él, el cuestor, el joven patricio acostumbrado a las finanzas y los debates senatoriales, había mantenido una lucidez fría, casi inhumana.



 Había organizado la retirada, había gritado órdenes precisas cuando otros solo podían maldecir a los dioses o alaridos de terror. La moral de las tropas se había desintegrado como la arena más fina entre los dedos, pero Casio, con su sola presencia, con su voz cortante como el filo de un gladius  que amenazaba con cercenar voluntades, había sido un ancla en la tormenta, forzando la disciplina incluso en el paroxismo del pánico. Esos días interminables en el desierto, bajo un sol implacable que secaba el espíritu y con la constante, latente, omnipresente amenaza de los partos a la espalda, habían grabado en su alma una verdad inmutable: la piedad era un lujo, un capricho que Roma, en su esencia más cruda, no podía permitirse. Cada decisión clave, cada vida sacrificada deliberadamente para salvar a los demás, había cincelado en él una psique de hierro, forjando una cicatriz invisible, pero profunda, que llevaría para siempre.



Alto, enjuto, con el rostro afilado como un puñal y una mente más cortante aún, Casio asumió el mando de Siria como gobernador interino, el romano de mayor rango en una provincia al borde del abismo. La inmensidad de la tarea lo aplastaba, una losa de responsabilidad sobre sus jóvenes hombros. La muerte de Marco Licinio Craso lo había dejado al frente de una tierra fracturada, una herida abierta en el flanco oriental de Roma, amenazada por los implacables partos al este, que ahora veían a su enemigo como un león herido, y por las revueltas internas que brotaban como maleza venenosa en Judea, en la costa, en cada rincón donde el control romano se había debilitado. Era una soledad agobiante, la de un hombre solo frente a la desintegración. La presión era inmensa, un zumbido constante en sus oídos, el susurro del colapso inminente.



Pero Casio no era hombre que se doblegara ante el caos; el caos, para él, era un enemigo a conquistar, un problema a resolver. Donde otros veían desesperación, él veía oportunidad, la cruda posibilidad de labrarse un nombre en los anales de Roma, de reconstruir desde las cenizas. El recuerdo de Craso, del viejo ambicioso, de su gorda y hedionda codicia, de su insaciable sed de oro y gloria, no era solo una lección amarga; era una lección sangrienta, grabada con hierro al rojo vivo en la carne de sus legiones. Casio no sentía respeto por su codicia, sino una fría y calculada certeza de que la ambición sin previsión, sin una brutal y calculada estrategia, era una invitación abierta al desastre. Su propia determinación no era solo fuerza de carácter; era una necesidad, la única herramienta posible, para imponer control ante el caos abrumador que había heredado. El pragmatismo se había convertido en su credo, su religión, su espada y su escudo en este naufragio que era Siria, y estaba decidido a reconstruir, piedra a piedra, con una voluntad de acero forjada en el crisol de Carras.



Antioquía, la joya del Orontes, era el corazón palpitante de la provincia, una ciudad de contradicciones sangrantes donde la opulencia más deslumbrante chocaba, con una obscenidad casi física, con el polvo y la cruda realidad de la guerra. Sus murallas, ciclópeas defensas levantadas por Seleuco I y reforzadas por generaciones de reyes seléucidas y gobernadores romanos, se alzaban ahora como acantilados de piedra caliza, sus torres almenadas coronadas por almenas que parecían morder el cielo azul.



 Bajo el sol implacable, la Gran Colonnada, el Cardo Maximus, la calle principal de Antioquía flanqueada por columnas a ambos lados,  zumbaba con la vida, un río humano donde patricios engalanados se cruzaban con esclavos sudorosos, y legionarios de rostro curtido competían por el paso con mercaderes fenicios de sonrisa astuta, judíos piadosos y nómadas árabes con ojos de halcón. Antioquía era por entonces la tercera ciudad más grande y poblada del Imperio, después de Alejandría y la propia Roma. Una perla muy valiosa que no debería de caer en manos del Rey de los partos.



Los mosaicos de los palacios, ocultos tras muros altísimos y jardines exuberantes, aún brillaban con escenas atemporales de ninfas y dioses, de banquetes de Dionisio y de héroes mitológicos, un testimonio silencioso de un pasado de paz y derroche. Mientras tanto, los mercados bullían con el clamor de un millar de lenguas, un coro cacofónico de regateos, risas y quejidos. Sus puestos, rebosantes, cargaban con la delicadeza exótica de las sedas de Seres (China), el aroma penetrante de las especias de Arabia y la dulzura embriagadora de los higos maduros, abriéndose bajo el calor. 



El aire mismo era una sinfonía de olores: incienso dulce quemándose en los templos paganos, el hedor acre del estiércol animal de los establos y, bajo todo ello, el penetrante sudor de una ciudad que nunca, jamás, dormía. Bajo el sol abrasador, el hedor rancio de las callejuelas más pobres, la mezcla dulzona de dátiles fermentados y el acre aroma de los tintes en los talleres de los artesanos se adherían a la piel como un manto invisible de la vida misma.



Pero bajo esa fachada de prosperidad deslumbrante, de indulgencia y de civilidad, el miedo reptaba como una serpiente venenosa, invisible pero palpable. Los partos, liderados por el joven y ambicioso príncipe Pacoro y su sanguinario general Osaces, acechaban más allá del Éufrates, y las legiones romanas, diezmadas, rotas, aniquiladas en Carras, eran ahora poco más que un eco fantasmagórico de su antigua gloria. La ciudad entera, a pesar de su opulencia y su belleza, era un nudo de nervios, consciente de su vulnerabilidad. Casio, desde el palacio del gobernador, un edificio de mármol blanco impoluto con columnas jónicas que se alzaban hacia el cielo y jardines perfumados de jazmín donde el silencio solo era interrumpido por el murmullo de las fuentes, trabajaba sin descanso. Su figura, enjuta y concentrada, era un epicentro de determinación en medio del caos.



 Sus manos, antes quizás dedicadas a las tablillas de cera y a los placeres de la vida patricia, estaban ahora manchadas de tinta y polvo, revisando pergaminos interminables con inventarios de grano, listas de soldados famélicos y mapas detallados de una provincia que era suya por derecho, pero que apenas se sostenía en pie. Las dos legiones que había logrado reunir —miserables restos de las siete perdidas en Carras, apenas unos 10.000 hombres en total— eran un mosaico de hombres agotados, con armaduras abolladas y corroídas por el sudor y la sangre, sus rostros marcados a fuego por la derrota, la desesperación grabada en cada línea de expresión. La responsabilidad de su destino, y el de la ciudad, recaía enteramente sobre sus hombros.



LA FORJA DE LA MURALLA

"Roma no se construyó con lamentos, sino con sudor y sangre", gruñó a sus comandantes, su voz tan cortante como el filo de un gladius la espada corta cortante romana, cada palabra un latigazo. No había lugar para la compasión, solo para la cruda necesidad de la supervivencia. Ordenó la fortificación inmediata de Antioquía, supervisando él mismo cada detalle de la reparación y el refuerzo de las murallas, como si cada piedra fuera una extensión de su propia voluntad.



La reconstrucción era una escena de tensión palpable y de movimiento frenético, una orquesta desafinada de ruidos y esfuerzos. Los fabri (ingenieros militares) trabajaban con una energía febril, sus martillos resonando contra la piedra como un pulso constante y vital de la ciudad. El aire vibraba con el grito de los capataces, el chirrido de las poleas levantando pesados bloques de piedra, y el jadeo rítmico de los legionarios, cada uno empujando su cuerpo hasta el límite. 



Casio ordenó la construcción de nuevas catapultas, y la disposición estratégica de los onagri (catapultas de asedio que lanzaban grandes piedras) en las murallas, sus siluetas amenazantes alzándose contra el horizonte, listas para vomitar rocas sobre cualquier atacante. La disciplina que imponía era casi inhumana, forjada en la brutalidad de Carras, y los 10.000 hombres, agotados y traumatizados, respondían con una obediencia ciega, moviéndose como un solo organismo, reconstruyendo su esperanza ladrillo a ladrillo.



Los zapadores, con los rostros cubiertos de polvo y sudor, trabajaban bajo el sol abrasador, apilando piedras toscas que los arquitectos pulirían dando instrucciones a los esclavos de picar las piedras, y reforzando las puertas con vigas macizas de roble traídas a duras penas desde los bosques de Cilicia. Cada piedra era colocada con una precisión obsesiva, cada viga encajada con la urgencia desesperada de la supervivencia. Las torres de vigilancia se llenaron de arqueros, sus arcos tensos, sus ojos escudriñando el horizonte. Y las catapultas, traídas desde los arsenales de Damasco, se alinearon en las almenas, sus brazos de madera crujiendo con un lúgubre gemido bajo el peso de las rocas esféricas, listas para desatar la furia de Roma. El olor a cal, tierra húmeda y el metal caliente de las herramientas llenaba el aire, el aroma del renacimiento bajo la espada de Damocles.



Un día, mientras supervisaba la obra, su mirada se detuvo en una mujer siria, de rostro curtido por el sol y ojos desafiantes que reflejaban una tenacidad ancestral. Cargaba, sin quejido alguno, cubos de agua pesados para los trabajadores, sus movimientos firmes y rítmicos, desprovistos de cualquier asomo de debilidad. Casio la observó en silencio, una súbita y profunda reflexión recorriendo su mente. Esa gente, la gente común de Siria, había soportado siglos de imperios cambiantes, de guerras y de opresiones. Había una fuerza en ella, una resiliencia callada, que él, y Roma, a menudo subestimaban en su arrogancia. "Hay una fuerza en esta gente que subestimamos, Vargunteyo," comentó, su voz baja y pensativa, una rara admisión de vulnerabilidad. Vargunteyo era uno de sus legados más fieles en quien Casio podía confiar. La mujer le devolvió la mirada, una mezcla de respeto y una velada curiosidad, una chispa de inteligencia en sus ojos que parecía entender sus pensamientos más allá de las palabras pronunciadas. Asintió levemente, como si reconociera en Casio no solo al gobernador, sino a un hombre que empezaba a comprender la profunda verdad de su tierra. Aquella interacción, aunque breve, fue un sutil recordatorio de que la fuerza de un imperio no residía solo en sus legiones y sus muros, sino también en la inquebrantable voluntad de aquellos que lo habitaban. Esa fortaleza, ese espíritu de supervivencia, añadía una capa de complejidad al pragmatismo de Casio, abriendo una pequeña grieta en su psique de hierro.



EL PRECIO DE LA PAZ: ESCLAVOS Y ESTABILIDAD

En los mercados de Antioquía, el caos no era una anomalía, sino un negocio metódico, un engranaje brutal en la vasta máquina del Imperio. Los mercaderes, con túnicas de lino, barbas aceitadas y ojos astutos, gritaban sus precios en una cacofonía de lenguas, mientras los esclavos, encadenados en filas, miraban al suelo con ojos vacíos, desprovistos de luz, de alma, de toda esperanza.



Casio, paseando por las calles empedradas, sus sandalias resonando sobre las losas pulidas por siglos de pisadas, observaba el incesante flujo de monedas: los plateados sestercios romanos, los brillantes dracmas sirios, los pesados siclos judíos. Cada transacción, cada tintineo de metal, era un recordatorio lacerante de la fragilidad de la provincia, de la cruda verdad de que sin dinero, no había ejército; y sin ejército, no había Roma. Su mente, siempre calculadora, siempre fría, veía en los mercados de esclavos no una aberración moral, sino una solución brutal, sí, pero ineludible.



Piensa en Elías. Había sido un anciano, un zaquen (anciano líder) en su pequeña aldea judía cerca de Samaria, sus manos callosas por el trabajo en los olivares, su voz resonando en la sinagoga. Su hijo, Baruj, un tejedor de lino, fuerte y de buen humor. Su esposa, Sara, con el rostro arrugado por el sol y la sabiduría, y su pequeña nieta, Miriam, de apenas seis años, con ojos grandes y curiosos que aún no habían conocido el dolor. La incursión romana fue rápida, implacable. Las antorchas devoraron sus hogares, el acero romano cortó vidas y esperanzas.



Luego, el viaje. Días, semanas de marcha encadenados, bajo un sol que quemaba la piel y el alma, el polvo del camino levantándose con cada paso, pegándose a la garganta, a los ojos. El clink-clank de las cadenas era la única banda sonora, un mantra de desesperación. El hedor a sudor, miedo y excremento se convirtió en su atmósfera constante. Los legionarios, implacables, les negaban el agua, golpeaban a los rezagados. Miriam lloraba por su madre, Sara se aferraba a su nieta, Baruj intentaba mantener una chispa de dignidad en sus ojos.



Cuando llegaron a Antioquía, el mercado de esclavos era un infierno sensorial. El olor era abrumador: una mezcla de cuerpos sin lavar, orina, heces, comida rancia, especias y un dulzor nauseabundo de desesperación. El ruido era ensordecedor: los gritos roncos de los tratantes, el gemido de los látigos, el balbuceo de las lenguas, el sollozo ahogado de los recién llegados. Los prisioneros, obtenidos de las recientes campañas de Casio contra los rebeldes judíos y las escaramuzas con las tribus fronterizas, eran llevados a los grandes mercados de esclavos de Antioquía, Tarso o Apamea. La logística de su venta era un engranaje bien engrasado, perverso en su eficiencia. Un recaudador de impuestos o un tratante de esclavos, a menudo un hombre sin escrúpulos y con amplias conexiones en el sórdido submundo del comercio humano, se encargaba de la subasta.



Hombres, mujeres y niños capturados eran clasificados sin miramientos por edad, fuerza física, salud y habilidades, despojados de toda dignidad. Se les inspeccionaban los dientes, se palpaba la piel en busca de marcas, se medían los músculos, se abrían las bocas, se forzaban las posturas; como si fueran ganado, bestias sin alma destinadas al trabajo o al placer. Elías, el zaquen, fue rechazado por su edad y sus manos artríticas. Baruj, fuerte y vigoroso, fue vendido al mejor postor, destinado a las minas de plata de Capadocia, su último grito de "¡Padre! ¡Miriam!" ahogado por la multitud. Sara fue vendida a un burdel, su rostro marchito y resignado. La pequeña Miriam fue arrancada de los brazos de su abuela, sus gritos desgarradores resonando en la plaza mientras era llevada por una matrona que buscaba una esclava doméstica.



 Los más fuertes, los más jóvenes, los que poseían alguna habilidad —un artesano, un médico, un escriba— alcanzaban precios más altos, su valor tasado en sestercios. Los más viejos, los enfermos o los niños pequeños, se vendían por un precio exiguo, una miseria, o eran simplemente desechados, abandonados a su suerte o a una muerte rápida. La recaudación, una vez descontados los generosos honorarios del tratante, llegaba directamente a las arcas de Casio como gobernador interino. No iba a su bolsillo personal; su ambición era de poder, no de riqueza vulgar. Se destinaba íntegramente a la financiación de la provincia: el pago de las legiones, la compra de provisiones para los maltrechos campamentos, la reparación de infraestructuras vitales. Era un círculo vicioso de guerra y economía: la guerra generaba esclavos, los esclavos generaban dinero, y el dinero financiaba la guerra para mantener una precaria paz, o, más exactamente, el dominio romano.



Casio no sentía placer en ello; no era un sádico. Pero tampoco sentía remordimientos en el sentido tradicional. Su pragmatismo era una coraza, forjada en el fuego de Carras. La piedad es un lujo que Roma no puede permitirse, pensaba, la frase un martillo constante en su mente, un escudo contra la culpa. Aquellos ojos vacíos, las cicatrices, el terror mudo en los rostros de los vendidos, no eran para él el reflejo de un alma torturada, sino una cuenta, un número en un libro de contabilidad, un recurso necesario. Sin embargo, en la quietud opresiva de la noche, cuando el silencio se cernía sobre el palacio y el peso de sus decisiones se hacía más tangible que cualquier armadura, el coste moral lo invadía. ¿Qué sueños lo atormentaban en esas horas oscuras? ¿Eran los ecos de la matanza de Carras, el hedor a sangre y polvo, o las caras sin nombre de los miles vendidos, sus gritos silenciados en la memoria? Una batalla silenciosa y cruel se libraba en su mente, una justificación dolorosa que susurraba, con la voz de la supervivencia: Si no lo hago yo, Roma caerá. Y si Roma cae, todo el mundo civilizado caerá con ella.



Un día, mientras un escriba le presentaba los números precisos de la última subasta de esclavos, un informe detallado que revelaba hasta el último denario (moneda romana), Casio sonrió con una ironía amarga, casi imperceptible. "Excelente contabilidad, amigo mío", musitó, su voz apenas audible. "Parece que el oro de Siria huele a sudor, a lágrimas y a desesperación, no a rosas. Una fragancia que Roma, al parecer, encuentra más dulce." La frase, mordaz y cínica, revelaba la profundidad de su carga, el precio de un alma que se había endurecido para salvar un imperio.



LA TELARAÑA DE ANTÍPATRO Y EL HEDOR DE TIRO

La información, Cayo Casio Longino lo había aprendido en el infierno de Carras y en el purgatorio de Antioquía, era su arma más afilada, más letal que cualquier gladius o jabalina. Y en la forja de esa arma, Antípatro, el príncipe idumeo, el zorro que gobernaba Judea en nombre de Roma, se había revelado como su mejor aliado, su ojo en la oscuridad de Oriente. 



Casio lo conoció en Tiro, la antigua ciudad fenicia que, bajo el sol impasible, apestaba a púrpura y, con una obscenidad casi divina, a la inmensa riqueza que ese color prometía.



El viaje a Tiro, dejando atrás las semanas de polvo sofocante y el hedor de la desesperación en Antioquía, fue un alivio visceral. La ciudad, encaramada en su isla fortificada como un molusco gigante aferrado a la roca, brillaba bajo el sol del Levante como una joya engastada en el azul zafiro del mar. Sus murallas, ciclópeas defensas construidas para desafiar al mismísimo Alejandro Magno, parecían ahora desafiar el tiempo, una promesa de permanencia. 



Los muelles, verdaderas colmenas de actividad, rebosaban de trirremes de guerra y barcos mercantes de panza gorda, cargados hasta la línea de flotación con balas de tinte púrpura, el oro líquido de Fenicia que vestía a reyes y senadores por igual. Pero bajo el brillo de la prosperidad, el aire estaba cargado de un hedor nauseabundo, una dulzura putrefacta y persistente: el olor inconfundible de millones de moluscos murex, apilados en montones putrefactos en las orillas, sus cuerpos destilando lentamente el preciado color que manchaba el mar. Era el olor de la opulencia, sí, pero también de la muerte lenta y de la codicia humana.



Casio, con su túnica de lana de la mejor calidad, teñida con ese mismo púrpura que delataba su rango de cuestor (un magistrado financiero) —un cargo que ahora sentía como una burla cruel tras la masacre de Carras—, arrugó la nariz casi imperceptiblemente al bajar del carro, pero su rostro, una máscara de disciplina romana, no traicionó su disgusto. La villa de Demetrio, el jefe tribal de Tiro y el anfitrión de Antípatro, era un oasis de lujo y un respiro en medio del hedor circundante. Sus jardines, regados por fuentes de mármol que murmuraban en el silencio, exhalaban el aroma dulce de mirto y rosas, y las brisas marinas, filtradas por las altas murallas, parecían disipar, por unos momentos benditos, el olor opresivo de la ciudad.



Allí, en la frescura de la sombra, Antípatro lo esperaba. Era un hombre de mediana edad, con ojos astutos que no se perdían nada y una sonrisa que prometía secretos, una oferta de alianza velada en cortesía. Su túnica, bordada con hilos de oro que delataban una riqueza inmensa, hablaba de su poder, pero su porte era el de un hombre que había aprendido a navegar entre tiburones, a deslizarse por las traicioneras corrientes de la política oriental. Junto a él, de pie en un silencio que era más elocuente que cualquier discurso, estaba su hijo Herodes, un joven de mirada feroz, de ambición descarada, cuya voluntad parecía arder como una antorcha encendida, proyectando sombras largas y amenazadoras.



"Cayo Casio Longino, salvador de Siria," dijo Antípatro, inclinando la cabeza con una mezcla calculada de respeto y una pizca de interés propio. "Tiro te da la bienvenida, y mi casa está a tu servicio."



Casio, sentado en un diván de seda que ofrecía un contraste suave con la dureza de su propia existencia, estudió a Antípatro con la misma intensidad con la que diseccionaba un mapa de campaña. Había oído, por supuesto, de la telaraña de espías del idumeo, una red que se extendía desde las calles polvorientas de Jerusalén hasta los palacios misteriosos de Babilonia, y de su habilidad para mantener a Judea en un equilibrio precario: una mano que prometía lealtad a Roma, otra que coqueteaba con las ambiciones de su propio pueblo. Por unos momentos recordó que alguien le dijo una vez que Cayo Julio César tenia la mejor red de espías a su servicio en la Galia, y que desde entonces, adonde fuera que estuviera, antes tenia su amplia y profesional red de espías que le informaban de todo y le tenían al día en cada momento. No solo el príncipe idumeo que era vasallo de Roma se aprovechaba una buena y sofisticada red de espías a su servicio, sino que César ya conocía todos los secretos del espionaje que le servían para conocer al instante todo tipo de intrigas y demás información relevante. 



"Antípatro," respondió Casio, su voz seca como el desierto que acababa de dejar atrás, "tus palabras son tan dulces como el vino de Chipre, pero prefiero la verdad al halago, y el conocimiento a la diplomacia. Dime qué sabes de los partos y, más urgente aún, de las revueltas que brotan como maleza en Judea."



Antípatro sonrió, sus dedos jugando con un pesado anillo de zafiro en el anular. "Pacoro, el príncipe parto, es joven y ambicioso, sí, un cachorro que desea rugir, pero Osaces, su general, es quien realmente mueve los hilos de la guerra. Han saqueado las tierras al este del Éufrates, han robado y quemado, pero no se atreven a cruzar en fuerza, temen a Roma incluso en su debilidad. En Judea, Alejandro, hijo de Aristóbulo, reúne hombres cerca del lago Genesaret. Tiene el apoyo de Malico y Peitolao, dos bandidos con nombres de líderes, pero carecen de disciplina, de la verdadera columna vertebral que hace un ejército. Si actúas rápido, quaestor, puedes aplastarlos antes de que crezcan y se conviertan en una amenaza real."



Casio asintió, su mente ya trazando planes, conectando puntos, calculando movimientos como un experto jugador de ludus latrunculorum (un juego de estrategia romano). Herodes, el joven ambicioso, permanecía en silencio, observando cada gesto, cada microexpresión de Casio, con ojos que parecían diseccionar el alma misma. Casio lo notó. En los ojos de Herodes, Casio vio un reflejo, una chispa de la misma ambición implacable que ahora lo consumía a él mismo. Este hombre, pensó Casio, la verdad golpeando su mente como un martillo, será un aliado o un enemigo mortal. Quizás ambos, según dicten los vientos del poder. La "telaraña de Antípatro" era mucho más que una simple red de espías; era un submundo de intrigas y secretos ocultos, donde las lealtades cambiaban como el viento en el desierto, y cada pieza de información, por inocente que pareciera, podía ser una traición velada, una moneda de cambio en el despiadado juego del poder oriental.



EL ACERO EN EL JORDÁN: CAMPAÑA JUDAICA

La revuelta en Judea estalló como un incendio incontrolable en el árido verano del año 52 antes de Cristo. Alejandro, hijo de Aristóbulo, un hombre de estirpe real pero con la fiereza de un león herido, había reunido un ejército improvisado de rebeldes judíos, sus corazones inflamados por el resentimiento ancestral contra Roma y por la carga insoportable de los impuestos que Pompeyo había impuesto tras su conquista. Cayo Casio Longino, con sus dos legiones reorganizadas —apenas unos 10.000 hombres, curtidos en el crisol de Carras, pero exhaustos hasta la médula— marchó hacia el norte de Judea, hacia el río Jordán, que nacía en las faldas majestuosas del monte Hermón. El paisaje era un mosaico engañoso de verdes colinas salpicadas de olivos y densos cañaverales que susurraban al viento, el aire cargado del aroma resinoso de los pinos y el murmullo constante y monótono del agua. Pero la apacible belleza del lugar ocultaba una trampa mortal: los rebeldes, unos 15.000 según los exploradores sagaces de Antípatro, se habían atrincherado en las orillas del río, usando los cañaverales como una cobertura natural, un laberinto verde y traicionero.



Casio, montado en su caballo, con el sol de la mañana ya pegando en su rostro enjuto, estudió el terreno con la precisión implacable de un arquitecto militar, cada arruga en el suelo, cada sombra, una pieza en su tablero mental. "No podemos atacarlos de frente, Vargunteyo," dijo a su comandante de confianza, un hombre de rostro curtido y cicatrices que contaban historias mudas de mil guerras. "Los cañaverales los protegen como una coraza, y sus arqueros nos hostigarán desde la distancia, devorándonos lentamente." En su mente, Casio veía, con una claridad terrorífica, el desastre de Carras: las flechas partas cayendo como una lluvia letal, los soldados romanos atrapados, indefensos, en un terreno abierto, sin cobertura, sin esperanza. No repetiría ese error. "Dividiremos las legiones. La primera formará una tortuga –una impenetrable formación de escudos– en la orilla oeste, atrayendo su atención, haciendo de cebo. La segunda cruzará el río más arriba, en las sombras del Hermón, y los flanqueará. Caeremos sobre ellos cuando menos lo esperen."



La recuperación de los hombres había sido lenta, penosa, pero el temple forjado en Carras se mantuvo, una resistencia inquebrantable que los ataba a la vida. A pesar del cansancio que les dolía hasta los huesos, un humor negro y resignado a menudo surgía entre las legiones, una camaradería brutal forjada en el miedo compartido y en la sangre de las batallas ya ganadas. El plan se ejecutó al amanecer, cuando la niebla cubría el Jordán como un velo fantasmal. La primera legión, con los escudos entrelazados formando un caparazón impenetrable, avanzó lentamente hacia los cañaverales, los tambores romanos resonando en la niebla como un pulso lento y constante de la inexorable máquina de guerra. Los rebeldes, confiados en su posición, lanzaron una lluvia de flechas y jabalinas, un enjambre furioso que silbaba en el aire, pero la tortuga resistió, las flechas rebotando en los escudos con un sonido hueco, como granizo golpeando un tejado de bronce. Mientras tanto, la segunda legión, liderada por el propio Casio, cruzó el río en un silencio casi sepulcral, los soldados romanos vadeando el agua helada, sus armaduras empapadas, el frío calándoles hasta los huesos. Cuando emergieron en la orilla este, como fantasmas de una pesadilla, cayeron sobre el flanco desprotegido de los rebeldes como lobos hambrientos sobre un rebaño de ovejas. Los judíos, desorganizados, sorprendidos por la aparición repentina de Roma desde la niebla, se rompieron en minutos, su resistencia colapsando. Alejandro intentó reagruparlos, gritar órdenes, pero las espadas romanas eran implacables, sus golpes mortales y precisos.



Al mediodía, el río Jordán, antes cristalino, estaba teñido de un rojo nauseabundo, y los cañaverales, aplastados por las botas romanas, olían a sangre, a barro y a la putrefacción de los cuerpos. Casio, de pie en la orilla, sus ojos sin emoción, observó el campo de batalla, ahora un matadero. Miles de rebeldes yacían muertos, sus cuerpos esparcidos grotescamente entre los juncos. Otros, heridos o rendidos, con el terror grabados en sus rostros, eran encadenados sin piedad por los centuriones. "Treinta mil, al menos," informó Vargunteyo, limpiando el sudor de su frente con un gesto cansado. "¿Qué hacemos con ellos?".



Casio miró a los prisioneros, hombres de rostros demacrados, algunos apenas adolescentes con los ojos aún ingenuos, otros ancianos con barbas blancas que debían haber conocido la paz en otros tiempos. En su mente, la voz de la razón, fría y calculada, habló con una claridad desprovista de toda humanidad: "Siria necesita fondos. Roma necesita estabilidad. La piedad es una cadena que no podemos llevar, un lujo que el Imperio no puede permitirse." Su voz, desprovista de cualquier rastro de emoción, fue un veredicto. "Al mercado de esclavos en Antioquía. Asegúrate de que los más fuertes lleguen vivos. Son más valiosos". La fila de los prisioneros, sus rostros marcados por el terror y la resignación, los gritos silenciados por la desesperación muda, era un espectáculo brutalmente honesto del frío cálculo de la guerra romana.



Esa noche, en la soledad opresiva de su tienda, con el olor a sangre y miedo aún impregnando su túnica, Casio escribió a Servilia, su suegra confidente en Roma, la única persona a quien se atrevía a mostrar una fracción de su alma, aparte de su esposa Junia. "Hoy he aplastado una revuelta en el Jordán. Treinta mil irán a los mercados. No siento placer en esto, Servilia, y la verdad, tampoco culpa. Roma exige sacrificios, y yo soy su instrumento, su mano ejecutora. ¿Qué es un hombre sino un engranaje en la máquina inmensa e implacable del Estado?". Pero mientras sellaba el pergamino, una sombra cruzó su mente, un frío reconocimiento. Recordó los rostros de los prisioneros, las súplicas rotas de los que no sabían latín, y el odio silencioso que ardía en sus ojos. Había cruzado una línea, una frontera moral, y lo sabía. La crueldad, una vez abrazada, era como una armadura: pesada, asfixiante, pero necesaria para la supervivencia en ese mundo. Si no lo hago yo, pensó, otro lo hará. Y Roma caerá.



Y mientras Casio se consumía en la brutal realidad de su provincia, en Roma y más allá, los ecos de las victorias de Cayo Julio César en la lejana Galia resonaban con una fuerza atronadora. Apenas un mes antes, había llegado la noticia de la rendición final de Vercingétorix en Alesia, una victoria que culminaba años de campaña y que consolidaba el control de Roma sobre un vasto territorio. César, con su genio militar y su carisma inigualable, no solo mantenía una provincia; la conquistaba, la forjaba, la añadía al Imperio con un brillo que eclipsaba todo lo demás. Casio, que en Siria luchaba por apenas mantener la cabeza a flote, por asegurar los fondos para sus maltrechas legiones con la venta de almas, no podía evitar la punzada de frustración, de una amarga envidia. Él se sacrificaba en la oscuridad, un verdugo necesario, mientras César cosechaba la gloria, elevándose como un dios.



De vuelta en Antioquía, las arcas de la provincia se llenaron, una vez más, con las ganancias manchadas de la venta de los esclavos. Los mercaderes, ansiosos por comprar mano de obra barata para sus fincas y talleres, abarrotaban los mercados, sus voces resonando sobre el murmullo constante del Orontes, un río que había visto demasiada miseria. Casio, desde las murallas que él mismo había reforzado, contemplaba la ciudad que, a su manera, había salvado. Las torres, ahora inexpugnables, se alzaban como centinelas sombríos; los almacenes, llenos de grano y armas; las legiones, aunque pocas, estaban entrenadas, curtidas y listas. Pero la noticia de la muerte del general Pahlavi, el brillante Surena, ejecutado por Orodes II a pesar de su victoria épica en Carras, llegó como un recordatorio brutal de la precariedad de todo poder. En los salones pulcramente limpios y silenciosos de la corte de Partia, mientras el eco de los tambores de Carras aún resonaba en el desierto, la victoria se transformó en veneno. Surena, el estratega inigualable, el genio que había doblegado a Roma y humillado a Craso, se había alzado demasiado, su gloria eclipsando incluso la del rey. Orodes II, el monarca que debía su trono a la misma hazaña que le robaba la luz, no podía permitir tal sombra que era como una amenaza a su propia autoridad e incluso a su propio trono. En el despiadado juego del poder oriental, la gratitud era un lujo y la ambición desmedida, una sentencia de muerte. Surena, el águila que había despedazado a las legiónes romanas de Craso, fue finalmente presa de su propio rey, su formidable intelecto no bastó para prever la traición. Hoy eres un héroe; mañana, un cadáver, pensó Casio, su mirada perdida en el horizonte, en el polvo lejano que marcaba la frontera del Imperio.



Su relación con Antípatro se fortaleció, cimentada en la mutua necesidad y la fría comprensión de la política de poder. El idumeo, con su astucia innata y su inmensa red de espías, era un aliado indispensable, sus informaciones, oro puro. En una carta, Antípatro aconsejó la ejecución de Peitolao, uno de los líderes rebeldes capturados, para enviar un mensaje inequívoco y brutal a toda Judea. Casio, sin dudarlo, sin pestañear, ordenó que lo decapitaran en la plaza pública de Tariquea, frente a una multitud de judíos temblorosos, sus rostros pálidos de terror. Herodes, presente en la ejecución, no solo asintió con aprobación, sino que sus ojos brillaron con una ambición tan descarada, tan intensa, que Casio la reconoció al instante como un reflejo de la suya propia. Este hombre será rey o traidor, pensó Casio, la misma dualidad que veía en sí mismo, quizás ambos, según dicte el destino y su propia voluntad implacable.



EL ALMA DE SIRA: UN REFLEJO INESPERADO

Las noches, para Cayo Casio Longino, ofrecían un breve respiro del peso abrumador de la provincia: la política despiadada, el hedor persistente de la sangre derramada en las recientes revueltas y la asfixiante soledad del poder. Lejos de su esposa e hijos en Roma, a quienes pensaba, sí, pero siempre sentía distantes, como sombras en un sueño. Y en una de esas noches, en la penumbra tibia y perfumada de su habitación privada en el palacio del gobernador —un santuario de mármol pulido y sedas oscuras—, se encontró con Sira. No era una de las rameras vulgares de los burdeles bulliciosos de la ciudad, esas mujeres de miradas vacías que vendían sus cuerpos sin alma. Sira era una esclava personal, una posesión, comprada hacía poco entre los prisioneros de una pequeña revuelta local sofocada con la habitual brutal eficiencia romana. Era una joven de unos veintidós años, de una belleza austera y casi desolada, con cabellos color azabache que caían en una cascada silenciosa sobre sus hombros esbeltos. Pero eran sus ojos grandes y oscuros lo que capturaba a Casio: parecían guardar los secretos milenarios de su tierra natal, de las montañas y los desiertos del Oriente, de todas las tragedias que había presenciado. Casio se había fijado en ella no solo por su serena belleza exótica, sino por una cierta melancolía que a veces asomaba en su mirada, un atisbo de inteligencia y una perspicacia inesperada que lo intrigaba. Era un rasgo curioso, algo que lo apartaba, fugazmente, de la fortaleza inexpugnable de su propia mente.



Esa noche, Sira estaba arrodillada junto al lecho de Casio, frotando suavemente sus pies cansados con aceites perfumados. Sus dedos expertos aliviaban la tensión acumulada por un día más de decisiones de vida o muerte. El único sonido en la habitación era el crepitar tenue y rítmico de las antorchas que danzaban en los soportes de bronce y el murmullo distante, amortiguado por los gruesos muros, de la ciudad que nunca dormía. El olor pesado y exótico de los aceites de mirra y sándalo, mezclado con el tenue aroma del polvo del camino que aún se adhería a la piel de Casio y la fragancia dulce del jazmín que entraba por la ventana abierta, creaba una atmósfera extrañamente íntima, aunque la conciencia de la diferencia de su condición siempre flotaba en el aire.



"¿De dónde eres, Sira?", preguntó Casio, su voz apenas más suave de lo habitual, despojada de la autoridad gélida de su rango, mientras cerraba los ojos y se abandonaba al alivio del masaje, a la caricia de aquellos dedos firmes y delicados. Sira detuvo el movimiento, sus dedos suspendidos sobre su piel. "De un pequeño pueblo en la Bekaa, Señor. No lo conoceríais. Ya no existe. Los romanos lo arrasaron en una campaña contra los bandidos hace años. Yo era una niña entonces." Su voz era melodiosa, con un ligero acento sirio que Casio encontró, quizás, curiosamente exótico, una novedad para sus oídos. No había rencor evidente en su tono, solo una declaración de hechos desprovista de emoción superflua, una verdad cruda y fría.

Casio abrió los ojos, su mirada perforando la penumbra. "¿Y cómo llegaste a estar aquí, a mi servicio, en el palacio de un romano?".



"Me vendieron, Señor. Varias veces. Primero a un tratante en Damasco, un hombre gordo y de ojos avaros; luego a un mercader de Tiro que me veía como un objeto exótico, una pieza de colección más; y finalmente a este palacio. Mi vida es una serie interminable de transacciones, una cadena de dueños y de mudanzas forzadas que me han arrancado de mis raíces. Soy una mercancía, Señor. Como una vasija de barro que cambia de mano, como una tela que se vende al mejor postor. Mi valor reside en mi utilidad, no en mi ser." Sira reanudó el masaje, sus movimientos rítmicos y calmantes, cada caricia una afirmación silenciosa de su presencia a pesar de su condición. No había auto-conmiseración en sus palabras, solo una aceptación fatalista que a Casio le resultó incómodamente honesta.



"¿No sientes resentimiento?", preguntó Casio, la pregunta saliendo de sus labios antes de que pudiera contenerla, una imprudencia que en otro contexto jamás habría permitido. Era una pregunta peligrosa, cargada con la culpa silenciosa de su propia existencia como dominador, como el que detentaba el poder sobre la vida de millones. Sira esbozó una sonrisa débil, una sonrisa triste que no alcanzaba sus ojos, una expresión de conocimiento antiguo.



"¿Resentimiento, Señor?. ¿Contra quién?. ¿Contra el destino caprichoso que me arrojó a esta vida?. ¿Contra Roma, esa bestia implacable que devora naciones?. ¿Contra los hombres que me compraron y me vendieron como ganado, despojándome de mi nombre, de mi familia, de mi tierra?. La ira es un lujo que no podemos permitirnos los que servimos, los que somos siervos de la fortuna y de los poderosos. Consume, Señor, y no alimenta. Solo queda la esperanza, o la resignación." Su voz era un bálsamo, una melodía suave a pesar de la verdad devastadora que desvelaba, una sabiduría forjada en el sufrimiento, no en el estudio de los filósofos griegos.



"¿Y tú, qué has elegido?", inquirió Casio, su mirada fija en el techo de la habitación, donde un mosaico de constelaciones romanas parecía burlarse de la insignificancia y el sufrimiento humano bajo el vasto e indiferente firmamento.



"La esperanza, Señor, la pequeña llama que se niega a extinguirse. La esperanza de que cada Señor sea menos cruel que el anterior, que cada mano que me posea sea menos dura. Y la esperanza de que mis días terminen sin dolor, sin una agonía prolongada. Y la resignación, profunda y total, a lo que no puedo cambiar, a la corriente que me arrastra sin que yo pueda luchar contra ella." Los dedos de Sira, hábiles y firmes, continuaban su trabajo, aliviando la tensión en los músculos de Casio. "Pero no todo es desesperación, Señor. En mis viajes forzados y en mis cambios de amo, he aprendido lenguas, he oído historias de muchos lugares, he visto la opulencia decadente de Roma y la barbarie brutal de los que se le oponen. Y he aprendido que los hombres son muy parecidos, Señor, bajo las túnicas finas y las armaduras relucientes, bajo las capas de poder y la miseria. Todos somos carne y hueso, y todos tememos."



Casio se incorporó, apoyándose en un codo. Extendió una mano no para buscar una "conexión", sino con una curiosidad casi científica, para tomar la de Sira. Sus dedos rozaron la piel suave de ella, una sensación extraña de contraste entre su piel curtida por la guerra y la suya delicada, marcada por la servidumbre. Sus ojos se alzaron para encontrar los suyos, y en esa mirada hubo un reconocimiento de la dura verdad, una conciencia mutua de la fragilidad humana que trascendía su condición, pero sin borrarla. "¿Qué has aprendido de los hombres, Sira?. Dímelo. La verdad, sin adornos, sin la piedad que a mí me es ajena y que tú, al parecer, conoces mejor que yo." Ella dudó un instante, sus ojos fijos en la mano de él. Luego, con una calma forjada en el despojo, respondió: "Que todos buscan lo mismo, Señor. Poder, dinero, afecto. Y que muchos, como vos, sacrifican lo segundo por lo primero, la cercanía por el dominio. Se endurecen, se aíslan.



Pero que en el fondo, Señor, todos estamos solos. Todos, desde el esclavo más humilde que sueña con una ración extra de pan hasta el emperador más poderoso que teme la traición. Esperando que alguien, en algún momento, nos vea no solo como una mercancía, no como un recurso, sino como un ser humano, con una existencia que va más allá de su mera utilidad."



Casio soltó su mano, su mirada se perdió en la llama danzante de la antorcha, que proyectaba sombras errantes en la habitación. Las palabras de Sira, dichas con una calma que desmentía su condición de esclava, lo golpearon con la fuerza brutal de una verdad innegable. La soledad. La ambición. Eran, en efecto, las dos caras de su moneda, las fuerzas que gobernaban su vida y que lo habían llevado a sacrificar tanto. Se había acostumbrado a la belleza física de Sira, una belleza que era un placer para sus ojos y una distracción efímera. Pero ahora, Sira le ofrecía algo más complejo: una visión sin filtros de la vida, de la suya propia, de la de Roma, dicha por una voz que no esperaba ser escuchada con atención. Era una esclava, sí, marcada por la tragedia y la injusticia de un imperio voraz, pero con una resiliencia que le permitía articular verdades incómodas.



Casio hizo una seña a Sira para que se acercara más a la cama, un gesto que ella entendió al instante como la demanda de un servicio más íntimo. Era su deber, su función, el propósito final de su posesión. Con la docilidad que la vida le había enseñado, Sira cumplió con su tarea. Casio, como cualquier amo, disfrutó del placer efímero que le ofrecía su propiedad, una distracción física que lograba relajarlo después de un día extenuante. Para él, era un alivio necesario, un desahogo sin complicaciones emocionales; para ella, una parte más de su servidumbre, un acto de supervivencia y obediencia.



Desde ese día, Casio siguió permitiendo la presencia de Sira en su habitación por las noches. No la trató con una "deferencia" que borraría su estatus, sino con una curiosidad persistente y un trato pragmáticamente menos brutal que el que podría haber dado a cualquier otra esclava. Le ofreció ropas limpias y comida de su propia mesa, gestos que para Sira representaban un reconocimiento de su valor como propiedad valiosa. Y sí, permitió que sus conversaciones fueran inusuales, no como las que tendría con un igual, sino como las que un patrón podría tener con un hombre libre de ingenio agudo. Sira, la esclava de ojos profundos, se había convertido para él en una fuente de observación desapasionada, en un espejo incómodo que le devolvía las contradicciones de su mundo.



 Sus propias reflexiones sobre la ambición desmedida de Craso, el destino incierto de Roma pendiendo de un hilo y su propio papel en esta crisis generacional que se cernía sobre la República, cobraban una nueva y cruda luz a través de la visión simple y directa de Sira. ¿Era su pragmatismo una virtud brutal necesaria, la única forma de supervivencia en un mundo de lobos, o una condena de su propia humanidad, un precio demasiado alto?. La oportunidad, en los asuntos humanos, dura menos que las palabras, pensaba Casio, las palabras de Sira resonando en su mente. Meditaba sobre cómo cada decisión, cada venta de esclavos, cada ejecución, era un acto de tiranía disfrazado de necesidad, una contradicción hiriente en la esencia misma de lo que Roma afirmaba ser: la civilización, la justicia, el orden que él estaba jurado a defender. Para Sira, por su parte, esa rutina, esa atención inusual del amo, no era felicidad, sino una precaria estabilidad, la mejor versión de un destino que no había elegido. Era su forma de ser útil, de asegurar una supervivencia menos dura, una adaptación al terrible azar de la vida de un siervo.



CARTA DE UN HOMBRE NUEVO: CASIO A SERVILIA

La noche después de la victoria, la tienda de Casio en el campamento olía a victoria, a sudor seco y a incienso quemado, un contraste agrio con el hedor de la muerte que aún flotaba en el aire gélido del desierto. Casio, sentado ante una mesa rústica, con una lámpara de aceite proyectando sombras danzantes sobre su rostro enjuto y cansado, comenzó a escribir a Servilia, sus palabras fluyendo con la urgencia del triunfo recién conquistado, una vindicación largamente esperada. La admiración que sentía por Servilia, la madre de su esposa Junia Tercia, se debía a su enorme inteligencia y astucia, que solo ella le podría informar sobre las intrigas que no cesaban en Roma, aparte de su enorme belleza, que era también la que fascinaba a Cayo Julio César.

De Cayo Casio Longino a Servilia Cepionis, con el jubiloso y amargo espíritu de la victoria.

Querida Servilia,

Hoy el sol implacable de Siria ha sido testigo de la venganza. No me refiero a la venganza de un hombre herido, la cual es un lujo personal, sino a la de Roma, la bestia insaciable que exige sangre por sangre. Han pasado dos largos, interminables años desde que te escribí con el corazón desgarrado por la derrota de Carras, con el sabor de la ceniza en la boca. Pero te dije entonces que sobreviviría, que Roma, con todas sus imperfecciones, me necesitaba. Y así ha sido.

El príncipe Pacoro y el general Osaces, ese perro de Partia que lamió la sangre de Craso, cruzaron el Éufrates con la arrogancia estúpida de quien se cree invencible. Querían saquear Siria, extender su dominio sobre nuestras provincias, borrar nuestro nombre de Oriente, pero encontraron una provincia que no era el espectro débil que esperaban, sino un lobo herido que guardaba su guarida con dientes afilados y una ferocidad inesperada. Durante semanas, nos asediaron en Antioquía, una tortura lenta para ambos bandos. Sus flechas, que en Carras fueron nuestra perdición, la lluvia oscura que nos diezmó, ahora rebotaban inofensivas en nuestras murallas reforzadas, o caían a mis pies sin alcanzar su objetivo. La paciencia, mi querida Servilia, es una virtud más mortífera que mil cargas de caballería pesada. Los dejé asediarnos hasta que sus hombres, impacientes, hambrientos y frustrados por el fracaso, levantaron el sitio y comenzaron a saquear el campo, creyendo que la provincia, exhausta, estaba indefensa. Un error fatal, pues sabía que esto ocurriría, y aprovisioné al máximo Antioquía en víveres perdurables, aparte de que reforcé sus defensas.

Fue entonces cuando les tendí la trampa. No fue una carga suicida de caballería, ni un asalto frontal digno de un loco. Fue una estrategia de cazador, una red tejida con el engaño y la astucia paciente. El 7 de octubre, cerca de Antigonea, un destacamento de mis fuerzas, bajo el mando de mi leal Vargunteyo –un hombre que no hace preguntas, solo cumple órdenes–, fingió una retirada. Los partos, esos arrogantes bárbaros, mordieron el anzuelo con la misma facilidad con la que una carpa pica en un gusano. Pensaron que huíamos, como en Carras, que el fantasma de la derrota nos perseguía. Pero cuando se lanzaron a la persecución, sus gritos de victoria resonando en el aire, se encontraron rodeados por mis legiones, que habían permanecido ocultas, silenciosas, esperando el momento preciso para el golpe de gracia. La batalla fue corta y brutal, Servilia. No hubo tiempo para sus círculos de flechas, ni para sus cargas masivas de catafractos. Los agarramos en su propio terreno, los encerramos como ratas en una jaula, y nuestras espadas hicieron el resto. Osaces, el mismo general que humilló a Craso, ha caído. Fue herido de muerte, su cuerpo dejado a merced del desierto, un festín para los buitres. Un final justo para un enemigo tan astuto. El resto de su ejército ha huido despavorido al otro lado del Éufrates, con el rabo entre las patas.

Hemos asegurado Siria, mi amada. La amenaza parta, por ahora, ha sido contenida. El prestigio de Roma, que yacía destrozado en el polvo de Carras, ha comenzado a levantarse, ladrillo a ladrillo, con la sangre de sus enemigos. Mi nombre, que quizás susurraba a derrota y a huida cobarde, ahora espero que resuene con la victoria. Pero la guerra no es solo flechas y espadas, ¿verdad, Servilia?. También es oro. He capturado a miles de prisioneros. Jóvenes, fuertes, aptos para el trabajo, con la vida aún brillando en sus ojos atemorizados. Serán vendidos en los mercados de esclavos de la provincia, su dolor convertido en moneda. Sus ganancias, mi querida, se destinarán a las arcas de Roma, a financiar la defensa de Siria, a pagar a las legiones que nos han librado de este nuevo peligro. Es una medida necesaria, aunque cruel, lo reconozco. La República necesita fondos, y los vencidos, Servilia, siempre pagan el precio de su rebelión. La piedad es un lujo que solo los que no están en el poder pueden permitirse.

Dime, Servilia, qué noticias corren por el Foro. ¿Cómo ha reaccionado el Senado a esta victoria?. ¿Se atreven a reconocer el mérito de un Longino, o siguen ciegos a todo lo que no sea la sombra de sus tres gigantes, Pompeyo, el ya fallecido Craso… y ahora, ese César?. La tensión entre el Gneo y el Gayo debe ser palpable, un aliento frío en el cuello de la República. Y cuéntame de César. ¿Sigue su estrella ascendiendo sin freno, devorando todo a su paso?, ¿Se ha vuelto su autoridad y dignidad tan irresistible como para que incluso los más firmes defensores de la República sucumban a su encanto retorcido?. Me has hablado de tu fascinación por él, y aunque me irrite que caigas presa de su carisma, reconozco que un hombre que te cautiva debe poseer una fuerza inusual, una astucia que va más allá de lo meramente militar. ¿Ha regresado de la Galia, esa cloaca bárbara?. ¿Qué planes urde ahora, con su legiones curtidas en sangre gala?. Lo que suceda entre él y Gneo lo cambiará todo.

He tenido un momento de extraña reflexión, aquí, en este campamento donde la muerte aún susurra. Una de las esclavas de mi casa, una joven siria llamada Sira, me ha hecho ver cosas que los laureles y la ambición a menudo ocultan. La soledad, Servilia. La soledad del poder, del hombre que toma las decisiones finales y carga con sus consecuencias. Es un precio alto, una carga silenciosa que pocos comprenden. Ella, con su sabiduría forjada en la resignación, me ha mostrado que incluso en la servidumbre más abyecta, el espíritu humano busca su propia verdad, su pequeña parcela de dignidad. Quizás te parezca una rareza de un Longino, que un hombre como yo encuentre consuelo en la compañía de una esclava, pero su conversación me alivia más que cualquier vino exótico o cualquier banquete. Me ofrece un espejo sin las distorsiones de la adulación o la ambición. Es servil, buena, inteligente, y hace todo lo que yo quiero. En sus ratos libres que le concedo después de atender todas sus tareas, le he dado licencia para que coja papiros de mi biblioteca y pueda leerlos. Es más, le he puesto un maestro instructor, para que aprenda a leer y se familiarice con la lectura, pues esa inteligencia natural que demuestra, merece pulirse, y así me puede resultar de mayor utilidad. Ella misma reconoce como algo natural e inevitable su destino de esclava, pero quizás algún día yo le dé la libertad, y que pueda desarrollarse por sí misma en sus talentos.

Regresaré a Roma, Servilia, cuando el Senado me lo ordene, cuando consideren que he cumplido mi función aquí. Pero lo haré como un hombre que ha aprendido a cazar, a sobrevivir, a ganar. Un hombre que ha visto el abismo y no ha parpadeado. Y entonces, verán que Cayo Casio Longino es más que un nombre antiguo, un eco del pasado. Es un poder. Delega besos y saludos a mi esposa y a mis hijos ( tus nietos) de mi parte

Espero tus palabras con ansias,

Cayo Casio Longino.



CARTA DESDE EL EPICENTRO: SERVILIA A CASIO

La respuesta de Servilia llegó varias semanas después, un delgado rollo de papiro con un aroma a incienso, a la cera de abejas que sellaba las cartas importantes, y al inconfundible hedor a la Roma que Casio tanto echaba de menos y, a la vez, tanto despreciaba por su deriva corrupta. La letra era firme, elegante, reflejo de una mente aguda que no se doblegaba fácilmente.

De Servilia Cepionis a Cayo Casio Longino, con admiración, el espíritu agitado y el corazón en vilo por Roma.

Mi querido Cayo,

¡La noticia de tu victoria ha llegado a Roma como un trueno en un cielo despejado, un relámpago de luz en la penumbra que nos envuelve!. Tan contentos están que Aquí te llaman "El Águila de Siria". El Senado, ese venerable pero cobarde cuerpo que apenas se atrevía a respirar tras la debacle sin precedentes de Carras, ha estallado en una mezcla incomprensible de alivio desmedido y asombro genuino. Tu nombre, Cayo, ha pasado de ser un susurro vergonzoso, ligado a la huida y a la derrota, a un grito de aclamación que resuena por los pórticos del Foro. Te llaman el "Salvador de Siria", el "Azote de los Partos", y por Júpiter, te lo has ganado. Los ecos de la locura y la derrota de Craso se desvanecen, por fin, ante la brillantez y la audacia de tu estrategia. Reconozco tu mano en el informe oficial al Senado; la concisión, la contundencia y esa fría objetividad son tan tuyas como tu ingenio. No te mentiré: hay quienes intentan minimizar tu logro, esos pequeños hombres celosos que nunca han manchado sus manos con el polvo de la guerra o el barro de la ambición. Pero la plebe, el pueblo de Roma, los hombres y mujeres corrientes que aún creen en la gloria, te celebra. Y los optimates, mi propio círculo, aunque a regañadientes y con muecas de disgusto, te ven como un baluarte, un escudo contra la amenaza oriental que Pompeyo no pudo (o no quiso) aniquilar del todo. Has hecho lo que Craso no pudo ni siquiera soñar: defender las fronteras con astucia y restaurar el honor manchado de Roma. ¡Felicidades, mi querido Cayo!. Has superado las sombras de tu predecesor, y te has erigido en tu propia luz.

Y sí, mi querido, los fondos de los prisioneros son una bendición pragmática para las arcas de una provincia exhausta y de una República siempre necesitada. La crueldad, cuando es necesaria para la supervivencia del Estado, es un arte en sí misma. No te tortures por ello, mi Casio. Roma no se construyó con la moral delicada de los filósofos griegos, sino con la visión pragmática y la voluntad férrea de hombres como tú, dispuestos a hacer lo que debe hacerse.

En cuanto a César... ¡ah, César!. Su estrella no solo sigue ascendiendo, Cayo, sino que arde con una intensidad que amenaza con consumir todo lo que la rodea, dejando cenizas a su paso. Ha terminado su gobierno provincial en la Galia, y ahora la pregunta, el dilema que nos ahoga, es: ¿regresará a Roma como un ciudadano privado, despojándose de su imperium, o con sus legiones, veteranas y devotas, como un tirano conquistador?. Pompeyo, su antiguo aliado y ahora su más encarnizado rival, se erige, con su sempiterna pose de campeón, como el defensor del Senado, el baluarte de la República contra lo que, no sin razón, considera la ambición tiránica de César. El Senado está dividido, mi Cayo, desgarrado por la indecisión y el miedo. Las facciones se agitan como serpientes venenosas en una cesta de mimbre. Cicerón, siempre el orador, lanza invectivas contra César, con su voz aún potente pero sus palabras ya sin el mismo peso de antaño. Incluso Catón el Joven, ya viejo por supuesto, con su rostro incorruptible y su elocuencia abrasadora, se ha levantado en el Senado, sus ojos ardiendo con la llama de la libertad, clamando por la defensa de la República contra el "nuevo Sila", advirtiendo que la dictadura de César sería el fin de todo lo que valoramos. Sus palabras son verdades amargas, pero la mayoría de los senadores, acobardados o ambiciosos, vacilan, indecisos entre la seguridad que promete Pompeyo y el poder que encarna César. Los ecos de esta contienda entre los más grandes de nuestros ciudadanos, Pompeyo y César, resuenan hasta estas lejanas tierras de Siria, donde tú has traído el orden. Nuestra atención, mi Cayo, debe volverse hacia el corazón de Roma, donde las sombras de una guerra civil se ciernen sobre nosotros como el velo de la muerte.

Y César, Cayo, no es solo un general formidable. Es un político brillante, un orador persuasivo capaz de cautivar a las masas, y un escritor talentoso. Sus Commentarii de Bello Gallico se leen por toda Roma, pintándolo como un héroe invencible, el protector del pueblo. Su popularidad entre la plebe es inmensa, un torbellino. Ha gastado fortunas en juegos y distribuciones de grano para asegurarse su lealtad, para comprar los aplausos de las masas volubles. Ha regresado al norte de Italia, y los rumores de sus movimientos son constantes, como el murmullo de un río que crece. Se dice que sus legiones, veteranas de la Galia, endurecidas por el frío y la sangre, están absolutamente devotas a él, más que a Roma. Él es un imán para los hombres y, debo confesarlo con una punzada de inquietud, para las mujeres también. Su encanto es irresistible, una fuerza de la naturaleza. Me ha escrito, mi Cayo. Sí, hemos mantenido nuestra correspondencia, una danza peligrosa entre el respeto y la desconfianza. Él sabe de tu victoria, y me ha preguntado por ti. Dijo, con esa voz untuosa que sabe cómo seducir, que eres un hombre de valor y astucia, y que lamenta que hayas tenido que servir a Craso, un desastre andante. Es un hombre que sabe reconocer el talento, incluso en sus futuros adversarios, y eso lo hace aún más peligroso.

Roma está al borde de la guerra civil, Cayo. Pompeyo y César, los dos gigantes, se preparan para un choque que definirá el futuro de la República, un duelo a muerte que no tendrá vencedores, solo supervivientes. No es una cuestión de quién es el más noble, sino de quién es el más fuerte y el más astuto. Y tú, mi Cayo, te has forjado en el crisol del Oriente, en la paciencia y la crueldad de la guerra contra los partos. Cuando regreses, serás un actor clave en este drama, una pieza indispensable en el tablero.

Me intrigó tu mención a Sira. ¡Un Longino filosofando con una esclava!. Quizás el desierto ha ablandado un poco tu corazón de hierro, o quizás te ha abierto los ojos a verdades que el orgullo y la ambición a menudo ciegan. No es malo, Cayo. A veces, la brutalidad del mundo necesita un contrapunto, una voz que no busque nada de ti, solo te observe. Tu capacidad para encontrar sabiduría donde otros solo ven servidumbre es, en sí misma, una virtud rara.

Y, por supuesto, he transmitido tus besos y saludos a Junia y a mis nietos. Tu esposa y tus hijos se encuentran bien, mi Cayo, manteniendo la compostura y la posición que les corresponde, aunque es natural que extrañen la figura paterna. ¡Ah!, y aparte sobre tu mención de esa esclava tuya, Sira... Te confieso que me ha resultado, cuanto menos, peculiar tu atención a los pensamientos de una sierva. Su utilidad se mide en el trabajo y la obediencia, no en las reflexiones que pueda ofrecer. Un esclavo es un bien, una herramienta, no una fuente de sabiduría equiparable. No confundas su ingenio con una virtud digna de un Longino. Asegúrate de que, en tu ausencia, esta peculiaridad tuya no la lleve a olvidar su lugar.

Regresa pronto, mi Cayo. Te espero con la misma impaciencia con la que Roma, en su ceguera, espera su destino.

Siempre tuya, y siempre fiel a nuestra República,

Servilia.



EL RECONOCIMIENTO DESDE ROMA: CARTA AL SENADO

Casio, con una leve y apenas perceptible sonrisa en los labios –una expresión rara para él–, leyó la carta de Servilia una y otra vez, deleitándose en cada palabra. Se sentía validado, reconocido, y ese reconocimiento, venido de una mente tan aguda como la de ella, era un bálsamo para el alma. Lógico, aparte, que no aceptara que se sintiera algo especial por una esclava como Sira, si se la consideraba la dama más alta de toda la aristocracia romana. Parece ser que el momento había llegado. Era el momento de consolidar su posición en Roma, de forzar a la República a reconocer que Cayo Casio Longino era una fuerza a tener en cuenta. Con la tinta aún fresca en sus dedos, y la imagen de los restos del ejército parto huyendo al otro lado del Éufrates aún vívida en su mente, dictó la misiva a su escriba, cada palabra cuidadosamente elegida para impactar en las mentes de esos hombres en el Capitolio.

"De Cayo Casio Longino, gobernador interino de Siria, al Ilustre Senado y Pueblo de Roma, saludos y la esperanza de la salvación.

¡Padres del pueblo!

Me dirijo a vosotros no solo con la gratificante noticia de una victoria decisiva sobre los partos, sino con la certeza de haber salvaguardado la provincia de Siria y, lo que es más importante para el honor de nuestra noble República, haber restaurado, al menos en parte, el prestigio de las armas romanas, tan denigrado por los recientes acontecimientos en estas tierras orientales. Con los miles de prisioneros del ejército parto y de rebeldes, vendidos como esclavos, Roma recibirá su parte del botín con que llenar sus arcas.

En el año 51 antes de Cristo, los partos, envalentonados por su triunfo en Carras –un desastre que no necesito detallar ante vuestra augusta memoria–, lanzaron una nueva y audaz invasión de nuestra provincia. El príncipe Pacoro y el general Osaces, ese mismo azote que ya conocéis bien, cruzaron el Éufrates con la arrogancia que solo la victoria puede dar. No mandaron al Surena Pahlavi, pues el su Rey lo ejecutó por capricho. Cosas de esos arrogantes reyes partos. Tras meses de resistencia tenaz en Antioquía, donde nuestras fortificaciones, sabiamente reforzadas, más que de sobras aprovisionada de víveres la ciudad, y la disciplina inquebrantable de vuestras legiones frustraron sus asaltos directos, los bárbaros, desesperados por la escasez de provisiones en un campo que habíamos desolado y la frustrante falta de progresos, levantaron el asedio. Su retirada era una retirada del hambre, no del miedo.

Fue en este momento, Padres del pueblo, que mi estrategia, basada en la paciencia, la contención y un conocimiento exhaustivo de las tácticas y debilidades del enemigo, fructificó. En lugar de enfrentarlos en una batalla campal en terreno abierto, donde su caballería y arqueros hubieran vuelto a tener la ventaja que tan bien conocen, les tendí una emboscada magistral, una trampa digna de los viejos zorros de Roma. El 7 de octubre, cerca de Antigonea, un destacamento de nuestras fuerzas simuló una retirada, atrayendo a los partos a un terreno que les era desfavorable, un embudo mortal donde nuestras legiones, ocultas y esperando el momento oportuno como depredadores agazapados, pudieron rodearlos y destruirlos. La victoria fue completa, decisiva y humillante para el enemigo. El general Osaces, su comandante principal y artífice de nuestra anterior desgracia, cayó herido de muerte en el campo de batalla, dejando su cuerpo a merced del sol sirio, y el resto de su ejército huyó en desbandada al otro lado del Éufrates, dejando miles de muertos y prisioneros en su huida despavorida.

Esta victoria, Padres del pueblo, no solo ha expulsado a la amenaza parta de Siria, asegurando vuestras fronteras orientales, sino que también ha demostrado la inquebrantable virtud y el valor indomable de vuestras legiones, y la capacidad de vuestros oficiales para adaptarse y superar las más adversas circunstancias, extrayendo el triunfo de las fauces de la derrota. He asegurado la provincia, he rellenado sus arcas con los beneficios de los prisioneros de guerra vendidos como esclavos —una medida necesaria y rentable para la financiación del ejército y la administración provincial, un coste que el enemigo debe pagar por su osadía—, he tomado medidas para volver a relanzar la economía de la provincia de Siria, y he restaurado la confianza en el poder de Roma en Oriente, un poder que había sido cuestionado.

Sin embargo, debo ser franco. La inestabilidad en la República es palpable incluso a estas distancias, el eco de vuestras disputas internas llega hasta los confines del mundo. Los ecos de la contienda fratricida entre los más grandes de nuestros ciudadanos, Pompeyo y César, resuenan hasta estas lejanas tierras, una discordia que amenaza con desgarrar el tejido mismo de nuestra sociedad. La provincia de Siria está ahora segura, pero vuestra atención, Padres del pueblo, debe volverse hacia el corazón de Roma, hacia el Foro y las decisiones que allí se toman, donde las sombras de una guerra civil, la más temible de todas las guerras como ya sabéis porque Roma las ha vivido, se ciernen sobre nosotros.

Estoy a vuestra entera disposición, Padres del pueblo, para cualquier orden que consideréis oportuna. Mi deber es con Roma, y mi espada, mi mente y mi lealtad están, y siempre estarán, a su servicio.

Adiós, Cayo Casio Longino, gobernador interino de Siria."



El Senado Romano, en su sesión plenaria, recibió la carta de Casio con una mezcla compleja de sorpresa, alivio y una buena dosis de cálculo político. Tras la humillación de Carras, la victoria de Casio era un bálsamo inesperado, una bocanada de aire fresco en una atmósfera enrarecida por la intriga y el miedo. Los defensores de la República, y especialmente los optimates que veían con recelo el poder creciente de César y la ambición desmedida de Pompeyo, encontraron en Casio un nuevo héroe, un baluarte, quizás una tercera fuerza que podría desequilibrar la balanza en su favor. Hubo murmullos de aprobación, algún senador se atrevió a golpear el suelo con el pie, y el rumor de su victoria se extendió por la Curia. No era solo la derrota parta lo que celebraban, sino la oportunidad de tener un nuevo general victorioso que no estuviera ya comprometido con los dos gigantes.

Un escriba leyó la respuesta del Senado en boca de su anciano príncipe, su voz resonando en el mármol, las palabras cuidadosamente pulidas para la posteridad:

"¡Del Ilustre Senado y Pueblo de Roma a Cayo Casio Longino, gobernador interino de Siria, saludos y felicitaciones!

¡Héroe de Roma, Cayo Casio Longino!

El Senado y el Pueblo de Roma han recibido con inmensa alegría y gratitud las noticias de vuestra victoria...



Días después, cuando la carta del Senado llegó a sus manos en Siria, Casio la leyó, su rostro impasible. Su leve sonrisa inicial se había desvanecido, reemplazada por la mueca cínica habitual. "Alegría y gratitud", murmuró para sí, el pergamino crujiendo en sus dedos. "¡Qué rápido olvidan la negligencia y la cobardía cuando hay un triunfo que reclamar!. Me llaman 'héroe', no por lo que soy, sino por lo que les he dado: un respiro, un escudo para su patética indecisión." No había verdadera satisfacción en su victoria, al menos no la que esperaba el vulgo. Había cumplido su deber, sí, y había restaurado su honor personal. Pero sabía que para esos senadores, no era más que una pieza en su tablero, un peón útil en el juego que se avecinaba. La victoria era suya, pero Roma, como una vieja ramera, la estaba vendiendo al mejor postor político. Era un triunfo, sí, pero con el sabor amargo del pragmatismo y la eterna desconfianza. El lobo había cazado, pero ahora, el cazador debía volver a la guarida del león.



CAPÍTULO 4: LA SOMBRA DE SERVILIA

EL REGRESO DE CASIO A ROMA

En el año 50 a.C., Roma una ciudad con casi un millón de almas, era un torbellino de ambiciones, un crisol donde el poder se forjaba en salones de mármol y se deshacía en callejones empedrados, donde el incienso de los templos se mezclaba con el hedor de las cloacas, todas adyacentes de la Cloaca Máxima que era la más monumental alcantarilla de Roma y cuyos residuos y aguas pluviales terminaban en el Tiber. Las murallas, desgastadas por siglos de gloria y sangre, se alzaban como guardianes de un imperio al borde del abismo. El Foro, corazón palpitante de la República, bullía con oradores, mercaderes y conspiradores, sus voces resonando bajo los arcos del Templo de Júpiter, mientras las águilas de bronce de las legiones, relucientes en los estandartes, observaban con ojos fríos. En este escenario, Cayo Casio Longino regresó de Siria, no como un hombre derrotado, sino como un lobo curtido por el desierto, sus ojos oscuros brillando con una ambición que ardía más feroz que el sol de Antioquía. A sus treinta y cuatro años, Casio era un contraste vivo: alto, enjuto, con un rostro afilado como un gladius y una mente que cortaba más profundo aún. Su túnica de lana fina, orlada con la púrpura de su rango, estaba raída por las campañas, pero su porte era el de un noble Longino, cuya sangre había moldeado Roma durante siglos. En Siria había estabilizado la provincia, reorganizado dos legiones y llenado sus arcas con oro de los mercados de esclavos, pero sabía que en Roma el oro era solo una herramienta. El poder se tejía con alianzas, secretos y traiciones, y en ese arte, nadie superaba a Servilia Cepionis, su admirada suegra.



EL PULSO DE LA URBE Y LA ANSIEDAD DEL HOGAR

El carro de Casio cruzó la Porta Capena, el traqueteo de las ruedas sobre el pavimentum resonando bajo las lápidas de la Vía Apia, sus epitafios, tallados en mármol frío, susurrando nombres de héroes olvidados y de vidas truncadas. El aire, denso y húmedo, era un asalto tras la aridez siria: una amalgama de humo de las innumerables cocinas que ascendía de las insulae, el dulzón y rancio perfume de especias orientales derramadas en los mercados, el agrio tufo de las cloacas a cielo abierto y el inconfundible olor a multitudes, a sudor y a pan recién horneado. Casio lo inhaló profundamente, una bocanada de su esencia más profunda. Esto es mi aire. Mi destino. El estruendo de Roma lo envolvió, un rugido constante de miles de voces, el chirrido incesante de las carretas de bueyes, el tintineo metálico de los herreros y el lejano balido de ovejas que se dirigían al mercado de ganado. Era una sinfonía caótica, vibrante, que olía a incienso quemado en los templos, al costoso unguentum de las damas para tener el rostro más fino y hermoso, y al fétido efluvio de los arrabales. Cada sentido de Casio se agudizó; absorbía la ciudad como una esponja hambrienta, buscando las fisuras, las oportunidades, sintiendo la pulsión de una bestia a punto de desgarrarse.



El Foro era un caos orquestado, un microcosmos de la República. Vendedores pregonaban telas de Sidón y grano africano, sus voces compitiendo con el agudo parloteo de los esclavos subastados. El aroma a pan caliente chocaba con el hedor de bestias y el perfume dulzón de flores etruscas. En las escalinatas de la Basílica Julia, juristas de túnicas inmaculadas discutían pleitos con gestos vehementes, mientras los cambistas, en sus mesas de bronce, pesaban denarios con dedos veloces y ojos escrutadores. Casio observaba a la gente, la procesión interminable de rostros: la ambición grabada en los patricios, la resignación en los plebeyos, la desesperanza en los ojos de los esclavos. En el mercado, junto a las Columnas de Focas, la crueldad romana se exhibía sin pudor. Hombres y mujeres encadenados eran examinados como ganado: un tratante gordo golpeaba las nalgas de una joven africana, otro revisaba los dientes de un galo musculoso. Casio observó, su mirada fría como el mármol, inmutable. La sangre y el sufrimiento son el aceite de Roma, pensó, consciente de que su propia riqueza y la de la República nacían de esas cadenas. Aquí, la virtud no es un valor, sino una divisa; la lealtad, una mercancía al mejor postor.



Un griterío rompió el murmullo, un rugido primario de la multitud que se arremolinaba. Cerca del Templo de Cástor y Pólux, dos gladiadores, armados con espadas de madera y escudos redondos, se enfrentaban en una pelea callejera amañada. La plebe y los esclavos rugían, apostando denarios y gritando por sangre. El lanista, un caballero de rostro enrojecido por el vino y el sol, sonreía con dientes amarillentos, mientras los guardias urbanos observaban con desdén calculado, asegurándose de que el caos no escalara más allá de un entretenimiento inofensivo. Casio contempló la escena, asintiendo para sí mismo. En Roma, el valor se prueba en sangre, en la arena o en el Senado. Era el mismo juego, solo que con reglas más sutiles.

De repente, una voz familiar, áspera como el vino de baja calidad, lo sacó de sus pensamientos. “¡Casio!. ¡Por los Dioses!. ¿Eres tú, o un fantasma del Éufrates?”.



Era Publio Léntulo, un antiguo compañero de campaña, ahora con el rostro más hinchado por el desenfreno y los ojos más turbios por los placeres de la Urbe que por el polvo de la guerra. Léntulo, un homo novus con ambiciones desmedidas y escasos escrúpulos, lo abordó con una palmada demasiado efusiva en la espalda. “¡Te dábamos por devorado por los partos!. Pero mírate, más magro que un gladiador en cuaresma, pero con el brillo de la victoria en los ojos. ¿Qué te trae de vuelta a este nido de víboras?. ¿Más oro para el circo de César, o para los bolsillos de Pompeyo?”. Su aliento apestaba a vino y a ambición.



Casio respondió con una sonrisa tensa, observando la codicia descarada en los ojos de Léntulo. “Lo que me trae de vuelta, Publio, es la ambición de todo romano: servir a la República... a mi manera.” La ironía mordaz no se perdió en Léntulo, quien soltó una risotada hueca. Este encuentro, fugaz y cargado de dobles sentidos, reafirmaba la red de intereses y lealtades fluctuantes que lo esperaba. Léntulo, con sus contactos entre los equites y su apetito insaciable por el lucro fácil, era un ejemplo perfecto de la podredumbre que Casio había venido a enfrentar y, si era posible, a dominar.



Desde las sombras, un liberto llamado Lucio, antiguo esclavo de Servilia, observaba el espectáculo. Educado en Atenas, Lucio era un hombre de mirada aguda y lengua discreta. Para él, el Foro era un teatro de vanidades, donde los grandes hombres de Roma —senadores, generales, matronas— jugaban a ser dioses mientras los plebeyos pagaban el precio. Escuchaba los rumores que corrían como veneno: César había comprado tribunos, Pompeyo prometía tierras a sus veteranos, Servilia manipulaba a ambos. Hablan de libertad, pensó Lucio, pero sus ideales están manchados de codicia. Su perspectiva, la de un hombre libre pero sin poder, era un espejo de la Roma ignorada por los patricios.



EL CORAZÓN DE LA DOMUS

La domus de su tío, Quinto Casio Longino, era un remanso de orden en medio del caos de Roma. Era ahora el paterfamilias, porque hacia unos meses que el padre de Cayo Casio, Lucio había fallecido lo mismo que su madre, la que estaba obsesionada que comiera testículos de cabra de postre, para reforzar su virilidad. La bienvenida fue sobria, casi ritualista, pero el aire, aunque pulcro y perfumado con olivo y cera, no lograba disipar la punzada de la ausencia que Casio había sentido durante años. El patio, decorado con mosaicos de naves y delfines, era un refugio de silencio comparado con el Foro. Quinto, de rostro severo y cabello plateado, lo recibió con un abrazo firme, más de deber y respeto que de efusividad.



Pero fue en el cubiculum familiar, el santuario más íntimo de la casa, donde la luz del atardecer apenas se colaba por las celosías de madera, donde Casio encontró el verdadero pulso de su regreso, el latido de un hogar que había añorado más de lo que jamás se atrevería a admitir. Su corazón, endurecido por la implacable dureza del desierto y la sangre de mil batallas, palpitó con una ansiedad inusual. Dos años. Dos años de batallas, de muertes, de decisiones que congelaban la sangre, de noches solitarias bajo cielos estrellados, aliviados por Sira, su esclava siria que la dejó en Antioquía. Los rostros de Junia y los niños, grabados en su memoria como escudos gastados, se habían difuminado con el tiempo, transformados en un anhelo constante.



El murmullo de voces infantiles, seguido por el tintineo de una risa cristalina, lo detuvo en el umbral. Y entonces, apareció Junia Tertia, su esposa. Delgada y elegante, con el cabello castaño recogido en un moño estricto que realzaba sus rasgos finos y los ojos grandes y serios de Servilia, Junia había madurado. Su túnica de lino blanco realzaba la palidez de una piel que apenas veía el sol. Llevaba en cada mano a uno de sus hijos: el mayor, un niño de unos cinco años, con los rizos oscuros de Casio y la misma determinación en la barbilla, y una niña de no más de tres, sus ojos avellana idénticos a los de su madre, un pequeño tunica de lana rosa cubriendo su diminuto cuerpo. El rostro de Junia, contenido, apenas sonreía, pero la tensión acumulada por años de espera se cernía sobre ella como una sombra.



Casio sintió una oleada de emociones, un torrente cálido que contrastaba brutalmente con la aridez emocional de la guerra. La rigidez de sus hombros se aflojó, la armadura invisible que siempre llevaba en su alma se desmoronó por un instante. Se arrodilló, abriendo los brazos, y en ese gesto el implacable general se desvaneció, dejando solo al hombre, al padre. Los niños, al principio tímidos, aferrándose a las togas de su madre, rompieron a correr. Sus pequeños cuerpos, cálidos y vibrantes, se estrellaron contra el suyo, un peso bienvenido, una realidad tangible. Los abrazó fuerte, aspirando el aroma a miel y aceite de oliva de sus cabellos. El olor familiar a hogar, tan distinto al hedor a sangre y polvo de los campamentos, lo inundó.



"¡Padre!", exclamó el niño, Cayo su nombre también, su voz clara como una campanilla, aferrándose a su cuello con una fuerza sorprendente. La niña, Junia, solo lo miró con curiosidad, sus deditos explorando la barba incipiente de su padre con una audacia infantil. Los hijos de Casio tenían el mismo nombre que el padre y la madre, una costumbre bastante extendida entre las familias patricias. 



Casio levantó la vista hacia su esposa Junia. Sus ojos se encontraron, una mezcla compleja de alivio, gratitud y una distancia forjada por la ausencia. El tiempo, la guerra, habían creado una brecha. "Cayo", dijo ella, su voz apenas un susurro, pero cargada de un reproche contenido, de mil noches de preocupación y soledad. "Has regresado. Gracias a los Dioses. Te echamos de menos… cada día." Se acercó, su mano temblorosa, casi reverente, tocó su mejilla, áspera por el viento del desierto y el sol de Siria.



"Junia", respondió él, su voz ronca por la emoción inusual, el sonido casi extraño en sus propios oídos. Se aclaró la garganta, como si intentara recuperar al general que había dejado en la puerta."He vuelto. Siempre volví, aunque hubo días en Siria que pensaba que moriría si caía en manos de los partos, o de los rebeldes judíos". Levantó una mano para acariciar su rostro, sintiendo la suavidad de su piel a esa mujer que era la suya, el roce delicado, tan distinto a la aspereza del cuero, el metal y la arena. "¿Cómo estáis?. ¿Os habéis mantenido a salvo del caos de Roma?".



Junia asintió, su mirada se endureció ligeramente, un destello de la aguda inteligencia de Servilia, su madre, asomando. Los esclavos, discretos, ya habían traído agua templada y toallas de lino fino para el aseo. "Los niños han crecido, Cayo. Y Roma… Roma es una fiera herida, mi señor. Tu tío Quinto y yo hemos hecho lo posible por protegerlos. Pero la sombra de César se alarga sobre nosotros como la de un buitre. Y Pompeyo… él parece más preocupado por mantener su orgullo que por salvar la República. Los rumores son veneno, las alianzas, cristal quebradizo." Había una urgencia en su voz, una advertencia. "Tu regreso trae esperanza, sí. Pero también peligro. ¿Qué piensas hacer ahora?. ¿Te unirás a Pompeyo, o buscarás tu propio camino en este laberinto?".



Casio apretó a los niños contra él, sus ojos fijos en los de Junia. El contraste entre el frío acero del estratega y la vulnerable calidez del padre era brutal. "He venido a luchar, Junia. No por Pompeyo, ni por César, sino por lo que queda de la República. Y por vosotros." Su voz se hizo más grave, una promesa inquebrantable. "He visto la brutalidad del mundo, los huesos blanqueados de los que pierden. Quiero que mis hijos, Cayo y Junia, conozcan una Roma donde la ley, no la fuerza bruta, impere. Quiero que entiendan que el verdadero honor reside en la integridad, en la defensa de lo justo, incluso cuando el mundo se desmorona." Miró a los pequeños, sus ojos llenos de una seriedad que rara vez mostraba. "Cayo, sé siempre fiel a tus principios. No dejes que la ambición te ciegue, ni que el miedo te doblegue. Y tú, Julia, sé fuerte, inteligente, y nunca permitas que nadie apague tu voz."



Los niños, ajenos a la gravedad de las palabras que moldearían su futuro, comenzaron a jugar con los pliegues de su toga, el alivio de tener a su padre de vuelta eclipsando la tensión de los adultos. Junia se inclinó y besó su frente, un gesto de intimidad que era a la vez un bálsamo y una advertencia.

Más tarde, cuando los niños dormían en sus lechos, protegidos por el aroma a lavanda y la discreta vigilancia de sus cubicularii ( esclavos de asistencia en el dormitorio), Casio y Junia se sentaron en el tablinum, las lámparas de aceite proyectando sombras danzantes sobre los pergaminos y las estatuillas. Los años de separación se hicieron patentes en los silencios incómodos, en la forma en que cada uno buscaba las palabras justas.



"La guerra en Siria… fue diferente, Cayo", comenzó Junia, su voz baja. "Aquí los peligros son distintos. No hay flechas volando, pero las puñaladas son más profundas."

Casio asintió, su mirada perdida en la llama de una lámpara. "El desierto te enseña a sobrevivir. Pero Roma… Roma te enseña a sospechar. Sé lo que me espera, Junia. César es un torbellino, y Pompeyo, aunque se envuelva en la toga de la República, es un hombre consumido por el orgullo. Mis años fuera me han dado perspectiva, pero también me han desconectado de los susurros del Foro." Se pasó una mano por el rostro cansado. "A veces, en medio del fragor de la batalla, me preguntaba si todo esto valía la pena. Si volvería a veros. El miedo a fallar, a no ser lo suficientemente fuerte para protegeros, era un demonio constante."



Junia tomó su mano, sus dedos entrelazándose con los suyos. El contacto era un ancla. "Lo sé, mi Cayo. También yo he temido cada día. Pero tu regreso ha sido una victoria. Ahora, debemos pensar en el futuro. Roma necesita hombres como tú, con la cabeza fría y el coraje para actuar. Pero también necesita cautela. Mi madre, Servilia, sigue moviendo los hilos. Ella ve las cosas con una claridad brutal."

"Servilia", murmuró Casio, una chispa de irritación y respeto en su voz. "Su mente es un arma. ¿Qué dice ella sobre el inminente choque?. ¿Ve una salida?".

Junia negó con la cabeza. "Ella ve que la República está moribunda, y que tanto César como Pompeyo son sus verdugos, cada uno a su manera. Cree que la única esperanza reside en que hombres como tú, con el temperamento y la ambición justos, tomen las riendas cuando todo se derrumbe. Pero su consejo siempre es el mismo: sobrevive, Casio. Y sé implacable."

Casio apretó su mano. El calor de Junia, su intelecto, su lealtad, eran un refugio y un catalizador. "Sobreviviré, Junia. Y seré implacable. Por vosotros. Por Roma. Pero este juego... este juego puede costarnos todo."

El silencio se instaló, pesado, cargado de las decisiones no tomadas, de los peligros inminentes. La vida doméstica romana, con su aparente calma, era solo una fina capa sobre el volcán político que burbujeaba bajo sus pies. Casio había regresado, el guerrero había vuelto a casa, pero la guerra, la verdadera, apenas comenzaba en el corazón de la República.



EL PULSO DEL FORO: ROMA BAJO EL SOL INCLEMENTE

Casio, después de las íntimas horas en la domus, decidió que era vital reintegrarse en el torbellino de la Urbe, no solo como un general que regresa, sino como un pater familias que presenta a los suyos al corazón de su mundo. Junia, aunque reticente a exponer a los niños al caos del Foro, asintió, comprendiendo la importancia de la imagen. La República era también una cuestión de apariencias.



Salieron de la domus bajo un sol que comenzaba a picar, el mismo sol implacable que Casio había conocido en Siria, pero aquí filtrado por el polvo, el humo y el aliento de un millón de almas. El aire en Roma era una amalgama viva: el dulzón y rancio perfume de especias orientales derramadas en los mercados, el agrio tufo de las cloacas a cielo abierto o lo que se desprendía de los enormes embornales, el olor punzante de los establos y, sobre todo, el inconfundible hedor de la multitud, a sudor y a pan recién horneado, a la opulencia de los perfumes caros y al tufo amargo de la pobreza. Los niños, Cayo y Julia, se aferraban a sus manos, sus ojos enormes y curiosos, absorbiendo cada detalle del frenesí que los rodeaba.



El Foro era un rugido constante. El traqueteo de las carretas de bueyes, cargadas de ánforas y mercancías, se mezclaba con el agudo parloteo de los vendedores que pregonaban telas de Sidón y grano africano, sus voces compitiendo con el tintineo metálico de los herreros y el incesante golpeteo de los canteros. El aroma a pan caliente se chocaba con el hedor de bestias y el perfume dulzón de flores etruscas, creando una sinfonía sensorial abrumadora.



Casio observaba cada rostro, cada gesto. La ambición grabada en los patricios de túnicas inmaculadas que subían las escalinatas del Templo de Saturno, la resignación en los plebeyos que se agolpaban en las fuentes públicas, la desesperanza velada en los ojos de los esclavos encadenados. No era el desorden salvaje del campo de batalla, sino un caos orquestado, donde cada individuo era una pieza en un juego que Casio conocía íntimamente. Aquí, la virtud no es un valor, sino una divisa; la lealtad, una mercancía al mejor postor.



A la sombra pétrea de la Columna Rostrada de Cayo Duilio, el mercado de esclavos se desparramaba en una exhibición descarada de la posesión romana. No eran personas, sino bultos de carne y hueso, alineados sin más pudor que un rebaño en el Forum Boarium. el viejo mercado romano del ganado. Hombres y mujeres, encadenados por el tobillo a una vara común, soportaban la inspección minuciosa y humillante. Un tratante de corpulencia repulsiva, la piel aceitosa bajo el sol y los dientes amarillentos al reír, golpeaba las nalgas de una joven africana con su bastón para que mostrara su "elasticidad", su carcajada resonando como el graznido de un cuervo. Más allá, otro mercader, con la minuciosidad de un carnicero que evalúa su mercancía, abría la boca de un musculoso galo para examinar sus dientes, valorando su edad y resistencia.



Junia, el horror una flor fría en su pecho, ahogó una exclamación y tiró con fuerza de los niños hacia ella, sus manos cubriendo los ojos inocentes de la pequeña Junia menor. Pero Casio, inmóvil como una estatua de mármol antiguo, se mantuvo firme, sin ceder, sus ojos oscuros fijos en la escena, impávidos. "Mirad bien, hijos míos," dijo, su voz un susurro áspero que apenas se alzaba por encima del murmullo del mercado, "Así es como Roma se alimenta. Con la carne y la fuerza de los vencidos. Recordadlo. La sangre y el sufrimiento son el aceite que engrasa las ruedas de la Urbe. Nuestra riqueza, todo lo que poseemos, nace de esas cadenas." La pequeña Julia soltó un quejido diminuto de miedo, escondiendo el rostro en la toga de su madre, pero Cayo, el mayor, con esa mirada aguda y calculadora que ya asomaba en sus ojos, no apartaba la vista. Una fascinación perturbadora, una mezcla de repulsión y cruda comprensión, se prendía en sus pupilas. La lección se grababa.



El avance de la familia se detuvo abruptamente. Un griterío rompió el murmullo constante del Foro, un rugido primario de la multitud que se arremolinaba con rapidez. Cerca del Templo de Cástor y Pólux, dos gladiadores, armados con espadas de madera y escudos redondos, se enfrentaban en una pelea callejera amañada. La plebe y los esclavos, sedientos de emoción, rugían, apostando denarios y gritando por sangre. El lanista, un caballero de rostro enrojecido por el vino y el sol, sonreía con dientes amarillentos y casi putrefactos, mientras los guardias urbanos observaban con desdén calculado, asegurándose de que el caos no escalara más allá de un entretenimiento inofensivo.



Un hombre corpulento y sudoroso chocó con Casio, casi derribando a la pequeña Junia. Casio, por instinto, lo sujetó por el brazo con una fuerza que hizo al hombre palidecer. “¡Cuidado, ciudadano!. Mis hijos no son un obstáculo para vuestra furia plebeya.”. El hombre balbuceó una disculpa y se perdió entre la masa. Junia apretó el brazo de Casio. “Cayo, por favor. Es demasiado para ellos.” Pero él se mantuvo firme, su mandíbula tensa. En Roma, el valor se prueba en sangre, en la arena o en el Senado. Era el mismo juego, solo que con reglas más sutiles.



Decidieron buscar un respiro del tumulto. En el Vicus Tuscus, una calle lateral menos concurrida, encontraron una taberna con una terraza exterior que ofrecía una vista privilegiada del ir y venir del Foro, pero con una distancia que permitía un respiro. Pidieron vino diluido para los adultos y agua con miel para los niños, junto con unos pequeños panes rellenos de carne, pasteles, aceitunas, y unas magnificas manzanas. El aroma a hierbas y aceite se mezclaba con el más lejano hedor del mercado.



Mientras Casio observaba a la gente pasar, a la nobleza en sus literas y a los plebeyos con sus cargas, un hombre se detuvo junto a su mesa, su mirada fijada en él. Era un rostro ajado por los años y el infortunio, pero Casio, con su ojo entrenado de general, percibió al instante el porte, la disciplina en la forma en que el hombre se irguió. Había en él el brillo inconfundible de la experiencia militar, un rastro de acero bajo el cansancio que no engañaba a quien había compartido el polvo de la guerra. Publio Valerio, era evidente, había empuñado la espada por Roma. Ahora, el hombre parecía un negotiator, con una túnica de lana basta y las manos curtidas no por el mando de una centuria, sino por el conteo de monedas, por el regateo de los mercaderes.



“¡Por Hércules!”, exclamó Valerio, sus ojos bien abiertos. “¡Casio!. ¡El mismo Casio de Siria!. ¿Es que los Dioses te han devuelto de entre los muertos?”. Su voz era ronca, como si hubiera pasado años gritando órdenes en la tormenta.

Casio le ofreció una sonrisa forzada. “Valerio. Veo que la fortuna te ha traído de vuelta a Roma.”. Se saludaron con el apretón de mano de los veteranos, un reconocimiento tácito de la vida y la muerte compartidas.



“La fortuna, o más bien la necesidad, mi señor,” respondió Valerio, sentándose sin invitación, pero con una familiaridad que Casio, extrañamente, agradecía. “Después de sobrevivir a Carras y estar a tus órdenes, ¿qué le queda a un viejo lobo sino intentar arañar unas monedas en esta jaula de fieras?. Después de que me licenciaras de tus legiones, de algo tenía que vivir al regresar a Roma. Hizo un gesto con la cabeza hacia el Foro. “¿Cómo esperas navegar en estas aguas, con tu familia a la vista?”.




Junia, siempre atenta, observó a Valerio con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Los niños, ya más relajados, picoteaban las aceitunas.



“Las mismas armas que en el desierto, Valerio. Astucia y una hoja afilada,” respondió Casio, su voz baja. “Pero dime, ¿qué serpientes se deslizan por estos adoquines que no veo desde Siria?. ¿Siguen los collegia mafiosos extorsionando a los comerciantes?. ¿Es el pan de cada día que la justicia se compre en los barrios bajos?”



Valerio soltó una risa amarga. “¿Siguen?. ¡Por supuesto!. Ahora con más descaro que nunca. Cada taller, cada puesto, cada mísero mercader… pagan tributo a una u otra banda. Y esas bandas, mi señor, no son solo ladrones de poca monta. Tienen protectores en las altas esferas, en los tribunos de la plebe que miran para otro lado, en los equites que financian sus fechorías. Roma es un gran vientre que se devora a sí mismo. La ley es para los débiles. Los fuertes, como César o Pompeyo, tejen sus propias redes de poder con el oro y el miedo. Se susurran nombres, pero nadie habla en voz alta. Ni el praetor urbanus se atreve a intervenir si la banda es ‘patrocinada’ por un senador influyente.”



El pequeño Cayo, que había estado escuchando con avidez, interrumpió inocentemente, señalando hacia el Foro. “Padre, ¿por qué ese hombre le pegaba al esclavo?. ¿No es malo pegar, como dijo el maestro?”.



Casio se volvió hacia su hijo, el contraste entre la inocencia infantil y la brutalidad de la realidad romana golpeándole. Pensó en Siria, en la disciplina militar, en la cruel lógica de la supervivencia. Miró a Valerio, luego a Junia, que esperaba su respuesta con el ceño fruncido.



“Hijo mío,” comenzó Casio, su voz modulada con una seriedad que no le ocultaba la verdad. “En este mundo, la justicia no siempre es la misma para todos. Algunos hombres, los que poseen el poder, creen tener derecho a golpear a quienes no lo tienen. Los esclavos, aunque sean personas, son tratados como propiedad, y sus dueños pueden hacer con ellos lo que deseen. Es la ley de Roma. Y no, no es justo en el sentido que te enseña tu maestro. Pero es la realidad. Tú, mi Cayo, debes aprender a verla tal como es, para poder cambiarla, o al menos para no ser una víctima de ella. La fuerza no es solo pegar, es también saber dónde se esconde el poder, y cómo usarlo para proteger lo que amas y para defender lo que es justo.”



Valerio asintió, su mirada aprobatoria. “Buena lección, mi señor. Los niños deben saber cómo funciona el mundo, no cómo desearían que fuera. La inocencia es un lujo que pocos pueden permitirse en esta ciudad.”



Junia, sin embargo, suspiró, su rostro marcado por la preocupación. “Es una lección dura, Cayo. Demasiado dura para tan pequeños oídos.”



Casio ignoró la objeción de su esposa. Miró a Valerio. “Así que, la ley, Valerio, es un juguete en manos de los poderosos.”



“Siempre lo ha sido, mi señor,” respondió el ex centurión con una sonrisa cínica, “solo que ahora los juguetes son más grandes y el juego más peligroso. César y Pompeyo… sus bandas son ejércitos, sus influencias, terremotos. Quienes no eligen bando, o quienes eligen mal, son aplastados. Roma no es una madre, Casio, es una loba hambrienta. Y su instinto es devorar al débil.”



Casio asintió lentamente, sus ojos oscuros reflejando la cruda verdad. El encuentro, aparentemente casual, había reforzado su visión de una Roma corroída, donde el poder y la corrupción eran las verdaderas divinidades. La lección para su hijo, dura y pragmática, era la única que un padre podía dar en una ciudad al borde del abismo. No bastaba con la fuerza militar; en Roma, el verdadero general era el que dominaba el arte de las sombras y el engaño.



EL TRIBUNO DE LA REPÚBLICA: LA CAMPAÑA DE CASIO

El regreso de Casio a Roma, marcado por el reencuentro familiar y la cruda inmersión en el pulso del Foro, no fue un mero retorno al hogar, sino el inicio de una nueva campaña. Siria lo había forjado en el arte de la guerra; Roma lo exigiría en el arte de la política, una batalla librada con palabras, denarios y voluntades. El rumor de su candidatura al tribunado de la plebe para el 49 a.C. corrió por la Urbe como un fuego lento, encendiendo esperanzas entre los opositores de César y desatando la alarma en el círculo del cónsul.



Casio comprendía que el tribunado de la plebe, aunque una magistratura de raíces populares, era una espada de doble filo. Podía ser el escudo de los oprimidos o la herramienta de la tiranía. Él, con su linaje patricia y su fortuna recién amasada en Siria, debía presentarse como el campeón de la República, un guardián de las libertades ancestrales frente a la sombra que se cernía desde la Galia.



Decidido a comprender la verdadera profundidad del descontento que César había sabido capitalizar, una noche Casio se envolvió en una capa modesta y se adentró de incógnito en los intrincados callejones de la Subura, el vasto y laberíntico barrio popular de Roma. No iba como el patricio distante, sino como una sombra más entre la multitud.



El aire, pesado y denso, olía a sudor, carbón, basura y las especias de las popinae baratas. Las insulae, imponentes bloques de apartamentos de varios pisos, se alzaban precariamente, sus ventanas diminutas derramando débiles halos de luz sobre las callejuelas estrechas y abarrotadas. El clamor era constante: gritos de vendedores ambulantes, risas ebrias que escapaban de las tabernas, el llanto de niños, el arrastre de sandalias sobre el pavimento resbaladizo.



Casio observó. Vio la fatiga en los rostros de los trabajadores que regresaban a sus casas, las miradas desesperadas de las madres que intentaban alimentar a sus hijos con una mísera ración de pan. Escuchó fragmentos de conversaciones: quejas sobre la miseria, sobre la escasez de grano, sobre los usureros, sobre la arrogancia de los optimates. Pero también escuchó algo más: una esperanza latente, un murmullo de admiración por aquellos líderes que prometían pan y circo, que hablaban de reformas agrarias, de condonación de deudas. Nombres como César resonaban con una frecuencia alarmante entre la plebe, no como una amenaza a la República, sino como una promesa de cambio, un vengador del pueblo.



El endurecido estratega sintió una punzada, no de compasión, sino de una fría y calculada comprensión. Aquella era la verdadera Roma, la que se ignoraba desde las alturas del Palatino. No se trataba solo de leyes o de principios, sino de estómagos vacíos y dignidad pisoteada. La libertad republicana que él defendía no significaba nada para quienes apenas tenían dónde dormir o qué comer. César había entendido esto. Y Casio, en aquella noche anónima en la Subura, lo entendió también.



Su domus se convirtió en un nido de estrategias. Noches en vela con su tío Quinto (el anciano, no el Tribuno cesariano del mismo nombre), Catón el Joven, Cicerón y otros líderes optimates. La aristocracia pompeyana, inicialmente escéptica ante un hombre que había florecido en las campañas militares, comenzó a verlo como una pieza vital. Su padre Lucio Casio Longino, hacia meses que se había muerto por enfermedad, pero quedaba su tío Quinto Casio Longino como patriarca principal de la familia. Su experiencia militar le daba credibilidad en un tiempo incierto; su juventud, un vigor que faltaba en las viejas guardias. Los clientes de la gens Cassia, así como los nuevos deudores y socios forjados en Siria, formaron la primera línea de su apoyo popular, organizando reuniones en los vici y los insulæ, es decir en los barrios y grandes edificios de apartamentos.



La estrategia de Casio era doble: por un lado, seducir a la plebe con promesas tangibles; por otro, movilizar a los patricios asustados por la ambición de César. Con la fortuna amasada en Siria, financió mejoras en los acueductos, donó grano en momentos clave y ofreció préstamos modestos a pequeños comerciantes y artesanos que sufrían la extorsión de las bandas mafiosas, algo que había investigado a fondo tras su conversación con Valerio. No eran actos de caridad, sino de inversión política, calculados para construir una base de lealtad personal en las calles y gremios de Roma. "La prosperidad de un hombre común es el verdadero cimiento de la República", decía a sus agentes, una frase que resonaba extrañamente para un aristócrata de su cuna.



Junia Tertia, aunque preocupada por los peligros que su marido atraía, se convirtió en una activa anfitriona, organizando reuniones con matronas influyentes y sus círculos sociales. Su linaje de Servilia le abría puertas que de otro modo permanecerían cerradas para un militar recién llegado. “Cayo, los susurros de las damas pueden ser más afilados que los decretos del Senado”, le había advertido su madre, Servilia, y Junia lo puso en práctica, tejiendo una red de apoyos indirectos, pero poderosos. Los niños, ajenos a la política, eran la imagen de la inocencia que Casio juraba proteger, a menudo presentes en las comitivas, humanizando al endurecido general.



LOS CLAMORES DEL FORO: DISCURSOS Y DESAFÍOS

El Foro se convirtió en la arena de su campaña. La tensión política se palpaba en el aire, densa como la niebla matutina. Los discursos no eran meras oratorias; eran duelos a muerte, donde la palabra era el gladius.



Casio, de pie en la Rostra, es decir la plataforma de oradores del foro, su voz grave y resonante, cortaba el aire como una hoja afilada. Había aprendido en el ejército a proyectar su voz, a captar la atención de miles, y ahora aplicaba esa disciplina a la política.



“¡Ciudadanos de Roma!”, comenzaba, su mirada recorriendo las apretadas filas de plebeyos y los togas patricias. “He visto la ambición sin límites en las lejanas provincias, he visto cómo el poder corrompe el alma de los hombres. Y ahora, regreso a casa, y veo la misma sombra que se cierne sobre esta gloriosa República.”



Sus críticas a César eran feroces, directas, sin tapujos. No eran meras insinuaciones, sino descalificaciones abiertas que helaban la sangre de los optimates más cautelosos y encendían los ánimos de los populares más vehementes.



“Nos hablan de un hombre que ha conquistado Galia, sí. ¿Pero a qué precio?, ¿A costa de nuestra libertad?, Se nos dice que el gran César es el salvador de Roma. ¡Yo os digo que es su sepulturero!, Él ha cruzado ríos de sangre para someter pueblos, ¡y ahora amenaza con cruzar el Rubicón para someter al Senado!, ¡Para someteros a vosotros, ciudadanos!, ¿Queréis a un dictador que decida vuestro destino, o a la República que os ha dado la libertad durante siglos?”.



Los murmullos de la multitud, una mezcla de apoyo y temor, eran el barómetro de su impacto. Sus rivales, tribunos cesarianos y clientes de Clodio, intentaban ahogar su voz con gritos y abucheos, pero Casio se mantenía firme, su rostro pétreo.



“¡Nos ofrecen pan y juegos, mientras nos roban el aire que respiramos!. ¡La libertad no se come, ciudadanos, pero sin ella, la vida no tiene valor!”.



Y entonces, cambiaba de tono, ofreciendo soluciones a la miseria que Cario, Valerio y Junia le habían ayudado a comprender. “¿Queréis un futuro donde vuestros hijos no mendiguen en las calles, donde vuestras hijas no sean vendidas por deudas?. ¡Yo os propongo un programa de justicia económica!. Limpiaremos Roma de las bandas que os extorsionan, con la ley en la mano. Crearemos un fondo para préstamos justos a los pequeños artesanos y campesinos arruinados. Reformaremos la distribución de grano para que el pan no sea un privilegio, sino un derecho. Pondremos a los ricos a pagar su parte justa para que las obras públicas, las escuelas, los saneamientos, lleguen a vuestros barrios. No es una dádiva, ¡es vuestro derecho como ciudadanos libres!”.



Prometía mano dura contra la corrupción y los abusos de los recaudadores de impuestos. Hablaba de la necesidad de reformar el ejército, de dar tierras a los veteranos honestos y de fortalecer la milicia ciudadana para que Roma no dependiera de un solo hombre y sus legiones personales. Sus discursos eran una mezcla de idealismo republicano y pragmatismo brutal, una combinación que resonaba tanto en los oídos de los plebeyos hambrientos como en los de los senadores asustados por la expansión del poder cesariano.



VICTORIA Y JURAMENTO: UN NUEVO AMANECER

Las últimas semanas de la campaña fueron un frenesí. Las calles se llenaron de carteles electorales (los libelli) con el nombre de Casio. Sus agentes, disfrazados de humildes artesanos o maestros, recorrían los barrios más pobres, susurrando sus promesas al oído de la plebe. Los comitia tributa, las asambleas donde la plebe votaba por sus tribunos, fueron un hervidero de expectación. La tensión política alcanzó su punto álgido, con rumores de sobornos masivos por parte de ambos bandos y el ocasional altercado en las calles.



Junia Tertia, con los nervios a flor de piel, apenas dormía, su mente alerta a cada noticia. Los niños, aunque pequeños, sentían la efervescencia. Cayo, el hijo mayor, había empezado a imitar los gestos de su padre al hablar, usando un palito como si fuera una toga.



Finalmente, el día de las elecciones llegó. Las votaciones fueron largas, caóticas, reflejando la profunda división de Roma. Cuando el anuncio oficial resonó por el Foro, la voz del pregonero se abrió paso a través de la multitud: “¡Cayo Casio Longino ha sido elegido Tribuno de la Plebe!”.



Un rugido estalló en el Foro. Los partidarios de Casio, plebeyos y nobles por igual, vitorearon, levantando los brazos. Los opositores, en cambio, observaban con rostros sombríos, la derrota grabada en sus ojos.



Casio, en la Rostra, sintió una punzada de emoción, un torbellino de orgullo y una pesada carga de responsabilidad. El sol de la tarde bañaba su rostro, y por un instante, el endurecido general se permitió sentir la cálida satisfacción de la victoria política. Junia, entre la multitud, apenas logró contener las lágrimas, mientras los niños saltaban, ajenos al peso del destino de su padre.



El juramento fue solemne. Ante los Dioses y el pueblo de Roma, Casio juró defender la República y sus leyes. Su voz, firme y clara, resonó en los templos ancestrales. El Senado, dividido pero expectante, lo observaba. Algunos senadores, como Pompeyo, lo veían como un valioso aliado en la lucha contra César. Otros, como los cesarianos y los tibios, lo miraban con recelo, sabiendo que su ascenso representaba un obstáculo formidable en el camino del dictator perpetuus.



El pueblo, la plebe, veía en Casio una nueva esperanza, una voz que prometía sacarlos de la miseria y la inseguridad. La victoria de Casio no era solo el triunfo de un hombre, sino el grito de una República que se resistía a morir, un faro de desafío en la inminente tempestad que se cernía sobre Roma. El general de Siria se había transformado en el Tribuno de la Plebe, una nueva arma en la defensa de la libertad, dispuesto a librar la guerra más importante de todas.



 LA CRISIS DEL RUBICÓN: EL ABISMO Y EL ALMA DE CÉSAR

El invierno del 49 a.C. se cernió sobre Roma no solo con su frío gélido, sino con una atmósfera de tensión asfixiante, una premonición de desastre que se extendía como una enfermedad por cada callejón empedrado, por cada insula atestada, por cada noble domus. La crisis del Rubicón no fue un evento súbito, sino el culmen de años de corrosiva lucha por el poder, de ambiciones desmedidas y lealtades fracturadas que habían carcomido los cimientos de la República. El aire vibraba con rumores, susurros que se convertían en gritos en los foros y mercados: los tribunos, Marco Antonio y Quinto Casio, habían sido vetados, sus derechos sagrados profanados por un Senado que, presa del pánico y manipulado por la voluntad inquebrantable de Pompeyo, había declarado el Senatus Consultum Ultimum. El Senatus Consultum Ultimum (SCU) era un decreto de emergencia del Senado romano que otorgaba a los cónsules poderes extraordinarios para proteger la República, a menudo suspendiendo las garantías constitucionales en momentos de grave crisis. Se interpretaba como una autorización para usar la fuerza contra los enemigos del estado, incluso si eran ciudadanos romanos. Era, pues, la medida de emergencia suprema, la licencia para matar, la señal inequívoca de que la ley, la Res Publica misma, había sido suspendida en un intento desesperado por contener a Julio César. El miedo era palpable, un hedor agrio que se mezclaba con el de las hogueras y los efluvios de la ciudad, empujando a los ciudadanos más pudientes a huir hacia el sur, abandonando sus hogares, dejando la gran urbe sumida en un silencio inquietante, roto solo por el lamento de la incertidumbre.



Mientras tanto, en el norte de Italia, en la orilla del diminuto Rubicón, un riachuelo insignificante que marcaba la frontera entre la provincia de la Galia Cisalpina y el territorio sagrado de Italia, Julio César se debatía en su propia tormenta. Había llegado a este punto no por un capricho tiránico, sino por una compleja madeja de orgullo, ambición y una profunda sensación de traición. El Senado, instigado por Pompeyo, exigía que depusiera su imperium y disolviera sus legiones antes de regresar a Roma como un ciudadano privado.  César se negaba a entregar sus legiones porque temía ser juzgado y perseguido políticamente por sus oponentes en Roma si regresaba como ciudadano privado sin el respaldo de su ejército, lo que pondría fin a su carrera y, posiblemente, a su vida. Para César, era una sentencia de muerte política, un despojo de su dignitas, una humillación inaceptable para el hombre que había conquistado las Galias y extendido los límites del poder romano hasta los confines del mundo conocido. Sus veteranas legiones, curtidas en la sangre y el barro de diez años de guerra, le eran absolutamente leales, más que a Roma misma. Eran sus hombres, su instrumento. El dilema era brutal: acatar la ley y la voluntad del Senado significaba su propia aniquilación; cruzar el río significaba un acto de guerra contra la República, el inicio de una contienda que sumiría a Roma en el caos.



"Es una encrucijada, Servilia," dijo César, su voz, normalmente un trueno de mando, era ahora un susurro ronco, apenas audible en la intimidad de la habitación. La chimenea crepitaba suavemente, proyectando sombras danzantes sobre los rostros tensos, iluminando los pliegues de sus togas, el brillo febril en los ojos del dictador. La escena era la quintaesencia de la encrucijada romana: en un opulento cubiculum ( dormitorio privado) en Rávena, Servilia, de mediana edad, exquisita en su elegancia austera, estaba sentada al lado de César, la mano de él apretando la suya, un vínculo silencioso que desafiaba la lógica política. Era la madre de Bruto, el hijo que el destino le arrebataría, pero también la mujer que había cautivado a César durante años, el ancla a una vida que podría haber sido diferente. Además era el verdadero padre de Junia Tercia, aunque esto a veces César lo dudaba, considerando la cantidad de hombres que se habían relacionado con Servilia. 



"¿Una encrucijada, Cayo?", respondió Servilia, su voz baja, cargada de una mezcla de amor, miedo y una aguda conciencia del precipicio que se abría ante ellos. Sus ojos, profundos y oscuros, no mostraban ni reproche ni condena, solo una terrible comprensión. "Es el abismo. No me digas que no ves el camino que has labrado. El Senado te ha tendido una trampa, sí, lo sé. Pero tú, mi Gayo, has bailado con el fuego durante demasiado tiempo. Has acumulado tanto poder, tanta lealtad personal, que no puedes regresar como un simple ciudadano. El Senado te teme más de lo que te respeta, y no se equivocan."



César soltó un suspiro, el sonido áspero en el silencio de la noche. "Pompeyo no me dejará vivir. Hará que me despojen de todo, que me envíen al exilio, o algo peor. Él, el defensor de la República, está usando a la República como un arma personal contra mí. ¿Es eso justicia, Servilia?. ¿Es esto lo que significa servir a Roma, ser aniquilado por la envidia de un rival?". Sus ojos azules buscaban los de ella, no para justificación, sino para un entendimiento que pocos podrían ofrecerle. "He ofrecido compromisos, Servilia. He propuesto desmovilizar mis legiones si él hace lo mismo, si ambos nos despojamos de nuestro imperium. Pero se niega. Me quiere aplastado, arruinado."



Servilia cerró los ojos un instante, el rostro contraído por el dolor. "Y si cruzas, Gayo, ¿qué será de Roma?. ¿Más sangre?. ¿Más ruina?. Tus legiones son leales, sí, pero Pompeyo también tiene las suyas. El mundo se dividirá. ¿Estás dispuesto a arrastrar a toda Roma a una guerra civil por tu dignitas, por tu honor?. ¿Es tu honor más importante que la paz de la República?". Su pregunta era una daga, un grito que venía desde lo más profundo de su deber hacia la República, un deber que se enfrentaba a su complejo afecto por el hombre que tenía delante.



César se inclinó hacia ella, sus ojos brillando con una luz extraña, mezcla de determinación y resignación. "Mi dignitas es mi vida, Servilia. Sin ella, no soy nada. No puedo permitir que mis enemigos me despojen de lo que he ganado con tanto sacrificio, por el mero capricho de Pompeyo. Y la República... la República ya está en guerra consigo misma. Yo no la estoy iniciando, solo estoy respondiendo al golpe. Estoy defendiendo lo que queda de ella de aquellos que la están usando para sus propios fines. Si Pompeyo y el Senado desean la guerra, la tendrán. El conflicto entre el amor y el deber, entre la ambición y la lealtad, entre la Res Publica y el vir (el hombre fuerte), se había cristalizado en esa pequeña habitación. Servilia sabía que, a pesar de sus ruegos, la decisión ya estaba tomada, el destino sellado.



Al alba, bajo un cielo gris y plomizo, Julio César, con el rostro endurecido por la decisión, se puso de pie en la orilla del Rubicón. Las legiones, sus fieles legiones, esperaban en silencio, sus armaduras húmedas por la escarcha de la mañana. Las legiones, curtidas por diez años de Galia, formaban una masa silenciosa bajo la luna creciente. César, con su capa escarlata ondeando al viento frío de la noche, se plantó ante ellos, su voz clara y resonante, aunque contenida. "¡Soldados!", tronó, "¡Compañeros!.  Roma, la República que hemos servido con nuestra sangre y sudor, nos traiciona, en las personas de Pompeyo y el Senado. Me exigen que deponga mis armas, que me presente inerme ante mis enemigos en el Senado, esos hombres cobardes que solo buscan mi ruina y la de todos vosotros, los que me habéis sido leales. Quieren que regrese como un ciudadano privado, vulnerable a sus falsas acusaciones, a un juicio amañado que no busca justicia, sino venganza. Pero no lo haré. No entregaré a mis legiones, a mi familia de hierro, ni me someteré a la tiranía de quienes pretenden despojarnos de nuestra dignidad y nuestros derechos. Ellos han roto la ley, no yo. Hemos defendido a Roma de los bárbaros; ahora defenderemos a Roma de sí misma. ¡El Rubicón espera!. ¡El dado está echado!". Miró el riachuelo, insignificante, pero la línea que marcaba era colosal. Era un Rubicón personal y político. Al final dijo tan solo una simple frase que se grabaría para siempre en la historia: "Alea iacta est." La suerte está echada. Y con esa frase, con sus sandalias chapoteando en las aguas poco profundas, Julio César cruzó el Rubicón, sumergiendo a Roma en un conflicto devastador, un punto de no retorno de donde nadie, ni siquiera él, saldría indemne.



EL LAMENTO DE CATÓN: LA ÚLTIMA VOZ DE LA REPÚBLICA

En los días helados de enero del 49 a.C., la Curia Hostilia no era un lugar de debate, sino de lamento y miedo. El aire, denso con la ansiedad de los senadores que aún se atrevían a ocupar sus escaños, parecía vibrar con los rumores que llegaban del norte: Gayo Julio César, con sus legiones galas, había cruzado el Rubicón. La noticia no era un simple informe militar; era el presagio de una tormenta de sangre que amenazaba con desgarrar el tejido mismo de la República. Muchos senadores habían huido ya, presas del pánico o calculando su ventaja. Los que quedaban se miraban con una mezcla de desesperación y mutua desconfianza, las facciones políticas agitando sus venenos ocultos. Era el momento más oscuro para Roma, el precipicio.



En medio de este caos silencioso, la figura austera y moralista de Marco Porcio Catón el Joven se alzó. Aunque lo llamaban el joven para no confundirlo con su famoso bisabuelo del mismo nombre, apodado el Viejo, tenía en aquellos momentos unos 46 años. Su rostro, surcado por la preocupación, era un monumento a la inflexible virtud republicana. Sus ojos, normalmente fríos y penetrantes, ardían ahora con una pasión febril, la desesperación del hombre que ve su mundo desmoronarse. El silencio se hizo más profundo, casi sepulcral, cuando Catón comenzó a hablar, su voz, que solía ser un látigo moral, era ahora un grito de agonía por la República, un lamento por la libertad perdida.



DISCURSO DE MARCO PORCIO CATÓN EL JOVEN ANTE EL SENADO ROMANO

"¡Padres Conscriptos!. ¡Ciudadanos de Roma!. ¿Podéis sentirlo?. ¿Podéis sentir el hedor de la tiranía que se arrastra desde el norte, arrastrado por el viento helado que nos trae las noticias de que un hombre, un solo hombre, ha osado poner su pie inmundo sobre el suelo sagrado de Italia con legiones en armas?. ¡El Rubicón ha sido cruzado!. ¡Y con él, la República ha sido violada y condenada!.



¡Mirad a vuestro alrededor!. ¡Contad los escaños vacíos!. ¿Dónde están aquellos que juraron defender la ley?. ¿Dónde están los guardianes de la libertad?. ¡Han huido!. Han huido como ratas, abandonando el barco que se hunde, el barco que nosotros, los pocos que quedamos, estamos intentando desesperadamente mantener a flote. Algunos, por cobardía; otros, por una ambición rastrera que ya les ha vendido al nuevo amo.



¡No os engañéis!. No es una disputa entre Gneo Pompeyo y Gayo Julio César lo que hoy nos amenaza. ¡No es una mera contienda personal entre dos gigantes!. ¡No!. ¡Es la vida o la muerte de la República!. Es la elección entre la Ley y la Anarquía; entre la Libertad y la Esclavitud. César, el conquistador de las Galias, el hombre que ha derramado la sangre de millones de bárbaros, ahora vuelve su espada contra el seno mismo de su madre, Roma.



Hemos declarado el Senatus Consultum Ultimum, la última defensa de la República, la ley que confiere poder a los cónsules para asegurar que la República no sufra daño. ¡Y este hombre, este Gayo Julio, ha respondido con desprecio, con las legiones que juró usar por Roma, no contra ella!. ¡Ha pisoteado las leyes, ha silenciado a los tribunos del pueblo, ha cometido un acto de guerra contra cada uno de nosotros, contra cada ciudadano, contra el mismísimo espíritu de nuestros antepasados!.



¿Recordáis a Sila?. ¿Recordáis sus proscripciones?. ¿Sus listas de muerte?. ¿Su tiranía?. César no es menos peligroso. Llega con el aura de la victoria, con el favor de la plebe comprada con pan y circo, con legiones que lo adoran más que a los Dioses. ¡Es un nuevo Sila, pero más astuto, más implacable, más seductor!. No viene a restaurar el orden, sino a imponer su voluntad, a coronarse rey sobre las ruinas de nuestra libertad.



Hemos sido débiles, Padres Conscriptos. Hemos permitido que el poder se concentrara en manos de unos pocos, hemos tolerado las ambiciones desmedidas, hemos ignorado las advertencias de aquellos que veían el peligro. Y ahora, el monstruo ha crecido, alimentado por nuestra propia inacción, y ha vuelto para devorarnos.



¡Despertad, por los Dioses!. ¡Despertad de vuestro letargo!. No hay término medio, no hay compromiso con un tirano. O defendemos la República con cada gota de nuestra sangre, o nos postramos y aceptamos las cadenas de la esclavitud. Si permitimos que César avance, si permitimos que pisotee nuestras leyes impunemente, ¿qué quedará de Roma?. ¿Qué le diremos a nuestros hijos, a los hijos de nuestros hijos, cuando nos pregunten cómo perdimos la libertad?. ¿Que nos rendimos por miedo?. ¿Que nos vendimos por una falsa paz?.



Yo os digo: ¡prefiero la muerte más gloriosa que la vida más infame bajo una tiranía!. ¡Prefiero morir libre, que vivir esclavo!. ¡Por los Dioses de Roma!. ¡Por nuestros antepasados!. ¡Por la libertad!. ¡Luchemos!. ¡Luchemos hasta el último aliento, para que el nombre de la República Romana no sea borrado de la historia por la ambición de un solo hombre!".



El discurso de Catón colgó en el aire pesado de la Curia como una sentencia, una profecía sombría. La reacción del Senado fue un estudio de la división y la polarización que desgarraba a Roma. Algunos senadores, viejos republicanos de rostro endurecido y ojos húmedos, asintieron con vehemencia, lágrimas de angustia y desesperación rodando por sus mejillas. Para ellos, Catón era la última voz de la virtud, un faro en la oscuridad. Hubo aplausos esporádicos, un murmullo de aprobación entre aquellos que aún creían en la causa.



Pero otros, la mayoría, permanecieron impasibles, sus rostros máscaras de cálculo o de un miedo gélido. Los pompeyanos, aunque instigadores de la crisis, observaban a Catón con una mezcla de respeto forzado y exasperación; admiraban su integridad, pero temían su intransigencia, sabiendo que su celo por la ley a menudo les complicaba sus propios planes. Los que simpatizaban en secreto con César o simplemente buscaban la supervivencia política, lo escucharon con una mezcla de desdén y burla apenas contenida. Hubo algunos murmullos de desaprobación, un siseo bajo que trataba de ahogar su voz. La retórica de Catón era potente, sí, pero el miedo a César, y la atracción de su carisma y su poder, ya habían corroído el alma de muchos. La República no estaba solo amenazada por César; estaba devorada por sus propias contradicciones internas, y la voz desesperada de Catón, aunque clara y valiente, era ya un eco de una era moribunda.



El acalorado debate, alimentado por la pasión inquebrantable de Catón, amenazaba con degenerar en una disputa personal, cuando una figura venerada se levantó. Era el Princeps Senatus, el senador más anciano y respetado, cuyo nombre, por su modestia y su papel de mediador, ya pocos recordaban de memoria, solo su título y su autoridad moral. Su voz, aunque suave, resonó con el peso de años de experiencia y la sabiduría de una era que se desvanecía. "¡Basta, Padres Conscriptos!. ¡Basta!. La República está en peligro, y nuestras pasiones nos ciegan. La vehemencia es un lujo que no podemos permitirnos ahora. Debemos encontrar la prudencia, no la confrontación. Escuchemos, razonemos. Todavía hay esperanza si actuamos con la cabeza fría, no con el corazón encendido." Su intervención logró un silencio tenso, un respiro momentáneo en el ojo de la tormenta, antes de que otro orador se levantara, su voz modulada por la razón y la retórica, pero no menos grave.



LA VOZ DE LA RAZÓN: DISCURSO DE MARCO TULIO CICERÓN ANTE EL SENADO ROMANO

"¡Padres Conscriptos!. ¡Ciudadanos de Roma!. El grito apasionado de nuestro colega, Catón, resuena con la verdad que todos llevamos en el corazón: la República está en peligro. Nadie aquí puede negar la gravedad de la hora. El Rubicón ha sido cruzado, y las legiones de Gayo Julio César, nuestro propio general, están en suelo itálico, un acto sin precedentes, una afrenta a la ley y a nuestra milenaria constitución.



Y sí, Catón tiene razón. César ha puesto en riesgo nuestra libertad. Su ambición es vasta, su genio militar, innegable, y su influencia sobre la plebe, temible. Quienes hemos defendido siempre los principios de la República, el dignitas de este augusto cuerpo, la primacía de la ley sobre la voluntad de un solo hombre, sentimos hoy el mismo temor que él articula con tanta vehemencia.



Pero permitidme, Padres Conscriptos, invitaros a la prudencia, a la razón. Porque si la pasión es una espada, también puede ser una venda en los ojos. ¿Qué ganamos con el desprecio absoluto, con la condena sin paliativos, cuando la espada de César está ya sobre nuestras cabezas?. Hemos cometido errores, sí, muchos. Hemos permitido que la división se siembre en nuestras propias filas, que el odio personal entre los más grandes de nuestros ciudadanos nos ciegue. Hemos empujado a César a esta desesperada medida, quizás sin darnos cuenta de la profundidad de su convicción, de su orgullo herido.



Él se siente traicionado, despojado de sus derechos, amenazado. ¿Es eso una justificación para la guerra civil?. ¡No!. ¡Mil veces no!. Pero es una realidad que debemos afrontar. La guerra civil es el peor de los males, la herida que nunca cicatriza. ¿Queremos ver las calles de Roma teñidas de sangre romana de nuevo?. ¿Queremos que nuestros hijos se enfrenten a sus padres, que hermanos se maten entre sí por la ambición de unos pocos?.



Sé que Cneo Pompeyo es el elegido por muchos para defendernos, y no dudo de su patriotismo. Pero la intransigencia, Padres Conscriptos, es una virtud peligrosa cuando la nación se tambalea al borde del abismo. Hemos de buscar el camino de la paz, la negociación, la conciliación. Debemos agotar todas las vías diplomáticas, aunque parezcan ínfimas. Debemos intentar, con toda nuestra voluntad, evitar el derramamiento de sangre. Porque una victoria militar en una guerra civil es una victoria pírrica, una derrota para todos. Quien gane, heredará una nación devastada, un pueblo dividido, un legado de odio que perdurará por generaciones.



La verdadera fortaleza de Roma no reside solo en sus legiones, sino en su capacidad para la ley, para la justicia, para la conciliación. Apelo a vuestra sabiduría, a vuestra experiencia. No actuemos con la desesperación del momento, sino con la visión de lo que esta República debe ser. No condenemos a Roma a la autodestrucción por la mera inflexibilidad.



¡Busquemos la paz!. ¡Busquemos una salida que salve no solo las leyes, sino también las vidas de nuestros ciudadanos!. Porque la libertad, Padres Conscriptos, no puede prosperar en un campo de batalla de hermanos. ¡Salvemos la República de sí misma, si podemos!".



El final del discurso de Cicerón fue recibido con una mezcla más compleja de emociones que el de Catón. Hubo un suspiro colectivo, casi inaudible, un reconocimiento de la terrible verdad en sus palabras. Algunos senadores, especialmente aquellos con fortunas que perder o familias divididas por las lealtades, sintieron un hondo alivio ante la propuesta de la moderación. Veían en Cicerón la última esperanza de una salida negociada, una voz de sensatez en la histeria creciente. Asintieron con solemnidad, sus ojos buscando el apoyo de sus vecinos.



Sin embargo, para los más ardientes partidarios de Pompeyo, y para aquellos como Catón, la posición de Cicerón era una debilidad, una peligrosa muestra de vacilación que solo envalentonaría a César. Lo veían como un hombre que, por su amor a la paz, estaba dispuesto a sacrificar los principios fundamentales de la República. Fruncieron el ceño, sus labios apretados en una línea fina, un siseo casi imperceptible de desaprobación se escuchó en algunos rincones. La tensión persistía, ahora matizada por la desesperación. Las palabras de Cicerón habían calmado el fervor momentáneamente, pero no habían resuelto la división. La República, como un barco a la deriva en una tormenta, tenía ahora dos capitanes, cada uno con una brújula diferente, y un huracán inminente. Pero en este instante, Cayo Casio Longino, pidió la palabra al Principe del Senado, que se la otorgó.


DISCURSO DEL NUEVO TRIBUNO DE LA PLEBE CAYO CASIO LONGINO

La Curia Hostilia, habitualmente bulliciosa y rebosante de togas, respiraba una desoladora semivaciedad. Los asientos de marfil, antaño ocupados por trescientos senadores, ahora mostraban parches de frío mármol desnudo, como heridas abiertas en el corazón de la República. El aire, antes vibrante con el fragor del debate, estaba ahora denso con el polvo de las decisiones no tomadas y el hedor sutil del miedo. Casi la mitad de los Padres Conscriptos habían huido, abandonando la Urbe como ratas que presienten el hundimiento del barco, buscando refugio en sus villas campestres o en las provincias, a salvo de las represalias de un César que avanzaba inexorable. Sus nombres, sus fortunas y, quizá, sus propias vidas, pesaban en la conciencia de los que se habían quedado, una carga invisible que oprimía el ambiente.



Catón había tronado, inflexible como una roca, su voz resonando con la indignación de un profeta condenando a un pueblo pecador. Cicerón había suplicado, su elocuencia una cascada de argumentos en pro de la moderación y la concordia, su alma anhelante de una paz que ya se escapaba entre los dedos. Sus palabras, aunque brillantes, habían dejado a los senadores exhaustos, sumidos en un cansancio abrumador que se mezclaba con el terror a lo desconocido. El cruce del Rubicón no era ya un rumor, sino una sentencia. El futuro, una hoja afilada colgando sobre sus cabezas.



Fue en este ambiente de desesperación apenas contenida, tras el último y melancólico alegato de Cicerón, cuando Cayo Casio Longino, el recién electo Tribuno de la Plebe, se puso de pie. Su figura, enjuta pero erguida, se recortaba contra la luz mortecina que se filtraba por las altas ventanas, tiñendo el polvo flotante de oro viejo. No llevaba la toga consular ni la solemne dignidad del pretor, sino la sencilla toga praetexta del tribuno, una señal de su inviolabilidad sagrada, pero también un símbolo de su conexión con la plebe. Su rostro, curtido por el sol sirio y afilado por la tensión romana, no mostraba el fervor dogmático de Catón ni la melancolía filosófica de Cicerón. Había en él una frialdad calculada, una determinación acerada que provenía de la experiencia directa con el caos y la traición. El silencio, ya profundo, se hizo ahora absoluto, una expectación casi palpable. Todos los ojos, incluso los más cansados, se posaron en él.



Casio avanzó hacia la Rostra del Senado, sus pasos firmes resonando en la Curia semi vacía, un eco metódico en la inmensidad del miedo. Su mirada, oscura y penetrante, barrió los rostros de los senadores, deteniéndose brevemente en la imponente figura de Pompeyo, sentado con la gravedad de un general que ya ha visto demasiadas batallas, y luego en los escasos senadores cesarianos que aún se atrevían a permanecer, sus rostros tensos, sus mentes en otra parte.



“Padres Conscriptos,” comenzó Casio, su voz grave, la modulación aprendida en las escuelas de retórica de Rodas confiriéndole una autoridad inquebrantable, a pesar de su juventud. Cada sílaba estaba pulida, cada pausa, calculada para maximizar el impacto emocional. “Hoy, los ecos de nuestra gloriosa República suenan huecos. La mitad de este venerable cuerpo ha abandonado sus puestos, no por traición, quizás, sino por miedo. El miedo a un hombre. Un hombre que, investido de gloria por sus victorias en la Galia, ha olvidado los límites sagrados de su imperium. Un hombre que, en lugar de someterse a la ley, pretende someter a Roma misma.” Su voz vibró con una indignación que no necesitaba ser gritada, porque resonaba desde lo más profundo de su ser.



“Se nos habla de paz, de negociaciones. ¿Pero qué paz puede haber, Padres Conscriptos, cuando un general, con sus legiones en la garganta de Italia, demanda sumisión total?. ¿Qué negociaciones pueden darse cuando la espada está ya desenvainada sobre nuestros cuellos?. Se habla de clemencia, ¡pero qué clemencia puede ofrecer quien ha violado la santidad de nuestras fronteras, quien ha amenazado con profanar el Rubicón en cruzarlo, y ha amenazado con declarar la guerra a la República de sus padres!”. Casio clavó su mirada en los rostros que, con cada palabra, se volvían más pálidos. “¡Cayo Julio César, Padres Conscriptos, no es el salvador de Roma; es la hidra que amenaza con devorar cada vestigio de nuestra libertad!. Él ha cruzado ríos de sangre para someter pueblos, ¡y ahora amenaza con cruzar el sagrado umbral de esta Curia para someternos a nosotros!. ¿Acaso la sangre de los Gracos, el terror de las proscripciones de Sila, no nos enseña la verdad de lo que un solo hombre, sin contrapeso, puede hacer a la República?”. La mención de esos nombres evocó estremecimientos visibles entre los senadores.



Casio extendió un brazo, abarcando con un gesto la Curia medio vacía, y luego, con la otra mano, se golpeó el pecho, un gesto de compromiso visceral. “Nosotros, los tribunos de la plebe, somos los guardianes de los derechos del pueblo, los protectores de sus libertades. Y hoy, desde esta Rostra, juro por la memoria de nuestros antepasados, por los Dioses inmortales que velan por Roma, que no claudicaré ante la tiranía. ¡Los derechos del pueblo romano no son negociables!. La República no es el feudo personal de un ambicioso general, forjado en la brutalidad de la guerra y la ambición desmedida. Es un legado de siglos, forjado en sangre y virtud, en leyes y en el equilibrio de poderes, un equilibrio que César ha destrozado con su impía ambición. ¡No permitiremos que un solo hombre desmonte lo que nuestros ancestros construyeron con tanto sacrificio, con tanta devoción a la libertad!”.



Su voz, aunque manteniendo su control, se impregnó de una súplica apasionada, apelando a lo más profundo del patriotismo romano. “La situación es crítica, lo sé. César cruzará el sagrado límite del río Rubicón, y avanzará hacia Roma, y el miedo es un veneno que corroe el coraje, que nos lleva a dudar de nuestras propias convicciones. Pero la libertad, Padres Conscriptos, no es un don caído del cielo; es una lucha constante, un juramento renovado cada día. Y el precio de la tiranía es infinitamente más alto que el precio de la resistencia. ¡La servidumbre, bajo el yugo de un tirano, es la muerte del alma romana!. Debemos unirnos, no en la debilidad de la resignación, sino en la fortaleza de nuestra convicción republicana. Debemos restaurar la confianza del pueblo, demostrarles que Roma, la verdadera Roma, no ha huido, que aún defiende a sus ciudadanos y sus derechos, que aún tiene el coraje de enfrentar a la bestia.”



“No es el momento de las divisiones internas, de las antiguas querellas que nos han consumido en el pasado. Es el momento de la unidad inquebrantable frente a la amenaza existencial. La República nos llama a todos, a patricios y plebeyos, a viejos y jóvenes, a empuñar la espada de la ley y el escudo de la tradición contra la ambición que nos asedia. Debemos ofrecer al pueblo un gobierno que los defienda de la opresión de las bandas y los poderosos, que les garantice la justicia que anhelan, que les dé la esperanza de prosperar en una Roma libre, no bajo la bota de un dictador que solo busca su propia gloria y termine haciendo como Orodes II, el rey de los partos, que ordenó ejecutar incluso al mejor de sus generales: el Palhavi Surena, el que le había salvado de la amenaza de nuestro Marco Licinio Craso. No podemos consentir que Cayo Julio César se convierta en el nuevo Rey de Roma, en el dueño absoluto de nuestras vidas y haciendas, como ya lo es el Rey de los partos con su pueblo. ¡Que nadie se equivoque!. La retirada no es una opción. La rendición es el fin de todo lo que amamos, la abdicación de nuestro destino como la nación más grande que el mundo haya conocido. ¡Luchemos por Roma!. ¡Luchemos por la República!. ¡Luchemos por la libertad de nuestros hijos y de las generaciones venideras!. ¡Por los Dioses, no dejaremos que Roma caiga en la esclavitud!”.



El eco de sus últimas palabras se desvaneció en el vasto silencio de la Curia. Un silencio denso y profundo se apoderó de la sala, no de indiferencia, sino de asombro y una cruda aceptación de la realidad que Casio había articulado con tanta fuerza. Los senadores que habían permanecido en Roma, muchos de ellos pompeyanos o republicanos acérrimos, lo miraron con una mezcla de admiración y alivio, sus ojos brillando con una chispa renovada de determinación. Otros, aún temerosos de las represalias de César, mantuvieron sus rostros impasibles, pero en sus ojos se leía la profunda inquietud. El discurso de Casio no era un lamento, sino una declaración de guerra, una reafirmación del espíritu indomable de la República. Había unificado, por un instante, la voluntad dispersa de los presentes, infundiendo coraje donde solo había cansancio.



Fue entonces cuando Pompeyo el Grande, quien había escuchado el discurso con una expresión grave, casi fatalista, se levantó de su asiento. Su figura, antaño la de un triunfador radiante, ahora proyectaba la sombra de un hombre abrumado por el peso de una guerra civil que no deseaba, pero que se veía obligado a librar. Caminó lentamente hacia la Rostra, sus ojos fijos en Casio. La sala contuvo el aliento, cada cabeza girando, cada mirada siguiendo el lento avance del Imperator.



Pompeyo se detuvo ante Casio, y en un gesto que conmovió a muchos, extendió su mano y la posó firmemente sobre el hombro del joven tribuno. Sus ojos se encontraron, y en la mirada de Pompeyo, Casio vio un destello de aprobación, de una gratitud sincera y de un reconocimiento inconfundible de su valía. El aire se cargó con la importancia política de ese simple contacto.



“Bien hablado, Tribuno,” dijo Pompeyo, su voz baja y rasposa por el esfuerzo, pero audible en el silencio expectante que llenaba la Curia. “Roma necesita más voces como la tuya, más hombres con tu valor, tu visión y tu inquebrantable sentido del deber. Has expresado con elocuencia lo que muchos de nosotros sentimos en lo más profundo del corazón, pero que nuestras gargantas no pudieron articular con tal fuerza. La República te lo agradece. Cuenta con mi apoyo incondicional en esta lucha por lo que es justo, por lo que es Roma.”



El gesto de Pompeyo no fue solo una felicitación; fue una declaración pública, un respaldo inequívoco. El más grande general de Roma, el hombre en quien el Senado había depositado su última esperanza, estaba sellando una alianza con el joven Tribuno de la Plebe. El impacto político fue inmenso. Marcaba a Casio como un líder emergente dentro de la facción conservadora, un hombre de confianza del Magnus, y un adalid de la República en el momento más crítico de su historia. Para Casio, el respaldo del Magnus era un espaldarazo incalculable, la validación de su incipiente carrera política y una señal de que sus ambiciones no pasarían desapercibidas en la tormenta que se avecinaba. El general de Siria se había transformado en el Tribuno de la Plebe, una nueva arma en la defensa de la libertad, dispuesto a librar la guerra más importante de todas.



ENCUENTRO PRIVADO EN RAVENA: CÉSAR Y SERVILIA

La villa en Rávena, un refugio efímero en la Galia Cisalpina, se alzaba como un santuario precario en la víspera de una decisión que haría temblar los cimientos de Roma, una ciudad que ahora parecía lejana, sumida en su propio sueño de muerte. La habitación, una caja de sombras tejidas con la densa penumbra invernal, estaba iluminada únicamente por el titilar de las lámparas de aceite. Sus llamas, de un amarillo cobrizo, danzaban como espíritus inquietos, proyectando sombras alargadas y grotescas sobre las paredes encaladas, que parecían estirarse y contraerse con cada aliento de los amantes. El aire, denso y cargado, no solo contenía el aroma dulce y especiado del incienso y los nardos que Servilia Cepionis, patricia de gustos refinados, parecía exhalar de su propia piel como un aura, sino que se mezclaba con el olor terroso del invierno húmedo que se colaba por las rendijas y el leve rastro de cera quemada que anunciaba el paso inexorable de las horas.



Sobre una mesa de ébano pulido, una jarra de vino Falerno del más exquisito, de una añada que competía con el tiempo, brillaba bajo la luz mortecina, su rojo profundo como la sangre que pronto podría derramarse, prometiendo embriaguez o desolación. Junto a ella, un plato de pasteles de miel, dorados y fragantes, aguardaba intacto, un lujo que contrastaba con la tormenta que se gestaba en sus corazones, con el inminente Armagedón que ya se olía en el viento del Adriático.



Cayo Julio César, el conquistador de las Galias, el hombre que había forjado su propia leyenda con hierro y sangre, yacía recostado en un diván bajo las pieles gruesas, su túnica de lana oscura desarreglada dejando al descubierto un torso aún firme, musculoso, aunque marcado por las cicatrices plateadas de campañas interminables y por el sol de mil amaneceres hostiles. Servilia, reclinada a su lado, sus curvas maduras envueltas en una estola de lino púrpura, el color del poder y la realeza, que se adhería a su piel como una caricia, trazaba con dedos finos y elegantes, conocedores, los contornos de su pecho, de sus costillas, deteniéndose en el pulso vibrante de su cuello. Sus movimientos eran lentos, deliberados, un ritual de intimidad que los había unido durante décadas, desafiando las convenciones de Roma, los cotilleos del Foro, las advertencias de los augures.



El calor de sus cuerpos, entrelazados en un abrazo que era tanto pasión como un desesperado refugio del mundo exterior, llenaba la habitación de una electricidad palpable, un murmullo de deseos apenas contenidos, de una conexión que solo dos almas gemelas, forjadas en el fuego de una devoción ilícita, podían compartir. Los labios de César buscaron los suyos, un beso profundo y hambriento, impregnado del dulzor del Falerno que habían compartido, sus alientos mezclándose como un pacto sellado en la penumbra. La mano fuerte de César se deslizó por la curva de su cadera, apretándola con una urgencia que hablaba de años de deseo reprimido, de noches secretas robadas al destino, y de la certeza amarga de que esta podría ser su última noche juntos antes del abismo, antes de que el mundo que conocían se desmoronara. El tiempo parecía estirarse, denso y pesado, en el latido de sus corazones entrelazados.



El momento de piel y aliento se rompió cuando César, con un suspiro que le salió del alma, se apartó ligeramente, apoyando su frente contra la de ella. Sus ojos, habitualmente fríos como el acero pulido ante sus legiones, capaces de ver la muerte sin pestañear, estaban ahora empañados por una vulnerabilidad que solo Servilia conocía, una grieta en la armadura del Imperator. Tomó la copa de Falerno, el líquido temblando ligeramente en su mano, y dio un sorbo largo, casi doloroso, saboreando su riqueza y su amargura mientras su mirada, cargada de un cansancio ancestral, se perdía en el hipnótico baile del brasero.



“Servilia,” murmuró, su voz un trueno contenido que resonaba en la quietud de la noche, cargada de una intimidad que trascendía el tiempo, las traiciones de Roma y el fardo de su destino. “El Senado, esa jauría de buitres seniles y ambiciosos hasta la podredumbre, me ha acorralado. Esos ancianos, ciegos por su envidia y su miedo a un poder que no pueden controlar, han despojado mis triunfos, han escupido sobre la gloria que he traído a Roma, una gloria que ellos jamás habrían soñado alcanzar. Mis legiones, mi sangre, mi vida… todo lo he dado por la República, por esa misma Roma a la que ellos, en su mezquindad, han sumido en el caos. Y ahora me tratan como a un traidor, como a un hostis publicus, como el enemigo del pueblo.” El desprecio por sus enemigos era palpable en su tono. “No me dejan otra opción, mi amor. El Rubicón me espera al amanecer, y con él, el destino incierto de Roma. Cruzarlo no es un acto de rebeldía sin sentido, Servilia, es un acto de supervivencia elemental. Es la única forma de salvar a la República de sí misma, de los buitres que la desgarran impunemente en el Foro, de los que se creen dueños de un poder que es del pueblo romano.”



Servilia, con la gracia fluida de una loba romana acechando su presa, se incorporó sobre el diván, su cabello negro, aún espeso y lustroso, cayendo en cascada sobre sus hombros, ocultando en parte el contorno sensual de su cuello. Tomó un pastel de miel del plato, su aroma dulce llenando el espacio entre ellos con una fragancia incongruente de inocencia, y lo partió con una delicadeza casi ritual, ofreciéndole un trozo a César. Mientras él lo aceptaba, sus dedos rozaron los de ella, un contacto breve pero cargado de un deseo que aún encendió un destello de fuego en los ojos de César, un recordatorio de que, a pesar de todo, eran hombre y mujer.



“Cayo,” susurró Servilia, su voz un hilo de seda tejido con urgencia, con el filo de la desesperación. “Comprendo tu carga. Mi corazón también la siente. Roma es un nido de víboras, un caldero hirviente de ambiciones donde cada hombre busca su corona, su dictadura particular. Pero mi alma tiembla, no solo por ti, sino por los míos. Mi hijo, Marco Junio Bruto, se aleja de mí cada día, atrapado irremediablemente en las redes de su tío, Marco Porcio Catón. Catón es un hombre de principios inflexibles, un estoico que ve en ti la encarnación de todo lo que teme: un líder que podría convertirse en rey, un dios. Lo admiro, Cayo, por su integridad incorruptible, pero su obsesión con una República idealizada, una quimera que jamás existió, lo ciega ante la realidad. Bruto lo idolatra, bebe de sus palabras como si fueran vino sagrado, como si cada sílaba fuera ley. Lo he visto en sus ojos, en la forma en que habla de la libertad, de la tradición. Temo que Catón lo esté moldeando en un arma, una daga afilada que, en su ciega rectitud, podría volverse contra ti.” La angustia de la madre era un nudo visible en su garganta.



César, con el pastel de miel aún sin morder en la mano, lo dejó a un lado, su rostro ensombrecido por una mueca de disgusto. “Bruto es un hombre de honor,” dijo, su voz baja pero firme, teñida de una melancolía que rara vez mostraba. “Lo he criado en mi corazón, Servilia, aunque no lleve mi sangre. Es como un hijo para mí. Pero Catón… ese hombre es un faro de virtud que ilumina el camino hacia la destrucción. Su intransigencia no salvará a Roma; solo la partirá en pedazos, la desangrará en el nombre de una pureza que solo existe en sus sueños.”



Servilia asintió, sus ojos brillando con lágrimas contenidas, pero no derramadas. Tomó otro sorbo de Falerno, el vino calentando su garganta mientras buscaba las palabras, cada una un dolor. “Y luego está Cayo Casio Longino, mi yerno, el esposo de nuestra Junia Tertia.” Su voz se suavizó al mencionar a su hija, un matiz de ternura que contrastaba con la tormenta en su interior. “Casio es un tribuno de la plebe recién elegido, un hombre cuya mente es tan afilada como una gladius, pero cuya ambición arde con una intensidad que me inquieta, incluso me aterra. Es leal a sus ideales, como Catón, sí, pero mucho más pragmático, mucho más peligroso. Ve en ti una amenaza, Cayo, no porque te odie en lo personal, sino porque teme lo que representas: un poder que, si no es controlado, podría aplastar la libertad que él defiende con ferocidad. Casio es un estratega, un hombre que calcula cada paso, y su influencia sobre Junia me preocupa. Nuestra hija…” Hizo una pausa, su mano buscando la de César en la penumbra, apretándola con una intensidad que hablaba de secretos compartidos, de verdades a medias, de un pasado que solo ellos comprendían.



“Junia Tertia, Cayo. Sabes lo que siento en lo más profundo de mi alma. Para mí, ella es nuestra, fruto de aquellas noches robadas en las que el mundo se detenía para nosotros, en las que solo existíamos tú y yo. Aunque Roma la llame hija de Silano, yo veo tus ojos en los suyos cuando ella me mira, tu fuerza en su espíritu indomable. Pero tú… tú nunca la has reconocido, no como yo desearía, no como mi corazón de madre anhela.” Su voz se quebró ligeramente, una fisura en su compostura. Era una herida antigua, una que nunca terminaba de cerrar.



César se tensó bajo su toque, su mirada desviándose hacia las sombras más oscuras de la habitación, evitando los ojos suplicantes de Servilia. Tomó otro sorbo de Falerno, el vino amargo en su lengua mientras procesaba sus palabras, cada una un clavo en el ataúd de sus propias emociones. “Servilia,” dijo al fin, su voz cargada de un dolor antiguo, de un conflicto que lo carcomía desde dentro. “Junia es una joya, una mujer digna de Roma, de la más alta nobleza. Pero mi vida, la vida que he elegido, la vida que me han impuesto, no permite tales certezas abiertas, tales reconocimientos. ¿Es mi hija?. Mi corazón quiere creerlo, porque en ella veo el fuego de nuestra unión, la chispa de lo que tú y yo hemos sido en secreto. Pero reconocerla… ¿Puedes imaginar la crueldad con la que mis enemigos la usarían?. Sería exponerla a sus cuchillos, a sus calumnias, a la ruina, a los que ya acechan en cada esquina del Senado. Pompeyo, Catón, los optimates… todos buscarían usarla contra mí, contra ti. Por su seguridad, por la tuya, por la de todos los que amo, debo mantenerla en la sombra, aunque mi alma se quiebre al hacerlo. Este secreto es su escudo, mi amor.”. Su mano, con una ternura que contrastaba con la dureza de sus palabras, acarició la mejilla de Servilia, sus dedos recorriendo el contorno de su barbilla, una caricia de despedida. “Tú lo sabes, mi amor. Todo lo que hago, lo hago por Roma… y por ti. Es mi única forma de protegerte.”



Servilia, con un nudo de amargura y terror en la garganta, se acercó de nuevo, sus labios rozando los de él en un beso que era tanto súplica desesperada como una despedida que rompía el corazón. Sus cuerpos se entrelazaron una vez más en la penumbra, el calor de su piel disolviendo por un instante las sombras de la guerra que se avecinaba, buscando la última chispa de placer, de consuelo. Pero incluso en la pasión más profunda, sus palabras resonaban, cargadas de una premonición escalofriante. “Cayo, ten cuidado,” susurró contra su oído, su aliento cálido y embriagador como el Falerno, sus dedos trazando líneas febriles en su espalda. “Bruto, Casio, Catón… todos son hombres de honor, hombres de principios férreos. Pero el honor, mi amado, puede ser una daga, y los principios, una condena. Y Junia, nuestra Junia, está atrapada en sus lealtades, en el juego de los hombres que la rodean.” Se aferró a él, las uñas clavándose suavemente en la piel. "Si cruzas el Rubicón, Roma arderá, Cayo, arderá hasta los cimientos. Y con ella, nuestros corazones. No habrá lugar para nosotros, para este amor."



César se levantó entonces, su figura imponente recortada contra el resplandor moribundo del brasero. La tierna fragilidad de su amante se desvaneció, reemplazada por la armadura invisible del Imperator, el peso de la decisión final grabada en cada línea de su rostro. “No hay otro camino, Servilia,” dijo, su voz un eco del destino, fría, irrevocable. “La suerte está echada. Y yo soy su instrumento.” Y con esas palabras, que parecían sellar el destino del mundo, se alejó hacia la noche, dejando tras de sí el aroma del Falerno, el dulzor de la miel, el rastro de la pasión consumida y el peso aplastante de un amor que, ahora, podría no sobrevivir a la guerra que él mismo estaba a punto de desatar.



César, inquebrantable, se mantuvo firme ante la súplica de Servilia. "¿Por qué, Cayo?. ¿Por qué esta locura?", le imploró ella, con el rostro surcado de lágrimas. "Por la República", respondió él, su voz firme como el acero. "¡¿La República?!", exclamó Servilia con una furia súbita, y el chasquido de su mano al golpear la mejilla de César resonó en la habitación, un eco de su corazón roto. Sin una palabra más, el Imperator, con un disgusto glacial, abandonó la estancia, dejando atrás el aroma de la pasión y las lágrimas de una mujer, para reunirse con la cruda realidad de sus legiones en el campamento.



EL RUBICÓN: EL GRITO DEL ÁGUILA

El frío de la madrugada en el campamento de la XIII Gemina calaba hasta los huesos de los legionarios, una mordedura gélida que se aferraba a la escasa protección de sus sagum. Pero en el corazón de aquellos hombres, el ánimo no era frío, sino que ardía con una intensidad febril, la llama viva de una lealtad forjada en diez años de conquistas implacables. Ante ellos, la figura inconfundible de su Imperator, Cayo Julio César, se erguía sobre un montículo improvisado, su silueta severa recortada contra el cielo grisáceo que anunciaba un amanecer incierto. El Rubicón, un modesto arroyo que, en cualquier otro momento, apenas merecería una segunda mirada, se alzaba ahora como un abismo insalvable, una frontera sagrada que separaba el orden de la República de la inevitable vorágine de la guerra civil.



El silencio que se cernía sobre los mil hombres que esperaban era tan profundo que el sonido de sus propias respiraciones y el leve tintineo de sus armaduras parecían estruendosos. Cada mirada, cada alma endurecida por el rigor de la guerra, estaba fijada en el hombre que había guiado sus espadas y su destino. No era solo su general; era su patrón, su protector, el único que les había traído gloria y riqueza.



"¡Soldados de la XIII Legión!" exclamó César, su voz, aunque grave y ronca por la tensión del momento, resonó con una autoridad innata, cargada de una emoción que solo sus hombres conocían. "¡Compañeros de armas, hermanos!. Hemos luchado juntos en las gélidas tierras de la Galia, hemos desafiado a los dioses y a los bárbaros, hemos conquistado tierras inmensas, hemos forjado la gloria de Roma con nuestra sangre y nuestro sudor. Hemos hecho de la XIII un estandarte de victoria. Pero ahora, la propia Roma nos llama. No para una conquista lejana, sino para defenderla de aquellos que la traicionan desde sus más sagrados cimientos."



César hizo una pausa dramática, su mirada recorriendo los rostros de sus veteranos, aquellos que habían marchado miles de millas bajo su águila. "El Senado, esa venerable asamblea de ancianos corrompidos y cobardes, aquellos que deberían velar por el bienestar de la República, me ha declarado enemigo. No a mí, solamente; ¡nos han declarado enemigos a todos nosotros!. Han intentado despojarme de mi imperium, de mi mando legítimo, de vuestra lealtad inquebrantable, de todo lo que hemos ganado con tanto esfuerzo y sacrificio. Sabéis que he solicitado solo lo justo: que se respetaran mis derechos al presentarme al consulado, que se me permitiera defender mi honor y el vuestro ante la ley, y que no se me obligara a desbandar a mis legiones y quedarme indefenso a merced de mis enemigos, que buscan mi ruina total. Pero no. Me han humillado, me han calumniado, y han puesto en peligro la seguridad de nuestras familias y la estabilidad de Roma, negando las leyes más básicas que yo defendía a través de los tribunos de la plebe que habían huido a mi campamento. ¿Acaso vamos a permitir que unos pocos hombres, cegados por la envidia, la ambición desmedida y el miedo, destruyan lo que hemos construido juntos y nos condenen a un futuro incierto?".



Un rugido salvaje y unánime, una promesa de muerte que venía de lo más profundo de sus entrañas, brotó de las gargantas de los legionarios. "¡No!. ¡Nunca!. ¡Por ti, César!" clamaron al unísono, sus ojos encendidos con una furia compartida, golpeando sus escudos contra las rodillas con un fragor atronador que sacudió la tierra helada.



"¡Exacto!" continuó César, su voz elevándose, absorbiendo la energía de su ejército, casi gritando sobre el clamor creciente. "¡No lo permitiremos!. Se han aliado con Pompeyo, el que una vez fue mi amigo y yerno, al que la República le ha dado todo. Le han entregado las tropas de Roma, lo han investido de un poder desmesurado para usarlo contra mí, para usarlo contra vosotros. Ellos, los "defensores de la República", han violado la santidad de los tribunos de la plebe, mis partidarios Marco Antonio y Quinto Casio, expulsándolos de Roma, despojándolos de su inmunidad sagrada. Me han forzado a esta decisión." Su brazo se extendió, señalando el modesto arroyo que, por capricho de los hombres, se había convertido en el umbral del destino. "Cruzar este río, el Rubicón, es un acto de desesperación, sí, porque no nos dejan otra opción. Pero también es un acto de justicia. Es un paso irreversible, lo sé. Pero es el único camino para restaurar la dignidad de Roma, para proteger a nuestros ciudadanos, para asegurar que vuestros sacrificios, vuestra sangre derramada en Galia, no hayan sido en vano."



El dramatismo de sus palabras caló hondo. Estos hombres habían confiado en él, habían peleado por él, habían crecido con él. Su destino estaba entrelazado. "No luchamos por mi ambición personal, legionarios, luchamos por Roma, por su honor, por su futuro. Lucho para asegurar que vuestro valor sea recompensado como merece. Sabéis que siempre os he pagado bien, mejor que nadie, os la he doblado. Vuestra paga básica, que ya es un merecido reconocimiento a vuestra valentía, será incrementada una vez que volvamos a Roma. ¡Y eso es solo el principio!. Os prometo tierras para vuestros retiros, seguridad para vuestras familias, y un nuevo orden en Roma donde el soldado, el que lo sacrifica todo por la República, sea honrado y recompensado justamente, no olvidado ni despreciado por unos pocos senadores avariciosos. ¡La justicia y la prosperidad serán vuestras!. ¡Lucharemos por un porvenir digno para todos nosotros!".



César levantó su mano derecha, su voz resonando con una resonancia que parecía venir de los Dioses. "¡La suerte está echada!. ¡Alea iacta est! .¡Por Roma!. ¡Por vuestras familias!. ¡Por nuestra libertad y vuestro honor!".



Un clamor atronador, más que un grito, una furia desatada, un estruendo de miles de voces y escudos golpeando al unísono, se alzó de las gargantas de los legionarios. "¡César! ¡César! ¡Hasta la muerte!" gritaron, sus ojos brillando en la penumbra con una lealtad febril, un fanatismo indomable. La tierra tembló bajo sus pies. No había dudas, no había miedos; solo una entrega absoluta. La XIII Legión, con César a la cabeza, sus armaduras destellando tenuemente bajo la escasa luz del amanecer, se adentró en las frías aguas del modesto arroyo que llaman Rubicón, pisoteando el límite sagrado que había dividido la República. Era el inicio de una nueva era para Roma, una forjada en el fuego de la guerra civil, y ellos, la infantería de César, eran su punta de lanza, dispuestos a derramar hasta la última gota de sangre por su Imperator y su visión de un futuro para Roma.

 


CAPÍTULO 5: LA CAUSA POMPEYANA


En el año 49 a.C., Roma se desgarraba bajo el peso de sus propias ambiciones, un cuerpo senil que se negaba a morir con dignidad. La urbe, con sus siete colinas coronadas por templos que exhalaban un aroma dulzón a incienso y ofrendas, y sus calles empedradas resonando con el clamor de una plebe harapienta, estaba al borde del abismo. El Tíber fluía perezoso, un hilo de plata en la oscuridad crepuscular, reflejando las antorchas que parpadeaban en las orillas, mientras en los pórticos de mármol del Foro, perfumados con la cera de las lámparas, senadores envueltos en togas blancas susurraban conspiraciones, sus voces bajas como el zumbido de avispas a punto de picar.



La República, esa estructura venerada de leyes y tradiciones, crujía bajo la tensión de dos hombres que la devoraban: Julio César, el conquistador de las Galias, cuya estrella ascendía como un cometa incendiando el cielo, y Cneo Pompeyo Magno, el héroe de Oriente, cuya gloria comenzaba a desvanecerse como una estatua erosionada por el tiempo, su pedestal resquebrajándose. Entre ellos, un tercer hombre, Cayo Casio Longino, un patricio de rostro afilado como un gladius y mente aún más cortante, se alzaba como un lobo hambriento, impulsado por una lealtad feroz a la República, una fidelidad que rayaba en la obsesión, y una ambición que ardía como las brasas de un sacrificio.



En las estrechas y serpenteantes calles de la Subura, el hedor a pescado frito, vino rancio y sudor humano se mezclaba con el polvo levantado por sandalias y pezuñas, un perfume acre y constante. La plebe romana, esa masa vibrante de artesanos, comerciantes y desocupados que llenaba cada rincón de la urbe, vivía el año 49 a.C. con una mezcla palpable de temor y fascinación. Sus vidas, ya de por sí precarias, estaban a merced de los caprichos del destino y de los hombres poderosos. Y es que la diosa Fortuna era muy caprichosa en otorgar sus favores, que además se los otorgaba a muy pocos. En los puestos del mercado, donde el regateo era un arte y la escasez un fantasma recurrente, los susurros se extendían como una plaga: "César ha cruzado el Rubicón", "Pompeyo ha huido a Grecia", "Se avecina la guerra".



La mayoría sentía un miedo primario, el terror a la hambruna, a la leva forzosa, al saqueo de sus humildes viviendas si las legiones llegaban a las puertas de Roma. Se congregaban en torno a las fuentes públicas, sus rostros curtidos por el sol y el trabajo, y discutían con una pasión casi religiosa sobre los líderes que ahora se disputaban su destino. Julio César, para ellos, era el héroe popular, el pater familias que había traído oro de las Galias, que había repartido grano y había organizado juegos grandiosos que los hacían olvidar la miseria. Lo veían como el campeón del pueblo, el hombre que desafiaba a los senadores altivos que solo pensaban en sus propias tierras y fortunas. "César nos dará tierras y pan, si vence", murmuraban con esperanza. "Él se preocupa por nosotros, no como esos viejos en togas que solo saben hablar bonito". Su figura, enjuta y nervuda, pero con una mirada que prometía acción y cambio, les infundía una fe casi ciega.



En cambio, Pompeyo Magno, el que había sido el gran vencedor de Oriente, el "adolescente carnicero" que había purgado las calles de Roma de los últimos sicarios de Sila, era percibido con una mezcla de respeto y recelo. Era un símbolo de la vieja República, de la dignitas senatorial, pero su aura se desvanecía. "Pompeyo es el hombre del Senado", decían, "el que se ha puesto del lado de los ricos. ¿Qué nos dará él, aparte de más impuestos y discursos vacíos?". Aunque su nombre todavía invocaba reverencia por sus pasadas victorias, su actual indecisión y su huida de Roma habían erosionado su imagen. La plebe temía que la victoria de Pompeyo significara el regreso a un orden que los había oprimido, mientras que la victoria de César prometía, o al menos así lo esperaban, un nuevo amanecer para el pueblo. La inminente guerra no era solo un conflicto entre generales, sino una batalla por el alma de Roma, y ellos, la plebe, eran el corazón latente de esa contienda, anhelando paz, pero dispuestos a seguir a quien prometiera un futuro menos sombrío.



Cayo Casio Longino, a sus treinta y cuatro años, era un Longino, de un linaje cuyos antepasados habían forjado la historia de Roma con sangre y acero. Su cuerpo, enjuto y nervudo, llevaba las cicatrices de la campaña de Carras, grabadas no solo en su piel, sino en lo más profundo de su alma. Allí, en aquel infierno de arena y flechas del año 53 a.C., no había sido el lobo astuto que era ahora, sino un cuestor bajo el mando del codicioso y senil Marco Licinio Craso.



El momento, grabado a fuego en su memoria como una pesadilla recurrente, ocurrió cuando la línea romana se desmoronaba bajo la lluvia implacable de flechas partas. El sol de Mesopotamia era un ojo cruel en el cielo, y el hedor a estiércol, sangre fresca y orina de terror se adhería a cada fibra de su ser. Los hombres de Craso, desorganizados y aterrados, caían como espigas segadas. Casio, al frente de sus quinientos jinetes, vio cómo una cohorte de infantería, la carne de cañón de la legión, era diezmada, sus gritos ahogados por el silbido de las flechas y el clamor de los jinetes partos. Un centurión, con la cara descompuesta por el pánico y una flecha incrustada en el hombro, se aferró a la brida de su caballo, suplicándole ayuda, sus ojos pidiendo rescate, piedad.

"¡Por los dioses, Cayo!. ¡Ayuda!. ¡Nos están matando!. ¡No podemos más!", gimió el centurión, su voz un estertor.



La mente de Casio, incluso en aquel caos sangriento, se movió con una frialdad brutal. Miró más allá del centurión moribundo, hacia la vasta extensión del desierto donde los partos ya estaban flanqueando sus últimas defensas. La cohorte estaba perdida. Cualquier intento de rescate no solo sería fútil, sino que condenaría a sus propios hombres. Aquel hombre y los que lo rodeaban eran un peso muerto. La piedad era un lujo que no podían permitirse. No en Carras. No para sobrevivir.



Con un gesto brusco, Casio apartó la mano del centurión. "¡Avanzad!. ¡Sin mirar atrás!", rugió a sus jinetes, su voz apenas audible por encima del fragor de la batalla. Escuchó el grito ahogado del centurión mientras su caballo se abría paso entre los cuerpos, las ruedas de su propia mente girando, forzando la decisión. Los jinetes avanzaron, dejando atrás a los condenados, el eco de sus gritos muriendo bajo la oleada de flechas. La imagen de aquel rostro, implorando piedad, persiguió a Casio en cada noche sin sueño desde entonces.



Allí, bajo el sol implacable del desierto, Casio no solo había perdido su ingenuidad, sino que había descubierto la cruda verdad de la supervivencia: la piedad era un lujo que Roma, esa entidad implacable, no podía permitirse. El hedor a estiércol, sangre y miedo de aquel día, el sabor metálico de la derrota, lo perseguían como un sudario. Su mirada, oscura y penetrante, parecía capaz de desentrañar los secretos de un hombre con solo un vistazo, de ver la debilidad oculta tras la máscara. Pocos conocían al patricio que en su villa de Tívoli disfrutaba de la lectura de Homero y la discusión filosófica, pero en campaña, Casio era pura voluntad férrea, un reflejo de su convicción inquebrantable, forjada en la amargura de lo que había visto y hecho para sobrevivir.



En el año 49 a.C., la arena política de Roma se convirtió en el escenario donde Cayo Casio Longino, elegido tribuno de la plebe, desató su fervor republicano con la vehemencia de un gladiador. No era un orador grandilocuente como Cicerón, ni un agitador carismático como Clodio, pero su voz, afilada como un cuchillo, cortaba el aire en cada sesión del Senado. Casio se alineó con los optimates, aquellos senadores que, con una lucidez teñida de miedo, veían en César un peligro mortal para la libertad romana, una amenaza tan tangible como una plaga.



Para Casio, César no era solo un hombre; era un presagio, la encarnación de la tiranía que se cernía sobre la República, un tirano en ciernes que amenazaba con reducir el Senado a un coro de aduladores y a la plebe a una masa servil. Desde su silla de tribuno, un baluarte de los derechos del pueblo, Casio no dudó en alzar la voz contra cada propuesta de los partidarios de César. Participó activamente en los debates más encendidos, su rostro enjuto tensado por la convicción, sus ojos oscuros penetrando en cada mirada. Buscó bloquear las leyes que otorgarían a César un consulado in absentia, es decir en ausencia dentro del círculo sagrado de Roma, o que le permitirían conservar su imperium más allá de los límites legales, viendo en cada concesión una erosión irreversible de las tradiciones republicanas.



Sus discursos, aunque concisos, estaban cargados de una lógica férrea y un desprecio manifiesto por la ambición desmedida. "Roma no puede someterse a la voluntad de un solo hombre", resonaba su voz en la Curia, "no sin morir un poco cada día". Era una voz que, si bien carecía de la popularidad de César, representaba la conciencia de muchos senadores y el lamento silencioso de una República moribunda.



Cuando César, ignorando todas las leyes y súplicas, cruzó el Rubicón con su Legión XIII Gemina, un acto de traición que resonó como un trueno en el Foro y en el corazón de cada republicano, Casio no dudó. La huida de los tribunos Marco Antonio y Quinto Casio Longino (su primo, también tribuno) de Roma, forzados por la intransigencia del Senado, fue el último clavo en el ataúd de la legalidad. Casio, que ya había intentado bloquear el decreto que privaba a César de su mando, lo vio como el colapso final. No titubeó en unirse a Pompeyo, no por amor o devoción al hombre, sino por un amor feroz y casi doloroso a la causa republicana. Porque la República, ese cadáver aún cálido que yacía sangrando en el suelo, debía ser vengada, y él, Cayo Casio Longino, sería su brazo ejecutor, el instrumento de su ira justa.



EL MAR, TESTIGO DE LA GUERRA: CASIO EN EL ADRIÁTICO

El Adriático, ese mar traicionero que separaba Italia de los Balcanes, se convirtió en el escenario de la guerra de Cayo Casio Longino. Pompeyo, tras abandonar Roma a la velocidad de un ciervo perseguido por jaurías invisibles, había huido a Grecia, donde reunía un ejército colosal con las riquezas de las provincias orientales, una masa de hombres y oro destinada, según él, a aplastar al intruso cesariano. A Casio, un lobo de mar en potencia, se le confió una flota: un conjunto heterogéneo de trirremes y quinquerremes, sus proas, a menudo, adornadas con ojos pintados que parecían escrutar las olas con una sabiduría ancestral. Los barcos, construidos con la madera de cedro y roble, crujían bajo el peso de los remiges –remeros–, hombres de piel curtida por el sol y el salitre, que manejaban los remos con la precisión de una legión en marcha, sus músculos tensos, sus tendones al límite. Las velas, teñidas de púrpura y blanco, se hinchaban con los vientos invernales, silbando una melodía de guerra, mientras los mástiles, reforzados con cuerdas de cáñamo, se alzaban como lanzas desafiantes hacia el cielo plomizo. El aire salado, el hedor a sudor, madera mojada y alquitrán impregnaban cada poro, pegándose a la piel como una segunda vestidura. La flota de Casio, estacionada estratégicamente en las aguas de Sicilia y el sur de Italia, tenía una misión primordial: estrangular las líneas de suministro de César, impedir que sus legiones cruzaran el Adriático y mantener a raya a sus barcos, una verdadera telaraña naval tejida para asfixiar al enemigo.



La campaña naval fue un torbellino de audacia y cálculo, donde la mente afilada de Casio brilló con una luz propia. En la primavera de 48 a.C., Casio demostró su genio táctico frente a las costas de Sicilia. Sus speculatores –espías–, una red variopinta de marineros griegos y mercaderes fenicios, hombres de ojos agudos y lenguas sueltas, le habían informado de una flota cesariana anclada cerca de Mesina, cargada hasta los topes de trigo y armas. Filón de Tiro, un mercader fenicio de rostro astuto y una barba salpicada de canas, con quien Casio había forjado una alianza a base de oro y amenazas sutiles, se acercó a su tienda de campaña con la capa empapada por la llovizna, su voz apenas un susurro que olía a pescado y ambición.



"Mi señor, una flotilla cesariana, once naves cargadas hasta los topes, ha anclado en un fondeadero oculto cerca de Mesina. No esperan ataque. Están confiados, casi indolentes." El acento fenicio de Filón era áspero, pero sus palabras eran música para los oídos de Casio, una sinfonía de la oportunidad. Su información, obtenida con el riesgo de su propia vida, valía su peso en oro.



"¿Indolentes, dices?". El patricio sonrió, una mueca fría que rara vez alcanzaba sus ojos oscuros, pero que denotaba una satisfacción perversa. "Pues que prueben la indolencia de la República, y el filo de sus verdaderos servidores."



Bajo la cubierta de la noche, con las estrellas ocultas por nubes de tormenta, Casio ordenó a sus trirremes avanzar en silencio. Los remos fueron envueltos en tela para amortiguar el sonido, el único rumor era el batir del mar contra los cascos, un susurro de muerte inminente. Desde la popa de su quinquerreme insignia, el Libertas, Casio observó a sus hombres, una masa de sombras tensas y silenciosas. La elección del corvus –ese puente de asalto con ganchos de hierro, olvidado desde las Guerras Púnicas– no fue una decisión caprichosa. Para Casio, un estratega que había visto el infierno de Carras, la guerra naval pura, la de los embates y los arietes, era una lotería incierta. El corvus eliminaba esa incertidumbre. "Si los partos me enseñaron algo," había reflexionado semanas atrás, en la penumbra de su camarote, mientras trazaba esquemas en un pergamino con una punta de plata, "es que el combate se gana de cerca, con la espada y el escudo, con la furia de los hombres. En el mar, somos legionarios atrapados en barcas. El corvus nos permite convertir un abordaje incierto en una extensión de la disciplina legionaria en tierra." Su genio táctico no residía en la invención, sino en la adaptación brutal y efectiva de viejas ideas a nuevas situaciones. Era la solución perfecta para convertir marineros en legionarios y una batalla naval en una masacre terrestre.



Al amanecer, cuando la niebla aún cubría el mar como un sudario, los barcos de Casio surgieron como espectros de la bruma, su presencia silenciosa y letal. El pánico se apoderó de los durmientes cesarianos, un grito ahogado que se propagó como un incendio incontrolable. Los marineros de Casio, sus rostros tensos por la anticipación y la promesa de botín, lanzaron gritos de guerra guturales que se unieron al silbido de las flechas incendiarias. Los sagittarii –arqueros–, apostados en las cubiertas, lanzaron una lluvia de flechas que encendieron las velas enemigas, envolviéndolas en llamas y propagando el terror. Los corvus se clavaron con un crujido metálico en los cascos de los barcos cesarianos, como garras de hierro, permitiendo a los legionarii de Casio abordar con espadas desenvainadas, convirtiendo las cubiertas enemigas en mataderos. El choque de madera contra madera resonó con la fuerza de un rayo, seguido por el clamor metálico de las armas. Uno a uno, los barcos cesarianos fueron asaltados, sus defensas superadas por la furia bien organizada de los hombres de Casio. La batalla fue breve pero brutal: el mar se tiñó de rojo, y las naves de César ardieron hasta convertirse en esqueletos humeantes. Cadáveres hinchados flotaban a la deriva, testimonio de la despiadada eficiencia de Casio. Los gritos de los moribundos se mezclaban con el crujir de la madera ardiente y el clamor de la victoria pompeyana. Un hedor a carne quemada y salitre impregnaba el aire, pegándose a la piel.



Casio, desde la proa de su quinquerreme insignia, observó el caos con una satisfacción fría. "Que César sienta el peso de nuestro acero," murmuró, su voz perdida en el rugido de las olas, pero su mensaje claro para el mar y el destino.



Pero no todo era victoria. La flota de Casio, aunque efectiva, era superada en número por la de Marco Calpurnio Bíbulo, el almirante pompeyano que patrullaba el Adriático oriental. Bíbulo, un hombre de rostro curtido y temperamento irascible, comandaba una armada de 300 naves, una fuerza colosal que bloqueaba los puertos de Epiro y Grecia. Casio, con apenas un tercio de esos barcos, se vio obligado a recurrir a tácticas de guerrilla: emboscadas rápidas, ataques a convoyes de suministros y retiradas estratégicas, siempre al límite de la temeridad. En una noche de invierno tempestuoso, cerca de la isla de Corcira (Corfú), Casio tendió una trampa a un escuadrón cesariano que transportaba refuerzos. Sus trirremes, pintadas de negro para fundirse con la oscuridad, rodearon a los enemigos en una maniobra en tenaza. Los remiges, sincronizados como el latido de un corazón febril, impulsaron las naves a una velocidad vertiginosa, mientras los ballistarii –artilleros de balistas– disparaban proyectiles de piedra que destrozaban los cascos enemigos. La victoria fue suya, pero efímera; cada nave perdida era un golpe a la ya menguada flota pompeyana.



La vida en cubierta, bajo la amenaza constante de la enfermedad y el ataque enemigo, forjaba una camaradería brutal. El aire estaba siempre impregnado de una mezcla de salitre, sudor rancio, alquitrán y, a menudo, el olor dulzón de la fiebre. Las duras condiciones hacían estragos: la  era una compañera constante, la piel se ulceraba con el roce del lino y la sal, y la falta de agua dulce y de higiene convertía cada herida en una puerta abierta a la infección. Los hombres dormían donde podían, a menudo acurrucados sobre sus remos o bajo las lonas, y el frío húmedo del Adriático se les metía hasta los huesos. Las raciones, a menudo simples galletas de harina y vinagre, se compartían en silencio, con la única excepción de los días de victoria, cuando un pequeño odre de vino aguado rompía la monotonía y encendía risas breves y roncas. Los marineros, antes de las batallas, a menudo tallaban pequeños amuletos de madera o hueso, o susurraban plegarias a Neptuno y a los Lares Navales, pidiendo protección contra las tormentas y los arietes enemigos.



Los remiges, muchos de ellos esclavos liberados por la promesa de la manumisión –la libertad, ese sueño inalcanzable para tantos–, o aliados griegos que soñaban con el fin de la hegemonía romana para recuperar su propia independencia, sudaban en la oscuridad de las bancadas, sus músculos tensos, sus gemidos apenas audibles, como un coro de sufrimiento sordo. Entre ellos, un joven esclavo de Éfeso llamado Timo, de dieciséis años, remaba con la desesperación de quien se aferra a un futuro que no ve. Sus manos, cubiertas de ampollas, se movían rítmicamente, el cuerpo dolorido, pero su mente se aferraba a la única palabra que lo mantenía en pie: libertas. Recordaba las palabras de Casio, pronunciadas con una frialdad calculada pero una promesa clara: "Todo el que sirva bien, todo el que luche con valor, recibirá su libertad al final de esta guerra. No habrá cadenas para los valientes de la República." Timo no luchaba por Casio, ni por Pompeyo, ni siquiera por el concepto abstracto de Roma. Luchaba por esa palabra, por el derecho a caminar sin amo, a respirar el aire de su propia elección. "Que no muera la República," pensó, sus ojos fijos en la espalda sudorosa del remero de delante, "porque si muere, mi libertad morirá con ella."



El centurión naval, un veterano de aspecto hosco llamado Marco, recorría las bancadas, susurrando órdenes y golpes ocasionales con su vitis –vara de sarmiento– para asegurar la cadencia. "No luchan por Pompeyo, pensó Casio, sino por el concepto de Roma que César amenaza con destruir." Sus miedos eran palpables: el naufragio, la muerte en el mar, la esclavitud de nuevo. Su lealtad, sin embargo, se aferraba al hombre que los lideraba, al que había prometido libertad, y que emanaba una certeza de victoria que los contagiaba.



Detrás de la capacidad de combate, la logística era el pulmón invisible de la flota. Un hombre robusto y curtido, llamado Lucio, actuaba como el prefekto de la flota de suministro, una designación más genérica que englobaba las responsabilidades vitales de un intendente. Lucio, con su rostro ancho y sus ojos siempre atentos, había sido un mercader antes de la guerra, y conocía el valor de cada barril de agua, cada saco de grano. Su papel era crucial: supervisaba personalmente la entrega de provisiones a los barcos, asegurándose de que cada pila de repuesto, cada odre de agua, cada barril de vino aguado, estuviera en su sitio, un engranaje silencioso pero vital en la maquinaria de guerra de Casio. Se movía entre los muelles y las cubiertas con una autoridad tranquila, su voz grave resonando entre el trajín. "Sin pan, no hay legión. Sin agua, no hay remero," solía refunfuñar, sus manos llenas de callosidades tan grandes como las de cualquier marinero, un pragmatismo forjado en la escasez. Su eficiencia permitía a Casio lanzar sus audaces golpes, pues sabía que sus hombres no sucumbirían al hambre antes de enfrentar al enemigo.



La disciplina militar romana, la espina dorsal de cualquier campaña, era un espectáculo en el mar tanto como en tierra. Los legionarii, equipados con lorica segmentata –armaduras segmentadas– y scuta –escudos rectangulares–, entrenaban en las cubiertas para mantener el equilibrio durante las tormentas, a pesar del mareo que les revolvía el estómago. Casio, un comandante exigente hasta la médula, inspeccionaba personalmente las naves, asegurándose de que las cuerdas estuvieran tensas, los remos alineados y las armas afiladas, exigiendo la perfección en cada detalle. "El mar no perdona la negligencia", solía decir, su tono cortante como el viento del norte, sus ojos penetrantes. Pero su genio estratégico chocaba con la indecisión de Pompeyo, un hombre cuya cautela rayaba en la parálisis, una debilidad que Casio sentía como una llaga abierta y sangrante, una premonición de la derrota que aún no llegaba, pero que se anunciaba en cada vacilación, como ya había instituido en Craso hacía ya unos años.



EL CONSEJO DE GUERRA: LA INDECISIÓN DE POMPEYO

En un consejo de guerra en Dirraquio, en la primavera de 48 a.C., las tensiones entre Casio y Pompeyo estallaron con la fuerza de una tormenta contenida en una tienda. La tienda de mando, iluminada por lámparas de bronce, olía a cuero curtido y cera de abeja, un aroma denso que parecía absorber la tensión. Mapas de pergamino, extendidos sobre una mesa de roble, mostraban las costas del Adriático y las posiciones de las legiones, salpicadas de marcas de tinta roja, como gotas de sangre aún no derramada.



Pompeyo, con su rostro ancho y su cabello encanecido, hablaba con una lentitud exasperante, como si cada palabra fuera una pesada losa que dudaba en colocar. Su prudencia, antes alabada como la sabiduría del "Gran Pompeyo" que había vencido a reinos y piratas, ahora se sentía como una cadena, la misma que en su juventud lo había llevado a la victoria, pero que ahora lo paralizaba. La cicatriz en su mejilla, recuerdo de alguna escaramuza juvenil, parecía tensarse con cada pausa. La gloria de sus setenta triunfos, el peso de su inmaculado legado, no era una ventaja, sino una losa. Era el hombre que lo había ganado todo, el que no podía permitirse perder nada. Un miedo sutil, casi imperceptible, a manchar esa reputación, a arriesgar su grandeza labrada en décadas de campañas perfectas, lo hacía rehuir el choque decisivo. Su historia militar, marcada por triunfos calculados y una aversión al riesgo innecesario, lo había convencido de la superioridad de la estrategia de desgaste, un método que, paradójicamente, no consideraba la impaciencia de sus propios aliados o el genio impredecible del enemigo. Claro que nunca atacaba si no contaba con la superioridad numérica de sus tropas frente al enemigo. Las presiones de los optimates de Roma, que habían huido de la urbe con el pavor de una derrota que destruyera lo poco que quedaba de la vieja República, pesaban sobre él como una segunda toga de plomo, susurrándole la palabra "prudencia" como un mantra.



"Debemos esperar, Cneo," dijo Pompeyo, su voz pesada como el plomo, sin rastro de urgencia. "César está aislado en Epiro, con solo siete legiones. El hambre lo doblegará antes que nuestras espadas. Sus hombres, desgastados por el invierno, sufrirán la escasez de grano. Nuestra flota, bajo Bíbulo y el resto de los almirantes, ha cortado sus líneas de suministro. No pueden ser reabastecidos por mar. Patiens et prudens. Paciencia y prudencia son nuestras mejores armas."



Casio, de pie, con las manos apretadas tras la espalda, sentía una oleada de frustración que le quemaba las entrañas, un ardor que llegaba hasta sus ojos. La sangre, agria y amarga, le subía a la garganta. Su tic nervioso, un leve temblor en su mandíbula que se acentuaba bajo estrés, se hizo más pronunciado. Luego, sus dedos, largos y huesudos, empezaron a tamborilear contra el muslo, un ritmo silencioso de impaciencia y rabia contenida. "¿Esperar, Cneo? ¿Mientras César consolida su posición?. Cada día que retrasamos, sus speculatores ganan terreno, sus legiones se fortalecen. No debemos subestimar la velocidad y la audacia del conquistador de las Galias. Él es como un rayo. ¡Debemos atacar ahora, en el mar y en tierra!. Su ejército está aislado, sí, pero no derrotado. La única manera de asegurar nuestra victoria es destruyéndolos antes de que se recuperen." Su voz, afilada como una gladius –espada corta romana–, cortó el aire. "¿Acaso no hemos aprendido que la fortuna favorece a los audaces?".



Los senadores presentes, con sus togas arrugadas por el viaje y el sudor, intercambiaron miradas inquietas. Tito Labieno, el antiguo lugarteniente de César que ahora servía a Pompeyo, gruñó en apoyo de Casio, su rostro curtido reflejando una convicción forjada en años de campaña. "César es peligroso en la inacción, Pompeyo. Lo conozco bien. Si le damos tiempo, encontrará un camino. Debemos golpear con fuerza y rapidez." Labieno, que había sido el legatus más eficaz de César en la Galia, conocía la mente de su antiguo general mejor que nadie; su cambio de bando no había sido por lealtad a Pompeyo, sino por un profundo resentimiento hacia la creciente ambición de César que veía como una traición imperdonable a la República.



Luego, el cónsul Léntulo Crus, un hombre corpulento y de rostro enrojecido por el vino, se atrevió a interponerse, su voz untuosa y resonante como un barril vacío. "¡Paciencia, Cayo!. El destino está de nuestro lado. César se agotará. Nuestros optimates de Roma nos lo han implorado. Temen una derrota que acabe con todo, que destruya lo poco que queda de la vieja Roma. Ellos, que huyeron de la urbe con las ropas rasgadas y el pavor en el alma, no están dispuestos a apostar la poca esperanza que nos queda en una batalla sangrienta. La estrategia prudente es la única que ven factible. Nuestra superioridad es abrumadora. Si esperamos, los cesarianos se rendirán por el hambre. ¿Por qué arriesgar todo en una batalla incierta?. La República ha sufrido bastante." Las palabras de Léntulo Crus resonaban con el miedo de muchos senadores que, acostumbrados a la vida muelle en Roma, sentían pavor ante la inminente y decisiva batalla campal. Para ellos, cualquier acción audaz era un riesgo inaceptable para la estabilidad que buscaban desesperadamente restaurar, aunque esa estabilidad fuera una quimera. El fantasma de Farsalia planeaba ya sobre sus cabezas, aunque entonces no lo sabían.



Pero Pompeyo alzó una mano, su gesto un manto de prudencia que sofocaba el ímpetu de sus generales. La sombra de la victoria perfecta en sus campañas orientales se proyectaba sobre él, un velo que lo cegaba. "Paciencia, Casio. La paciencia es la madre de la victoria. Nuestros recursos son mayores. Las provisiones de César son escasas. Dejemos que la necesidad haga el trabajo por nosotros. Forzar una batalla campal ahora es arriesgarnos innecesariamente. La estrategia de desgaste es la más segura. La victoria será nuestra sin derramar tanta sangre romana. Como dijo Escipión, Non est victoria nisi quae paritur bello. No hay victoria si no se consigue con la guerra, pero yo añado: sin una guerra que nos devore por dentro." Sus ojos, cansados, parecían ver más allá del combate inminente, hacia las repercusiones políticas de una victoria pírrica, un fantasma que lo acosaba incluso más que el propio César.



Casio salió de la tienda, el aire frío de la noche golpeando su rostro, un alivio helado para la furia que lo consumía, una bofetada helada. Bajo las estrellas, con el murmullo del mar al fondo, sintió el peso de la indecisión de Pompeyo como una cadena que le ataba los tobillos. El tic nervioso en su mandíbula se acentuó, sus dedos volvieron a tamborilear rítmicamente contra el muslo. "Es un león viejo," pensó, "que ha olvidado cómo rugir." Casio sintió que la cúspide de la fortuna de Pompeyo, incluso si vencía, ya se había alcanzado, y que su declive era inevitable si persistía en esa ceguera. Casio sabía que Pompeyo tenía nueve legiones, 45.000 hombres, y una caballería de 7.000 equites –jinetes–, una fuerza que superaba con creces a la de César. Pero la vacilación del general, presionado por senadores optimates que temían más a la derrota que a la inacción, estaba erosionando su ventaja. Casio, cuya mente trabajaba como un engranaje incansable, planeaba ataques audaces: un asalto nocturno a los puertos cesarianos, una emboscada a las naves de Marco Antonio. Pero Pompeyo, temeroso de arriesgar su flota, rechazaba cada propuesta. "No podemos perder el Adriático", insistía, y Casio, apretando los dientes hasta que las muelas le dolieron, se preguntaba si la verdadera pérdida no era ya la voluntad de luchar, si no era la misma esencia de la República la que se disolvía en la indecisión de su líder.



DIRRAQUIO Y FARSALIA: EL NADIR DE LA CAUSA REPUBLICANA

La Batalla de Dirraquio, en julio de 48 a.C., fue un reflejo de estas tensiones, una victoria pírrica que sellaría el destino. César, con su audacia característica, había cruzado el Adriático en pleno invierno, desafiando a los dioses y al mar, desembarcando en Epiro con solo siete legiones, unas 25.000 almas. Pompeyo, con su campamento atrincherado en una colina rocosa llamada Petra, tenía el mar a su espalda y una posición que consideraba inexpugnable. César, en un movimiento tan temerario como brillante, ordenó construir una gigantesca circunvalación para aislar a Pompeyo, cortando su acceso a agua y forraje, asfixiándolo lentamente. Casio, desde el mar, patrullaba las costas, asegurándose de que los suministros, aunque escasos, llegaran a las naves pompeyanas. La situación de César se volvió precaria, sus tropas sufrían de hambre y escasez, lo que le llevó a exclamar: "No son estos hombres bien alimentados y con pelo largo los que temo, sino el pálido y el hambriento." Estas palabras, si bien dirigidas a sus propias tropas, resonaban con la comprensión de que la desesperación de sus enemigos podía ser un arma terrible.



Un legionario pompeyano, de nombre Lucio, con la tierra reseca en la boca y el sol implacable en los ojos, había sentido el miedo roerle las entrañas durante semanas, mientras observaba a los cesarianos trabajar como hormigas incansables en sus obras de asedio. El pan escaseaba, el agua era racionada y las esperanzas se diluían con cada día. Pero entonces, la noche se rasgó con gritos y el siseo de las flechas. Dos auxiliares galos habían desertado al bando de Pompeyo, revelando un punto débil en las fortificaciones de César. Pompeyo, presionado por sus generales, lanzó un ataque sorpresa. Lucio, en la primera línea, sintió la adrenalina recorrerle las venas mientras sus contubernium de ocho legionarios se abría paso entre las empalizadas enemigas. La confusión era el rey en aquella oscuridad: el choque de escudos, el jadeo de los hombres, los gritos de dolor, el olor metálico de la sangre. Vio a camaradas caer, pero también vio a los cesarianos retroceder, sus rostros desfigurados por el pánico. Casio, desde el mar, apoyó el asalto con una lluvia de proyectiles desde sus balistas y naves preparadas para el abordaje, una sinfonía de destrucción que completaba el caos. La victoria fue suya, el campamento de César casi cae, y sus legiones sufrieron un golpe devastador. Lucio sintió un éxtasis breve, el triunfo tan cercano que casi podía saborearlo. Pero la orden de alto llegó, incomprensible, exasperante. Pompeyo, una vez más, se negó a perseguir al enemigo derrotado. El centurión Esceva, famoso por su valentía en esta batalla, sería un ejemplo para los legionarios de César, mientras que Pompeyo, el "Agamenón" de sus aliados por su reticencia a la acción decisiva, dejó escapar la victoria total. La frustración de Lucio y sus compañeros era un nudo en el estómago, un sabor amargo a oportunidad perdida. "¿Por qué, por todos los dioses, por qué no acabamos con ellos?", murmuraban entre la tropa, la moral mermada por la indecisión de su propio general. La creencia en la invencibilidad de Pompeyo, cultivada durante años, comenzó a agrietarse.



"No arriesgaré más hombres," dijo Pompeyo, su voz monótona, a pesar de las súplicas de sus generales y senadores más belicosos, como Léntulo Crus y Domicio Ahenobarbo, que clamaban por la aniquilación total de las fuerzas de César. "La victoria ya es nuestra. Han huido. Los hemos quebrado. Es suficiente. No vale la pena correr más riesgos. Sat est. Ya es suficiente. La prudencia es la clave." Los rostros de Casio y Labieno se contorsionaron de frustración, sus puños apretados. Pompeyo, anclado en su pasado de triunfos calculados, incapaz de entender la naturaleza cambiante de la guerra y la audacia implacable de su adversario, temía más una derrota que empañara su legendaria carrera que el triunfo incompleto. Su mirada, a menudo perdida en alguna visión distante, reflejaba el peso de su propio legado, una jaula dorada que lo paralizaba. La sombra de su gloria pasada era su mayor grillete.



Y Casio, con los puños cerrados hasta que los nudillos se pusieron blancos, sintió que la oportunidad se deslizaba como arena entre sus dedos. El tic nervioso en su mandíbula, apenas perceptible en momentos de calma, ahora se acentuaba, haciéndole apretar la mandíbula hasta que los músculos le dolían. Sus dedos, largos y delgados, tamborileaban sin cesar contra la mesa o el cuero de su cinto, un repiqueteo silencioso de la furia contenida. Esta indecisión, este exceso de cautela de Pompeyo, condenaría a la causa republicana. "César es un zorro que no se caza con la paciencia de un león", pensó Casio, la amargura recorriendo su garganta como bilis. Casio, con amargura, comprendió que la verdadera fuerza no es la que se espera, sino la que se exige a sí misma, y que la de Pompeyo estaba cediendo, corroída por el miedo a la imperfección.



El desastre, prefigurado por aquella indecisión, llegó en Farsalia, el 9 de agosto de 48 a.C. En la llanura de Tesalia, bajo un sol abrasador que cocía la tierra, las legiones de Pompeyo, 45.000 hombres, se enfrentaron a las 22.000 de César. El campo era un inmenso tablero de ajedrez donde las piezas se moverían hasta la muerte. Casio, al mando de un ala de la caballería, observó el campo de batalla con un nudo de ansiedad y fatalismo en el estómago. Los estandartes romanos, con sus águilas de bronce, ondeaban en ambos bandos, un recordatorio cruel de que esta era una guerra entre hermanos, una guerra que desgarraba no solo a Roma, sino a cada familia, a cada alma que aún creía en la República. El polvo se levantaba en remolinos, ocultando por momentos el horizonte, un presagio de la confusión y la matanza que se avecinaba, el sabor a tierra seca y muerte en la boca.



La noche anterior a la batalla, Casio había tenido un sueño inquietante, un tormento recurrente que le robaba el aliento y lo dejaba con el sabor del óxido en la lengua. En él, veía el Foro de Roma cubierto de cadáveres, y entre ellos, un árbol gigantesco, retorcido y venerable, con un tronco tan ancho como una casa. Él, con un hacha, intentaba derribarlo con todas sus fuerzas, golpeando una y otra vez, pero el árbol no caía. Sus raíces parecían aferrarse a la misma entraña de Roma. En cambio, su copa se extendía, cubriendo la ciudad con una sombra ominosa, una oscuridad tan densa que lo ahogaba, impidiéndole respirar. En el momento, Casio lo había interpretado como un presagio de la futilidad de su lucha contra la fuerza inquebrantable de César, contra la "suerte que tiene un gran poder en varios asuntos, especialmente en la guerra". El árbol, con su sombra asfixiante, era César mismo, el coloso que se negaba a caer, o quizás la propia República, tan antigua y arraigada, pero que paradójicamente se volvía una prisión bajo esa figura. Después de la derrota, el sueño se reinterpretaría con una amargura aún mayor: la inutilidad de sus esfuerzos, no solo para derribar a César, sino para salvar una República que, como el árbol, se había vuelto una sombra sofocante. Su insomnio era su peor enemigo, alimentando su desesperación.



Pompeyo, presionado por sus aliados senatoriales que clamaban por el fin de la guerra y la restauración de su posición, había abandonado su estrategia de desgaste y aceptado la batalla campal, una decisión forzada por el agotamiento de su paciencia política. Su plan era simple: usar su superioridad numérica en caballería, liderada por Labieno, para flanquear a César. Pero César, siempre un paso adelante, había escondido una cuarta línea de infantería, una trampa mortal. Cuando la caballería de Pompeyo cargó, las cohortes de César emergieron de su ocultamiento, sus lanzas destrozando a los equites. Casio, desde su posición, vio cómo sus hombres caían, sus gritos ahogados por el polvo. Los caballos, heridos de muerte, relinchaban de agonía mientras sus jinetes eran derribados y pisoteados. La línea pompeyana se derrumbó, y Pompeyo, presa del pánico y el deshonor, huyó del campo, disfrazado como un plebeyo, abandonando a su ejército a su suerte. El campo de Farsalia se convirtió en un matadero, un altar de la República. El centurión Cayo Crastino, uno de los más valientes de César, encontraría allí su fin, un recordatorio de que incluso el vencedor pagaba un precio sangriento.



Casio, con un puñado de sobrevivientes, los rostros cubiertos de hollín y desesperación, escapó al Helesponto. El viaje fue una agonía de días y noches, un reguero de fatiga y desesperación que se les pegaba a los huesos. Cabalgaron sin descanso, esquivando patrullas cesarianas. El hambre y la sed se aferraban a ellos como parásitos, devorando sus últimas fuerzas. Los caballos caían exhaustos, sus flancos espumosos, abandonados con un gemido de lástima. Los hombres, algunos heridos de gravedad, otros simplemente quebrados por la derrota que les había robado el alma, se arrastraban, susurraban oraciones a dioses que parecían haberlos abandonado, la ropa pegada al cuerpo por el sudor y el polvo. "No podemos más, mi señor," resolló un joven contubernalis con la voz rota por la sed, suplicando un descanso que no podían permitirse. Casio lo miró, sus propios ojos inyectados en sangre, y solo asintió, su propio tic nervioso marcando un ritmo frenético en su mandíbula. Cada mirada de sus hombres era un reproche silencioso, una pregunta sobre el futuro incierto, un eco de la derrota que los perseguía. La esperanza de unirse al rey Farnaces II del Ponto ardía como una brasa en su pecho, una última oportunidad de continuar la lucha en Oriente, por pequeña que fuera. Incluso consideró la posibilidad de unirse a los últimos restos de la resistencia pompeyana en África, bajo Catón el Joven, pero el mar y el destino se interpusieron, barreras infranqueables. Había enviado mensajes a Farnaces, ofreciéndole su experiencia militar y los restos de su flota a cambio de un refugio y una base para la contraofensiva republicana. Farnaces, siempre oportunista, había respondido con ambigüedad, sopesando los riesgos y el peso de César. Pero el destino, cruel y caprichoso, tenía otros planes.



En el estrecho, bajo un cielo gris como el plomo, las naves de César, lideradas por el propio dictador, lo interceptaron. El Libertas, el quinquerreme insignia de Casio, fue rodeado. Casio, en la cubierta de su trirreme, con la túnica rasgada y el rostro cubierto de hollín, sintió el peso de la derrota, la fatalidad de la clemencia que se avecinaba. El mar, que había sido su aliado y su campo de batalla, se había convertido en su prisión. No había escapatoria.



EL ABRAZO DEL TIGRE: CLEMENCIA EN FARSALIA

La rendición tuvo lugar en una playa pedregosa, con las olas rompiendo contra las rocas en un sonido monótono que se sentía como el eco del fin. César, alto y enjuto, con su rostro curtido por las campañas, descendió de su nave, su capa roja ondeando al viento, un color que solo él, con su autoridad innata, podía portar sin parecer pretencioso. Sus ojos, fríos como el mármol de una estatua antigua, se clavaron en Casio. Para César, este acto de clemencia no era una muestra de debilidad, sino la más poderosa de sus armas. Sabía que la espada solo podía matar a un hombre, pero la piedad podía esclavizar su espíritu. "Han de saber que la vida depende de mi voluntad," había reflexionado César en su mente, mientras observaba al derrotado Casio. "No busco solo la victoria en el campo de batalla, sino la sumisión de las mentes. Quebrar la voluntad de mis enemigos con una cadena de deuda, eso es más duradero que cualquier conquista territorial. No quiero mártires, quiero aliados humillados que testifiquen mi magnanimidad. Es pragmatismo, sí, pero también es la única forma de reconstruir una Roma unida, aunque sea bajo mi único mando. La reconciliación, bajo mis términos, no es menos que otra forma de victoria."



"Cayo Casio Longino," dijo César, su voz calmada pero cargada de una autoridad inquebrantable, un tono que no denotaba ni el triunfo arrogante ni la piedad falsa, sino una calculada magnanimidad que se sentía más fría que la propia muerte. "Has luchado bien, pero la causa de Pompeyo está perdida, como un barco sin velas en medio de la tormenta. Únete a mí, y Roma te perdonará. He perdonado a muchos otros, senadores de mayor renombre que tú, y han encontrado su lugar a mi lado. Tu valor es innegable, Casio; lo he visto en tus acciones. Sería una lástima que Roma lo perdiera por una causa ya muerta, por un ideal marchito. Melius est semel confringi quam semper in metu vivere. Es mejor sufrir la humillación una vez que estar en un sufrimiento perpetuo." La célebre clemencia de César era legendaria, un arma política tan potente como sus legiones, diseñada no solo para someter, sino para humillar, para forjar una deuda impagable. Pero Casio la sintió como un veneno dulce, una cadena forjada con la vergüenza, más pesada que el hierro de cualquier grillete.



Casio, de rodillas sobre la playa pedregosa, con la espada de un centurión en la nuca, sintió una oleada de humillación que lo abrasaba por dentro, un fuego que le secaba la garganta. ¿Perdonarme?, pensó, la pregunta resonando en su mente como un eco amargo. ¿Como si fuera un perro al que se le tira un hueso, una bestia domesticada con un trozo de carne?. ¿Como si mi lealtad inquebrantable a la República fuera un mero error a expiar, una debilidad a corregir, y no la más alta de las virtudes?. "Esta clemencia no es un acto de nobleza, sino una cadena," se dijo, el pensamiento taladrándole el cerebro. Una cadena más fuerte que el hierro, porque ata el honor y la voluntad, sofocando el espíritu. "Me está obligando a vivir, a existir bajo su sombra, para que su triunfo parezca más completo, más absoluto." Su mente, siempre calculadora y fría, pesó sus opciones con la rapidez de un gladiador en la arena. Morir allí, en una playa olvidada del Helesponto, con el honor intacto, o vivir para luchar otro día, esperando la oportunidad, aunque fuera incierta. La clemencia de César era un arma de doble filo: concedía vida, pero exigía una sumisión que era, para el alma de Casio, una forma de muerte. Era la cadena más fuerte, forjada no de hierro, sino de la vergüenza y el deber de un futuro no deseado, la imposición de una nueva lealtad sobre las cenizas humeantes de la vieja. Su disonancia cognitiva, el conflicto desgarrador entre su deber republicano y el honor herido, lo desgarraba por dentro, visible en el ligero temblor de su mandíbula.



"Acepto tu clemencia, César," dijo, su voz un gruñido bajo, apenas audible por encima del romper de las olas, pero sus ojos ardían con un fuego oscuro que no se apagaría, una promesa de venganza que solo él comprendía. "No te perdono, César," pensó Casio, la verdad grabada a fuego en su corazón, "solo acepto mi destino por ahora. Este perdón es una deuda, la más amarga de las deudas, y las deudas, un día, se pagan. El tiempo, y solo el tiempo, dirá."



César, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, una máscara de benevolencia que apenas ocultaba la astucia del lobo, lo nombró legatus, enviándolo a la guerra  contra Farnaces II, rey del Ponto, después de llegar a Egipto, encontrar la cabeza cortada de Pompeyo, y mantener una breve relación con la reina Cleopatra ( puesta por el propio César) para garantizarse el suministro del trigo egipcio hacia Roma. Mejor dicho, mientras César estaba en Egipto, Cayo Casio Longino libraba una guerra de guerrillas contra el Rey Farnaces II, hasta que dentro de unos meses el propio Cayo Julio César se dirigiría al Ponto para encontrarse con Casio en su condición de legado suyo, derrotar de una vez por todas a Farnaces, para luego regresar a Roma donde Cayo Julio César tenía nuevos planes para Casio. Era la ironía más cruel, la burla más sutil. Casio, el hombre que había intentado aliarse con Farnaces en un último intento por resistir, ahora era enviado a luchar contra él bajo la égida de su conquistador. Era una forma brillante y perversa de César de mantener a un enemigo peligroso cerca, bajo su supervisión constante, y al mismo tiempo utilizar su indudable talento militar: un tigre con collar, sí, pero un tigre que aún podía arrancar gargantas por su nuevo amo. Casio lo sintió como si le hubieran puesto una mordaza de oro.



En las noches que siguieron, en las cubiertas de las naves cesarianas, bajo la luz de la luna que se burlaba de su tormento, Casio no podía dormir. El mar, oscuro y agitado, reflejaba la tempestad que bullía en su interior. Había defendido la República, había sangrado por ella en Carras y en Farsalia, y ahora servía al hombre que la estaba destruyendo, al hombre que encarnaba todo lo que él detestaba. Cada orden de César, cada mirada condescendiente de sus legionarios, era un recordatorio constante de su derrota, una herida abierta que no cicatrizaba. Su insomnio era una tortura, una agonía diaria que lo consumía, y a menudo se descubría frotándose la mandíbula con el pulgar, o tamborileando los dedos sobre cualquier superficie, pequeños tics nerviosos que delataban la angustia que lo roía por dentro. En la privacidad de su camarote, iluminado por una lámpara de aceite humeante, escribió en un pergamino con una pluma temblorosa: "La clemencia de César es una cadena, no una salvación. Una prisión con muros invisibles. Roma no será libre mientras él respire." Su resentimiento, alimentado por la humillación de Farsalia y la arrogancia silenciosa y omnipresente de César, crecía como una tormenta que acumulaba fuerza en la lejanía. Sabía que su lealtad a la República no había muerto, solo esperaba, oculta, como una daga en la oscuridad, el momento propicio para desenvainarse y liberar a Roma, y con ella, su propio espíritu. La paradoja de su misión, la necesidad de luchar contra Farnaces, con quien había compartido esperanzas, se manifestaba en cada sombra, en cada pensamiento. No hubo un encuentro directo, pero los mensajes y los rumores entre las líneas, a través de desertores o espías, seguramente llegaron a Farnaces: "Casio, el republicano, lucha ahora bajo el águila de César." Una cruel ironía que Casio sentía en cada fibra de su ser, un recordatorio constante de su humillación.



CARTA DE CAYO CASIO LONGINO A SU ESPOSA JUNIA TERCIA, TRAS SER PERDONADO POR CÉSAR Y SER NOMBRADO SU LEGADO

Mi querida Junia,

Las palabras se me atragantan en la garganta, pesadas como las piedras de una tumba, pero debo escribirlas. Hemos perdido. La República, esa dama venerable por la que hemos derramado sangre y sueños, yació muerta en los campos empapados de Farsalia, su aliento exhalado bajo el sol de agosto. El olor a polvo, sudor y derrota aún impregna mi toga. Y Pompeyo, nuestro Magnus, el general en quien depositamos nuestra última esperanza, huyó. Huyó, Junia, como un cobarde, dejando a sus legiones a merced del vencedor. La imagen de su espalda desvaneciéndose en el horizonte, mientras el campo se teñía de rojo con la sangre de los nuestros, es una herida que jamás cicatrizará en mi alma. Aún puedo escuchar los gritos de los moribundos, el relinchar de los caballos, el clamor de la caballería de César destrozando la nuestra.



Fui capturado. Me vi a mí mismo, con el rostro cubierto de polvo y el sabor metálico del miedo en la boca, esperando la espada de un centurión cesariano, un final digno para un soldado de Roma que había luchado por la libertad. Anhelaba el golpe certero, la oscuridad que me liberaría de esta pesadilla y de la humillación. En su lugar, recibí algo mucho peor, un tormento más cruel que mil muertes: la clemencia de César. Me perdonó la vida, Junia. No por piedad, no por un atisbo de nobleza en su alma. ¡No!. Es para humillarme, para atarme a él con una cadena invisible de gratitud que me ahoga, que me asfixia con cada aliento. Siento un tic en la mandíbula, Junia, un latido furioso que me acompaña desde entonces, un recordatorio constante de mi impotencia. Ahora soy su legatus, su lugarteniente, un trofeo viviente de su victoria que exhibirá con calculada magnanimidad en su campaña en el Ponto. Me obliga a servir al hombre que ha destruido todo lo que amamos, a aquel que ha pisoteado la República bajo sus botas de conquistador. Cada vez que su mirada de mármol se posa en mí, siento el peso de su "perdón" como una losa, una humillación que me consume por dentro, quemando mi espíritu.



He visto a Bruto. También él ha aceptado su perdón, su rostro una máscara de vergüenza y rabia impotente, la misma que me carcome a mí. Pero en sus ojos, aún veo la sombra de la esperanza, la ingenua creencia de que aún puede encontrar nobleza en el tirano, que César puede ser reformado, que Roma puede ser salvada a través de él. ¡Qué ciego es!. Él cree en el deber cívico, en la transformación. Yo no. Yo solo veo al hombre que debemos destruir, al tirano que ha usurpado el poder y ha convertido a Roma en su propiedad personal, una sanguijuela que chupa la vida de lo que queda de la República. La clemencia de César no es una salvación, Junia, es una cadena. Y Roma no será libre mientras él respire. Mis dedos no paran de tamborilear, ¿lo sabes?. Contra la mesa, contra mi pierna… un ritmo incesante, como el latido de un corazón herido.



Cicerón, ese orador de lengua afilada y corazón pusilánime, también fue perdonado. Lo vi, tembloroso, esperando su destino al lado de Bruto. Qué espectáculo tan patético. Mientras tanto, los verdaderos republicanos, aquellos que aún tienen la sangre de la libertad corriendo por sus venas, han huido. El inflexible Catón, con su estoicismo inquebrantable, y el valiente Escipión, se han dirigido a África, buscando refugio con el rey Juba de Numidia, desde donde, espero, prepararán la resistencia republicana. Y el joven Cneo Pompeyo, el hijo de nuestro general, ha partido hacia Hispania, con la esperanza de organizar la resistencia de la causa de su padre, de levantar de nuevo el estandarte de la libertad en las provincias occidentales. La llama de la República no se ha extinguido del todo, Junia, solo se ha dispersado, esperando el momento de arder de nuevo.



Mientras tanto, César, con la astucia de una serpiente, me ha encomendado una guerra de desgaste contra el rey Farnaces II del Ponto, el mismo rey con el que yo había esperado aliarme para continuar la lucha. ¡La ironía es cruel, Junia!. Siento el hedor a mar y a frustración en cada momento. Me ha nombrado su legatus, aprovechando mis talentos y mi experiencia militar para sus propios fines. Me obliga a luchar por él, a consolidar su poder en Oriente, mientras mi alma grita por la libertad. Después de esto, él se fue a Egipto, adonde había huido Pompeyo, buscando el golpe final contra su rival. Y esos depravados egipcios, en su mezquindad y su afán de congraciarse con el vencedor, le entregaron la cabeza de Pompeyo. ¡La cabeza de nuestro general, Junia!. Un hombre que, con todos sus defectos, fue el último baluarte de la República. Egipto, ese nido de intrigas y depravación, está en guerra civil, y César, con su ambición desmedida, trata de poner a Cleopatra en el trono, una reina extranjera, una mujer que, según dicen, es tan astuta como hermosa, porque, según él, "servirá bien a los intereses de Roma". ¡Los intereses de Roma, o los suyos propios, Junia!. Él solo ve el poder, la gloria personal, mientras la República se desangra. Mi mandíbula se aprieta cada vez que pienso en ello, hasta que duele. César lloró cuando vio la cabeza cortada de Pompeyo; era la primera vez que lo veía llorar, pero al mismo tiempo se mostró muy disgustado con Ptolomeo XIII, que era el que ocupaba el trono de Egipto en aquellos momentos de guerra civil contra su propia hermana Cleopatra.



No sé cuándo volveré a verte, mi amor. Mi vida ya no me pertenece, mis días están marcados por la voluntad de un tirano. Pero juro por el alma de nuestros antepasados, por la sangre de los Brutos y los Longinos que corren por nuestras venas, que esta deuda será pagada. Aunque tenga que hacerlo con mi propia sangre, aunque tenga que sacrificarlo todo. La libertad de Roma lo exige. Siento mis dedos hormiguear con la impaciencia, deseando el momento de actuar.



Cuéntame, mi Junia, ¿cómo estás? ¿Cómo están las cosas en Roma, en nuestra casa, en el Foro?. ¿Te trata bien Marco Antonio, el Magister Equitum de César? ¿Qué tal ejerce su poder, ese hombre ruidoso, ambicioso y dado a los placeres?. ¿Qué hace Servilia, tu madre, mi suegra?. ¿Se ha enterado de que su hijo, nuestro Bruto, ha sido perdonado por César?. ¿Cómo ha reaccionado a esta nueva realidad, ella, que tanto influye en su amante César?. Espero pronto tus noticias, tus palabras son el único consuelo en esta oscuridad que me rodea. Escribe con la verdad, sin adornos, como siempre lo haces.



Te quiero, Junia, más allá de las derrotas y las humillaciones, más allá de la distancia y la desesperación. Eres mi ancla en este mar tempestuoso.

Tuyo, con el corazón encadenado pero el espíritu indomable, Cayo.



RESPUESTA DE LA ESPOSA DE CAYO CASIO LONGINO

Mi amado Cayo,

Tu carta ha llegado a mis manos, empapada no de la sal del mar, sino de la amargura de tu espíritu. Cada palabra que has trazado es una espina que se clava en mi corazón, y puedo sentir la desesperación que te consume, el yugo invisible que te han impuesto. Te leo y mi propia mandíbula se tensa con tu dolor, y me sorprendo tamborileando los dedos contra la mesa, como si pudiera liberar tu propia angustia a través de los míos.



Pero no, mi Cayo, no te dejes arrastrar por esa oscuridad. Por los dioses del Olimpo y por el espíritu de nuestros antepasados, te ruego que no permitas que la desesperación te deprima. Sé que el peso de la humillación es abrumador, que la clemencia de César se siente como una cadena más cruel que el hierro, y que la visión de nuestro Magnus huyendo te ha herido en lo más profundo. Lloro contigo la muerte de la República en Farsalia, ese día infame. Pero la República no yace muerta, Cayo; solo está herida y dispersa, como las semillas que caen al suelo para germinar con más fuerza en la próxima primavera.



Cada noche, al encender mi lámpara de aceite, elevo plegarias a Júpiter y a la Magna Mater por tu fuerza, por tu tenacidad, por esa chispa indomable que siempre ha ardido en tu alma. Ruego que no se apague. ¿Crees que no entiendo tu tormento?. Lo comparto. Sé lo que significa ver a Roma doblegada, pero también sé que la verdadera derrota solo llega cuando uno abandona la esperanza y se rinde al desánimo.



Las cosas en Roma... ah, mi Cayo, son tan complejas como el laberinto de Creta. Marco Antonio, el Magister Equitum, ejerce su poder con la mano pesada de un hombre que se sabe invencible. No me atiende mal, no; la cortesía forzada de los vencedores es tan hiriente como cualquier bofetada. Su séquito es ruidoso, sus fiestas extravagantes y su autoridad omnipresente. El Foro resuena con sus edictos y sus alardes, y la gente, asustada, se pliega a la nueva realidad. La ciudad respira un aire de expectación y temor, una calma tensa que precede a una tormenta que nadie sabe cuándo o cómo estallará. Él es el martillo de César en Roma, un martillo que golpea sin piedad, pero que también puede ser usado para nuestros fines si se le observa con astucia.



Servilia, mi madre, tu suegra, ha recibido la noticia del perdón de Bruto con su habitual frialdad. Su rostro de matrona romana no traiciona emoción alguna, pero conozco bien su mente aguda. Para ella, el perdón de César a su hijo es una mezcla de alivio por su seguridad y una sutil vergüenza por la capitulación. No se ha pronunciado abiertamente, pero sé que su ambición por Bruto es tan grande como su desprecio por los perdedores. Ella siempre encuentra la forma de moverse en las sombras del poder, sea quien sea el que ocupe el trono. Te aseguro que Bruto está bien, aunque su espíritu, como bien dices, aún lucha por encontrar un camino en esta nueva realidad. Él busca el honor en el servicio, tú en la resistencia. Ambos sois fieles a Roma, cada uno a su manera.



No permitas que César gane tu espíritu, Cayo. Que tu humillación sea el fuego que forje tu determinación, no el agua que apague tu valor. Aprovecha cada momento, cada oportunidad que te brinde en Oriente. Si él te valora por tus talentos, úsalos en su contra. Que tu mente calculadora, esa que siempre ha sido tu mayor arma, trabaje sin cesar, observando, analizando, buscando la fisura en su armadura. Los Catones y Escipiones en África, el joven Pompeyo en Hispania, son la prueba de que la República aún respira.



Sé fuerte, mi Cayo. Por Roma, por nuestra casa, por nuestro futuro. Te necesito a mi lado, y Roma te necesita. No te desesperes.

Mis palabras son un abrazo a través de la distancia, un recordatorio de que no estás solo.

Te amo, Cayo, más allá de la derrota y las humillaciones, más allá de la distancia y la desesperación. Eres mi ancla en este mar tempestuoso.

Tuya, con el corazón en vela y la esperanza intacta, Junia.




CAPÍTULO 6: EL GENERAL DE CÉSAR

En el ardiente verano del 47 a.C., el Ponto, esa tierra salvaje donde el mundo conocido se desdibujaba en un horizonte brumoso, se alzaba no solo como un desafío a la incesante ambición romana, sino como una pieza crucial en el sangriento ajedrez con el que Julio César, desde su distante y casi divino trono en Alejandría, reordenaba el orbe conocido a su imagen y semejanza. Cada pino, cada valle, cada gota de sangre derramada en este confín olvidado, era un clavo más en el ataúd de la venerable República, un ladrillo oscuro en el altar del nuevo amo de Roma. Las colinas se alzaban, recubiertas por la piel áspera de los pinos y la densa musculatura de los robles, proyectando largas sombras que parecían conspirar contra los intrusos. Los valles, estrechos y silenciosos, eran surcados por ríos que serpenteaban como venas de plata, llevando el frío del deshielo. El aire, denso y pesado, olía a resina fresca y tierra húmeda, mezclado con el humo acre de los campamentos, las fogatas nocturnas y el hedor punzante de los cuerpos sudorosos de los soldados. El cielo, de un azul implacable durante el día, se tornaba púrpura al atardecer, salpicado de estrellas que parecían observar en silencio el drama humano que se desplegaba bajo ellas, indiferentes a la caída de imperios y la esclavitud de los hombres libres. Aquí, en este rincón remoto, Cayo Casio Longino, un hombre de rostro afilado como una hoja y ojos que ardían con un fuego contenido, marchaba bajo el estandarte de Julio César, el patricio al que había jurado destruir.



Casio, a sus treinta y cinco años, era un veterano curtido por las arenas traicioneras de Siria y las tormentas implacables del Adriático. Su cuerpo, enjuto pero fuerte, llevaba las cicatrices de Carras y Farsalia, batallas que habían moldeado su alma tanto como su carne. Su túnica, de un blanco desvaído por el polvo incesante del camino, estaba bordeada con la franja púrpura de su rango, pero su porte no era el de un legatus complaciente. Era un Longino, heredero de una estirpe que había forjado Roma con sangre y acero, y en su corazón ardía un ideal inquebrantable: la República, con su Senado venerable y sus leyes inmutables, libre del yugo de un solo hombre, de cualquier tirano. Desde joven, había escuchado a su padre y a sus tíos recitar los discursos de Catón el Viejo contra la tiranía, y había bebido de la fuente de la res publica como de un elixir vital, el aire que respiraba. La clemencia de César en el Helesponto, aquella burla disfrazada de piedad, había sido una cadena más pesada que cualquier derrota, una herida que sangraba en silencio. Cada paso junto al dictador era un recordatorio constante de su humillación, un veneno lento que le corroía el alma.



"¡Libertad!", pensaba Casio, y la palabra le sabía a ceniza en la boca. Su memoria, un lienzo desgarrado, le mostraba los días en que cabalgaba libre por la campiña romana, discutiendo filosofía con Bruto, o planeando estrategias en el Senado, un patricio entre iguales. ¿Y ahora?. Ahora era la sombra de un conquistador, un perro de presa con collar de oro, obligado a cumplir las órdenes de aquel que había aniquilado el mismo espíritu por el que él había luchado. Cada vez que César le daba una instrucción, o incluso cuando su mirada se cruzaba con la suya, Casio sentía el ardor de una bofetada invisible. Era el peso del "perdón" que le aplastaba el pecho, una deuda impagable que lo ahogaba, una mordaza forjada no de metal, sino de su propio honor herido. "Fui un hombre libre," se decía a sí mismo, su tic nervioso en la mandíbula acentuándose hasta dolerle, un músculo que vibraba con la furia contenida. "Un pretor, un comandante respetado, un defensor de Roma. Ahora soy un instrumento, una herramienta en la mano del hombre que ha reducido a la loba a una perra sumisa." La rabia era un fuego lento en sus entrañas, alimentada por la imagen de su derrota en Farsalia, de Pompeyo huyendo, de la República exangüe. La humillación era una cicatriz que no podía ocultar, y el deseo de venganza, un hacha afilada esperando su momento. Pocos conocían al hombre detrás de esa mirada impenetrable, al patricio que en su villa de Tívoli, a unos pocos kilómetros de Roma, disfrutaba de la lectura de los grandes poetas griegos y la discusión filosófica con sus amigos sobre la virtud y el poder, sobre el equilibrio y la justicia. Pero en campaña, Casio era pura voluntad férrea, un reflejo de su convicción inquebrantable, una estatua de hierro forjada en el resentimiento. A veces, en las noches solitarias, cuando el campamento dormía y solo el crepitar lejano de las hogueras rompía el silencio, la imagen del tacto suave de su esposa, Junia Tercia, y el brillo de los ojos inocentes de sus hijos, irrumpían como un consuelo fugaz, una ráfaga de aire puro en el hedor de su servidumbre. Pero esos momentos de tregua se disipaban con el alba y la cruda realidad de su condena. La guerra era su amante cruel, y la política, su cadalso.



EL ENCUENTRO EN LA TIENDA DE MANDO: ERRORES DEL PASADO

La noche anterior al asalto a Zela, la tensión era un manto pesado sobre el campamento romano, tan denso que casi se podía cortar con el gladius. Los hombres, agotados por la marcha, afilaban sus espadas cortas bajo la luz parpadeante de las fogatas, sabiendo que el alba traería la sangre y la muerte. Casio se había retirado a su tienda, no para dormir, sino para repasar mapas, sus dedos trazando las líneas caprichosas del terreno enemigo, intentando desentrañar la mente de Farnaces, el rey póntico que se creía intocable. Los exploradores habían informado que Farnaces, con un ejército de 20.000 hombres, incluyendo infantería póntica, caballería escita y carros con guadañas, estaba atrincherado en una posición elevada, confiado en repetir la victoria de su padre sobre Roma en el mismo lugar, décadas atrás. Casio sentía el peso de la historia, la sombra de Craso aún flotando sobre las legiones. De pronto, el ligero roce de la lona de la puerta y el anuncio seco de un esclavo lo sacaron de su ensimismamiento: "César, mi señor."



El dictador entró, su figura alta e imponente llenando el pequeño espacio, proyectando una sombra que parecía engullir la poca luz de la lámpara de aceite. El aire se hizo más denso, cargado de una autoridad que Casio sentía casi físicamente, como una mano fría en la nuca. La tienda de mando, un espacio austero de lona y madera que olía a cuero curtido y al humo de una lámpara recién encendida, parecía encogerse. Los mapas, extendidos sobre una mesa tosca, mostraban el terreno accidentado: un valle estrecho flanqueado por colinas, con el campamento de Farnaces en la cima, como un nido de rapaces.



César se detuvo frente al mapa, su capa roja, del color de la sangre, caía sobre sus hombros como la piel de un león. Sus ojos, del mismo gris frío del acero forjado, se clavaron en Casio, una mirada que escrutaba el alma y parecía despojarlo de cualquier velo. Sus labios se curvaron en una sonrisa casi imperceptible.



"Farnaces es un necio impulsivo," dijo César, su voz calma, casi un susurro, pero cargada de una autoridad que hacía vibrar el aire, cada palabra cayendo como una piedra pulida. Su mirada, una prueba constante. "Cree que estas colinas lo protegen, pero no conoce la disciplina de Roma. Y no ha aprendido de los errores del pasado, ¿verdad, Casio?". La pregunta de César, directa y personal, se clavó en la memoria de Casio como una estaca ardiente. No era una simple observación militar; era una provocación velada, una prueba de lealtad, un recordatorio brutal de la deuda. El peso de la "clemencia" de César, aquella burla disfrazada de piedad, flotaba en el aire entre ellos como un miasma, una cadena más pesada que cualquier derrota.



Casio, de pie junto al mapa, la espalda recta, asintió, aunque su mente estaba en otra parte, gritando su propio desprecio. Tú eres el necio, César, si crees que tu ambición no será tu ruina, o la de Roma. Su tic nervioso se acentuó en la mandíbula, apenas perceptible, pero su voz, cuando habló, fue fría y profesional, como el filo de una espada recién afilada. "Sus carros con guadañas son peligrosos, pero no si los enfrentamos en terreno abierto... adecuado. Debemos atraerlo al valle, donde su peso y velocidad se vuelvan una desventaja." La mirada de Casio se mantuvo fija en el mapa, evitando la de César, un pequeño acto de desafío silencioso.



César lo miró fijamente, sus ojos azules evaluando a su legatus, una chispa fría de cálculo en su profundidad que Casio sentía como un escalpelo. Dio un paso más cerca. "Se recordaban las noticias de Carras, Casio. Craso, con toda su riqueza y su ejército, fue aniquilado por la caballería parta en terreno abierto. Una lección brutal sobre la imprudencia y la subestimación del enemigo. Allí, el terreno abierto fue su tumba. ¿Qué lecciones has extraído tú de aquella catástrofe, Casio?. Tú estuviste allí. ¿Y saliste vivo?". La pregunta no era inocente; era una prueba de temple, una provocación descarada, una forma de medir la lealtad y el resentimiento de un hombre al que sabía encadenado pero no domado. El silencio que siguió fue un campo de batalla invisible, donde las miradas chocaban con la fuerza de un pilum contra un escudo.



Casio sintió que la sangre le hervía, un torbellino de ira contenida que amenazaba con desbordarse, pero mantuvo la compostura. Su mano derecha se apretó inconscientemente en un puño a su costado. La humillación de aquella derrota aún le quemaba, no solo por la vergüenza, sino por la lección aprendida con sangre. "En Carras, la caballería parta era abrumadora, y el terreno vasto, una llanura sin fin que favorecía su alcance," comenzó Casio, su voz ahora con un matiz de acero, "El error de Craso no fue solo el terreno, César, sino su arrogancia, su ignorancia supina del enemigo, su falta de inteligencia y su ceguera ante el consejo. No supo adaptar sus tácticas, se dejó llevar por la codicia y la vanidad. Farnaces tiene carros, no miles de jinetes arqueros que desaparecen como fantasmas. Y aquí el terreno, aunque accidentado, nos ofrece oportunidades si lo usamos con astucia, si los atraemos a una trampa donde su velocidad se convierta en desventaja. Un valle estrecho, no una llanura infinita. La clave no es evitar el combate, sino elegir dónde y cómo luchar. Craso se lanzó a ciegas, confiando en su oro y su nombre. Nosotros no podemos darnos ese lujo. Aprendí en Carras que el miedo es un mal consejero y que la subestimación es la ruina del comandante. Farnaces, como Craso, se cree invencible en su posición. Su soberbia, esa misma que tú exhibes, es nuestro mejor aliado." Casio sostuvo la mirada de César al final de su frase, un desafío velado, un golpe tan afilado como su propia espada.



César asintió lentamente, una pequeña sonrisa apenas perceptible, una que no llegaba a sus ojos, se dibujó en sus labios finos. Su mirada seguía siendo fría, calculadora, una máscara impenetrable que solo él podía permitirse. Reconocía la inteligencia, el valor y la punzante verdad en las palabras de Casio, la insolencia disfrazada de estrategia. "Bien dicho, legatus. Un error no debe repetirse. Los errores de otros son una lección para los sabios. Prepara a tus hombres. No toleraré errores." El dictador se giró, su capa roja girando levemente, y abandonó la tienda tan silenciosamente como había entrado, dejando a Casio solo en la penumbra, el aire aún denso con la impronta de su presencia. Su tic en la mandíbula era ya un espasmo incontrolable.



Tu alabanza es veneno, César, más corrosiva que el fuego, pensó Casio, la imagen de Farsalia y la humillación de la vida "perdonada" reviviendo en su mente con dolorosa claridad. Me perdonó para atarme a su voluntad, para convertirme en su instrumento, un esclavo más en este circo de su ambición. Como un esclavo, sí. Me doblo, pero no me quiebro. Cada palabra de tu gloria es una soga más en el cuello de la República, y yo, un patricio Longino, la estoy tejiendo para ti, hilo a hilo, con mi propia lealtad forzada.



FARNACES, EL HEREDERO DE LA SANGRE Y LA AMBICIÓN

 El Ponto, con sus fortalezas de piedra desafiantes y sus caminos serpenteantes que se retorcían como venas expuestas en la espalda de la tierra, era el escenario de la última campaña de César contra Farnaces II. Este joven rey, hijo del legendario Mitrídates VI, el gran enemigo de Roma que había hecho la guerra contra Lucio Cornelio Sila y no logró vencerle, emergía ahora con el rostro afilado de un halcón y la temeridad de un dios juvenil, un volcán de ambición contenido. Había aprovechado la distracción de la guerra civil romana para reclamar el reino de su padre, un trono que había arrebatado con una traición visceral. Su relación con Mitrídates, compleja y sangrienta, había estado marcada por la ambición y el parricidio político: Farnaces había orquestado la caída de su propio progenitor, un acto brutal que le valió el trono de forma precaria, teñido de culpa y una necesidad desesperada de legitimarse.



Este crimen, lejos de debilitarlo, había imbuido en él una desconfianza profunda hacia cualquier poder externo y una lealtad férrea a su propio linaje y a su pueblo, los pónticos, a quienes consideraba guerreros superiores a los "blandos" romanos. La soberbia póntica de Farnaces no era solo arrogancia vacua; era una compleja amalgama de herencia, necesidad y autoafirmación. ¿Era la necesidad de superar la sombra monumental de su padre, Mitrídates el Grande, cuya derrota final aún resonaba en cada rincón de palacio?. ¿O una fe ciega, casi mística, en la indomable voluntad de su pueblo y la protección de sus dioses ancestrales?. Quizás, una desesperación feroz por asegurar un reino que sentía suyo por derecho divino y que Roma amenazaba constantemente. Se sentía el legítimo heredero de un imperio vasto y antiguo que había acumulado muchísimas riquezas guardadas y repartidas en 70 fortalezas del rey que tenía en todo el Ponto, no un simple vasallo de una República lejana y decadente. En su mente, derrotar a Roma no solo sería vengar a su padre (a quien a la vez despreciaba por su fracaso final), sino que cimentaría su propio derecho divino a gobernar, demostrando que él era el verdadero "Gran Rey" destinado a restaurar la gloria de Oriente. "¡Roma solo entiende la fuerza!", mascullaba a sus generales, sus ojos brillantes con una convicción fanática que rozaba la locura. "Su disciplina es la disciplina del miedo, la de los esclavos, encadenados por sus propias leyes estúpidas. Mi pueblo, en cambio, lucha por su tierra, por sus dioses, por la sangre que corre por sus venas desde el corazón de las montañas. No son mercenarios, son leones que rugen por su libertad." Su desprecio por la supuesta "blandura" romana era una justificación para su propia temeridad, una creencia de que el ímpetu y la audacia pura prevalecerían sobre la metódica máquina de guerra. Esta arrogancia, nacida de una mezcla de su linaje real y su profunda convicción personal, lo impulsaba a tomar decisiones arriesgadas, como la de enfrentarse a César en un terreno y unas circunstancias que subestimaban la capacidad de respuesta romana. En su fuero interno, la idea de la retirada o la diplomacia con Roma era una humillación insoportable; prefería la aniquilación antes que la sumisión.



Farnaces no era, en absoluto, un bárbaro ignorante. Había crecido en la corte refinada de Mitrídates, empapado de la cultura helenística y las antiguas tradiciones persas. Se veía a sí mismo como el legítimo sucesor de un legado inmenso. Su pueblo, forjado en la dura vida de las montañas escarpadas y las costas azotadas por el Mar Negro, valoraba la fuerza indómita, la astucia en el combate y una profunda conexión con la tierra y sus dioses ancestrales. La organización social del Ponto era jerárquica, con una aristocracia terrateniente, sacerdotes influyentes y una gran masa de campesinos y artesanos, muchos de ellos ligados a la tierra en una suerte de servidumbre feudal. La esclavitud era una realidad común, como en todo el mundo antiguo, y los mercados de esclavos eran centros neurálgicos de su economía, nudos donde se tejían fortunas con carne humana. La prostitución, si bien estigmatizada para las mujeres libres, existía en los puertos bulliciosos y las ciudades como un servicio tolerado, regulado y a menudo vinculado a templos y cultos locales, una sombra necesaria del comercio. Farnaces, al igual que su padre, veía el mundo a través del prisma innegociable de la independencia póntica, un baluarte contra el avance implacable de Roma. Su táctica de combate reflejaba esa audacia y esa fe ciega en su propio valor: ataques rápidos y frontales, apoyados por el terror de los carros con guadañas y la agilidad de una caballería ligera, diseñados para sembrar el pánico y aplastar la resistencia con una avalancha de hierro y gritos. Subestimaba la disciplina férrea y la capacidad de adaptación romana, creyendo que su ímpetu sería suficiente para romper cualquier formación. En su mente, una victoria rápida no solo era una táctica, era la confirmación de su derecho divino a la corona, el eco de un mandato celestial.



Farnaces había derrotado, no mucho antes, a Gneo Domicio Calvino en Nicópolis, masacrando a los ciudadanos romanos y esclavizando a los prisioneros con una crueldad que era un desafío directo a la majestad de la loba, una afrenta que no podía quedar sin respuesta. César, tras su aventura exótica en Egipto con Cleopatra, había marchado al Ponto con una sola legión, la Sexta Ferrata (la Acorazada Victoriosa), mil hombres agotados hasta la médula pero endurecidos por años de campañas incesantes. Casio, nombrado legado tras su rendición, marchaba a su lado, una daga oculta bajo la capa de la lealtad forzada, su mente tramando una venganza que aún no tenía forma.



El paisaje del Ponto era un adversario tan formidable como el propio Farnaces, una defensa natural tejida con la furia de la tierra, diseñada para quebrar la voluntad de cualquier invasor. Los caminos, apenas senderos trazados por cabras y bestias salvajes, se retorcían como serpientes petrificadas entre colinas escarpadas que se alzaban como muros inconquistables. Aquí, los pinos centenarios proyectaban sombras densas y perpetuas que parecían conspirar contra los intrusos, ocultando no solo trampas, sino también el avance lento y doloroso. Cada recodo del sendero era una posible emboscada, cada saliente rocoso, un nido natural para arqueros pónticos que conocían cada grieta como la palma de su mano. Los ríos, rápidos y gélidos como el filo de un cuchillo, cortaban los valles como arterias abiertas, un desafío constante a la marcha de las legiones. Obligaban a los soldados a vadear aguas heladas que les llegaban a la cintura o el pecho, con las pesadas armaduras empapadas y los músculos contraídos por un frío que calaba hasta los huesos, amenazando con la hipotermia y la enfermedad. El vado era lento, peligroso, un trago amargo para la moral que se sumaba a la fatiga. Las fuertes corrientes podían arrastrar a los hombres menos precavidos o hacerlos tropezar, complicando la logística y poniendo en riesgo el armamento.



Las legiones romanas, con sus estandartes de águilas plateadas al frente, que parecían luchar contra el viento y la gravedad, y sus escudos pintados de rojo, avanzaban en columnas precisas, la disciplina grabada en cada paso, un testamento a años de entrenamiento brutal y una férrea voluntad. El resonar metálico de las armaduras articuladas vibraba como un tambor de guerra incesante, un pulso constante que llenaba el valle, mezclándose con el jadeo de los hombres y el crujido de las botas sobre la tierra mojada. Los centuriones, con sus yelmos coronados por crines escarlatas, gritaban órdenes en un latín áspero y entrecortado, su voz ronca por el esfuerzo y el polvo que el viento les arrojaba. Detrás, los esclavos del campamento, encorvados bajo el peso inmenso de los haces de leña, los pesados sacos de grano y las provisiones, seguían la retaguardia, su sufrimiento silencioso un contrapunto a la marcialidad de los legionarios. Las caravanas de mulas, cargadas hasta el límite con grano para la annona, el suministro anual de trigo en Roma, y vino para los oficiales, avanzaban lentamente por las sendas traicioneras, sus pezuñas resbalando en el barro y las rocas. Cada animal era custodiado por cohortes enteras, ya que un solo incidente logístico podía significar el hambre y el colapso de la campaña. Cada paso era una lucha no solo contra el enemigo invisible, sino contra el terreno mismo, que agotaba los víveres y las fuerzas a un ritmo alarmante.



El intendente militar, un hombre meticuloso hasta la obsesión llamado Cayo Severo, era el engranaje invisible y crucial de esta máquina de guerra. Día y noche, se aseguraba de que cada legionario recibiera su ración de trigo, una base fundamental para mantener la energía en condiciones tan adversas. Verificaba que los odres de agua no se vaciaran en la marcha bajo el sol implacable o las lluvias torrenciales, y que las armas estuvieran a punto, afiladas y aceitadas, pues un arma roma sin filo en este terreno podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. Sin esa invisible, pero vital, red de suministros que operaba incansablemente en la retaguardia, sorteando desfiladeros y crecidas de ríos, la máquina de guerra de Roma, por muy disciplinada que fuera, se detendría, asfixiada por el hambre, la sed y la falta de equipo. Casio, montado en un caballo negro azabache, observaba a sus hombres con una mezcla extraña de orgullo por su resistencia y desdén por su destino. Son la espada de Roma, pensó, pero sirven a un hombre que la está matando, la corroe desde dentro con cada victoria personal. El frío del Ponto se le metía en el alma, un reflejo de la gelidez de su propia posición y de la soledad que sentía.



En una de las marchas más extenuantes, con el barro hasta los tobillos y una lluvia fina calando los mantos, Casio se detuvo junto a un grupo de legionarios que luchaban con exasperación por subir una mula cargada por un camino empinado y resbaladizo, cubierto de guijarros sueltos que actuaban como trampas. Uno de ellos, un joven recluta con el rostro enrojecido por el esfuerzo y el sudor, resbaló violentamente, su armadura produciendo un estruendo metálico al caer contra las rocas. Casio desmontó con una agilidad sorprendente para su rango. "Levanta, soldado," dijo con voz firme pero desprovista de altivez, ofreciéndole una mano enguantada en cuero, no como un superior, sino como un compañero de sufrimiento. "La senda es dura, pero el águila no se detiene." El joven, un recluta de origen humilde llamado Lucio, se puso de pie, su expresión una mezcla de vergüenza y sorpresa por la cercanía de un legado, por el simple gesto de una mano extendida. "Señor, mis disculpas. El barro... es implacable." Casio negó con la cabeza, una comprensión tácita en sus ojos. "El barro es parte de la guerra, Lucio. La disciplina, no el terreno, nos hará vencer. Mantened la formación, y los pónticos se quebrarán como arcilla seca bajo nuestros caligae." Su tono era el de un general que conocía la fatiga de sus hombres, un líder que había compartido el sufrimiento en mil campañas y entendía el peso de cada paso. Esto infundió un respeto genuino en los soldados, una confianza tácita en que Casio entendía su realidad, a pesar de su rango patricio. Para ellos, en ese momento, era un general, un líder en el campo de batalla, no un político lejano de Roma.



EL ENCUENTRO EN LA TIENDA DE MANDO: ERRORES DEL PASADO

Durante esa misma noche de insomnio en el campamento próximo a Zela, donde Farnaces había acampado en otra posición superior, con el frío de las colinas pónticas calándole hasta los huesos a pesar de las mantas, Cayo Casio Longino encontró consuelo en el tormento de su propia mente, que revisitaba las páginas más oscuras de la historia de Roma. La figura de Julio César se cernía sobre él, no solo como un general victorioso, sino como el último eslabón de una cadena de hombres que, con las mejores intenciones o las más oscuras ambiciones, habían resquebrajado los cimientos de la República. Sus pensamientos se dirigieron a los Gracos, Tiberio y Cayo, aquellos tribunos del pueblo que, con su fervor por la reforma agraria y la justicia social, habían desatado la primera gran convulsión civil de Roma. "Reformadores," se musitó Casio, sus ojos fijos en la lona oscura de su tienda, como si en ella pudiera leer los ecos del pasado. "Popularidad, plebe, justicia... palabras hermosas que, sin embargo, fueron la excusa para pisotear las tradiciones, para ignorar al Senado, para armar facciones y llevar la violencia a las calles de Roma." Su fin, brutal y sangriento, no había sido el de tiranos, sino el de hombres aplastados por las fuerzas que ellos mismos desataron.



Y luego Marco Livio Druso, el tribuno más reciente, un hombre noble que también había intentado reformas, pero que había terminado asesinado, su obra deshecha, la República aún más herida. Casio vio un patrón. "Las reformas, aunque populares en su superficie, son como grietas en la presa," reflexionó, su mente construyendo una intrincada analogía. "Cada 'beneficio' para el pueblo, cada ley que sortea la autoridad senatorial, cada gesto de 'clemencia' hacia los enemigos... no son actos de virtud republicana, sino golpes de cincel contra la piedra angular de nuestras instituciones. Son el camino de los demagogos, no de los verdaderos patricios." La figura de César no era la de un reformador benevolente; en la mente de Casio, César era la culminación de ese camino, el más astuto de todos, el que había perfeccionado el arte de disfrazar su tiranía bajo el manto de la "voluntad del pueblo" y el "orden restaurado".



"¿Qué son sus triunfos sino el aplauso de una plebe que ya no entiende el valor de la libertad?", se preguntaba Casio con amargura, sintiendo el desprecio por esa masa voluble. "Un puente, una distribución de grano, una nueva ley... y ya aclaman a un rey. Así comenzó con los Gracos, así ha terminado con este hombre que ha secuestrado a Roma." Esta reflexión añadió una capa de complejidad a su odio, que ya no era solo un resentimiento personal por la humillación sufrida en Farsalia y el Helesponto. Era un odio ideológico, profundo como el mismo Tíber. No odiaba solo al hombre que lo había perdonado, sino al destructor de una forma de vida milenaria, al arquitecto de una nueva tiranía que se construía sobre los escombros de la res publica. La sombra de César no era simplemente la de un rival, sino la de un principio corruptor, el veneno que se había infiltrado en cada fibra del cuerpo político romano. La necesidad de venganza, antes un impulso primario, se transformaba en una obligación filosófica, un deber hacia la memoria de la República, un intento desesperado de purgar el mal que se había enquistado en el corazón de Roma. Y en esa profunda y helada noche, Casio encontró una extraña claridad en su propósito, una que iba más allá de la mera ambición o el orgullo herido.



ZELA: LA VELOCIDAD DEL RAYO 

La noche del 1 al 2 de agosto, el campamento romano, apenas un fantasma bajo el manto estelar, recibió una orden silenciosa: César mandaba un avance sigiloso hacia las posiciones enemigas. Bajo la densa oscuridad pre-amanecer, las legiones se movieron como sombras inquietantes, el crepitar de las ramas y el suave roce de las cotas de malla siendo los únicos sonidos audibles. Los soldados cargaban sus jabalinas y sus espadas cortas, los escudos de madera y cuero envueltos en tela basta para evitar cualquier reflejo de la luna decreciente, cualquier destello que pudiera delatar su presencia. El aire vibraba con el coro gutural de los gritos de guerra pónticos lejanos, un alarido gutural que resonaba desde las alturas de Zela, pero que se ahogaba en el rugido metódico de la marcha romana, el contubernium moviéndose como una única bestia de guerra. Casio, al frente de su cohorte, mantuvo a sus hombres en un silencio sepulcral, sus pasos amortiguados por la hierba húmeda y la tierra blanda. Al amanecer, con la primera luz gris colándose por el horizonte, los romanos comenzaron a fortificar su nuevo campamento. Esclavos, sus espaldas ya curvadas por el peso de las hachas, fueron enviados a recolectar leña y ramaje para rellenar las zanjas enemigas, mientras los legionarios levantaban defensas con la velocidad y la eficiencia de un hormiguero en ebullición.



Desde su posición elevada en Zela, Farnaces observó el movimiento romano. Una sonrisa de desdén se dibujó en sus labios. Confiado en la imposibilidad de que una legión cansada atacara cuesta arriba una posición tan fortificada, y cegado por su "soberbia póntica", desplegó su ejército en una grandiosa demostración de fuerza. Sus carros con guadañas, verdaderas máquinas de terror, brillaban bajo el sol naciente, sus cuchillas relucientes como insectos metálicos que reflejaban una gloria ilusoria. "¡Que vean el poder del Ponto!", rugió a sus capitanes, su voz cargada de una convicción febril. En su mente, la batalla ya estaba ganada. Los romanos eran suaves, débiles, incapaces de soportar la furia y el ímpetu de sus guerreros. La sangre de Mitrídates corría por sus venas, y él no sería vencido. Desde una colina cercana, Casio observó la maniobra con desdén, el sol del amanecer aún frío en su rostro. “Es un fanfarrón”, murmuró a su centurión, Quinto, un hombre de rostro curtido por mil batallas. “Cree que nos intimidará con sus juguetes. ¡Idiotas! La misma pendiente que creen su escudo será su sudario.”



Y Farnaces no se limitó a fanfarronear. En un movimiento temerario, nacido de la pura soberbia y una fatal subestimación del enemigo, dio la orden que sellaría su destino: atacarían. Su ejército descendió al valle, buscando aplastar a los romanos mientras aún cavaban. Fue un error fatal, un eco perfecto de la imprudencia que Casio acababa de criticar en Craso. La táctica de Farnaces era un asalto frontal brutal, confiando ciegamente en el peso y la velocidad de sus carros. Desde su elevación, Farnaces observó la carga, sus ojos brillando con una expectación febril, anticipando la desbandada romana. Se imaginaba a César huyendo, y él, Farnaces, aclamado como el restaurador del imperio póntico. La victoria sería la confirmación divina de su derecho a gobernar. Pero la pendiente del terreno era un engaño; a medida que sus tropas descendían, perdían cohesión y velocidad. Sus carros, pesados y diseñados para la llanura, se convirtieron en moles torpes, atascándose, volcando, y bloqueando el avance de su propia infantería, una barrera mortal para sus hombres. El caos estalló.



Los soldados romanos, sorprendidos con palas en mano, dejaron caer sus herramientas con un estrépito metálico y corrieron a formar filas con la disciplina de años de entrenamiento, sus movimientos casi instintivos. César, visible desde la distancia con su capa escarlata ondeando al viento, su voz un trueno por el valle, gritaba órdenes: “¡Formad las líneas!. ¡Jabalinas listas!”. Casio, en el ala derecha, organizó a su cohorte con una precisión brutal, sus gritos tan secos y afilados como el sonido de una espada al desenvainarse. “¡Formación de tortuga!” rugió, y los escudos de madera y cuero, con sus umbos metálicos, se alzaron como escamas de un dragón, formando un muro impenetrable. El estrépito metálico de los carros con guadañas de Farnaces, con sus cuchillas girando y chirriando como guadañas desquiciadas, se estrelló contra la formación romana, un impacto sordo que hizo vibrar el suelo. El aire se llenó del olor acre del sudor, del metal caliente y del miedo. Las jabalinas, lanzadas con una sincronía letal a unos veinte pasos, silbaban como serpientes aladas antes de perforar escudos y armaduras, deteniendo su avance con una lluvia de muerte. Las flechas de los arqueros pónticos rebotaban inofensivas en los escudos apilados, y los soldados romanos, entrenados para el combate cuerpo a cuerpo, resistieron la embestida inicial como una roca inamovible, cada golpe de espada, cada empujón de escudo, una confirmación de su superioridad.



Para Lucio, el joven legionario de la Sexta Ferrata Acorazada, el asalto fue un bautismo de sangre y fuego. El rugido del combate lo envolvió, un estruendo ensordecedor de acero contra acero, gritos agónicos y el crujido de huesos. El miedo lo atenazó, frío y paralizante. Sus manos, agarrando el gladius, temblaban ligeramente, y el sudor le picaba en los ojos bajo el yelmo. Vio cómo uno de los carros pónticos, descontrolado por la pendiente, se estrellaba contra un grupo de sus compañeros, sus cuchillas rebanando la carne con un sonido húmedo y nauseabundo. El hedor de la sangre fresca y el pánico le llenó la nariz. Pero la voz de Casio, un rugido constante por encima del fragor, resonó en sus oídos. "¡Compactad!. ¡No abráis la formación!. ¡Por Roma!". Lucio apretó los dientes, siguiendo el ejemplo de los veteranos a su alrededor. Vio a Casio en medio del caos, su armadura salpicada de barro y sangre, su gladius moviéndose con una eficiencia letal, no como un general distante, sino como uno más en la primera línea. No era el hombre impoluto de los relatos, sino un guerrero feroz y exigente, que no pedía a sus hombres nada que él mismo no estuviera dispuesto a hacer. La valentía de Lucio no era la ausencia de miedo, sino la capacidad de actuar a pesar de él. Lanzó su jabalina, sintiendo el tirón en su hombro, y luego se encontró con la espada, golpeando, empujando, suplicando a los dioses que sus movimientos fueran los correctos. Observaba a Casio, el legado no se inmutaba, daba órdenes concisas, un torbellino de control en medio del pandemonio. Lucio sintió una creciente admiración por ese hombre. No entendía los juegos de poder en Roma, el tormento político que carcomía a su comandante. Para Lucio, Casio era la encarnación de la disciplina, de la fuerza romana, un hombre que no rehuía el barro ni la sangre, un líder que merecía su lealtad incondicional. En ese campo de batalla, con la muerte acechando a cada paso, Casio era la roca sobre la que se aferraba su propia cordura.



La ventaja del terreno estaba con Roma. La pendiente favorecía a las legiones, y cuando los pónticos comenzaron a flaquear, exhaustos por la lucha cuesta arriba, su formación desdibujándose bajo el asedio romano, César ordenó un contraataque. Casio, con su cohorte, lideró la carga por el flanco derecho, sus hombres avanzando en una triple línea, tres filas de infantería que se movían como una máquina de guerra implacable, imparable. Las jabalinas volaban como dardos, perforando escudos y armaduras con facilidad, mientras las espadas cortas, letales en el combate cuerpo a cuerpo, cortaban carne y hueso con una eficiencia brutal. La cohesión del ejército de Farnaces se desmoronó; sus tropas, un mosaico desorganizado de mercenarios escitas y milicias pónticas, huyeron en desorden hacia su campamento en las alturas, sus gritos de guerra transformados en lamentos de derrota. Desde su campamento, Farnaces observó con horror cómo su plan se desmoronaba. Sus carros, su gran apuesta, eran ahora obstáculos inútiles, sus guerreros, la élite del Ponto, huían como conejos. La soberbia se transformaba en una desesperación fría, un nudo en su estómago. Las promesas de victoria, las visiones de gloria, se disolvían en el humo del caos. Su derecho a gobernar, su fe ciega, todo se derrumbaba con cada póntico que caía. Sus órdenes, ahora, eran solo gritos inútiles en el viento del desastre. La caballería capadocia y gálata de César, lanzada en una persecución implacable, masacró a los rezagados en el estrecho valle, sus cascos resonando como truenos lejanos. Casio, cubierto de polvo y sangre, con el sabor metálico del miedo y la victoria en la boca, irrumpió en el campamento enemigo, donde las cohortes más leales de Farnaces fueron rodeadas y aplastadas en una carnicería final. Al mediodía, el campo estaba sembrado de cadáveres, el aire cargado del hedor metálico de la sangre y el humo acre de las hogueras de los campamentos ardientes. La victoria fue rápida, apenas cinco horas desde el primer choque.



La disciplina romana fue la clave de aquella aplastante victoria. Los soldados, entrenados durante años, mantenían la formación incluso bajo la presión más intensa, sus movimientos precisos como un latido constante, un reloj imparable. Cada cohorte, de unos 480 hombres, estaba dividida en centurias de 80, lideradas por centuriones cuya autoridad era incuestionable y su presencia, un faro de estabilidad. Las jabalinas, lanzadas a unos 20 pasos, podían atravesar escudos de madera y penetrar armaduras con una fuerza demoledora; las espadas cortas, diseñadas para apuñalar en espacios reducidos y el combate cuerpo a cuerpo, eran ideales para el caos del valle. Casio, un maestro de la táctica, usó la pendiente para maximizar el impacto de cada lanzamiento y cada carga, asegurando que los pónticos, luchando cuesta arriba, se agotaran antes de siquiera alcanzar las líneas romanas. El botín fue inmenso: armas, caballos, y miles de prisioneros, que serían el siguiente botín para los mercados de esclavos.



EL ESPECTÁCULO DE LA VICTORIA: PAN Y CIRCO

 La esclavitud era el destino ineludible de los vencidos. En el campamento capturado, Casio supervisó la selección de los prisioneros: columnas interminables de hombres jóvenes y fuertes, encadenados en filas, sus rostros demacrados por el miedo y la derrota, sus ojos vacíos de toda esperanza. “Los más aptos irán a los mercados de Sinope y Éfeso,” ordenó Casio a Quinto, su voz desprovista de emoción, helada por un pragmatismo brutal aprendido en años de guerra. “Los débiles, a las minas. Roma necesita brazos.” Los traficantes de esclavos, mercaderes fenicios con túnicas de lino, barbas aceitadas y sonrisas avariciosas, ya esperaban en los puertos, listos para pagar en sestercios por cada alma, por cada vida arrancada de su tierra. Casio, mientras observaba la procesión silenciosa de los prisioneros, sintió una punzada de profunda incomodidad, un nudo en el estómago que no podía disolver. Esto es Roma, pensó. Gloria y crueldad, dos caras de la misma moneda. Se justifica la República con la sangre y la cadena de otros, se construye su grandeza sobre el dolor de los que ya no tienen voz. Había visto los mercados de Antioquía, donde los hombres se vendían como ganado, sus gritos ahogados en el bullicio, y aunque la necesidad económica justificaba la práctica en el frío cálculo de la guerra, la humanidad robada de los cautivos lo perseguía en las noches silenciosas, un coro de fantasmas sin nombre. Todo el mundo que podía, quería comprar y tener un esclavo, o más de uno, pues les mejoraba la vida, trabajaban en lo que les ordenara, y tenían poder de vida o muerte sobre el esclavo que era como otra propiedad más. Siempre habían compradores de esclavos, y las constantes y continuadas guerras hacia que los precios del ganado humano bajaran y fueran accesibles para los ciudadanos libres de menos recursos económicos.



Por la tarde, César, con la victoria de Zela aún resonando en los ecos de la batalla, decidió ofrecer a sus legionarios un espectáculo macabro, una celebración de la fuerza y el dominio. En el centro del campamento, donde horas antes había retumbado el fragor de la lucha, se improvisó una arena rudimentaria, un círculo de tierra pisoteada y sangre seca. Se trajeron a varios prisioneros pónticos, hombres que apenas unas horas antes habían empuñado armas contra Roma, sus cuerpos aún temblorosos por el miedo, y se les ofreció una cruel elección: la muerte rápida a manos de un legionario o la posibilidad de morir luchando con una pizca de dignidad. Se les enfrentó a legionarios romanos voluntarios, hombres robustos y endurecidos por mil campañas, aunque sin el equipo completo de un gladiador. El público, compuesto por legionarios y oficiales con el vino ya corriendo por sus venas, rugía de emoción, alimentado por el crudo deseo de sangre y la euforia de la victoria. Era una masa embriagada por el triunfo y el derramamiento de sangre ajena, un festín para los depredadores.



Casio observó la escena desde una posición privilegiada, junto a César y otros jerarcas romanos, el hedor a sudor, vino y sangre flotando en el aire pesado de la tarde. A su lado, esclavas de belleza exótica, con túnicas ligeras de seda que apenas cubrían sus cuerpos y el cabello trenzado con hilos de oro, ofrecían frutas frescas y copas de vino dulce. Sus ojos, bajos y velados, evitaban el contacto visual, sus movimientos silenciosos y sumisos, un recordatorio constante del poder absoluto del vencedor sobre los vencidos. Una de ellas, con un strophium que apenas cubría sus pechos, se acercó a Casio, ofreciéndole una uva. Sus dedos, finos y temblorosos, rozaron apenas el racimo. Casio rehusó con un leve movimiento de cabeza, pero en ese instante, sus ojos, por una fracción de segundo, se encontraron con los de la esclava. No había miedo en su mirada, ni resentimiento abierto, solo una resignación profunda y vacía, una dignidad inquebrantable a pesar de la esclavitud, un abismo de esperanza perdida. Se acordó de Sira, la esclava que compró en Antioquía cuando era gobernador de Siria, y a la que finalmente quiso darle la libertad cuando regresó a Roma, aunque fue un recuerdo vano. Y en ese instante, en esa conexión efímera, Casio vio un espejo brutal de su propia servidumbre, de su propia humillación. Soy tan esclavo como ella, pensó con un ardor amargo, encadenado por un "perdón" que me consume, obligado a sonreír y a servir a un amo que aborrezco. Casio apenas tocó la fruta, su estómago revuelto por la escena y la amarga revelación. César, sin embargo, parecía disfrutar del brutal espectáculo, su rostro iluminado por la fogata que crepitaba en el centro de la arena, una expresión de frío cálculo mezclada con la satisfacción del poder absoluto, una especie de depravación calculada que le permitía disfrutar de la crueldad. Para Casio, era un nuevo y amargo recordatorio de la deshumanización que la guerra y el poder traían consigo, un ciclo interminable de dominación y humillación. Y es que la carnificia endurece y alegra a los embrutecidos soldados, porque la guerra era eso: sangre, sufrimiento y muerte.


 

Esa noche, el frío del Ponto se colaba por las rendijas de la tienda de Casio, pero el verdadero tormento provenía de dentro. Postrado sobre un rústico escritorio, bajo la luz temblorosa de una lámpara de aceite, Casio escribió en un pergamino con una pluma que temblaba en su mano: “Hoy hemos aplastado a Farnaces, pero cada victoria de César fortalece su yugo sobre Roma. ¿Soy un traidor por servirlo, o un patriota que espera su momento?”. La pregunta, más que una duda, era un grito silencioso de desesperación en la soledad de la noche, una herida abierta en su propia alma.



Su pluma tembló al recordar la clemencia de César en el Helesponto, una humillación que aún quemaba como una brasa en su pecho, una cadena invisible que lo ataba más que cualquier hierro. Me perdonó para atarme a su voluntad, para convertirme en su instrumento, un esclavo más en este circo de su ambición, pensó, reviviendo el eco de sus propias palabras de la tarde. Como aquella esclava, sí. Me doblo, me humillo, pero no me quiebro. La República no perdona, pero exige lealtad de aquellos que la aman. ¿Pero cómo puedo ser leal a ella si sirvo a su verdugo?.



El conflicto lo desgarraba. Su inquebrantable lealtad a la República, el ideal por el que había luchado y casi muerto, chocaba brutalmente con su servicio forzado a César, el hombre que había aniquilado ese ideal. La justificación de sus acciones se desdibujaba en la penumbra de su tienda. ¿Es mi servicio una traición a los ideales de Bruto, de Catón, de la Roma libre que anhelo?. ¿O es una astucia calculada, una máscara necesaria para sobrevivir y esperar el momento oportuno, el 'kairos' que los griegos mencionaban, para golpear con la fuerza de un rayo?. El peso de la humillación personal se mezclaba con la carga de la responsabilidad política. Cada orden que ejecutaba de César era una espada que se clavaba más hondo, una afrenta a su honor patricio, pero también, quizás, un paso hacia la oportunidad de la venganza definitiva. Sus manos apretaron el pergamino con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. La noche no trajo consuelo, solo la certeza de que su existencia se había convertido en un campo de batalla interno tan brutal como el de Zela. Su mente, una prisión de contradicciones, luchaba por encontrar una senda que justificara su existencia. Un patriota disfrazado de traidor, se dijo finalmente, una verdad amarga que, quizás, era la única que podía ofrecerse a sí mismo.



LA CORRESPONDENCIA: ECOS DE ROMA

 Horas más tarde, con la oscuridad del Ponto envolviéndolo y el hedor persistente de la batalla en el aire, Casio se sentó a escribir una carta más íntima, esta vez a Servilia Cepionis, su suegra, madre de su esposa, la influyente matrona romana y madre de Bruto, su aliada y confidente ( o al menos así la consideraba). Sabía que Servilia, con su mente aguda y su profunda comprensión de la res publica, comprendería su dilema, pues ella misma era una maestra en el arte de la paciencia y el cálculo político. Recordó sus palabras, grabadas en su mente como en mármol, un faro en su oscura travesía: "César es tu destino, Cayo. No con espadas, aún no. Con paciencia. El poder absoluto siempre engendra su propia caída. Solo tienes que esperar y nutrir la semilla de la libertad en la oscuridad.". Extraña reflexión para quien era la amante de César, aunque fuera un secreto a voces por toda Roma, de quien se sentía dolida por no haber reconocido nunca la paternidad de su hija Junia Tercia, la misma esposa de Cayo Casio Longino. 

Querida Servilia,

El Ponto está pacificado, o así lo proclama César con la arrogancia de un dios que ha reorganizado el mundo a su antojo. La victoria en Zela ha sido tan rápida como brutal, cinco horas, apenas un suspiro en la eternidad, y Farnaces, el "Gran Rey" de su pequeño imperio, ha sido aplastado. Él, con su soberbia póntica que tanto se parecía a la de otros, se lanzó sobre nuestras legiones como un lobo hambriento y ciego, y César, con la frialdad de un cirujano y la precisión de un rayo, le cortó la garganta. He sido testigo, de nuevo, de la implacable máquina de guerra que es César, de su genio militar que asusta y fascina a partes iguales. Soy un militar de vocación y muy experimentado, pero reconozco que ese hombre me supera: no he conocido a otro militar más brillante en toda la Historia de Roma. Ha sido impecable en la batalla, ha corregido los errores de otros, incluso los de Craso, como me recordó en un encuentro, una lección que no solo era para mí, sino un sutil desafío a mi propia mente y a mi voluntad. Su capacidad para inspirar lealtad, incluso de aquellos que lo aborrecen hasta la médula, es su más peligrosa arma, Servilia. Aún estoy bajo el peso de su 'clemencia', esta carga invisible que me obliga a servir a la causa que detesto, un grillete de oro en mi propia alma. ¿Cómo se vive sabiendo que se es un instrumento en la mano del tirano, que cada victoria tuya es una derrota para aquello que más amas?. La República agoniza, y cada victoria de este hombre la hunde un poco más en el abismo, la asfixia con un lujo efímero y un orden forzado.

Pero no desespero. La paciencia, me decías, es la clave, la única arma verdadera que nos queda. La aguardo, Servilia, con la concentración y la frialdad de un halcón que acecha a su presa. Mantente a salvo en esa Roma que parece vivir en un universo paralelo, ajena a la verdadera amenaza. Tus cartas son mi ancla en esta tormenta, mi única conexión con la razón en un mundo que se ha vuelto irracional. Dime qué se cuece entre los fantasmas del Senado. Aquí, bajo el cielo estrellado y el peso de la armadura, pienso en las intrigas en el Foro, en los preparativos para su triunfó, en la ceguera de esa élite que cree que puede domar a este león con discursos vacíos. Se rumorea que Domicio Enobarbo ha vuelto a fruncir el ceño, temiendo que esta victoria dé alas a las ambiciones más oscuras de César, mientras otros lo adulan sin vergüenza. Incluso Marco Antonio, su Maestro del Caballo en Roma, con su afición al vino, a las prostitutas, y su vulgaridad, parece más cauto ahora, midiendo sus palabras con una astucia insospechada. Esto son algunas de las cosas que me comentan mis amigos de Roma en sus cartas. Roma es un nido de víboras, Servilia, sí, pero estas victorias de César solo las agitan más, las fuerzan a mostrar sus verdaderas intenciones. Mientras nosotros aquí cavamos trincheras y derramamos sangre, ellos planean banquetes y se reparten favores, ajenos al colapso de la libertad. El peso de esta realidad, la soledad de mi propósito aquí, lejos de la frivolidad y la ceguera que imperan en la urbe, se hace insoportable.

Con respeto y lealtad inquebrantable, Cayo Casio Longino.



Semanas después, en una calurosa Roma donde el bullicio del Foro contrastaba brutalmente con el silencio opresivo del campo de batalla, la respuesta de Servilia llegó a Casio, transportada por un mensajero que había cruzado mares y montañas, sorteando peligros para llevar un trozo de hogar. La misiva, aunque velada en su lenguaje por la cautela, transmitía la tensión que se respiraba en la lejana y amada vieja urbe, el temor apenas disimulado bajo la superficie.

Mi estimado Cayo,

Tu carta ha llegado como un bálsamo para mi alma y, a la vez, como una punzada que reabre viejas heridas. Comprendo tu tormento, pues lo comparto cada día en esta ciudad que respira miedo y anticipación. La noticia de Zela ha volado por la ciudad como un cuervo, llevando consigo el eco de la famosa frase de César, esa arrogancia concentrada en tres palabras. Se habla de su pronta llegada, y la ciudad ya se prepara para otro triunfo, otro grillete de oro para adornar el cuello de una Roma que se encoge. Mientras vosotros, los verdaderos soldados, vertéis vuestra sangre, aquí se alzan los arcos del triunfo y se planifican festines. La escasez de grano, Cayo, es un problema real; las colas en los graneros son cada día más largas, y los rumores de revueltas son un susurro constante entre la gente humilde, aunque César parece decidido a resolverlo con mano de hierro, sin importarle las consecuencias a largo plazo para la República. Marco Antonio, como Maestro del Caballo, solo se ha entregado a los bacanales de vino y prostitutas, olvidando de atender las imperiosas necesidades de la plebe más vulnerable. 

Los políticos aquí se mueven como sombras en un teatro, algunos buscando su favor con una obsequiosidad nauseabunda, otros, como el impresentable Cicerón, tratando de encontrar un equilibrio imposible entre su glorioso pasado republicano y la nueva e implacable realidad dictatorial. Mi hijo Bruto se mantiene en su estudio, inmerso en la filosofía, buscando en los antiguos la fuerza para afrontar lo inevitable, pero sé que su alma, como la tuya, no olvida la libertad y la dignidad. Además está entregado a sus propias finanzas, gestionando varios negocios de la familia. Mi hija, Junia, está bien, te manda saludos y espera tu pronto regreso, aunque sé que tu ausencia es por una causa mayor, por algo que trasciende lo personal. Sé fuerte, Casio. No dejes que la desesperación te corroa. Roma aún tiene hijos leales, hijos que no han olvidado lo que significa ser libre. Y los dioses, a veces, trazan caminos inesperados para aquellos que tienen fe. La paciencia, mi querido, la paciencia. La semilla de la libertad, a veces, germina mejor en la oscuridad más profunda.

Por César solo siento amor y odio a la vez. Me repudió, no reconoció la paternidad de mi hija, tu esposa. Estoy muy confundida, pues lo amo con locura, con pasión, y muchas veces siento que lo odio, que no representa esta Roma que hubieran deseado mis ilustres antepasados.

Con afecto y esperanza que nunca se desvanecen, Servilia.



Esa misma noche, con el alma aún agitada por las palabras de Servilia y la imagen viva de una Roma que se dejaba seducir por las cadenas doradas de un tirano, Casio, con el corazón apretado por la mención de Junia, escribió una segunda carta, esta vez más personal, a su esposa. La pluma se movía con una lentitud tierna, cada palabra un hilo de amor y añoranza.

A mi querida Junia, mi luz, mi refugio en este mundo cruel,

Tu nombre resuena en mi mente como una melodía en la noche helada de este lugar salvaje que es el Ponto. La guerra, mi amor, es una bestia insaciable, ruda y sin piedad, y en la que soy consciente de que cualquier día podría haber muerto, aunque hago todo lo posible para que no sea así. Cada día que soporto aquí es un día menos para mi regreso a tus brazos, Junia, a la única paz que conozco. Te echo de menos, mi amor, más de lo que las palabras pueden expresar. La calidez de tu sonrisa, el suave roce de tu mano sobre la mía, la simple certeza de tu existencia... son los únicos refugios en este infierno de acero y sangre.

Recuerdo la última tarde en nuestra villa de Tívoli, como si hubiera sido ayer: el aroma embriagador de las rosas en el jardín, el sonido dulce e inocente de las risas de nuestros pequeños que se elevaban al cielo. Dime, mi amor, ¿cómo está nuestro pequeño, nuestro valiente? ¿Ha crecido un palmo más, como decía Servilia, ese retoño de nuestra sangre que un día será un hombre.  Mi corazón de padre se hincha de orgullo y esperanza al pensarlo. Dile a nuestro hijo Cayo que su padre piensa en él cada noche bajo estas estrellas lejanas, y que un día, si los dioses me son propicios, le enseñaré a cabalgar no solo con destreza, sino con honor, y a blandir la espada con valentía y justicia, siempre al servicio de una Roma digna. Y a nuestra niña, mi dulce Junia la pequeña , dile que su padre anhela escuchar de nuevo sus canciones, sus cuentos, ver el brillo inocente en sus ojos, esas pequeñas llamas que son el futuro de nuestra estirpe. Sueño con el día en que pueda alzar de nuevo su suave cabellera y sentir el latido de su pequeño corazón.

Cuida de nuestra familia, Junia. Protege a nuestros hijos con la misma fiereza con la que una loba protege a sus cachorros. Roma es un nido de serpientes ahora, incluso más peligroso que el propio campo de batalla, pues sus venenos son más sutiles, más traicioneros. Confía solo en quienes sabes que son leales de verdad, no en aquellos que se arriman al sol que más calienta. Si algo me sucediera, quiero que sepas, con la certeza más profunda de mi alma, que cada paso que doy, cada día que respiro, incluso en este servicio forzado que me ahoga, es por vuestro futuro, por el futuro de una Roma libre, una Roma digna de nuestros hijos, un lugar donde puedan crecer sin el yugo de un tirano. Mantente a salvo, mi luz, mi razón de ser. Espero tu carta como el sediento espera el agua en el desierto. Cada palabra tuya es un sorbo de vida.

Siempre tuyo, Cayo.



La respuesta de Junia, meses después, encontraría a Casio en un nuevo destino, pero sus palabras serían un eco persistente de la vida en Roma, teñidas de una preocupación palpable, un velo de tristeza y resignación.

Mi amado Cayo,

Al fin llegan tus palabras, y me alivian el alma como el rocío a la tierra sedienta. Aquí en Roma, la vida sigue su curso incierto bajo la sombra omnipresente de Marco Antonio el Maestro del Caballo, una sombra que se alarga con cada uno de sus pasos. Las intrigas políticas son el pan de cada día en el Foro, con los senadores tejiendo y destejiendo alianzas como arañas enloquecidas, sin un ápice de dignidad real. Nuestro pequeño ha crecido un palmo, sí, y la niña no paran de corretear por los jardines, sus voces llenando el aire, siempre preguntando por ti, por su padre, por el héroe que no ven. Se acercan los preparativos del Maestro del Caballo Marco Antonio para el triunfo de César cuando regrese, Cayo, y la ciudad está en ebullición. Se habla de una gloria sin precedentes, de fiestas y juegos que durarán días, y que la gente, agotada de guerra y deseosa de olvidar, aplaudirá con un fanatismo que me hiela la sangre. Es una celebración vacía, mi amor, un disfraz para la sumisión que se cierne sobre todos nosotros. La escasez de grano sigue siendo un problema, aunque César parece decidido a resolverlo con medidas drásticas que algunos temen, pues socavan aún más lo poco que queda de nuestra libertad.

Extrañamos tu presencia cada día en casa, un vacío que ninguna distracción puede llenar. Tus hijos preguntan cuándo volverá su padre, y yo no sé qué responderles, solo puedo abrazarlos y mentirles sobre la inminencia de tu regreso. Los dioses te protejan en tus caminos, Cayo, y te guíen a salvo de vuelta a casa. Sé cauto, mi amor. Esperamos tu regreso con el corazón en un puño. Nuestra familia está bien, por ahora. Pero siento que Roma se está transformando en algo que ya no reconozco, un lugar donde la libertad se disfraza de orden, donde el brillo de los laureles esconde la oscuridad de la tiranía, y donde el poder de uno solo eclipsa la voluntad de todos, ahogando las voces de los hombres libres.

Con todo mi amor y la esperanza de tu pronto regreso, Junia.



EL MENSAJE AL SENADO: LLEGUÉ, VI, VENCÍ Y EL ORDEN ROMANO  

En un consejo posterior a la batalla de Zela, César reunió a sus legados en una colina con vistas al campo sembrado de cadáveres. El aire olía a muerte y victoria, una combinación embriagadora y densa que se pegaba a la piel. "Hemos llegado, hemos visto, hemos vencido", dijo César, su voz resonando con una mezcla de arrogancia y alivio, las palabras articuladas con una cadencia que ya sabía que se grabaría en la historia, un eco que resonaría por los siglos. Los legados, incluidos Casio y Gneo Domicio Calvino, inclinaron la cabeza en señal de sumisión y respeto, pero Casio sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Esa frase, concisa y triunfante, fue repetida por César en una carta al Senado romano y más tarde se inscribió en la carroza durante su triunfo en Roma. Era un mensaje de poder absoluto, una burla apenas velada a las costosas y lentas victorias orientales de Pompeyo, un recordatorio brutal de que César era ahora el amo indiscutible de Roma, no solo un general victorioso.



"Tu cohorte fue impecable, Casio", dijo César, su mirada fija en él, penetrante como el filo de una daga. "Sin tu flanco derecho, la victoria habría sido más costosa. Has demostrado que los errores de otros, como el infame Craso, no se repiten bajo tu mando." Las palabras de César, aunque aparentemente un elogio, llevaban el peso de un juicio. Casio inclinó la cabeza, su rostro una máscara de deferencia forzada, una fachada cuidadosamente construida. "Hice mi deber, César", respondió, pero sus palabras eran frías, como el acero recién forjado de una espada corta, y la mención de Craso era un golpe calculado, un recordatorio de su propia humillación y supervivencia, que Casio no pasó por alto. Tu alabanza es veneno, pensó, más corrosiva que cualquier insulto. Cada victoria tuya es una cadena más en la garganta de la República, un nudo que aprieta hasta la asfixia. Y aquella arrogancia, César, ese creer que los errores de otros son solo lecciones para ti, que estás por encima de la falibilidad humana, que tu genio te exime de las leyes de la moderación, será lo que te derribe. La historia, al final, no perdona la hybris, esa arrogancia desmesurada; a todos los que osaron desafiar a los dioses o la medida humana, los ha aplastado sin piedad. Esto, Casio lo sabía, era un presagio. La caída de Farnaces, por su desmedida soberbia, era solo un pequeño ensayo de lo que aguardaba a César. Un día, esta arrogancia, esta absoluta certeza de tu invencibilidad, será tu ruina. Y quizás, si los dioses son justos, yo estaré allí para verlo, para ser el instrumento de su ira.



César, ajeno a su tormento o quizás complacido por él, continuó: "El Ponto está pacificado. Ahora, África nos espera, la última bestia que domar. ¿Estás listo para servir a Roma?". La pregunta era una trampa tan sutil como letal, una reafirmación de su dominio ineludible. Casio lo sabía. "Siempre estoy listo para Roma", dijo, enfatizando la última palabra con una convicción que solo él sabía que se refería a la Roma de sus ideales republicanos, la de Cincinato y los Escipiones, no a la Roma sometida por la voluntad de un solo hombre. César sonrió, pero sus ojos no. Había una comprensión tácita entre ellos: Casio era un aliado necesario por su genio militar, pero no de confianza, un león domesticado, sí, pero con el filo de sus garras intacto y una voluntad que no se doblegaría.



Tras la victoria, César se dedicó a establecer lo que sería la paz romana en el Ponto. Ordenó la reconstrucción de las ciudades dañadas por la guerra, un acto de pragmatismo y benevolencia calculada. Impuso nuevos tributos a los reinos vasallos y reorganizó la administración provincial con una eficiencia implacable. Pequeños destacamentos de soldados patrullaban los caminos, asegurando el comercio y la comunicación, mientras los ingenieros romanos comenzaban a trazar nuevas rutas y reparar acueductos, trayendo el orden y la civilización de Roma. Era la cara amable de la conquista, la promesa de orden y prosperidad que acompañaba el avance de las legiones, pero siempre bajo el yugo de Roma y, ahora, de César. La recaudación de impuestos se centralizó, y los magistrados romanos supervisarían la justicia, reemplazando las antiguas costumbres locales con el rigor de la ley romana. Para los pónticos, la paz significaba el fin de la guerra, pero también el comienzo de una nueva servidumbre, un intercambio de cadenas, unas más cómodas quizás, pero cadenas al fin.



Las noches en el Ponto eran un tormento para Casio. Bajo el cielo estrellado, tan inmenso y indiferente como los dioses, junto a una fogata que crepitaba como los susurros inaudibles de los espíritus, reflexionaba sobre su destino. "¿Qué es la lealtad?", se preguntaba, la pregunta taladrándole el alma. "¿Servir a un hombre que destruye lo que amo con cada victoria, o esperar el momento de cortarle la garganta en el nombre de la libertad?. ¿Soy un traidor si obedezco sus órdenes, o un patriota que espera el momento oportuno para un acto supremo de lealtad a la República?". Recordaba las palabras de Servilia: "César es tu destino, Cayo. No con espadas, aún no. Con paciencia." Pero la paciencia era una carga pesada, una agonía lenta que lo carcomía, y cada día bajo el mando de César era un recordatorio vivo de su humillación en Farsalia, de la vida que le había sido "perdonada" como a un perro. La clemencia de César no era un regalo, sino una deuda, un lazo invisible que lo asfixiaba, y Casio sabía que algún día la pagaría, no con oro, sino con sangre, con una justicia implacable que no dependería de la piedad de ningún hombre.



La campaña, que duró apenas cinco días, fue un testimonio de la máquina militar romana, de su eficiencia devastadora. César, tras la victoria, repartió el botín entre sus hombres con generosidad calculada, licenciando a los auxiliares de Deiotaro y enviando a la Sexta Legión de vuelta a Italia. Farnaces huyó al Bósforo con un puñado de jinetes, solo para ser asesinado por un rival, Asandro, encontrando su propio final en la ambición que lo había impulsado. Casio, mientras supervisaba la marcha de los miles de prisioneros hacia Sinope, sintió el peso abrumador de su papel, de su complicidad necesaria en la maquinaria imperial. Los esclavos, encadenados, sus ojos vacíos, silenciosos en su miseria, eran un recordatorio constante de la crueldad inherente a Roma, una brutalidad que él, como su instrumento, no podía negar, aunque la justificara con la palabra "necesidad".



¿Necesidad de qué?, se preguntaba, su conflicto moral desgarrándolo. ¿Es la grandeza de Roma tan frágil que debe construirse sobre la miseria de tantos?. ¿Es el destino de la República depender de la cadena, del látigo, de la compra y venta de almas?. Observaba los grilletes que ataban a los hombres, el brillo opaco del metal sobre sus pieles sucias, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Esta brutalidad, esta cosificación del ser humano, era la base oculta sobre la que se erigía el glorioso imperio que él mismo servía. Y él, un patricio de estirpe antigua, un defensor de la libertad, era parte de ello. La contradicción lo consumía, minando su visión idealizada de Roma. Ya no era la República virtuosa de los libros y los discursos, sino una bestia insaciable, una hidra de cabeza dorada pero con garras de hierro y un corazón de piedra, que devoraba la libertad de otros para alimentar su propia gloria. ¿Qué lo diferenciaba de César, que justificaba su tiranía con el "orden" y la "paz"?. Él justificaba la esclavitud y la masacre con la "necesidad de la República". ¿No era esa misma la senda hacia la tiranía, cuando la justificación se antepone a la moral?. La duda se arraigaba en su alma, empañando su autopercepción. Si Roma cae bajo César, pensó, la idea ahora más tangible, más aterradora, ¿qué quedará de nosotros?. ¿Una República en cadenas, o un imperio bajo un rey?. ¿Y qué seré yo entonces?. ¿Un liberador o solo otra víctima de la crueldad que se extiende como una plaga? La respuesta, aún oculta en las sombras de su destino, lo perseguiría hasta Roma, donde el destino, en la figura de Bruto y la conspiración latente, aguardaba con una daga afilada, y con ella, quizás, la redención o la condena.



EL ECO DE LA REPÚBLICA: CICERÓN A CASIO

Mi muy estimado Cayo,

Me llegan, no sin cierta ironía, noticias de que tus pasos te llevan ahora bajo el estandarte del hombre cuyo nombre ambos pronunciamos con una mezcla de obligado respeto y la más profunda repugnancia. Permíteme decirte, sin asomo de juicio ni reproche, que comprendo la amarga necesidad que te ha impelido a esta senda. La supervivencia, y más aún, la supervivencia con la cabeza alta, es el primer y más arduo deber de un hombre de Estado, y tú, Casio, eres, me temo, uno de los últimos de esa estirpe que nos queda. Sé, con la certeza que solo el dolor compartido otorga, que tu corazón republicano, ese órgano indómito, sangra con cada orden que obedeces, con cada mirada forzada de sumisión. Los dioses saben cuánto pesa esa cadena invisible.

Roma, mi querido Casio, está postrada. No es una metáfora, sino una cruda y dolorosa realidad que presencio cada día con mis ojos cansados. César, ese genio funesto, llegó a Roma, hizo su desfile triunfal, y el Senado, su Senado, lo ha ascendido a la Dictadura Perpetua, y la ciudad respira su nombre. Sus estatuas, con una impudicia que hiela la sangre, se alzan ahora junto a las de nuestros dioses, una blasfemia de piedra que grita su ambición. Ha reformado el calendario, perdonado deudas con una magnanimidad calculada, pero cada acto de esa pretendida "generosidad" no es sino un ladrillo más, pesado y frío, en la prisión que está construyendo, con la aquiescencia de muchos, para nuestra agonizante libertad. El Senado, que antaño fue la voz de Roma, es ahora un coro de aduladores y eunucos, sus voces quebradas por el miedo o la ambición. Y yo, me veo a mí mismo, un viejo tonto, un orador que declama para las sombras, que todavía les habla de la República que fue, un eco de gloria en un salón vacío.

Bruto está aquí, en Roma, sí. Un fantasma en su propia casa, en su propia ciudad. Lo veo, envuelto en su toga, inmerso en la filosofía y en sus apuntes contables, como si en los tomos polvorientos de los antiguos griegos pudiera encontrar una solución a nuestra miseria, una fórmula para desatar estos nudos gordianos. Pero sé que su alma está lejos de la paz que busca en sus estudios, pese a ser de los más ricos de toda Roma. Es un hombre de honor, Cayo, de un honor insobornable, y el honor, como bien sabes, tiene un límite. Hay un punto de quiebre donde la paciencia se convierte en cobardía, y la razón, en justificación de la propia inacción.

No pierdas la esperanza, Casio, te lo ruego por todo lo que aún amamos de Roma. Espera tu momento, mantente firme, como la roca que resiste la embestida de las olas. La tiranía, por su propia naturaleza desmedida, por esa misma hybris de arrogancia desmesurada de la que hablamos, engendra su propia destrucción. Es la ley inmutable de los dioses, una balanza que siempre se equilibra. Y cuando ese momento llegue, cuando el fruto de su arrogancia esté maduro para caer, Roma necesitará hombres como tú, hombres que no han olvidado el significado visceral y sagrado de la palabra "libertad", hombres que saben que hay un precio que pagar por ella, y que están dispuestos a hacerlo.

Tu amigo, siempre fiel a la República, Marco Tulio Cicerón.



LA RESPUESTA DE CASIO: UNA LLAMA EN LA OSCURIDAD

Mi venerable Cicerón,

Tu misiva, llegada a estas remotas y salvajes tierras de Oriente, ha sido un verdadero bálsamo para mi alma fatigada, un faro inesperado en la profunda oscuridad que nos envuelve a todos. Comprendes bien, y te lo agradezco más de lo que puedo expresar, el tormento de mi posición actual, la amarga y despiadada necesidad que me ha forzado a servir bajo el estandarte de quien, te lo aseguro, considero el mayor enemigo de nuestra República. Cada orden que obedezco de su boca, cada gesto de falsa lealtad que debo representar, es, en efecto, una espina clavada en mi corazón, una herida abierta que sangra en silencio. Sin embargo, tu comprensión, tu reconocimiento de este sacrificio forzado, alivia en parte el peso de esa humillación que me persigue desde Farsalia.

Aquí, bajo el sol implacable de Oriente, y entre los ecos aún presentes de la reciente masacre en Zela, la gloria de César se alza, deslumbrante y terrible. Pero mis ojos, Cicerón, no ven más allá de las cadenas de oro que, con cada victoria, él forja con astucia para nuestra amada República. Tu descripción de Roma, de ese Senado postrado que ha olvidado su dignidad, de las estatuas que profanan a los dioses con una insolencia inaudita, resuena con la verdad que mis propios ojos han presenciado en mis pocas visitas a la Urbe. Comparto plenamente tu desprecio por la ceguera que ha invadido a nuestra élite, esa élite que aplaude y se doblega ante el tirano, y por la adulación servil que se ha apoderado de tantos que antes se decían defensores de la libertad. Los veo aquí, entre sus legados, sus ojos vacíos, sus almas vendidas por una cuota de poder efímero.

Me reconforta, más de lo que imaginas, saber de Bruto. Su búsqueda en la filosofía es un camino noble, una fortaleza en estos tiempos de barbarie, y que se cuide de sus finanzas, porque de su propio dinero seguro que va a necesitar para la causa de la República. Sé, con una certeza inquebrantable, que su honor es un fuego sagrado que no se extingue como el de su tío Catón, que arde con la misma pureza que el tuyo, mi querido amigo, y que el mío, a pesar de las sombras que nos rodean. Él, como tú, comprende que hay principios que no se negocian, incluso a riesgo de la propia vida.

No perderé la esperanza, Cicerón, te lo juro por los Manes de nuestros antepasados y por la memoria de la Roma libre. La paciencia es una virtud difícil y una carga pesada en estos tiempos convulsos, una agonía lenta que a veces parece interminable. Pero tus palabras, tu fe en la justicia ineludible, me reafirman en mi propósito. La tiranía, en su propia soberbia desmedida y su ceguera ante los límites humanos y divinos, siempre labra su propia tumba, siempre engendra la semilla de su destrucción. Es una ley inmutable del cosmos, un axioma que la historia, si sabemos leerla, nos grita sin cesar. Y cuando llegue ese momento fatídico, cuando el fruto de su arrogancia esté maduro para caer y los dioses dicten su sentencia final, puedes estar seguro de que mi espada, y mi corazón, estarán listos para luchar por la verdadera libertad de Roma, sin dudar, sin un ápice de clemencia.

Estoy poniendo en orden varios asuntos aquí en Oriente, y no lo hago por César, sino porque tengo el presentimiento de que algún día tendré que volver aquí para la gobernabilidad, o quizás para volver a pacificar si los pontinos, armenios o partos vuelven a ser seria amenaza para Roma. Tomo medidas económicas, fijo unos tributos equilibrados, refuerzo las defensas, imparto justicia, pero creo que muy pronto regresaré a Roma.

Tu servidor y leal amigo de la República, Cayo Casio Longino.



CAPÍTULO 7: LA CORONACIÓN Y LA SEMILLA DE LA RUINA

Tras la fulgurante victoria en Zela, donde la Legio VI Ferrata había cimentado su leyenda al barrer al ejército de Farnaces II en un suspiro, Julio César, el Dictador Invicto, no se precipitó de vuelta a la Ciudad Eterna. Dejó a Cayo Casio Longino con la ingrata tarea de organizar los despojos de la provincia del Ponto y la convulsa región de Asia Menor. Para Casio, aquello era una burla, una humillación calculada por parte del hombre al que odiaba. ¡Mierda! —resonaba en su cabeza, mientras supervisaba la tediosa contabilidad de impuestos y la repartición de tierras quemadas por la guerra—. Me ha relegado a tareas de escriba, a ser un mero intendente en un rincón olvidado del imperio, mientras él regresa a Roma para regodearse en su poder. Se cree el único engranaje de Roma, el imprescindible, el dictador perenne. Casio, con su rostro anguloso y su mirada afilada, observaba a los mercaderes y funcionarios, su mente lejos de las cifras, tejiendo la amargura de la derrota y el resentimiento por la clemencia que César le había impuesto. Cada día bajo el yugo de César, incluso en la lejanía, era un recordatorio constante de su humillación, una cadena invisible que apretaba su orgullo republicano.



Las noticias de Roma llegaban lentas pero implacables, como un veneno que se filtraba gota a gota en el alma de Casio. César, con la mente tan afilada como la hoja de una espada bárbara, se había zambullido en la tarea de reordenar el estado tras su prolongada ausencia. Informes hablaban de deudas perdonadas, de la distribución de grano a la plebe, de leyes que supuestamente buscaban apaciguar el caos. Casio leía cada detalle, no como actos de buen gobierno, sino como los movimientos calculados de un tirano, un estratega consumado que compraba la lealtad de la plebe y neutralizaba la resistencia del Senado. Problemas financieros, ¿eh? —resoplaba Casio para sus adentros, el desprecio marcando una línea fina en sus labios—. No, solo el reparto de prebendas para comprar la lealtad de esa masa voluble que hoy aclama y mañana crucifica. La misma plebe que ovacionó a Pompeyo y ahora besa las sandalias de César. Pensaba en la facilidad con la que Roma, esa Ciudad Eterna a la que tanto amaba, se dejaba seducir por el brillo del poder absoluto, sacrificando la libertad por el pan y el circo. Dicta leyes para apaciguarlos, reorganiza la sociedad, sí, para que gire en torno a él, como un sol en su propio firmamento. Roma es una máquina que necesita un engranaje central fuerte, ¡y él lo es!. ¡Lo quiera o no el Senado!. El sarcasmo era un sabor amargo en su boca. La prolongada ausencia de César había sumido a la capital en un caos, sí, pero él lo arreglaba a su imagen y semejanza, pisoteando las tradiciones, convirtiendo la República en una mascarada. La convicción de Casio se afianzaba día a día: la República agonizaba, y solo una acción drástica, sangrienta y sin retorno, podría salvarla de la inevitable coronación de ese déspota.



Pero la guerra no había terminado. En la rica provincia romana de África, los últimos rescoldos del optimismo pompeyano se habían reagrupado. Liderados por figuras tan diversas como el impertérrito Catón el Joven, que no era tan joven pese al mote, cuya rigidez moral era tan inquebrantable como su convicción; el influyente Metelo Escipión, el veterano y astuto Tito Labieno, cuya traición a César había cimentado su odio; y el rey númida Juba I, que aportaba legiones de infantería y una temible fuerza de elefantes de guerra, esta coalición representaba el último gran desafío militar a la hegemonía del Dictador. La atmósfera en sus campamentos era densa, una mezcla de esperanza desesperada y el hedor dulce y almizclado de las bestias de guerra, cuyo estruendo y barritos hacían vibrar la tierra.



César, con su flota, partió hacia África a finales del 47 a.C. Su desembarco fue tan legendario como arriesgado, una audacia que rozaba la locura. Las galeras se acercaron a las costas bajo el sol abrasador, con el murmullo de las olas y el chirrido de las proas sobre la arena. En el instante crucial, mientras el primer barco rozaba la playa, César, en un impulso casi suicida, se precipitó por la rampa, tropezando al tocar tierra. Un mal augurio, un tropiezo fatal. Pero César, el manipulador de destinos, el hombre que doblaba la realidad a su voluntad, se recuperó con una agilidad sorprendente para su edad y, en un destello de genialidad teatral, exclamó, alzando sus manos cubiertas de arena: "¡África, te tengo!. ¡He tomado posesión de África con mis propias manos!". Los legionarios, petrificados un instante por el tropiezo, estallaron en vítores. El infortunio se había transformado en un presagio de victoria entre estos legionarios llenos de supersticiones ante detalles que tenían pinta de mal auguro.



La campaña africana culminaría en la devastadora Batalla de Tapso en el 46 a.C. El día del enfrentamiento, el aire era espeso con el polvo levantado por miles de pies y el olor acre del miedo. El ejército pompeyano, ya sin el fallecido Pompeyo, con sus líneas inamovibles y sus elefantes de guerra desplegados en el frente, parecía una muralla invencible. Los paquidermos, moles de carne y furia, con sus colmillos afilados y sus howdahs llenos de arqueros, representaban una amenaza psicológica y física.



Pero César era un maestro del engaño y de la brutalidad organizada. Sus legiones, curtidas en mil batallas, avanzaron con una disciplina aterradora. La carnicería comenzó con el estruendo ensordecedor de las cargas y el choque de los escudos. Los elefantes, inicialmente imponentes, fueron recibidos con la astucia romana: las cohortes abrieron sus filas, los hombres lanzaron pilums a sus ojos y vientres, y los flanqueadores con hachas cortaron los tendones de sus patas. Los gigantes, heridos y enloquecidos por el dolor, se volvieron contra sus propios aliados, sembrando el pánico y el caos en las filas pompeyanas.



En el centro, la Legio X, con su ímpetu legendario, arremetió contra los infantes de Escipión. El gladius corto y letal bailaba en las manos de los legionarios, abriendo carne y rompiendo huesos. Los gritos de los moribundos, el clangor del acero, el bramido de los elefantes agonizantes, todo se mezclaba en una sinfonía infernal de destrucción. Las líneas se desmoronaron, la resistencia se quebró. César, imperturbable, dirigía desde la retaguardia, moviendo sus unidades con la precisión de un autómata. La caballería de Labieno intentó una fuga desesperada, pero fue interceptada y masacrada. Los republicanos fueron aplastados sin piedad, miles de ellos masacrados mientras huían, sin que César les concediera el missio el perdón de los infames gladiadores. Fue una victoria total, pero manchada de una crueldad que incluso sus propios hombres llegaron a considerar excesiva. Tapso no fue solo una victoria militar; fue el sellado brutal del destino de muchos de sus viejos enemigos y la consolidación definitiva del dominio militar de César, sin dejar espacio a la piedad. Poco después César se enteró de que Marco Porcio Catón, huido hacia Útica tras la derrota de Tapso, se negó a vivir en un mundo dominado por Julio César y, rehusando aceptar el perdón de este, se quitó la vida apuñalándose con su propia espada. La historia relata que no murió inmediatamente y, tras ser atendido, se arrancó los vendajes y sus propios intestinos para asegurar su muerte, fiel a sus principios estoicos hasta el final. Cayo Casio Longino sentía lo mismo que Marco Porcio Catón, pero no llegó a pensar en el extremo de suicidarse, teniendo lo de seguir la vida como una esperanza de volver a la tradición de la República Romana de las libertades patricias, por muy sufrido y desesperado que se sintiera tratando de mantener las apariencias ante la clemencia que le había concedido César. 



LA CORONACIÓN Y LA SEMILLA DE LA RUINA

El regreso de César a Roma tras Tapso fue una apoteosis. No un simple triunfo, sino cuatro triunfos consecutivos, en una exhibición de poder y riqueza sin precedentes, una glorificación sin tapujos de su genio militar que humillaba a sus rivales y a la propia tradición republicana. La Ciudad Eterna se vistió de fiesta, pero para muchos, como Casio, era un carnaval de la tiranía, un espectáculo obsceno.



Cayo Casio Longino se encontraba entre la multitud, un espectador forzado en aquella farsa de gloria. De pie, inmóvil en la Vía Sacra, con la toga impecablemente ajustada, intentaba disimular el nudo de bilis que se le formaba en el estómago. Observaba el despliegue del circo de César, cada detalle, cada artificio, como un anatomista diseccionando un cadáver putrefacto. ¡Cuatro triunfos! —resonaba en su mente, una burla al sentido común que le provocaba una acidez corrosiva—. Uno por la Galia, bien, una guerra bárbara. Uno por Egipto, ¿quizás el Ponto, del cual me debe parte del mérito?. ¿Y el cuarto?,  ¿África?. ¿Es que las victorias sobre los propios romanos, sobre aquellos que luchaban por la República, sobre los últimos y verdaderos hijos de Roma, merecen también el carro triunfal?. Para Casio, aquello no era la celebración de la virtud romana, sino la coronación de un monarca que se negaba a ser coronado, un paso más en la deificación de un hombre que se creía por encima de las leyes, de los dioses, incluso de la propia Roma. Pero a la plebe romana le entusiasmaba este tipo de espectáculo que les recordaba que Roma era siempre invencible, incluso contra parte de sus propios hijos.  Su presencia allí era una tortura autoimpuesta, un acto de masoquismo político para no perder detalle de la degradación de su ciudad. Además no estaría bien considerado no haberse dejado ver en estos eventos tan excepcionales, puesto que a César le llegaba la información de todos gracias a su extensa y eficaz red de espías.


 

Las calles se adornaban con guirnaldas y tapices, y el incienso quemado en cada esquina, un hedor dulzón y empalagoso, se mezclaba con el aliento rancio de la multitud exultante, que coreaba el nombre de su nuevo dios. La procesión, que se extendía durante varios días, era un torrente de color, sonido y un botín que solo servía para humillar. Delante iban los lictores, con sus haces, el símbolo del poder de Roma, ahora desvergonzadamente al servicio de un solo hombre. Les seguían músicos tocando flautas y trompetas, cuyas melodías triunfales se ahogaban en el clamor ignorante de la plebe. Venían a continuación los tablones pintados, portados por esclavos, que representaban los escenarios de las victorias. Casio fijaba la vista en cada uno, sus ojos fríos y analíticos, discerniendo la propaganda tras el arte: la Galia, con sus ciudades ardiendo y sus guerreros capturados, le recordaba la brutalidad desatada por César sobre pueblos que solo defendían su tierra. Egipto, con el Nilo y el Faro de Alejandría, y una imagen, quizás, del trágico suicidio de Aquilas  el eunuco y comandante en jefe del ejército del faraón Ptolomeo XIII de Egipto, hermano menor de Cleopatra VII., era la prueba de cómo César había intervenido en los asuntos de un reino soberano para imponer su voluntad, no por la gloria de Roma, sino por su propia agenda personal y su capricho por una reina extranjera. El Ponto, con la frase "Veni, vidi, vici" en letras doradas, una exhibición descarada de arrogancia, una bofetada a la modestia que los grandes generales de la República solían simular. Y finalmente, África, con sus fieras salvajes y sus reyes sometidos, el triunfo más amargo, el que celebraba la derrota de Catón y Escipión, de los últimos hombres que defendieron la República con su sangre, con su honor. ¿Esto es gloria? —pensaba Casio, su mandíbula tensa hasta el dolor—. Es la exhibición de un carnicero de la libertad, de un parricida que ha degollado a su propia madre, la República.



Después, venían los tesoros, incontables carros cargados con oro, plata, estatuas saqueadas y obras de arte. Casio veía en cada joya, en cada pieza de mármol, la riqueza robada, la avaricia insaciable de un hombre que había desangrado el mundo para alimentar su ego. Eran el precio de la sangre de los buenos, de los justos. Tras ellos, los prisioneros de guerra, reyes, nobles y generales encadenados, su dignidad rota, arrastrados por las calles para el regocijo de los romanos. Entre ellos, quizás, se distinguía al príncipe Vercingetórix, el líder galo, cuya noble resistencia había sido aplastada para mayor gloria de César, no de Roma. La imagen de aquellos hombres, encadenados y humillados, reflejaba para Casio el destino de la propia Roma bajo César: una esclava adornada para complacer a su amo, pero esclava al fin y al cabo. El espectáculo más impactante eran los animales exóticos: leones de Numidia, panteras, jirafas (algo nunca visto en Roma), y hasta un elefante, arrastrados por la Vía Sacra, sus gruñidos y barridos mezclándose con los gritos. Son trofeos, sí, —musitaba su mente—, pero también son presagios. Bestias salvajes para una Roma que se vuelve salvaje, esclavizada por la voluntad de una sola bestia, César.



Finalmente, llegó César. Vestido con una toga púrpura y dorada, con una corona de laurel en la cabeza y el rostro pintado de rojo, como Júpiter Óptimo Máximo, iba en un carro de triunfo tirado por cuatro caballos blancos. Cuando su carro alcanzó el Capitolio, fue recibido por los sacerdotes, los flamines, con sus vestimentas rituales, quienes le ofrecieron incienso y sacrificios, rindiendo pleitesía a un hombre vivo como si fuera una deidad. Tras los rituales, César, con su voz potente y resonante, se dirigió a la plebe en un discurso breve y conciso, un torrente de palabras cuidadosamente elegidas que la multitud bebió con avidez. "¡Ciudadanos de Roma!", proclamó, con el puño en alto. "Vuestras victorias son vuestras, y solo vuestras. He traído paz y prosperidad a vuestro imperio. La República se regocija hoy en su gloria y su porvenir. ¡Viva Roma!". Sus palabras eran un bálsamo para la multitud, una reafirmación de su grandeza, que la plebe, ebria de espectáculo y pan, devoraba sin cuestionar.



Después de este efímero discurso, la procesión continuó, seguida de sus legados y sus legiones, veteranos curtidos con sus estandartes alzados, cantando versos pícaros sobre su general, pero también ensalzándolo como un dios, elevándolo por encima de la mortalidad, preparándolo para el altar. La ostentación era absoluta, un desafío flagrante a la sobriedad republicana. Para Casio y otros senadores que compartían su amargura, era la culminación de la hybris arrogante de César, la manifestación visible de que ya no había vuelta atrás, que solo un acto de sacrificio supremo podría evitar que Roma se inclinara para siempre ante la rodilla de un rey. Esta es la podredumbre, —pensó Casio, sus ojos oscuros y fijos en la figura del Dictador, que ahora se adentraba en el Foro—, la señal de que el cuerpo de la República ha sido invadido por una enfermedad mortal. Si nadie detiene esto, Roma morirá. Y entonces, ¿qué valor tendrá la vida?. La semilla de la conspiración, regada por el resentimiento y el idealismo, el desprecio por la plebe y la furia contenida, comenzaba a germinar, profunda y amenazante, en su mente.



Después de los desfiles, llegaron los banquetes y los juegos que el dictador ofrecía a la plebe, pagado con parte de los botines de guerra que pertenecían a César. Los banquetes públicos, con miles de mesas dispuestas en el Foro y los circos, ofrecían carne asada, pan, pasteles, aceite de oliva, y vino a raudales, una orgía de abundancia para una plebe acostumbrada a la escasez. Pero los verdaderos protagonistas eran los ludi en el Anfiteatro, donde la civilización romana se desnudaba hasta su brutal esencia.



El hedor de la arena, una mezcla de sudor, sangre vieja y pavor fresco, golpeaba las fosas nasales antes siquiera de cruzar los vomitorios. César, como lanista (dueño y entrenador de gladiadores) de su propia escuela en Capua, dispuso un espectáculo sin parangón. La multitud, una masa bramante y enardecida, se apiñaba en las gradas, sedienta de sangre. Abajo, en el corazón de la bestia de piedra, el Anfiteatro, los gladiadores esperaban. Algunos eran veteranos, sus cuerpos un mapa de cicatrices; otros, novatos, con el miedo visible en sus ojos detrás de las rendijas de sus yelmos. El sol de la tarde golpeaba el pulso de los tambores, marcando el ritmo de la inevitable matanza.



En el primer enfrentamiento, dos mirmillones avanzaron, pesados, lentos, escudos scuta rectangulares de tres capas de madera y cuero al frente, sus gladii cortos y letales listos para el tajo o la estocada. Sus yelmos, con cresta de pez, les daban una apariencia monstruosa. Del otro lado, dos tracios, más ligeros, con pequeños escudos parmula redondos y sus dagas curvas, las sicae, diseñadas para contornear escudos y perforar armaduras. Un mirmillón cargó, su scutum chocó contra el parmula con un bang sordo. El tracio, ágil, se deslizó por debajo del golpe, su sica buscando la axila desprotegida. El mirmillón retrocedió, la sangre brotando de un rasguño, mientras el público rugía, pidiendo más, siempre más. El acero chocaba con el bronce de las armaduras, los músculos se tensaban hasta el límite, y la arena empezaba a teñirse de carmesí.



Luego llegaron los reciarios y los secutor. Un reciario, ágil y casi desnudo salvo por un protector en el hombro, con su red en la mano izquierda y su tridente en la derecha, bailaba alrededor de su oponente. El secutor, pesado y metódico, su casco liso y su escudo alargado diseñados para no ofrecer puntos de agarre a la red, avanzaba inexorable. La red voló, una telaraña mortal, y el secutor la esquivó por poco, su gladius buscando un golpe decisivo. El reciario, con un grito gutural, cargó con el tridente, su punta buscando el pecho del secutor, pero este desvió el golpe con su escudo y en un movimiento rápido, perforó la pierna del reciario. La multitud, hipnotizada, contenía el aliento. El reciario cayó, su sangre fluyendo. Levantó un dedo, pidiendo missio, perdón. Pero el pulgar del editor, del organizador de los juegos, se giró hacia abajo. Jugula!. ¡Degüella!. Y el carnifex, el ejecutor, dio el golpe final, preciso y brutal, que acalló el último gemido. Los libitarii, esclavos taciturnos con capuchas y largos garfios, arrastraron el cuerpo inerte por la Puerta de la Muerte, mientras nuevos pares de combatientes entraban, listos para teñir la arena de púrpura, sus ojos fijos en un destino incierto. El hedor de la muerte se mezclaba con el aliento excitado de la multitud.



Entre los combates de gladiadores, la arena se transformaba en un coto de caza salvaje: las cacerías de animales (venationes). Los animales exóticos, traídos de las lejanas tierras de África, eran soltados en el circo, acorralados por cazadores armados con lanzas y redes. Leones de melena imponente, leopardos ágiles, osos feroces y hasta toros salvajes eran sacrificados en un espectáculo de brutalidad controlada. La arena se llenaba de rugidos, bramidos y los gritos de los cazadores, una danza de vida y muerte que fascinaba a la plebe. Un león, majestuoso y confuso, salió a la arena, sus ojos amarillos brillando con furia. Dos cazadores con lanzas largas lo cercaron. El felino rugió, su melena se erizó, y se abalanzó sobre uno de ellos, sus garras buscando desgarrar. El cazador, con una agilidad sorprendente, esquivó el ataque, clavando la lanza en el costado del animal. El león rugió de nuevo, esta vez de dolor, antes de desplomarse, su vida escurriéndose por la herida abierta. La multitud estalló en aplausos, una aprobación macabra a la brutalidad.



Pero si la sangre en el Anfiteatro era brutal, la velocidad y el caos del Circo Máximo eran una locura organizada. El Circo Máximo vibraba con la fiebre de las carreras de carros. Los aurigas, cubiertos de cuero y correas, sus músculos tensos bajo la piel, manejaban sus cuádrigas (cuatro caballos) o bigas (dos caballos) a velocidades vertiginosas. Los carros, ligeros y frágiles, se apiñaban en las curvas de la spina, levantando nubes de polvo y sudor de caballo. Los gritos de las facciones (Azul, Roja, Blanca, Verde) eran ensordecedores, una sinfonía de histeria colectiva. Los aurigas, con el látigo en mano, buscaban la posición interior, la ventaja de la curva, en una danza de riesgo calculado. Un giro demasiado cerrado, un empujón de un carro rival que buscaba desestabilizarlo, y el desastre era inminente. El carro del equipo Rojo, en la séptima vuelta, tomó la curva interior a demasiada velocidad. El auriga, un joven hispano de mirada desafiante, sintió cómo el eje derecho se combaba. Un crujido seco, un grito ahogado. El carro volcó, desintegrándose en astillas de madera y cuero. Los caballos, desbocados por el terror, arrastraron al auriga por las riendas, su cuerpo pulverizándose contra la pista de arena y grava. La multitud, lejos de horrorizarse, estalló en un clamor histérico, riendo y gritando con cada fragmento de madera volando y cada cuerpo que quedaba atrás, una masa inerte sobre la arena, envuelta en la nube de polvo. La desgracia era el clímax para el público; la muerte en el circo era tan parte del espectáculo como la victoria. Una sociedad que se deleitaba con la violencia organizada, un reflejo del tirano que la gobernaba.



LA ÚLTIMA RESISTENCIA EN HISPANIA: MUNDA

Pero la victoria total aún se le negaba a César. Un último y formidable foco de resistencia pompeyana ardía en la distante provincia de Hispania, liderado por los hijos de Pompeyo, el ambicioso Cneo Pompeyo el Joven y el escurridizo Sexto Pompeyo. César, ya un hombre entrado en años, superados los cincuenta, y un cuerpo que empezaba a sentir el peso de una vida de guerras y enfermedades crónicas, partió hacia la Península Ibérica a finales del 46 a.C. o principios del 45 a.C. Sería la campaña más difícil y sangrienta de su carrera, una prueba de fuego para su genio militar y, sobre todo, para su voluntad. Esta tierra, Hispania, de la que los romanos decían que era el primer país invadido y último dominado por Roma, se convertiría en el escenario de la batalla más dura de Cayo Julio César, donde el cuerpo cansado de un viejo guerrero ya maduro y envejecido se enfrentaría a su prueba definitiva.



El alba del 17 de marzo del año 45 antes de Cristo se desparramaba perezosa sobre los campos pardos que se extendían al pie de la colina de Munda. El cielo, un lienzo grisáceo aún sin promesas, apenas comenzaba a teñirse de un azul que presagiaba una jornada tan implacable como la sed de sangre que bullía en el corazón de ambos ejércitos. A lo lejos, las montañas se perfilaban como gigantes adormecidos, testigos milenarios de las pugnas humanas. El viento, fresco y traicionero, arrastraba el olor a tierra húmeda, a miedo contenido y al metal de las armas que relucían bajo la incipiente luz. Era el silencio tenso que precede al rugido del infierno.



Cayo Julio César, con el rostro surcado por las cicatrices de la edad y la guerra, apenas había dormido. Sus ojos, enrojecidos, observaban el horizonte. Su tienda, austera como la de un simple legionario, no ocultaba el rugido sordo de su estómago, revuelto por la tensión y el ayuno. Había pasado la noche trazando estrategias en un mapa de cuero, sus dedos, nudos de callos y viejas heridas, delineando la orografía de un terreno que no conocía bien, pero que intuía vital, pese a que en su juventud le habían destinado como cuestor en Hispania llegando a Gades ( Cádiz) donde vío una estatua de Alejandro Magno y lloró porque aunque el rey macedonio a esta edad ya había conquistado el mundo, él todavía no había hecho gran cosa que digamos. Pero sabía que esta no era otra Gergovia, no era un mero asedio. Esto era Munda. El envite final. Y enfrente, los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, habían elegido el terreno con la astucia de quien pelea por su vida, por su nombre y por la memoria de un padre humillado. La lucha era contra disciplinados soldados romanos, auxiliados por hispanos muy fieros y belicosos, que no era lo mismo que contra los torpes galos. Los pompeyanos se habían posicionado sobre una colina escarpada, flanqueada por una corriente de agua y un olivar denso, una fortaleza natural que los hacía casi inexpugnables. Sus dieciséis legiones, las últimas esperanzas de la República, y un contingente considerable de caballería mauritana, aguardaban, disciplinadas, con el sol naciente a sus espaldas, cegando a los cesarianos.



Desde el campamento pompeyano, Cneo Pompeyo el Joven observaba el despliegue de las legiones de César en el valle. Su corazón latía con una mezcla de pavor y de una rabia ancestral. Había elegido el terreno con una maestría táctica que ni su propio padre hubiera superado. La colina era un baluarte. Sus tropas, aunque menos curtidas que las de César, luchaban por algo más que la paga: luchaban por el alma de la República, por la sangre de su linaje. "Hoy se decide todo", musitó a un oficial cercano, su voz ronca de la tensión. "Si César cae aquí, la República renace. Si no, su tiranía será eterna."



César, con sus ocho legiones veteranas, pero mermadas por años de guerra incesante, y la Legio X Equestris con algunos de sus legionarios montados a caballo, su favorita, se desplegó en el valle. Sus hombres, curtidos en las Galias, Egipto y África, sintieron el gélido abrazo del temor. No era el miedo a morir, sino el miedo a fracasar, a perder la apuesta final. César, a lomos de su caballo, recorrió las filas, sus ojos, acostumbrados a leer la voluntad en los rostros de sus hombres, notando la rigidez, la incertidumbre. El silencio que precedió al choque era denso, pesado, solo roto por el batir de los estandartes y el grito gutural de algún oficial.



El avance de las legiones cesarianas fue lento, agónico. La subida de la colina, bajo una lluvia de pilums y flechas, se convirtió en un tormento. Los escudos scuta se alzaban como muros móviles, pero cada impacto resonaba en los brazos de los legionarios, cada flecha silbante era una punzada de terror. Lucio Vario, centurión de la Legio X, sintió el impacto de un pilum en su escudo, el golpe le hizo tambalear. "¡Avanzad, perros!. ¡Por Roma!. ¡Por César!" gritó, su voz rasgada por la adrenalina.  "¡Matad a esos bastardos senatoriales!. ¡Abridles las tripas y enseñadles lo que es la guerra de verdad!". Vio a sus hombres caer, la cuesta empinada, el sol naciente cegándolos. El choque frontal fue brutal. Las espadas cortas, los gladii, danzaron en un torbellino de acero y carne. La disciplina cesariana se enfrentaba a la desesperación pompeyana, romanos contra romanos. La lucha se empantanó, una carnicería cuerpo a cuerpo donde cada metro se ganaba con sangre. Las filas se mezclaban, los gritos de los heridos ahogaban las órdenes de los centuriones. César, desde su posición, veía cómo sus veteranos, sus "diezmados invencibles", vacilaban. La Legio X, en su ala derecha, que siempre había sido la que desequilibraba la balanza, se veía empujada hacia el valle, contenida por la ferocidad de los legionarios pompeyanos. La línea flaqueaba, la brecha se abría.



En un momento de desesperación, viendo cómo su ala derecha empezaba a ceder, César, en un acto que desafiaba su prudencia, su rango y su propia resistencia física, desmontó de su caballo. Fue el gesto de un hombre que lo arriesgaba todo, su cuerpo de cincuenta y tantos años protestando con cada movimiento, cada fibra muscular gritando de cansancio. Con el gladius en la mano, se lanzó a la vanguardia de la Legio X, su armadura reluciendo, su rostro surcado por el esfuerzo. "¡Venid, veteranos!. ¡Si hoy morimos, que sea aquí, a los pies de mi caballo!. ¡Haced de vuestro general una ofrenda digna a los dioses!". Su voz, ronca por la edad y la tensión, resonó entre el estruendo de la batalla. Los hombres de la X, agotados, desmoralizados, alzaron la vista y lo vieron. No era una orden, era una súplica, una invitación a la muerte gloriosa junto a su líder. Era el César de las Galias que no consentía que ningún águila imperial cayera en poder de los bárbaros, el que había cruzado el Rubicón, el que había ganado en Farsalia. Su aparición, su rostro cubierto de polvo y sudor, su cuerpo en el fragor de la batalla, empuñando el gladius como un legionario más, infundió nueva vida a sus hombres. Lucio Vario sintió un escalofrío de reverencia. El Dictador, su general, arriesgaba su vida con ellos. "¡Por César!" rugió, y el grito se propagó como un incendio, encendiendo una furia renovada.



La lucha se reanudó con una intensidad aún mayor. El ejército pompeyano, viendo a César en la línea del frente, también se esforzó con una desesperación final, sabiendo que era su última oportunidad. Cneo Pompeyo hijo observó con horror cómo el torbellino cesariano se reagrupaba, cómo el fuego de César reavivaba a sus tropas. La masacre fue inaudita. Las colinas se tiñeron de rojo, y los arroyos se llevaron la sangre de miles. Finalmente, la táctica de César de enviar un destacamento de caballería para flanquear al enemigo y atacar su retaguardia, combinada con la presión constante de la Legio X y el ímpetu de su líder, rompió la resistencia pompeyana. Las líneas se quebraron, el pánico se apoderó de los republicanos. Cneo Pompeyo fue herido y huyó, para ser capturado y ejecutado poco después, su cabeza cortada enviada a César como macabro trofeo. Sexto logró escapar, aunque su amenaza se diluiría con el tiempo. La victoria fue total, pero costó miles de vidas y dejó a César al borde del colapso físico y mental, exhausto por el esfuerzo sobrehumano. "Otras victorias", se dice que comentó, con un sudor frío empapándole la frente, "las ganó el general; esta, el soldado." Fue la confirmación final de su genio, el último esfuerzo de un cuerpo gastado, pero también la última gota de sangre derramada en su camino hacia el poder absoluto.



EL REGRESO A ROMA Y LA AMISTAD REPUBLICANA

Mientras César consolidaba su victoria final en Hispania, Cayo Casio Longino había regresado a Roma, aunque con un alma cargada de la humillación de la derrota en Farsalia y el pesado yugo de la clemencia de César. A diferencia de otros que se apresuraron a unirse a las campañas africanas y españolas del dictador, Casio, con su férrea convicción republicana, se negó categóricamente a luchar contra los últimos pompeyanos. Su orgullo no le permitía alzar su espada contra hombres que, a su modo, defendían los mismos ideales de libertad que él. César, consciente del espíritu indomable de Casio, y quizás por una mezcla de respeto y cálculo político, le permitió retirarse a la vida pública de Roma, donde el nombramiento de pretor le concedería una plataforma, aunque menor. Una jaula dorada, eso es lo que me ha dado, pensaba Casio, un título sin poder real, para mantenerme cerca y vigilado. Pero no me ha roto el espíritu, yo no soy Catón. No todavía.



Durante este periodo de tensa calma, la amistad entre Cayo Casio Longino y Marco Tulio Cicerón se consolidó, forjada en la fragua de la desilusión y el temor compartido por el destino de Roma. Ambos, defensores acérrimos de la República agonizante, encontraron consuelo y complicidad en sus conversaciones, que se extendían hasta altas horas de la noche, mientras el vino de Falerno menguaba en las ánforas y la luz de las lámparas de aceite vacilaba. Sus villas, tanto la de Casio en el Palatino o Tívoli como la de Cicerón en Túsculo a unos 25 kilométros de Roma, se convirtieron en refugios para el intercambio de ideas, a menudo amargas, sobre la decadencia de Roma. Casio, con su agudo pragmatismo, su mente afilada como una hoja de obsidiana, y Cicerón, con su inigualable elocuencia, su voz que podía conmover al Senado entero, compartían un profundo desprecio por la tiranía de César, que veían crecer como una maleza venenosa.



Una tarde, lejos del bullicio de los juegos y la plebe, Casio y Junia Tercia, su esposa, junto a Cicerón y su esposa Terencia, y sus hijos, asistieron a una representación teatral. No se trataba de las ruidosas pantomimas ni de los obscenos mimos que encandilaban a las masas. Era una tragedia de Sófocles, una reposición de "Antígona", la historia de la hija de Edipo que desafía la ley del rey Creonte para dar sepultura digna a su hermano, siguiendo las leyes no escritas de los dioses. Casio observaba la escena final con una intensidad casi febril, su mandíbula tensa. Cuando el telón cayó sobre la desolación de Creonte, diezmado por su propia arrogancia y la inflexible voluntad de Antígona, el silencio en el teatro era casi tan pesado como el que envolvía a Roma.



Mientras la multitud se dispersaba, Casio y Cicerón se detuvieron a la sombra de un pórtico, la conversación inevitable. "Creonte, ¿no es así?", murmuró Casio, su voz áspera, el eco de la tragedia aún en sus oídos. "Un hombre que cree que su ley, su voluntad, está por encima de todo. Incluso por encima de la justicia divina, de la piedad más elemental."



Cicerón asintió lentamente, sus ojos grises llenos de una melancolía profunda. "En efecto, Casio. La arrogante hybris del poder sin límites. La creencia de que un hombre puede modelar el universo a su antojo, sin respeto por las antiguas costumbres, por las leyes no escritas que rigen la convivencia. Antígona es la personificación de la ley moral, de la conciencia individual que se alza contra la tiranía del Estado."



"Y Creonte es César," soltó Casio sin rodeos, sus palabras cortantes como un gladius. "Él también cree que es el Estado. Que su voluntad es la única ley. Y el pueblo, ¿qué hace el pueblo?. Aclama sus juegos, come su pan, y se deleita en la sangre de otros hombres, mientras su propia libertad se desangra." Su mirada se endureció. "Roma prefiere el embrutecedor espectáculo de la sangre y la barbarie en la arena a la sabiduría de los filósofos o la justicia de los dioses. Las luchas de gladiadores y las cacerías de fieras, que la plebe embrutecida y analfabeta vitoreaba con sed de sangre, eran para él una señal más de la decadencia moral de la República, un síntoma de la enfermedad que César había traído, una úlcera que se extendía por el alma de la Ciudad. Para Casio y Cicerón, la tragedia griega, con sus complejas tramas, sus versos elevados y los dilemas morales de sus personajes, resonaba con su propia angustia por el destino de Roma. Preferían mil veces el drama catártico de una tragedia, la reflexión sobre la justicia y el destino, que la vulgaridad de los juegos.



Cicerón suspiró, su elocuencia contenida en la gravedad del momento. "Temo que tienes razón, mi querido Casio. El pueblo ha olvidado su propia dignidad. Se ha enamorado de la mano que le da pan y le ofrece espectáculos sangrientos. ¿Y nosotros?. ¿Qué somos nosotros?. ¿Antígonas gritando en el desierto, condenados a ser aplastados por la maquinaria de Creonte?".



Casio se irguió, su postura revelando una determinación de acero. "Antígona actuó. Sabía el precio, y lo pagó. Nosotros, los que aún recordamos lo que es Roma, ¿podemos permitirnos el lujo de la inacción, Marco Tulio?. ¿Podemos quedarnos quietos mientras se tejen las redes de la tiranía?. ¿O estamos destinados a ser los cómplices pasivos de nuestra propia destrucción?".



Cicerón lo miró, sus ojos reflejando la cruda verdad de las palabras de Casio. El silencio entre ellos se hizo denso, cargado de significados no expresados. Casio, siempre más directo, añadió, su voz apenas un susurro: "A veces, Marco Tulio, la ley del hombre se vuelve tan monstruosa que la ley divina exige un acto... drástico. La inacción ya no es una opción viable para quienes aman la República por encima de todo, incluso de sus propias vidas." La implicación flotó en el aire frío de la tarde romana, tan palpable como el mármol del pórtico. Cicerón no respondió con palabras, pero su mirada, fija en la de Casio, fue la única respuesta necesaria.



CLEOPATRA EN ROMA: LA REINA DEL NILO Y EL DICTADOR

En medio de la efervescencia política y social de Roma, una presencia exótica y controvertida llegó a la ciudad: Cleopatra VII, Reina de Egipto. César, que la había reinstalado en el trono de su reino tras la sangrienta Guerra Alejandrina, la hizo venir a Roma para establecer un tratado de alianza y, en parte, para exhibir su poder. Su presencia era un escándalo susurrado, una provocación para la conservadora sociedad romana. La Reina del Nilo, con su belleza y su estirpe extranjera de los Ptolomeos descendientes del general de Alejandro Magno, era una afrenta para las matronas, una fascinación para los jóvenes y un símbolo de la descarada transgresión de César. Sin embargo, debido a las estrictas leyes romanas que prohibían la entrada de reyes extranjeros dentro del sagrado pomerium (el límite religioso y urbanístico de la ciudad), Cleopatra no pudo alojarse en el corazón de Roma, un detalle que no pasó desapercibido para los puristas.



César le dispuso una lujosa mansión en los Jardines de César (Horti Caesaris), al otro lado del Tíber, en el barrio del Trastevere. Era una villa suntuosa, un pedazo de Egipto trasplantado a la ribera romana, con frescos vibrantes que narraban mitos egipcios, mosaicos exquisitos que imitaban las orillas del Nilo, y jardines perfumados donde se alzaban palmeras e hibiscos, rivalizando con los de los más ricos patricios. El aire, denso con el aroma de jazmín y especias orientales, vibraba con la presencia de sus sirvientes nubios y sus cortesanos egipcios, que se movían con la silenciosa gracia de las serpientes. Allí, entre ese oasis de opulencia exótica, la Reina del Nilo recibía a César. Sus encuentros no eran solo de naturaleza personal, aunque su hijo Cesarión —el pequeño Ptolomeo César, con sus ojos oscuros y su sonrisa que recordaba inquietantemente a su padre— era una prueba viviente de su unión. Para César, Cleopatra no era solo una amante; era una aliada estratégica vital para asegurar el suministro de grano y la riqueza de Egipto para Roma, una pieza más en su vasto tablero de ajedrez geopolítico. Para Cleopatra, César era el protector, el trampolín para asegurar la supervivencia de su reino y la legitimidad de su hijo, aunque sabía que su hijo Cesarión nunca sería Rey de Roma, porque para la mentalidad de los romanos era inconcebible tener un Rey.



Una tarde, mientras la luz dorada del atardecer filtraba entre los árboles del jardín, iluminando las intrincadas grecas de los mosaicos, César y Cleopatra estaban sentados en un peristilo abierto. Él, con su toga desabrochada, y ella, vestida con una fina túnica de lino que revelaba la grácil línea de su cuerpo. La conversación, como siempre, había derivado de lo íntimo a lo político.



"Reina Cleopatra," comenzó César, su voz rasposa pero autoritaria, "gobernar bien es encomiable, sí. Pero no empieces por lo superfluo, por los templos o los monumentos. No.". Hizo una pausa, su mirada penetrante en los ojos almendrados de ella. "Lo primero a lo que has de destinar tu dinero, tus recursos, es a procurar alimentos para aquellos que han quedado vivos en medio de esta desolación de guerra civil que habéis sufrido en Alejandría. El pan, reina. El pan siempre es lo primero."



Cleopatra, que lo escuchaba con la atención de una hiena hambrienta, asintió, su mente ya procesando la información. "Mis escribas ya calculan las existencias, César. Los almacenes..."

"Olvida los almacenes, por ahora," la interrumpió él con un gesto. "Lo segundo es retirar los escombros. Reconstruir, no solo los edificios, sino la esperanza. Y lo tercero, reina," continuó, inclinándose ligeramente, "es construir casas nuevas para la gente corriente, incluidos los pobres, aquellos que lo han perdido todo en esa guerra por tu trono. Solo cuando el pueblo de Alejandría esté servido, cuando sus vientres estén llenos y sus cabezas tengan un techo, podrás gastar dinero en los edificios públicos y los templos. Recuerda siempre atender con prioridad a los más necesitados, y lo demás lo dejas para cuando ya hayas atendido primero a los más necesitados de tu pueblo. Es así, y solo así, como se empieza la prosperidad y la recuperación de una nación. Si estos súbditos tuyos se recuperan, luego emprenden negocios, prosperan a base de trabajos esforzados y serios, esto hace que finalmente acaben estando en disposición de pagarte más tributos. La prosperidad de la clase social más baja, tiene que ser siempre la política prioritaria, porque nuestra seguridad y nuestro poder se garantiza cuando los vientres de los más humildes están bien satisfechos".



Cleopatra frunció ligeramente el ceño, su mente estratégica ponderando la sabiduría práctica de su amante. Su crianza ptolemaica la había enseñado a ver a la plebe como una masa a controlar, no a nutrir. "Mi padre y sus predecesores... nunca se preocuparon tanto por los griegos comunes, y menos por los egipcios nativos."



"Y por eso vuestro reino es un nido de revueltas," respondió César con una franqueza brutal. "Puedo asegurarte, reina, que la mayoría de las personas que han muerto en esta guerra eran macedonios o grecomacedonios. Quizá murieron cien mil. Así que tienes aún casi tres millones de personas de quienes preocuparte, personas cuyas moradas y empleos han desaparecido." Se reclinó, el gesto de un maestro a su pupila. "Desearía que comprendieras que dispones de una oportunidad de oro para granjearte las simpatías de la gran mayoría del pueblo alejandrino. Desde que se convirtió en una potencia, Roma no ha quedado reducida a ruinas ni su gente corriente se halla descuidada. Vosotros los Ptolomeos y vuestros señores macedonios habéis gobernado en un lugar mucho más grande que Roma a vuestro antojo, sin el menor ánimo de filantropía. Eso debe cambiar, o la turbamulta regresará más indignada que nunca, y Egipto no tendrá la estabilidad necesaria. Y ello, Cleopatra, pasará a ser la preocupación de Roma, que necesita tener garantizado el suministro de grano egipcio para alimentar a su propia plebe."



Cleopatra, con una chispa de astucia en sus ojos, recogió el guante. "Comprendo la necesidad de la estabilidad, mi señor. Y la importancia del grano para Roma." Se inclinó ligeramente, una sonrisa sutil asomando en sus labios. "Y si mi pueblo está satisfecho, y el grano fluye hacia Roma sin interrupciones... ¿quizás el Senado romano vería con buenos ojos que mi hijo, Cesarión, fuera reconocido no solo como Ptolomeo César, sino como un futuro aliado, incluso como un posible heredero... bajo la protección de Roma?". Sus palabras eran una danza de sutileza, una negociación velada que César comprendió al instante.



Él sonrió, un destello de admiración en sus ojos cansados. "Recuerda siempre, Cleopatra, que lo correcto es atender primero a los más necesitados de tu pueblo, y hecho esto, todo lo demás ya se viene arreglando con menores dificultades. La lealtad del pueblo es el cimiento de cualquier trono, incluso el tuyo. Y la estabilidad de Egipto... es la estabilidad de mi propia mesa." Su mirada se posó un instante en la cuna donde dormía el pequeño Cesarión, el vínculo viviente entre dos potencias, dos mentes, dos amantes en un juego de poder milenario. La villa perfumada de los Jardines de César era un microcosmos de un mundo en transformación, donde el Oriente y el Occidente se unían, en el amor y en la política, bajo la mirada escandalizada de Roma.



RUMORES EN EL PALATINO: LA MESA DE CASIO Y LA REINA EXTRANJERA

Pero la Roma patricia no era ajena a los susurros, y los jardines más exquisitos no podían sofocar las corrientes de la opinión pública que bullían en el Foro y el Palatino. En la casa de Cayo Casio Longino, la presencia de Cleopatra en el Trastevere era tema de conversación constante, un clavo más en el féretro de la ya maltrecha República. Una noche, Casio, con el alma aún enardecida por la farsa de los triunfos, organizó un banquete íntimo. No para ostentar, sino para cimentar lazos, para calibrar el pulso de la verdadera Roma. Había invitado a veteranos de su entera confianza, hombres que habían luchado a su lado en el desastre de Carras, y otros que compartían su amargura por la victoria de Zela, todos ellos con la convicción republicana grabada a fuego. Estaban los rostros curtidos de militares retirados, la agudeza de algunos senadores menores que aún no se habían doblegado del todo a César, y, por supuesto, su esposa Junia Tercia, una mujer de temple y discreción.



La cena, aunque abundante, carecía del boato que César ahora derrochaba. El vino fluía, pero con moderación, y las conversaciones, al principio distendidas, pronto derivaron hacia el tema inevitable.

Publio Servilio Casca, un tribuno de la plebe de rostro serio y maneras directas, fue el primero en romper el hielo, su voz apenas un murmullo, pero cargada de desprecio. "Han oído lo último, ¿verdad? La reina egipcia. No solo ha venido a Roma, sino que César le ha dispuesto una mansión en los Horti Caesaris. ¡Una reina extranjera, viviendo a las afueras del pomerium, como si fuera la propia diosa Isis caminando por nuestras calles!".  "Y se rumorea que nuestro Dictador le come el coño todas las noches. ¡Qué vergüenza!. ¡El amo de Roma arrodillado ante una bruja del Nilo!".



Décimo Junio Bruto Albino, un hombre de confianza de César pero con fuertes lazos republicanos que lo ponían en una encrucijada moral, carraspeó, incómodo. "Se dice que viene para asuntos de estado, para asegurar el grano de Egipto. Una alianza vital para Roma, compañeros." Su voz sonaba forzada, como si intentara convencerse a sí mismo.

Casio, que había estado observando a sus invitados, apuró un sorbo de vino y dejó la copa con un golpe seco. "¡Asuntos de estado, Bruto!. ¿O asuntos de alcoba?.¡Mierda! (¡Estercus!).¿Y ese bastardo que llaman Cesarión?. ¿Es también 'asunto de estado' que un hijo de César y una extranjera pulule por Roma, una afrenta para cada matrona romana, una burla a nuestra moral?. Mientras nosotros nos jugábamos el pellejo en Oriente, él jugaba a los dioses con esa puta egipcia.". Su voz, normalmente contenida, se alzó un poco. "¡Un rey extranjero!. ¡Dentro de nuestra órbita!. ¿Cuándo se ha visto tal cosa?. Nuestra República está siendo prostituida ante los ojos de un faraón hembra."



Junia Tercia, sentada a su lado, puso una mano tranquilizadora en el brazo de su esposo. "Mi querido, los rumores son siempre venenosos. Quizás la razón es, como dice Décimo, más política que personal."

"¡Política!" replicó Casio, ignorando a su esposa por un instante, su mirada clavada en Casca. "La política de un hombre que se cree un dios. ¿Han visto la insolencia?. ¿Los cuatro triunfos?. ¡Y ahora esto! La lleva a Roma para exhibirla como un trofeo más, para demostrar que ha sometido incluso a las reinas del Oriente. ¿Y qué sigue?. ¿Que erija estatuas de ella junto a la suya en el Foro?. ¿Que nos obligue a adorarla como a la madre de su... bastardo imperial?".



Servilio Casca asintió con la cabeza, su rostro sombrío. "Se murmura en las tabernas, Casio, que César incluso pretende reconocer a ese niño. ¿Un niño egipcio como heredero de Roma?. ¡Es una locura!".

Un veterano de Carras, Lucio Varo, un hombre con una cicatriz que le cruzaba la ceja, gruñó, sus puños apretados bajo la mesa. "En Carras, los partos nos desollaron vivos por menos insolencia. ¡Por menos orgullo!. Ese hombre... ese César... Ese puto César... está llevando a Roma a la ruina con su desmesura. ¿Qué dirían Escipión o Fabricio de esta... de esta farsa oriental en nuestra capital?".



"Dirían que la República agoniza", intervino Casio, su voz ahora más baja, pero cada palabra cargada de peso. "Que la virtus romana se ha podrido. Que hemos permitido que un hombre, uno solo, se eleve por encima de todo, sin rendir cuentas a nadie. Y que esa mujer, esa serpiente del Nilo, es solo un síntoma más de la enfermedad. Un ejemplo tangible de cómo nuestros viejos valores se están desintegrando bajo el peso de su ambición." Miró a cada hombre en la mesa, sus ojos ardientes. "Roma no es de un solo hombre, ni de sus amantes extranjeras, ni de sus bastardos. Roma es nuestra. Es de la República. Y si no la defendemos nosotros, ¿quién lo hará?".



El silencio se cernió sobre la mesa. No era el silencio de la sumisión, sino el de la grave reflexión. Las palabras de Casio, cargadas de la amargura de la derrota y el fervor republicano, resonaban en el comedor, más potentes que cualquier edicto. La crítica a César, a su hybris y a la impúdica ostentación de su relación con Cleopatra, no eran solo rumores para ellos; eran la confirmación de que la amenaza al corazón de Roma era más profunda de lo que muchos osaban admitir. Y en esa velada, bajo el techo de Casio, la idea de que la inacción no era una opción, que la República exigía un sacrificio, se afianzaba en las mentes de unos pocos hombres.




LA TRAMPA DORADA DEL DICTADOR

Cayo Casio Longino a su amigo Marco Tulio Cicerón, salud.

Desde mi domus del Palatino, Roma. A finales de la cosecha, año 709 desde la fundación de la Ciudad.

Mi querido Marco Tulio,

Recibí tu última misiva, confiada a tu diligente liberto. Haces bien en refugiarte en la serena Túsculo: Roma, ahora, es un horno sin compasión, mezcla de los vapores malsanos del Tíber y el incienso pegajoso que embriaga cada esquina para honrar a quien quiere algo más que ser hombre. No sé qué pesa más en el aire, si el calor o el temor. La atmósfera política es aún más asfixiante, cargada de rumores y miradas furtivas que lo mismo te buscan para una conspiración que para delatarte.

Te escribo no solo por afecto, sino porque ha sucedido algo que solo tu mente, tu afilada mente de águila, puede ayudarme a descifrar. Fui convocado —no invitado al banquete habitual rodeado de aduladores que se revuelven como gusanos ante la nueva carne— sino a una audiencia privada, casi conspirativa, en la biblioteca de César. Imagina la escena, Marco Tulio: yo, que rehusé marchar junto a él en África y en Hispania, que vomité en secreto su clementia, cruzando el umbral de su casa no como amigo, ni como enemigo declarado, sino como enemigo perdonado. Lo sé, Marco: no hay espada más peligrosa que la clemencia de César; ella te perdona la vida, sí, pero te recuerda cada día a quién le pertenece esa vida, y que la debes a su magnanimitas. Es una cadena invisible, más pesada que el hierro.

Me recibió de pie, un mapa de las provincias orientales desplegado sobre una mesa de limonero, tan exótico como los recientes rumores de su amante egipcia. Vestido no de púrpura imperial, sino de sencilla túnica de lino, como si el poder pudiera desvanecerse con el tejido. Ilusión vana: el verdadero poder no residía en su indumentaria, sino en la quietud glacial de su mirada, en esa calma que precede a la tormenta, a la aniquilación.

—Casio —dijo sin preámbulo, su voz carente de la menor inflexión, como el filo de una guadaña—, sé que te preguntas por qué he hecho pretor a Bruto el año pasado, y a ti ahora. No me son ajenos los murmullos del Foro, ni los cuchicheos en las domus del Palatino.

Guardé silencio: en presencia de un depredador, moverse primero es admitir debilidad, es entregar el cuello.

—Bruto —prosiguió, su voz teñida de una extraña, casi falsa, melancolía que apenas se percibía— es el hijo de Servilia. En su mirada veo la nobleza de los Junios, ese rigor moral que tanto exaltan los optimates y que tan desesperadamente necesitan ver en el nuevo orden. Nombrarlo pretor urbano fue un guiño a esa Roma que añoran los viejos senadores, a esa facción que aún no se resigna. Un puente hacia la reconciliación, un símbolo de que la virtus republicana no está proscrita en mi orden nuevo.

Pensaba yo, Marco Tulio, mientras sus palabras se hundían en mi mente como dardos envenenados: un símbolo que prefieres junto a ti, domesticado, antes que empuñando tu contraestandarte, o, peor aún, un puñal. Y entonces volvió sus ojos hacia mí, con una intensidad que traspasaba la piel.

—Pero tú, Casio, eres otra cosa. No eres un símbolo hueco, sino una realidad palpable. Eras el mejor militar de Pompeyo tras la muerte de Labieno, el único que, a pesar de la derrota, supo infligir un golpe a Craso. En ti no hay la testarudez suicida de Catón ni la niebla filosófica de Bruto que le impide ver la sangre que mancha la tierra. Eres pragmático, Casio: viste la locura de Farsalia y supiste rendirte; la inanidad de seguir a los hijos de Pompeyo y supiste regresar a tu hogar, a tu domus y a tu mujer. Ya no te engañan discursos vacíos sobre libertad y república: tú calculas, apuestas, y entiendes dónde reside el poder. Eso es lo que Roma necesita a su lado.

Aquí, Marco Tulio, sentí cómo la red comenzaba a cerrarse, cada hilo tensándose con precisión diabólica. No era una oferta, sino un ultimátum disfrazado de honor.

—Bruto gobierna la Galia Cisalpina, una tierra en paz, digna de un filósofo que prefiere los pergaminos a las legiones. Pero el futuro se juega en el Éufrates, no en el Rubicón —con su dedo, duro y marcado por mil batallas, dibujó la ruta de Siria hasta la India sobre el mapa. La conquista aguardaba—. —Por eso te nombro pretor peregrinus, Casio. Ese es solo el primer paso: cuando tu magistratura acabe, prometo apoyarte en el proconsulado de Siria. No una provincia cualquiera, Marco Tulio: la más rica, la más expuesta, la puerta de Oriente, la herida abierta en el orgullo de Roma.

No me habló solo como magistrado todopoderoso: era la confidencia de un estratega supremo, un hombre que veía el mundo como un tablero gigante. Siria, siete legiones, un poder inusitado. Parecía un regalo, un cuerno de la abundancia, pero sentí el peso de una cadena forjada en oro que se ajustaba a mi garganta.

Le pregunté, procurando que mi voz sonara firme, que no delatara la perturbación que sentía:

—¿Por qué Siria para mí… Dictador?

Su sonrisa apenas fue una sombra, una contracción efímera en la comisura de sus labios, la máscara perfecta de su ambición.

—Porque allí, aún cuelgan —y su mirada se volvió glacial, tan fría como el acero de una espada romana— en una sala de audiencias parta, las águilas de Craso, siete trofeos de nuestra vergüenza. Cada día que pasan allí, es una afrenta al Senado, una herida en nuestra memoria. Mis legiones se reúnen en Brindisi: la X, la VI, la VII… veteranos para una última campaña. Yo mismo cruzaré a Oriente, aplastaré a los partos y recuperaré esos estandartes. Pero abierta la puerta, cuando el Este se desgarre, necesitaré a un hombre de guerra y cálculo que gobierne el confín; a alguien que no tema la diplomacia enrevesada de Oriente ni la astucia traicionera de los reyes bárbaros. Necesito a Cayo Casio Longino, el hombre que una vez hirió a los partos en Carras.

En ese instante, Marco Tulio, lo vi claro, con una nitidez dolorosa: su plan es tan brillante como peligroso, una locura que solo su genio podría concebir. Es una conquista envuelta en la bandera de la venganza nacional, un engaño épico. Me quiere como clave en su juego, no como socio, sino como una pieza más, ofreciéndome poder solo si acepto servir a su designio. Si César triunfa, seré guardián de su frontera, el perro fiel que protege su botín; si fracasa, seré historia en la lista de gobernadores sacrificados, un peón desechado.

A Bruto le entrega el honor aparente, la jaula dorada; a mí el riesgo sangriento, la tentación del poder verdadero; a uno el símbolo vacío, al otro la herramienta brutal. Divide con promesas, ata con recompensas que son, en realidad, cadenas. Cree que la ambición puede torcer a quien vio a la República morir bajo su caballo, a quien sintió la humillación de la clementia como un látigo en la espalda. ¿Será así?. ¿Seré yo tan débil?.

Dime, Marco Tulio: ¿esto es alto gobierno, reconciliación sincera forjada por la necesidad… o la argucia maestra de un tirano experto en tasar la lealtad de cada romano, en comprar cada alma a su precio?.  Me pregunto si en mí aún late la indignación por la República herida, o solo el orgullo herido del que creyó nacer para mandar y se ve convertido en peón de otro, un juguete en sus manos.

Mi instinto, el mismo que me ha salvado la vida en mil batallas, grita que quien se atreve a su propia estatua entre los reyes fundadores de Roma no ofrece regalos, sino cadenas de por vida. Y sin embargo, algo en su mirada, esa mezcla de cansancio y determinación férrea, esa voluntad que ha doblegado imperios, hace vacilar hasta la voluntad más templada, hasta la mía.

Antonio asistía en un extremo de la estancia, callado como una sombra, sus ojos fijos en César, no en mí; Lépido solo observaba, gordo y complaciente, cómplice mudo del nuevo orden, asintiendo a cada palabra de su amo. Todos miramos a César, todos dependemos de su ambición, de su capricho.

Tal vez, Marco Tulio, todos cargamos cadenas: el único error es ignorar quién forjó cada eslabón, y no tener el valor de romperlas.

Aguardo tu respuesta con la ansiedad del navegante perdido en alta mar, cuando solo las palabras de un amigo bastan para intuir la costa y el camino de vuelta a la libertad.

Cuídate.

 


LA RESPUESTA DE LA CONCIENCIA REPUBLICANA

Marco Tulio Cicerón a su amigo Cayo Casio Longino, salud.

Desde mi villa en Túsculo. En los días que siguen a tu misiva, el tiempo parece haberse detenido en esta Arcadia privada, aunque el alma, agitada por tus palabras, se niega a la quietud.

Mi querido Casio,

Tu carta me ha llegado con la precisión de un pilum, directo al corazón de la agonía que nos consume a todos los que aún recordamos qué fue Roma. Haces bien en llamarlo horno, pues el aire que respiramos en la Ciudad no es más que el vapor del incienso de la adulación y el hedor dulce y empalagoso del poder absoluto. Aquí, en Túsculo, el canto de los pájaros es real, no el coro forzado de lisonjeros que aúllan alabanzas a cada gesto del Dictador. La atmósfera en Roma, me temo, no es de temor, Casio, sino de una anestesia general, un letargo inducido por el pan y el circo que ha paralizado el juicio de nuestra plebe y la voluntad de nuestros senadores.

Leo tu relato de la audiencia con César y mi estómago se revuelve con el mismo asco que el tuyo. No hay espada más peligrosa, dices, que su clemencia. ¡Cuánto acierto, mi perspicaz Casio! Es la cadena más insidiosa, forjada no en hierro, sino en la deuda de gratitud. Te perdona la vida para que cada aliento que tomes sea un recordatorio de su poder, una confesión muda de que tu existencia le pertenece. ¡Es la esclavitud del espíritu disfrazada de benevolencia!. ¿Qué libertad puede florecer bajo tal yugo, cuando el acto de rebelión se convierte en el pecado de la ingratitud?.

Su explicación sobre vuestros nombramientos, Bruto y tú, es tan transparente como su ambición. César es un maestro en el arte de la división, del veneno suave que se infiltra en las fisuras de la lealtad. A Bruto, el "hijo" de Servilia, le ofrece el pedestal de la virtus republicana, un "símbolo", como bien dices, para acallar las conciencias de los optimates. Es una jaula de oro, adornada con laureles, donde Bruto puede jugar a ser filósofo mientras el mundo se derrumba a sus pies. César lo ve como un espejo de lo que podría haber sido Roma, un recordatorio de un pasado que él mismo ha asesinado.

Pero tú, Casio… tú eres la pieza maestra de su ajedrez sangriento. Te llama "realidad", porque en ti ve la brutal eficiencia que él mismo encarna. No te perdona por tu filosofía, sino por tu pragmatismo, por tu capacidad de ver más allá de la retórica y golpear donde duele. Su "apuesta" en ti es la de un tahúr que sabe dónde reside la verdadera habilidad. Te valora no por tu amor a la República, sino por tu capacidad para servir a su Imperio. Quiere tu instinto de supervivencia, tu frialdad, tu habilidad militar. ¡Qué cinismo el suyo! Te ofrece Siria, el Oriente, la venganza contra Partia, no como un honor, sino como la máxima tentación, una prueba de fuego para ver si tu ambición supera tu indignación.

Y ahí reside el nudo gordiano, mi querido amigo. ¿Es esta una reconciliación forzada por la necesidad de Roma, o es la argucia maestra de un tirano que tasa la lealtad de cada romano?. Tú mismo lo has dicho, y mi alma se estremece al confirmarlo: es la estratagema de un monarca que compra las almas, una por una, con trofeos y promesas de gloria.

Recuerdo, Casio, una conversación que tuve con él no hace mucho, en la que me habló de sus planes para mejorar las alcantarillas de Roma, de la construcción de nuevas redes que superarían incluso la venerable Cloaca Máxima. Un gesto de un edil preocupado por la higiene, ¿verdad?. Pero mientras exponía esos detalles prosaicos, su voz se tornó más grave, sus ojos adquirieron un brillo febril. Me dijo que tiene sus tropas preparadas en Brindisi esperándole para salir a la conquista del Imperio Parto, no solo para recuperar las águilas arrebatadas a Craso —que es la excusa honorable que airea— sino para apoderarse de todo su oro y de su vasto territorio, para convertir el formidable Imperio Parto en otra provincia más de Roma. ¡Otra provincia!. Como si el mundo no fuera ya lo suficientemente grande.

Me comentó que, tan pronto como termine sus asuntos en Roma, tan pronto como deje todo "en orden" en previsión de una larga ausencia —¡larga ausencia, Casio, y él con cincuenta y seis años a cuestas!—, tomará su caballo, sus pertinencias, y partirá sin dilación hacia Brindisi. Marchará con sus legiones a la conquista de Oriente, de lo cual ya tiene todo preparado: la logística meticulosa, el ejército de veteranos sedientos de botín y el estipendio del Senado, dócilmente aprobado, para financiar esta campaña que se prevé larga, sangrienta y costosa. Es la ambición en su forma más pura y desmedida, un torrente que arrastrará el mundo conocido.

Tu instinto, Casio, ese mismo que te salvó en Carras y te trajo de vuelta de Farsalia, no te engaña. Quien se atreve a su propia estatua entre los reyes fundadores de Roma no concede regalos, sino forja cadenas para todos los demás. La indignación por la República herida debe pesar más que cualquier orgullo personal, que cualquier ambición de provincia o legiones. Porque si aceptamos estas cadenas, si nos convertimos en peones de su capricho, ¿qué quedará de Roma?. ¿Un nombre vacío?.

Antonio y Lépido, las sombras fieles de su corte, son solo un reflejo de lo que ocurre: la sumisión es la nueva moneda de cambio. Todos miramos a César, sí, pero no todos lo hacemos con la misma resignación. Hay hombres, mi Casio, que aún sienten la mordida de la libertad, que se niegan a ser parte de este teatro de la tiranía.

Tu última frase, amigo, ha resonado en mi mente desde que la leí: "el único error es ignorar quién forjó cada eslabón, y no tener el valor de romperlas." La costa, Casio, puede estar más cerca de lo que crees. A veces, la única forma de encontrarla es encender una luz lo suficientemente brillante para disipar la niebla, una luz que muestre a todos las cadenas invisibles.

Medita bien, querido Casio. La noche es larga, pero el alba de una nueva era, o de una tragedia final, se aproxima.

Cuídate, y que los dioses velen por tu espíritu indomable.

Tu siempre fiel amigo,

Marco Tulio Cicerón.



CAPÍTULO 8: LOS IDUS DE MARZO


LA  AFRENTA Y EL IMPULSO IRREFRENABLE

En el año 44 antes de Cristo, un año que no marcaría un antes y un después, sino el sangriento fin de una era y el confuso alba de otra, el destino de Cayo Casio Longino se entrelazó irrevocablemente con el del hombre que lo había perdonado y, con ello, sentenciado. Casio fue nombrado pretor peregrino, un cargo importante que supervisaba los litigios entre extranjeros en Roma, con la promesa de la vasta y rica provincia de Siria para el año siguiente. Un honor, sí, pero un honor teñido de hiel, pues César, con su habitual y calculada crueldad, había elevado a su cuñado y colega, Marco Junio Bruto, al prestigioso cargo de pretor urbano, la posición judicial más visible en la propia Roma.



La afrenta no fue solo la disparidad de rango. Fue pública, escrita con la tinta de la burla en los mismos decretos de nombramiento. Casio vio su nombre junto al de Bruto, y leyó las palabras, secas y contundentes, que el Senado, ahora un títere en manos de un solo hombre, había ratificado: "Bruto merece el cargo por su valor y por su linaje. Casio lo recibe por su antigüedad". El pergamino tembló apenas entre sus dedos, un temblor que nadie notó salvo él mismo, una furia helada que se asentó en lo más profundo de sus entrañas. Valor. Antigüedad. César no solo lo había relegado, sino que lo había humillado ante toda Roma, ante cada senador, cada centurión, cada liberto que supiera leer. Era una bofetada a su orgullo, una puñalada a su ambición, un recordatorio constante de que, por muy hábil que hubiera sido en Carras o por muy rápido que se hubiera rendido en Farsalia, su vida y su carrera dependían ahora de la clementia de César. "César no me perdonó; me marcó," pensó Casio, la bilis amarga en su boca. "Y Bruto, el ingenuo, ciego en su torre de filosofía, no lo vio, o no quiso verlo."



Esta afrenta personal se unió a la creciente alarma ante el poder absoluto de César, un torrente que arrasaba con cada vestigio de la República. El cuádruple triunfo sin precedentes de César había sido una bofetada más, una ostentación obscena que llenó las calles de Roma de carros de oro, estandartes de victoria que ondeaban como banderas de tiranía y el botín inmenso de sus guerras, un tesoro amasado a costa de la sangre de romanos y enemigos por igual. Casio lo presenció desde un balcón del Palatino, el rostro impasible, la mandíbula apretada hasta doler. Los elefantes, con sus howdahs ricamente adornadas, pisoteaban la dignidad de la Vía Sacra. Los carros, repletos de cautivos que morirían en la arena, eran una burla a la libertad. La muchedumbre, enajenada por el espectáculo, por el vino y el pan que el Dictador les arrojaba, vitoreaba con una histeria que a Casio le sonaba a aullido de bestias, a la voz de una Roma que había olvidado su virtus. César, envuelto en su toga púrpura, con la corona de laurel de oro sobre su cabeza, recibía la ovación como un dios. Recordó el comentario de un plebeyo en el Foro días antes, cuando César había recibido una ovación estruendosa por una trivialidad edilicia: "¡Ahí va nuestro rey!" Casio había mordido su lengua hasta sentir el sabor salobre de la sangre, el eco de esa frase resonando en su mente. "Roma no puede ser el juguete de un solo hombre," se dijo a sí mismo, la voz de su alma un martillo. "Este desfile es la antesala de la corona, y la corona es la muerte de todo lo que valoramos."



La figura de Cayo Casio Longino es, por tanto, inseparable de la conspiración que culminó con el asesinato de Julio César. Aunque Marco Junio Bruto es a menudo recordado como el líder moral y el rostro público de los conspiradores, Casio fue, sin duda, la mente maestra, el motor intelectual y la fuerza impulsora detrás del complot. Su determinación, forjada en el fuego de la derrota de Carras y templada por la fría realidad de la tiranía, y su profunda convicción en la necesidad de restaurar la República fueron contagiosas. Fue él quien, con su elocuencia acerada y su persuasión implacable, logró convencer a otros senadores, incluido el reacio Bruto, de la urgencia y la justificación moral de sus acciones.



Las motivaciones de Casio eran multifacéticas y profundamente arraigadas en su ideología republicana, pero también alimentadas por un resentimiento que crecía como un cáncer. No se trataba simplemente de una envidia personal hacia César, aunque la afrenta de la pretura urbana y las humillaciones constantes habían exacerbado su desprecio. Casio veía en César no solo a un dictador, sino a la encarnación de una amenaza existencial para las instituciones y los valores que él consideraba fundamentales para la grandeza de Roma y que no deseaba que se convirtiera en lo más parecido al Imperio Parto con un Rey Absoluto al que nadie le discute, y que tiene poder de vida y de haciendas sobre todos sus súbditos. La concentración de poder en manos de un solo hombre, la subversión de las tradiciones senatoriales y la erosión de las libertades individuales eran, para Casio, señales inequívocas de la tiranía que se avecinaba. Su educación filosófica, con una clara inclinación hacia la corriente del estoicismo, había reforzado su creencia en la virtud cívica y el deber de oponerse a la opresión, incluso a costa de la propia vida. La conspiración fue un acto de desesperación calculada, una última y audaz apuesta para detener lo que consideraban el inevitable descenso de Roma hacia la monarquía. Casio fue el principal arquitecto de la estrategia, la mente maestra que coordinó a los diversos conspiradores, cada uno con sus propias motivaciones y lealtades, forjando el "Círculo de Asesinos" que cambiaría el curso de la historia.



En las cenas privadas que Casio ofrecía en su domus del Palatino, la conversación, al principio, discurría sobre los asuntos triviales de la política, pero siempre derivaba hacia la sombra que se cernía sobre Roma. Con el vino circulando con moderación entre sus amigos políticos y militares más cercanos, como Décimo Junio Bruto Albino y Lucio Tilio Címber, Casio desnudaba la realidad.

"¿Han visto el desfile?" inquirió Casio una noche, su voz apenas un murmullo, pero cargada de una indignación contenida que electrizaba la mesa. "Los carros de guerra no traían solo el botín de África y Hispania; traían las cadenas que él forja para nosotros. Ese hombre no desfila como cónsul o general; desfila como un rey de Oriente, un dios viviente. ¿Cuánto tiempo más toleraremos esta farsa, Décimo?. ¿Hasta que ponga la corona sobre su cabeza con la aprobación de un Senado de eunucos?".



Décimo Junio Bruto, su rostro curtido por las campañas de César, con quien había compartido tienda y peligro, suspiró, su mirada en la copa de vino. "Su poder es inmenso, Casio. Sus legiones lo adoran. El pueblo lo aclama. ¿Qué podemos hacer nosotros, unos pocos senadores, contra el Imperio que ha construido?".

"Podemos hacer lo que nuestros antepasados hicieron con Tarquinio," replicó Casio, la voz baja pero con un filo de acero. "Roma no puede ser el juguete de un solo hombre. Este desfile es la antesala de la corona, y la corona es la muerte de todo lo que valoramos. Es la muerte de la libertad. Cada día que pasa, su control se afianza. Despidió a su guardia hispana, se pasea por el Foro como si fuera intocable. ¡Lo es, si no actuamos! Nombra cónsules y pretores como si fueran esclavos que elige de su casa. ¿Creéis que un hombre así respetará el Senado, la ley, o la vida de cualquiera que se interponga en su camino?". Casio miró de uno a otro, sus ojos penetrantes. "Hemos esperado demasiado. La inacción es el veneno más lento. Si no actuamos ahora, cuando él se siente más invulnerable, él se coronará rey, y la República morirá sin un solo lamento, ahogada en el incienso de su Divus Iulius."



La urgencia en la voz de Casio era palpable, un torrente que arrastraba las dudas. El "Círculo de Asesinos" comenzaba a tomar forma, no por un impulso ciego, sino por la fría lógica de un hombre que veía la enfermedad de Roma y sabía que el único remedio posible era el filo de una daga.



LA FORJA DE LA CONSPIRACIÓN

La conspiración, un susurro peligroso que hasta hacía poco solo rondaba las mentes más audaces, comenzó a tomar forma tangible en la noche del 22 de febrero. El lugar elegido fue una villa en la colina del Aventino, propiedad de un senador menor, Pacuvio Labeo, un hombre de inquebrantable lealtad a la República que, para ese momento, superaba incluso su amor por la propia vida. Las antorchas, sujetas en soportes de bronce, arrojaban una luz titilante y nerviosa sobre las paredes pintadas con frescos de ninfas y sátiros, que ahora parecían danzar con sombras amenazantes. Pero la atmósfera real era densa, cargada del sudor frío de la ansiedad y el temor. El humo picante de las lámparas de aceite se mezclaba con el aroma del vino recién servido y el incienso que, por primera vez, no podía enmascarar el hedor a peligro. Una docena de hombres, envueltos en capas oscuras que parecían más bien mortajas, se reunían en el atrio, susurrando, susurrando, con la mirada de quienes esperan el golpe de una sentencia. A cada crujido del viento, a cada roce de tela, los ojos de los conspiradores escaneaban las sombras, convencidos de que los propios muros escuchaban. El miedo a ser descubiertos era un látigo constante, una tensión que les hacía doler los dientes.



Casio, de pie junto a una mesa de mármol pulido, dominaba la sala con su presencia austera. Sus ojos, oscuros y penetrantes, recorrían los rostros de los presentes, deteniéndose en cada uno, calibrando su temple. Allí estaba Décimo Junio Bruto Albino, un antiguo compañero de César en las Galias y al que el Dictador, en su ceguera de poder, consideraba casi un hijo; Cayo Trebonio, un legado leal que había servido bajo César en Hispania, pero que ahora sentía la mordaza de su gratitud como una afrenta; Lucio Tilio Címber, un hombre de mirada nerviosa que no dejaba de pasarse la lengua por los labios resecos; y Publio Servilio Casca, cuya mano, al sostener su copa de vino, temblaba ligeramente, revelando el vértigo que la situación les provocaba a todos.



“Roma está enferma,” comenzó Casio, su voz baja, casi gutural, pero cargada de una urgencia fría, como el rumor de un trueno lejano que anuncia la inminente tormenta. “César se burla del Senado, pisotea nuestras leyes, nos ha convertido en siervos de su voluntad. Se corona a sí mismo rey en todo menos en el nombre, y solo es cuestión de tiempo que reclame también el título. ¿Cuánto tiempo más soportaremos sus cadenas, hermanos? ¿Cuánto tiempo más permitiremos que la República, por la que nuestros antepasados sangraron y murieron, sea reducida a un juguete en sus manos, una cortesana con la que se acuesta y a la que luego desprecia?”.



Sus palabras resonaron en el silencio tenso del atrio. Algunos hombres asintieron con firmeza, la determinación grabada en sus rostros, como Trebonio, que tenía la lealtad de un perro y la ferocidad de un lobo. Otros, como Casca, parecían dudar, sus rostros iluminados por el resplandor vacilante de las antorchas, sus miedos pintados en sus pupilas dilatadas.



Tilio Címber, cuyos labios seguían temblándole, fue el primero en romper el silencio con voz áspera. “Hablas de traición, Casio. Una traición que costaría nuestras vidas, las de nuestras familias. César es amado por el pueblo llano, y sus legiones, esos perros de guerra, lo adoran. Si fracasamos, nuestras cabezas, y las de los nuestros, adornarán las tribunas de oradores.  ¡Acabaremos hechos pedazos por la puta plebe antes de que los verdugos tengan tiempo de afilar sus hachas!. ¿Quién nos recordará entonces como libertadores y no como traidores sin honor?”.



Casio se inclinó hacia él, su mirada clavándose en Címber como un puñal afilado. El senador se encogió ligeramente. “¿Y si no hacemos nada, Címber?. ¿Qué será de Roma entonces?. Un vasto prostíbulo de sumisión. César ha despedido a su guardia personal, se pasea por el Foro como un dios intocable, como si nadie osara rozar su toga. Ha nombrado cónsules y pretores como si fueran esclavos que elige de su casa. ¿Crees que un hombre así, tan seguro de su impunidad, respetará el Senado?. ¿Crees que no se coronará rey, como los rumores susurran cada día con más fuerza?. ¿Estás dispuesto a vivir de rodillas, Címber, o a morir de pie, con la dignidad de un romano libre?”. Hizo una pausa dramática, dejando que sus palabras se asentaran como el polvo de una tumba recién abierta. “No es traición matar a un tirano. Es justicia divina y humana. Es el deber más sagrado de todo romano que ama la libertad. La Pax Caesaris no es paz, Címber, es una camisa de fuerza. La aniquilación de Partia no será una victoria de Roma, sino la expansión de un imperio personal. ¿Creéis que si César cae, el caos nos devorará?. ¡El caos es preferible a esta esclavitud disfrazada de orden!”.



Címber, cuya animadversión a César venía de un rencor personal por el exilio de su hermano, pero también de una genuina y profunda preocupación por la República, apretó los labios, la lucha interna librándose en su rostro. "No lo dudo, Casio. Mi corazón está contigo. Mi rencor es tan grande como tu convicción. Solo temo que nuestra audacia no sea suficiente. César tiene a Marco Antonio. Un hombre peligroso, leal y astuto. El canis de César. Un orador tan hábil como tú, y tan cruel como su amo."



"Por eso mismo, Címber," replicó Casio con una frialdad brutal que heló la sangre de los presentes, "debemos eliminar a Antonio también. Él es el otro tirano en ciernes. Preveo que se convertirá en una amenaza aún mayor para la causa republicana si le dejamos espacio. Ya habéis comprobado cómo es Marco Antonio cuando era el Maestro del Caballo en ausencia de César en Roma: ejercicios brutales con sus legionarios, sí, pero muchas putas como si fuera un sátiro, y mucho vino como si fuera el propio Dionisio. Es el perro que guardará el trono para un nuevo amo o para sí mismo si no lo matamos con el viejo. Lo sé. Es necesario. No podemos permitir que su poder nos aplaste." La propuesta de Casio, aunque pragmática, provocó murmullos de inquietud. La idea de una doble matanza era demasiado para algunos, que veían en ella un exceso de sangre que mancharía la legitimidad de su causa.



Fue Décimo Junio Bruto, el hombre de rostro curtido y ojos cansados que César había elevado con tantos honores, quien habló con cautela, su voz teñida de una genuina aflicción. “César me ha dado provincias, me ha nombrado pretor. Me ha tratado con una generosidad que ha superado mi propia derrota. ¿Cómo justifico traicionar a quien me ha elevado, a quien me ha colmado de favores y confianza?. ¿Cómo, Casio, puedo mirar a mi alma y aceptar tal deslealtad?”.



Casio sonrió, una curva fría y amarga en sus labios que no llegó a sus ojos. "¡Elevado, Décimo?. ¿Generosidad?. Te ha comprado. Cada cargo que te ha dado es una cadena disfrazada de honor, un collar de oro que se ajusta a tu cuello mientras el pueblo te aplaude. ¿Crees que César te favorece por tu valía, por tu virtus republicana?. No. Lo hace para silenciarte, para que te sientas satisfecho con tus ascensos, para atarte a su voluntad con los hilos de la gratitud."



Su voz se endureció, tornándose un latigazo. "¿Vas a cambiar la República por una palmada en la espalda y un saco de oro, Décimo?. ¿Tan barato vendes el legado de tus ancestros?. ¡Contéstame, joder!".

Casio dio un paso al frente, la mirada fija en los ojos esquivos de Décimo. "Pero tú eres un Bruto, Décimo. Llevas en tus venas la sangre de aquellos que expulsaron a los reyes y fundaron nuestra República. ¿Dejarás que esa sangre se manche sirviendo a un monarca, por muy carismático que sea?. ¿Preferirías el lujo de tus provincias a la libertad de Roma?. ¿Cómo mirarás a tus hijos a los ojos cuando les pregunten qué hiciste cuando Roma caía y un tirano la sometía?".



Sus palabras, afiladas y precisas como la hoja de un gladius, encontraron su marca. Décimo bajó la mirada, su silencio un asentimiento tácito, un consentimiento doloroso, pero necesario. La primera argolla de la cadena de la conspiración estaba forjada.



EL PESO DE BRUTO Y LA ESTRATEGIA DE CASIO

Pero el verdadero desafío, la clave de bóveda de toda la empresa, estaba por venir. Marco Junio Bruto, hijo de Servilia Cepionis, cuñado de Casio y sobrino del inflexible Catón el Joven, era la figura imprescindible para legitimar la conspiración a los ojos de Roma y la historia. Sin Bruto, el asesinato no sería más que un acto de envidia y ambición personal, una purga sangrienta. Con él, podría ser presentado como un sacrificio sublime por la República, un acto de justicia purificadora.



Casio lo visitó en su villa en el Palatino, una mansión de columnas de mármol y jardines perfumados de lavanda, donde el aire, incluso en invierno, parecía más dulce que en el resto de Roma, pues aquello era una domus digna de uno de los hombres más ricos de Roma. La noche era fría, y las antorchas en el peristilo proyectaban sombras alargadas que parecían susurrar advertencias, figuras fantasmales de antepasados que observaban. Bruto, un hombre de profunda convicción estoica pero de una naturaleza más blanda y vacilante de lo que su linaje prometía, estaba de pie junto a una fuente, mirando el agua con una expresión tormentosa. Su madre, Servilia Cepionis, amante de César durante décadas, complicaba aún más su lealtad, un nudo inextricable de lazos familiares, afectos prohibidos y ambiciones políticas que lo ahogaba, lo paralizaba. César había sido casi un padre para él, un mentor, un protector.



“Marco,” comenzó Casio, su tono más suave de lo habitual, casi fraternal, como si hablara a un hermano de sangre y no solo de política. “Sé lo que Cayo Julio significa para ti. Sé que lo ves como un padre que te ha colmado de honores, que su clementia te ha atado a él con cadenas invisibles de gratitud. Sé que su recuerdo de ti en los brazos de tu madre, cuando eras apenas un niño, te persigue.”





Bruto se encogió ligeramente, una punzada de dolor atravesándole el pecho al recordar aquellos tiempos. La imagen de César, joven y fuerte, sonriéndole mientras le despeinaba el cabello después de una lección de retórica, o consolándolo tras la muerte de su tía, se le agolpaba en la mente. Los favores, los honores, la confianza… ¿cómo traicionar eso?



“Pero míralo con claridad, Marco,” continuó Casio, su voz elevándose apenas un matiz, el filo de su lógica ya asomando. “César no es un hombre; es un lobo voraz que devora a Roma. Ha cruzado el Rubicón, ha pisoteado el Senado, ha humillado a los tribunos. Ha aceptado honores que ningún mortal debería recibir: sumo pontífice, censor, dictador perpetuo. ¿Qué queda de la República que juraste proteger?. ¿Un mero cadáver que él exhibe en sus triunfos como un trofeo?”.



Bruto giró hacia él, sus ojos azules llenos de dolor, de una agonía que casi lo desdibujaba. Frotó sus sienes con los pulgares, como si quisiera borrar la maraña de pensamientos. “¿Y si lo matamos, Casio?. ¿Qué garantiza que Roma no caiga en un caos aún mayor, en una guerra civil interminable?. ¿Que no surja otro tirano, peor si cabe, en su lugar?. Él me ha favorecido, me ha tratado como a un hijo, sí. Ha confiado en mí más de lo que jamás lo hizo Pompeyo. Me perdonó cuando me pasé al bando de Pompeyo. ¿Cómo puedo traicionar esa confianza, por muy dictador que sea?. ¿No es eso una mancha irreparable en mi honor, en el honor de los Junios?”.



Casio se acercó, su mano fuerte y pragmática descansando con firmeza en el hombro de Bruto. “El caos, Marco, es preferible a la esclavitud perpetua. Si no actuamos ahora, si no asestamos el golpe, César se coronará rey, y la República morirá sin un solo lamento, su libertad ahogada por el incienso de su divinidad. Pero si lo matamos, si le ofrecemos este sacrificio a la libertad, le recordaremos al mundo que Roma no tolera tiranos. Tu nombre, Bruto, lleva el peso de la libertad misma, del destino. Eres descendiente directo de Lucio Junio Bruto, el hombre que expulsó a los reyes y fundó nuestra República. El pueblo te escuchará. El Senado, aun tembloroso, te seguirá. Sin ti, Marco, somos solo un puñado de asesinos movidos por el rencor. Contigo, somos liberadores, los nuevos fundadores de una Roma renacida.”



Bruto cerró los ojos, su mente un torbellino de lealtades y principios. César me ha dado todo, pensó, con la voz del Dictador susurrando en sus oídos. Provincias, honores, su confianza. Pero cada favor es una deuda, cada gesto un recordatorio de mi sumisión. Recordó las palabras de su madre, Servilia, pronunciadas con esa mezcla de sabiduría y resignación que solo ella poseía: “César es Roma, Marco. Pero Roma no es César. Y Roma es más antigua que cualquier hombre, más sagrada que cualquier amor.” La lucha interna lo desgarraba, cada fibra de su ser gritando en agonía, pero la imagen de una Roma esclavizada bajo el yugo de un rey, bajo un emperador divinizado, era insoportable. Era un dilema que lo consumiría. Su idealismo estoico chocaba de frente con la cruda realidad de un acto tan brutal. Para Bruto, debía ser un acto de justicia purificadora, una ofrenda a los dioses y a la República, no una venganza personal.



Fue entonces cuando Casio, con su carácter más pragmático y resuelto que el idealista Bruto, planteó la necesidad imperiosa de eliminar a Marco Antonio junto con César. “Es el lugarteniente más leal de César, Marco. El más popular, el más astuto. Preveo que se convertirá en una amenaza para la causa republicana si lo dejamos vivo. Será un nuevo tirano en ciernes si le damos espacio para respirar.”. La lógica de Casio era impecable, su clarividencia, escalofriante. Sin embargo, Bruto, con su visión más noble, su aversión a la violencia excesiva y el deseo de que el acto no se viera como una carnicería indiscriminada, lo disuadió. “No, Casio,” dijo Bruto con una firmeza inusual, su voz aún teñida de la angustia de su decisión, “este acto es por la libertad, no por la venganza. No derramaremos más sangre de la necesaria. Matamos al tirano, no a sus amigos.”



Casio sintió una punzada de frustración que le recorrió la espina dorsal, un escalofrío de premonición. Su mirada, fija en los ojos atormentados de Bruto, expresó lo que sus labios no pudieron decir en voz alta sin romper el frágil acuerdo: Idiota idealista. Este error nos costará la República... y la vida. Sabía que Bruto, en su pureza moral, había sembrado la semilla de su propia perdición.



“Lo haré,” dijo finalmente Bruto, su voz apenas un susurro roto, una exhalación de dolor y sacrificio. Sus ojos se abrieron y se clavaron en Casio, buscando no aprobación, sino comprensión. “Por Roma.” Era un lamento, la voz de un hombre que se sacrificaba a sí mismo tanto como al dictador.

El alivio que sintió Casio fue inmenso, mezclado con la preocupación fría por el error de Antonio. Pero la decisión estaba tomada. La primera pieza clave del tablero se había movido.



EL FESTÍN Y LAS ADVERTENCIAS

Mientras los hilos de la conspiración se tejían en los rincones oscuros y las villas secretas —reuniones clandestinas que continuaban en los callejones hediondos del barrio de Subura y en las austeras domus del Palatino, cada una más tensa que la anterior—, la vida de Julio César discurría entre los placeres y la ostentación de su poder absoluto. Los conspiradores, se dice que hasta sesenta senadores, eran un grupo heterogéneo: algunos, como Casio, impulsados por un fervor republicano casi místico; otros, como Tilio Címber, movidos por rencores personales arraigados; y otros, como Minucio Basilio, atraídos por la promesa de poder en un nuevo orden que nacería de la sangre. Casio, el estratega frío y calculador, asignó roles con una precisión militar que habría enorgullecido a cualquier general romano: Trebonio distraería a Marco Antonio, el leal y peligroso lugarteniente de César, fuera del Senado; Casca, el más rudo, daría el primer golpe; y Bruto, con su prestigio inmaculado, proclamaría la libertad tras el acto, bendiciéndolo con la pátina de la justicia. La fecha se fijó para el día 15 de marzo, cuando César asistiría a una sesión del Senado en la Curia de Pompeyo, un lugar donde las armas estaban prohibidas por tradición, pero los puñales podían ocultarse sin dificultad bajo las amplias togas senatoriales.



Mientras Roma respiraba la tensa normalidad de los días previos a un gran festival o a una nueva campaña, ajena al drama que se cocinaba, Julio César, el Dictador, continuaba con sus rutinas, disfrutando de los placeres de su victoria y de la tranquilidad que creía haber impuesto al mundo. Una noche, en la domus de Servilia Cepionis, ya viuda y con la independencia que le permitía su fortuna, César compartía un festín íntimo. La mesa de ébano estaba cargada con manjares exóticos traídos de los confines del Imperio: lampreas de Sicilia nadando en salsa de garum, faisanes rellenos de dátiles, ostras frescas de Brindisi y ánforas de vino Falerno de añada. El aire estaba impregnado con el pesado aroma de las rosas y el nardo, una cortina embriagadora que contrastaba con el hedor a sudor y miedo de las reuniones secretas de los conspiradores. Servilia, elegante en su estola de seda violeta, su mirada astuta bajo sus pestañas teñidas de kohl, observaba a César. Era un hombre poderoso, sí, casi invencible, pero ella conocía sus flaquezas y sus ciegos puntos de orgullo.



"Mi querido Cayo," dijo con una voz que era una caricia, suave como la seda de su estola, mientras un esclavo rellenaba su copa de vino. "Se comenta en Roma, en los salones y en el Foro, que el ambicioso Casio, y mi propio hijo Bruto, están inquietos. La gloria de tu triunfo es grande, inmensa, pero la envidia, Cayo, es aún mayor. ¿No es así?. Sé que has perdonado a Casio, que le has ofrecido honores. Pero su corazón no olvida la derrota en Farsalia, ni la humillación de verse perdonado. Su orgullo está herido, como una fiera enjaulada que solo espera una grieta para escapar." Servilia deslizó su mano bajo la mesa, rozando el muslo de César con una intención doble: la caricia de la amante, la advertencia velada de la conocedora. Una punzada de culpa y miedo por Bruto la atravesó, un temor silencioso de que su propio hijo estuviera tejiendo la red que a ella la destrozaría.



César sonrió, una curva de suficiencia en sus labios. Acarició la mano de Servilia que aún reposaba en su muslo. "Casio es un hombre de honor a su manera, Servilia. Un perro leal, si se le alimenta bien. No se atreverá a nada, una vez que saboree el poder en Siria. Su ambición es grande, pero su pragmatismo, mayor. Él sabe dónde le conviene estar." Su tono era de un desdén apenas perceptible, la confianza en su propia invulnerabilidad tan vasta como su imperio.



Servilia inclinó la cabeza, sus ojos fijos en la llama parpadeante de una lámpara de aceite. "Los hombres de honor, Cayo, a veces, son los más peligrosos. Guardan sus convicciones como dagas ocultas en el pecho. Son los que no hablan, los que sonríen, los que planean. Roma está llena de tales hombres, mi león. Incluso entre los que más has favorecido." César rio, un sonido potente y confiado, atrayéndola más cerca, ignorando la sutil advertencia, la verdad que se escondía en los labios de su amante. El festín pronto se convirtió en un torbellino de copas de vino vacías y suspiros. Tras la cena, César regresó a su propia villa en el Trastevere, donde, en la intimidad de su alcoba bajo un dosel de seda púrpura y el aroma de las esencias orientales, encontró en los brazos de Calpurnia un efímero olvido a las preocupaciones de Roma, entregándose a los placeres carnales con la misma intensidad que dedicaba a la guerra y la política, ajeno a que el destino se cernía sobre él como una guadaña invisible.



La noche del 14 de marzo, Roma, ajena a la opulencia de su dictador, parecía contener el aliento. Un silencio ominoso se cernía sobre la Ciudad Eterna, una quietud que solo se rompía por el ladrido ocasional de un perro o el lejano grito de un borracho. En la villa de César, en el populoso barrio del Trastevere, Calpurnia, su esposa, despertó bañada en sudor frío, con el corazón latiéndole como un tambor de guerra. Había sido atormentada por un sueño vívido, recurrente, en el que veía a su esposo apuñalado una y otra vez, su cuerpo inerte y desangrado a los pies de la imponente estatua de su archirrival, el general Pompeyo.



“No vayas al Senado, Cayo,” suplicó, su voz apenas un hilo, quebrada por el terror que aún la paralizaba. Sus manos temblaban incontrolablemente mientras se aferraba a su brazo, suplicando. "He visto tu sangre correr, tu cuerpo inerte en un charco rojo. Los dioses te advierten, Cayo. Los sacrificios de la mañana fueron inauspiciosos, el hígado del augur no tenía lóbulo, un presagio de muerte. ¡Por los dioses, te lo ruego, no vayas!". El terror de Calpurnia era visceral, palpable, el miedo de una mujer que amaba y veía la sombra de la Parca.



César, con su característica arrogancia, una barrera infranqueable a la superstición o al miedo, la tranquilizó con una sonrisa complaciente, acariciándole el cabello con desdén. “Los augurios son supersticiones de mujeres, amor mío. Las tripas de un animal no me dirán cómo debo gobernar el mundo. Nadie se atreverá a tocar al Sumo Sacerdote, al Dictador Perpetuo. No hay poder en Roma que ose levantar un dedo contra mí.” Apenas un fugaz momento de inquietud, una sombra, cruzó sus ojos antes de que su habitual desdén la barriera.



Pero los presagios se multiplicaban en las calles de la Ciudad. Un adivino de Etruria, Spurinna, había advertido sobre la inminencia de los Idus de Marzo, sus palabras grabadas en la mente de aquellos que las habían escuchado. En la casa de César, incluso las aves de su aviario, normalmente bulliciosas y alegres, habían permanecido en un silencio antinatural, y fuera, grandes bandadas de pájaros de mal agüero volaban bajo sobre Roma, como si la misma naturaleza sintiera la sombra de la muerte. Un manuscrito crucial, de Artemidoro, un profesor de griego que había descubierto la conspiración, alertaba de la inminente traición, aunque César, en su soberbia, no lo leería a tiempo. Minutos antes de salir de su casa, mientras se ajustaba la toga para el día, César se encontró con el adivino que lo esperaba a la entrada, su rostro grave y pétreo. Con voz monocorde, el adivino le recordó: "Los Idus de Marzo han llegado, César." César, con una sonrisa que no llegó a sus ojos, replicó con su habitual desdén: "Sí, pero no han terminado." El adivino, impasible y con una extraña quietud, respondió con voz baja pero firme, sus palabras flotando en el aire, frías y ominosas como una ráfaga de viento desde el Tártaro: "Pero no han pasado." La advertencia flotó en el aire, cargada de un destino ineludible. César, impasible, con un destino que creía forjado por sus propias manos, se dirigió a su litera, sin sospechar que cada paso lo acercaba a su fin.



LOS IDUS DE MARZO: LA SANGRE Y LA LIBERTAD

Al amanecer del 15 de marzo, el cielo sobre Roma era de un gris plomizo, pesado, como si los propios dioses desaprobaran la abominación que estaba por venir. Un frío inusual para la estación se colaba por las togas, erizando la piel. Cayo Casio Longino, vestido con una toga blanca ribeteada de púrpura, se reunió con los conspiradores en el pórtico este del majestuoso Teatro de Pompeyo. El edificio, erigido por el propio Magno, era un símbolo de una ironía devastadora: César, el Dictador, moriría a los pies de la estatua de su antiguo rival, el hombre al que había derrotado y humillado.



Los senadores, alrededor de sesenta, esperaban, sus nervios a flor de piel. Algunos temblaban, otros palidecían. Las manos de algunos se deslizaban instintivamente bajo las amplias mangas de sus togas, sintiendo el frío consuelo de los puñales ocultos. El aire crepitaba con una tensión casi eléctrica, una expectación sofocante. Casio, con su rostro impasible, una máscara de fría determinación, revisó el plan una última vez con la voz baja y firme, como quien da órdenes de batalla. "Címber presentará la petición. Casca golpea primero. Luego, todos. No titubeéis. Roma nos observa. La libertad de Roma depende de nuestra resolución." No había ansiedad en él, sino una extraña calma, la quietud que precede al golpe de un martillo. Su mente revivía años de resentimiento, noches de insomnio forjando este plan con frío acero. El sonido de los pasos de César, el olor a incienso que lo acompañaba, su propia respiración contenida; todo se fundía en un momento de trascendental importancia.



César llegó al mediodía, su capa roja ondeando como una bandera de desafío, como la sangre de mil victorias. A su paso por la Vía Sacra, un ciego, su rostro surcado por el tiempo y la miseria, le advirtió con voz ronca: "Los Idus han llegado." César, con una risa condescendiente, replicó: "Sí, pero no han terminado." Dentro de la Curia, el lugar de reunión del Senado, los senadores se levantaron en señal de respeto, pero la tensión era palpable, un zumbido opresivo en el aire, como el de una colmena perturbada a punto de explotar.



El plan de Casio se puso en marcha con precisión fatal. Trebonio, con una excusa trivial sobre un asunto de legados, llevó a Marco Antonio al pórtico exterior, donde lo entretuvo con una conversación banal, su voz impostada para sonar despreocupada. Dentro, la escena estaba preparada. Tilio Címber, sus manos temblando visiblemente, se acercó a César con una petición escrita, un pretexto para la devolución de su hermano exiliado. Cuando César, con su acostumbrada arrogancia, comenzó a leer el pergamino, Címber, con un movimiento brusco, tiró de su toga, exponiendo su cuello. "¡Esto es violencia!" exclamó César, su voz resonando en la sala, su mirada de asombro y desprecio.



En ese instante, Publio Servilio Casca, pálido y con el rostro contraído por el miedo y la determinación, desenvainó su puñal. Lo clavó en el hombro de César, un golpe torpe y superficial que apenas rozó la clavícula, pero que abrió la compuerta del infierno. César, con una furia animal, se giró, agarró el brazo de Casca y lo atravesó con su punzón de escritura. "¡Casca, maldito, qué haces!" rugió en la lengua de Roma, su voz una explosión de incredulidad y dolor. Casca, aterrorizado y desorientado, llamó a su hermano Cayo en griego: "¡Hermano, ayuda!".



El segundo golpe, el golpe maestro, vino de Cayo Casio. Frío, preciso, lleno de un odio acumulado. Un corte profundo que abrió la mandíbula de César, rasgando su rostro en un chorro de sangre caliente. Luego, el caos se desató con una ferocidad inaudita. Bruto apuñaló en el muslo, Bucoliano en los omóplatos, Décimo en las costillas. Los gritos de terror y pánico de los senadores no implicados llenaron la Curia, un coro de aullidos que se mezclaba con el jadeo furioso y los gruñidos de César. El aire se volvió denso, metálico, con el olor acre de la sangre fresca salpicando las togas, el mármol, las caras de los asesinos.



César, rodeado, se defendió como una bestia acorralada, girando de un lado a otro, sus manos manchadas de sangre buscando detener las dagas, sus ojos, aún llenos de una incredulidad furiosa, clavados en sus atacantes. Se dice que luchó hasta el final, enfrentando los golpes dirigidos a su rostro y ojos, una voluntad de hierro hasta el último aliento. Pero al ver a Bruto, su protegido, su hijo putativo, con un puñal en la mano, su espíritu, más que su cuerpo, se quebró. Sus ojos, los de un hombre traicionado hasta el tuétano, se encontraron con los de Bruto. "¿Tú también, hijo?", se cuenta que murmuró en griego, o quizás no dijo nada en absoluto, solo su mirada, más elocuente que mil palabras, mientras se cubría la cabeza con la toga, aceptando su destino final. Cayó al pie de la estatua de Pompeyo, apuñalado veintitrés veces. Solo una herida, en el pecho, fue mortal, según el relato de un médico de la época, pero el resto fueron una confesión de odio y desesperación.



El Senado estalló en pánico. Los senadores no implicados, muchos cubiertos de salpicaduras de sangre, huyeron despavoridos, sus togas ondeando como velas rotas en un vendaval, sus gritos de terror ahogándose en el aire denso de la Curia. Casio, con la daga aún humeante en la mano, un brillo de triunfo sombrío en sus ojos, gritó, su voz rasgando el aire ensangrentado: “¡Libertad para Roma!. ¡La República vive!”. Bruto, pálido como la cera pero con una resolución gélida, levantó su puñal ensangrentado y proclamó, con la voz apenas controlada: “¡El tirano ha muerto!. ¡La República vive!. ¡Hemos purificado Roma!”. Pero el eco de sus palabras, teñido de un idealismo que pocos compartían, se perdió en el caos y el horror.



Marco Antonio, alertado por los gritos y el tumulto que rebasaba la Curia, corrió hacia el edificio, su rostro una máscara de furia y dolor indescriptible. Al irrumpir en la sala, sus ojos se posaron en el cuerpo de César, desplomado en un charco de sangre que se extendía como una mancha de vino sobre el mármol, la toga púrpura empapada, la imago de su vida reducida a un despojo. “¡Malditos traidores!. ¡Desgraciados hijos de puta!” rugió, su voz quebrándose con una mezcla de pena y rabia. “¿Creéis que habéis salvado Roma?. ¡Habéis apuñalado su corazón!. ¡Y este acto os perseguirá hasta las puertas del Hades!”. Se arrodilló junto al cuerpo, sus manos temblando incontrolablemente mientras tocaba el rostro frío de su amigo, su general, su dios.



Casio, con la calma de un estratega que no había perdido el control ni por un instante, lo enfrentó, la daga aún en su mano. “Antonio, guarda tu ira. César era un tirano, y Roma no tolera reyes. Únete a nosotros, o comparte su destino. Esta es una advertencia, no una amenaza.”. Bruto, más conciliador en su idealismo trágico, añadió, intentando apelar a la razón donde solo había dolor: “No queremos más sangre, Antonio. Esto fue por la República, no por odio personal. Ayúdanos a restaurarla. Es tu deber como romano.” Antonio, con los ojos llenos de lágrimas que se mezclaban con la rabia contenida, no respondió. Solo miró los cuerpos, los rostros de los asesinos, y supo que el pueblo llano, leal a César, no perdonaría tan fácilmente. El destino de Roma se había sellado con sangre, y el siguiente acto ya se estaba escribiendo.



LAS CONSECUENCIAS INMEDIATAS Y EL FUTURO INCIERTO

La noticia del asesinato se extendió como un incendio salvaje por Roma, devorando la aparente calma de la ciudad. Desde la Curia de Pompeyo, donde la sangre de César aún humeaba sobre el mármol, los ecos del crimen resonaron en cada callejón, cada insula, cada domus. La urbe, acostumbrada al drama, esta vez contuvo el aliento, luego explotó. En el populoso barrio de Subura, donde los plebeyos habían adorado a César como a un dios por sus donaciones, sus espectáculos, sus reformas agrarias y el pan barato, los gritos de duelo pronto se transformaron en un rugido primordial de furia. Miles de voces, al principio dispersas, se unieron en un coro atronador. "¡Traición!. ¡Asesinos!. ¡Muerte a los traidores!" rugían, mientras las primeras antorchas se encendían en sus manos, iluminando rostros desencajados por la pena y el odio.



Las turbas, incontenibles, se lanzaron por las calles. Algunos atacaron las casas de los conspiradores, arrojando piedras, rompiendo jarrones y prendiendo fuego a los portones de madera, el crepitar de las llamas mezclándose con los gritos de venganza. La irracionalidad y la brutalidad de la turba se manifestaron con la ferocidad de una bestia herida. Un pobre poeta, Cinna, fue el primer mártir de esa noche de furia. Confundido por su nombre con uno de los conspiradores, Cornelio Cinna, fue arrancado de su lecho, arrastrado a las calles y linchado sin piedad. Sus gritos se ahogaron bajo la lluvia de golpes, su cuerpo fue destrozado y su carne rasgada, una ofrenda brutal y sin sentido a la memoria del Dictador asesinado. Roma, la ciudad de las siete colinas, la capital del mundo, se tambaleaba al borde del abismo.



EL DESGARRO DE CALPURNIA Y EL CONFRONTAMIENTO CON SERVILIA

En la villa de César, un silencio sepulcral se había vuelto una losa insoportable. Calpurnia, en el lecho de su alcoba, no lloraba en voz alta. Su dolor era un veneno helado que le recorría las venas, paralizándola. Sus premoniciones, esos hilos de terror que la noche anterior había intentado trenzar en advertencias desesperadas, ahora se anudaban en su garganta, ahogándola. La noticia había llegado como un hachazo. Se había desplomado sobre las sedas de su lecho, su mente incapaz de procesar la imagen de su Cayo, el invicto, el Sumo Sacerdote, el señor del mundo, apuñalado como una res. Sus manos, que momentos antes se habían aferrado a su toga implorando, ahora se cerraban en puños vacíos, arañando el aire inerte, buscando una venganza que aún no podía nombrar.



Se sentó, inmóvil, sus ojos fijos en la nada, viendo en su mente la sangre que había predicho, la visión del cuerpo inerte de su esposo a los pies de Pompeyo. Cada aliento era un suplicio. Su futuro, sus esperanzas, su propia identidad como esposa del hombre más poderoso de Roma, se desmoronaban como arena entre sus dedos. Quería gritar, maldecir a los dioses que no escucharon sus súplicas, a los hombres que habían cometido tal atrocidad, pero el sonido no salía. Solo un gemido, bajo y animal, rasgaba su pecho, ahogado por años de humillaciones silenciosas, de chismorreos sobre Cleopatra, de la constante presencia de Servilia, la amante.



Fue entonces cuando Servilia Cepionis, con el rostro aún pálido por el shock de la noticia, pero con una determinación sombría, llegó a la villa. Había oído los lamentos ahogados que emanaban de la casa, el bullicio de los sirvientes, y su propio corazón se contraía con una angustia que rivalizaba con la de Calpurnia, aunque por razones distintas y complejamente entrelazadas. Al entrar en la alcoba donde yacía el cuerpo de César, cubierto por un paño de lino blanco, la forma familiar, imponente incluso en la muerte, apenas delineada bajo la tela, encontró a Calpurnia arrodillada junto a él, sumida en una mudez terrible, sus dedos aferrándose al contorno de su muslo a través del paño, como si aún pudiera sentir su calor. Bajo la tela, la forma irregular de un cuerpo masacrado, la protuberancia donde una espada se había hundido más profundamente, una herida fatal que el médico había dictaminado mortal.



El aire se volvió eléctrico, denso, cargado de la tragedia que había irrumpido en sus vidas. Un par de damas de compañía, con los ojos vidriosos, retrocedieron contra la pared, casi invisibles en el dramatismo de la escena. Calpurnia, al levantar la mirada y ver a Servilia, la mujer que había compartido la intimidad de su marido durante años, la que había sido su sombra y su confidente, sintió una descarga de rabia pura. La pena se transformó en una furia hirviente, la acumulación de años de dolor reprimido por las infidelidades públicas y la impotencia silenciosa.



"¡Tú!", siseó, su voz apenas un susurro venenoso, pero cargado de toda la bilis de una vida de engaños. Sus ojos, inyectados en sangre, eran dos ascuas ardientes. "¡Tú, la amante, la gran puta del Palatino!. ¡La que se revolcaba en la cama de mi esposo mientras yo rezaba por su vida, la que soportaba sus infidelidades y las habladurías de cada esclavo y liberto en Roma!. ¡La que se burlaba de mi honor con su descaro!. ¿Viniste a ver tu obra, Servilia?. ¡Tu hijo lo hizo!. ¡Tu Bruto, el que mamó de tus pechos, ha matado al padre de su patria, al hombre que te amó!. ¡Tu Bruto, ese perro filosófico que amamantaste, ha matado al padre de su patria!.¡Y tú, que sabías de las intrigas, lo permitiste!".



Y sin un instante de vacilación, Calpurnia alzó la mano y descargó una sonora bofetada sobre el rostro de Servilia. El impacto resonó en la habitación, un sonido seco y brutal. Servilia se tambaleó, el rostro girado por la fuerza del golpe, una marca roja extendiéndose por su mejilla como una flor de sangre. Su propia indignación se mezcló con el dolor por César, pero ante la mirada incandescente de Calpurnia, solo pudo sentir la humillación. No hubo respuesta, solo un silencio cargado de odio y tragedia compartida. Las damas de compañía se encogieron, petrificadas, al presenciar la explosión de años de rivalidad femenina, un drama íntimo que ahora se fusionaba con el gran drama político de Roma.



Servilia, con una mano en su mejilla ardiente, miró a Calpurnia, sus propios ojos llenos de una compleja mezcla de dolor y amargura. El dolor por César la desgarraba, un amor prohibido que había florecido en las sombras del poder y que ahora se desmoronaba en un charco de sangre romana. Recordó un momento íntimo con Cayo, no la pasión, sino la quietud de una mañana, su cabeza apoyada en su hombro mientras él le leía versos de Catulo, la rareza de su vulnerabilidad, la promesa tácita de un futuro juntos que ahora era polvo. Él había sido, a su manera, su ancla. Su muerte era un vacío que le dolía físicamente.



Pero más allá de su propia aflicción, en la intimidad de su corazón, latía una punzada de angustia por Cayo Casio Longino, el hombre agudo y resoluto con el que había compartido discusiones políticas, respeto y una complicidad intelectual que pocos entendían. Su mente pragmática reconocía la valía de Casio, su feroz compromiso con la República, incluso mientras su corazón lamentaba la pérdida de César. Se reprochó el haber intuido la humillación personal de Casio, la herida que César había infligido a su orgullo al negarle la pretura urbana, y no haber actuado con más fuerza para prevenir el desastre. ¿Debió haber advertido a Cayo con más claridad?. ¿Debió haber disuadido a Bruto con más vehemencia?. ¿Había sido su propia influencia sobre Bruto, la de la madre que lo había instado a la grandeza republicana, lo que había sellado el destino de César y, quizás, el de Bruto mismo?. Sentía por Casio no solo admiración por su intelecto y su coraje, sino una sutil empatía por la carga que ahora cargaba, la amargura de saber que ese golpe no había sido "solo" por Roma, sino también por el veneno del rencor personal. Su dolor por César era un grito desgarrador, pero el miedo por Casio, y por Bruto, su propio hijo, era una herida lenta y profunda, una preocupación por los hilos sueltos de una tragedia que apenas comenzaba.



LAS EXEQUIAS EN EL FORO: UN INCENDIO DE DOLOR Y RABIA

Dos días después del asesinato, el aire de Roma estaba cargado de una expectación febril y un silencio ominoso, roto solo por el murmullo bajo y constante de una multitud inmensa que se agolpaba en el Foro. El hedor a sudor, a vino derramado de las celebraciones pasadas y la tensión palpable se mezclaban en el ambiente. Las antorchas parpadeaban bajo un cielo plomizo, iluminando rostros sombríos de plebeyos y soldados, rostros antes desfigurados por el dolor que ahora se transformaban lentamente en máscaras de furia. El cuerpo de Julio César, envuelto en una toga que aún conservaba manchas de sangre seca, había sido trasladado de su casa y ahora era llevado en procesión solemne hacia la pira fúnebre, el último y más dramático viaje del Dictador.



Con cada paso lento de los portadores, el lamento de la multitud se intensificaba, creciendo desde un murmullo colectivo hasta un gemido primordial que parecía venir de las entrañas de Roma. La procesión avanzó lentamente, el silencio que dejaba a su paso era tan pesado como el duelo mismo. Ante los ojos del pueblo, sobre un lecho engalanado con las insignias de su poder, se alzaba una figura de cera, una imago exacta de César, que una máquina ingeniosa hacía girar lentamente para revelar, con una crudeza brutal, todas y cada una de las veintitrés puñaladas. Las heridas, horriblemente fieles en su representación, se mostraban a la luz poniente, y cada una de ellas era una acusación silenciosa contra sus asesinos. Un escalofrío de horror y desolación recorrió a la multitud. Los gritos de duelo se convirtieron en gemidos de furia, un coro creciente de desesperación y una insaciable sed de venganza. Gente caía de rodillas, golpeándose el pecho con los puños cerrados. Madres abrazaban a sus hijos con una mezcla de terror y rabia, intentando protegerlos de la visión, pero sus propios ojos estaban fijos en la terrible efigie.



En el corazón del Foro, se había erigido una pira colosal, una montaña de madera de cedro perfumada con incienso y mirra, rodeada por laureles. Marco Antonio, con el rostro surcado por el dolor y la rabia, sus ojos enrojecidos y brillantes, se acercó al lecho. Su voz, potente y profunda, resonó sobre el clamor, silenciando gradualmente a la multitud con su sola presencia, su carisma manipulador tan formidable como el propio César. No necesitaba acusar directamente; la escena hablaba por sí misma. Con una pausa calculada, tomó la toga ensangrentada de César, la misma que llevaba en la Curia, y la alzó lentamente, mostrándola a los ojos de todos, permitiendo que las perforaciones, los jirones de tela empapados en la sangre del dictador, hablaran elocuentemente de la brutalidad del ataque. "¡Mirad!", bramó Antonio, su voz rompiéndose en un crescendo de dolor contenido y oratoria magistral. "¡Mirad la vestidura de vuestro general, la que llevaba cuando los traidores, los que se hacen llamar 'libertadores', clavaron sus dagas en el corazón de Roma!".



Se detuvo, permitiendo que el horror y la indignación se apoderaran de la multitud, que el silencio se llenara con sus propios jadeos y lamentos. Luego, con un golpe teatral, desplegó la imago de cera, girándola lentamente para que cada plebeyo, cada hombre y mujer, pudiera ver con sus propios ojos las veintitrés heridas, la expresión de sorpresa y agonía del César apuñalado. El Foro estalló. Los lamentos se transformaron en rugidos salvajes. "¡Venganza!", "¡Muerte a los traidores!", "¡Casio!. ¡Bruto!. ¡A la hoguera con ellos!". Algunos caían de rodillas, golpeándose el pecho. Otros levantaban los puños hacia el Capitolio, donde los conspiradores se refugiaban, el fuego de la rabia ya encendido en sus almas.



El ambiente, ya cargado, se volvió un polvorín. La multitud, convertida en una bestia iracunda, comenzó a lanzar objetos a la pira: ofrendas, fragmentos de asientos de madera arrancados del suelo, ramos de flores, y pronto, antorchas encendidas, lanzadas con furia ciega. Las llamas se alzaron, devorando la madera con un rugido voraz, un fuego purificador para unos, destructor para otros. El humo acre de la pira se mezcló con el sudor y el hedor de la muchedumbre, un presagio ominoso de la guerra que se avecinaba. Era un evento catártico y simbólico del fin de una era, con el fuego como catalizador de la furia popular y presagio de una contienda que devoraría la República.



LA DESILUSIÓN DESDE EL CAPITOLIO Y EL FUTURO INCIERTO

Desde la cima del Capitolio, donde los conspiradores se habían refugiado buscando la santidad de los templos, rodeados de los sacerdotes y las inviolables vestales como promesa de seguridad frente a la ira de de plebe que como un rugido llegaba como un trueno distante, un lamento que se convertía en una amenaza ensordecedora. Las llamas de las antorchas y los incendios provocados por la turba teñían de rojo el cielo de Roma, un reflejo infernal de la furia popular. Cayo Casio Longino, apoyado en un pilar de mármol frío, observaba la escena dantesca, su rostro impasible, pero su mente un torbellino de desilusión y amargo arrepentimiento.



He matado a un hombre, pero no a una idea, pensó Casio, su mirada fija en el infierno que se extendía bajo ellos. La República que soñé no era esto. Este es el rugido de la bestia que hemos liberado, no el canto de la libertad. La furia del pueblo, dirigida con una ferocidad inesperada contra él y sus compañeros, era una marea imparable. Sus sueños de una República restaurada, de una Roma libre, se desmoronaban bajo el peso de esa ardiente e irracional pasión de las masas que tanto habían amado a su benefactor Cayo Julio César. No eran liberadores en ese momento, sino los objetos de un odio feroz y ciego. El pragmatismo que había guiado cada uno de sus pasos, cada decisión, chocaba ahora con una realidad visceral y brutal: la reacción popular era incontrolable, y la sangre derramada había encendido una chispa, no apagado un fuego. El error de Marco Junio Bruto al no permitir la eliminación de Marco Antonio, el idealismo que se había interpuesto en la táctica de un golpe quirúrgico, se revelaba ahora como una condena. Casio sintió el peso de las consecuencias de sus acciones, una carga más pesada que cualquier yugo de César. Al matar al tirano, habían despertado a un monstruo. Por lo menos Marco Antonio tenía el cargo de Cónsul que tenía las fasces con lictores incluidos de acompañantes en aquellos momentos, y Roma, tan convulsa como estaba, no carecía de autoridad ni de vacío de poder, pese a que en el interior de Marco Antonio ya empezaba a arder los deseos de venganza y represalias contra los indeseables del Senado que le eran hostiles tales como el propio Cayo Casio Longino, Marco Junio Bruto, Marco Tulio Cicerón, y todos los demás senadores que habían participado en la conspiración y asesinato contra César. 



Esa misma noche, con el eco de los disturbios aún resonando en las distantes calles y el olor a humo filtrándose por las ventanas, Casio regresó a su casa en el Palatino. Junia, su esposa, con los ojos hinchados por el llanto y el miedo, lo esperaba con el resto de la familia. El aire en la domus era denso, cargado de una mezcla de alivio por su seguridad y terror por el futuro. Las puertas y ventanas bien cerradas y reforzadas por los esclavos de la casa. El reflejo rojizo de las llamas lejanas danzaba en los cristales de las ventanas, un recordatorio constante del caos exterior. "Cayo", susurró Junia, su voz apenas un hilo, sus manos frías y temblorosas aferradas a las suyas. "El pueblo está furioso. No es seguro aquí. Los niños están aterrorizados." Los pequeños, pálidos y con los ojos muy abiertos, se aferraban a sus túnicas, incapaces de comprender la magnitud de la tragedia.



Casio, agotado por la tensión del día pero con la mente funcionando a mil por hora, tomó la mano de su esposa. Sintió la inmensa responsabilidad de sus vidas sobre sus hombros. La determinación se asentó en su alma, fría y calculada, pero teñida de una desesperación apenas contenida. "Lo sé, mi amor. He hablado con Bruto y Cicerón. Debemos abandonar Roma por un tiempo. La situación es volátil. Marco Antonio ha usado al pueblo contra nosotros con una habilidad digna del propio César. No podemos permitir que su muerte, que nuestro sacrificio, sea en vano." Su mirada se endureció. "No volveré a estar de rodillas ante ningún tirano, ni ante el fantasma de uno. Nos dirigiremos al este. Allí, levantaremos un ejército, y lucharemos por la verdadera República. Esta vez, la libertad prevalecerá, o moriremos intentándolo. No hay otra opción." Junia asintió con lágrimas en los ojos, comprendiendo la magnitud de su huida y el terrible presagio de una guerra inminente. El plan de escape, la huida, el exilio, todo se desvelaba en la intimidad de su hogar, mientras las llamas de la revuelta teñían de rojo el cielo de Roma.



El asesinato de Julio César no había traído la libertad esperada, sino que había sumido a Roma en una incertidumbre aún mayor. Los errores tácticos de Bruto y la falta de pragmatismo en la gestión de las consecuencias habían dejado a los conspiradores vulnerables. Con Marco Antonio alzándose como el vengador del Dictador y Octaviano, el que sería el heredero de César, emergiendo en el horizonte, los bandos se preparaban para la contienda. El destino de la República, lejos de ser restaurado, pendía de un hilo, balanceándose sobre el filo de una espada, presagiando el sangriento fin de una era y el amanecer de otra. Por lo menos Junia Tercia, al ser hija de la muy influyente aristócrata Servilia Cepionis, amante de César, la protegía de la furia de los cesarianos. Cayo Casio Longino por prudencia, huiría temporalmente de Roma, pero su familia se quedaría en Roma, manteniendo una posición discreta y distanciada de los recientes acontecimientos en Roma. 




CAPÍTULO 9: HUIDA AL ESTE Y EL DESPERTAR DE LA SERPIENTE

LA SOMBRA DE CÉSAR Y EL DESPERTAR DE LA SERPIENTE

En los días de incertidumbre que siguieron al asesinato de Julio César, la imponente domus del dictador, en la Vía Sacra, se había transformado en una tumba de mármol y silencio. El aire, denso como la niebla matutina de las ciénagas pontinas, cargaba con el peso del luto y la expectación. Cada grieta en el vasto suelo de mosaicos, cada sombra proyectada por las columnas corintias, parecía absorber el sonido. No era un silencio de paz, sino uno cargado de ansiedad y conspiración, roto solo por el crujido apenas audible de la madera centenaria del techo artesonado o el tenue chisporroteo de las lámparas de aceite que apenas ahuyentaban las sombras más profundas de los rincones. Fuera, el murmullo distante de la Urbs –el vocerío de los vendedores, el traqueteo de los carros, el lamento ahogado de un adivino callejero– era un recordatorio fantasmal de una normalidad que la domus había perdido.



En el centro de la sala de recepción, donde antes bullía la vida y la política se tejía con hilos de oro y ambición, ahora Calpurnia se erguía como una figura espectral. Su rostro, pálido como el alabastro de una estatua funeraria, aún mostraba el rastro inconfundible de lágrimas secas, pero sus ojos, profundos y sombríos, poseían una firmeza forjada en la tragedia y el acero de la determinación. Su velo, de lino fino y oscuro, apenas ocultaba la desolación de su mirada, mientras sus dedos, finos y nerviosos, se aferraban a un pergamino sellado, un testamento. La tensión se palpaba; no era solo una atmósfera, era una entidad viva que estrangulaba el aliento de los presentes. Las estatuas de ancestros, de toga blanca y expresión impasible, alineadas en los nichos de la pared, parecían observar con una mudez irónica, testigos silenciosos de cómo el legado de Roma se desmoronaba entre los vivos.



Un sirviente, con una reverencia más profunda de lo habitual, anunció la entrada de Marco Antonio y del joven Octaviano. Marco Antonio, el leal lugarteniente de César y actual cónsul, irrumpió en la sala con la arrogancia desbocada de un león enjaulado que se cree el único rey de la selva. Su figura, robusta y ancha, esculpida por años de campañas y batallas, irradiaba una impaciencia apenas contenida. El ceño, surcado por la furia reciente, era una amenaza visible. Caminaba con la pisada firme de quien ostentaba el poder inmediato, esperando que la voluntad de un muerto se inclinara ante la suya. A su lado, apenas visible en el vasto espacio, se deslizaba Octaviano. Con apenas dieciocho años, su presencia contrastaba brutalmente con la de Antonio: delgado, casi frágil, su toga se plegaba sobre una figura que carecía de la imponente masa muscular del cónsul. Sus ojos, de un azul gélido y sorprendentemente fijos en el suelo, se movían con una quietud que para Antonio sería debilidad, pero que, para un observador sagaz, era el presagio de una amenaza latente. El joven parecía absorber la magnitud de la tragedia no con dolor, sino con una concentración fría y perturbadora, como si ya estuviera calculando las piezas de un tablero de ajedrez.



Calpurnia, con una voz que a pesar de su temblor inicial adquirió una claridad inquebrantable, entregó el pergamino al escriba. Su mano, al rozar el vellum grueso y pulido, que aún olía a cera de lacre, tembló imperceptiblemente, un detalle que solo la mirada aguda de Octaviano captó. La voz del escriba, monótona y grave, resonó en la estancia, desgranando cláusulas y legados, y la tensión, ya insoportable, se solidificó con cada palabra.



Finalmente, llegó el momento crucial. La voz del escriba se elevó: "...y la mayor parte de mis bienes, y lo que es más trascendente, mi propio nombre y linaje, van a parar a mi sobrino nieto, Cayo Octavio, a quien nombro oficial y póstumamente como mi hijo adoptivo." Un susurro ahogado, una exhalación colectiva, recorrió la sala. Marco Antonio, que había esperado recibir no solo una parte significativa de la herencia, sino el manto político del sucesor, sintió cómo la sangre le subía a la cara con una furia cegadora. Sus puños se apretaron hasta que los nudillos blanquearon y una vena comenzó a palpitar con violencia en su sien. El pergamino, sin pausa, continuó, confirmando que, a partir de ese momento, Octaviano pasaría a llamarse Cayo Julio César Octavio. Un nombre que lo ligaba de forma indisoluble al legado del dictador, y que para Antonio era un insulto en carne viva.



El joven que de repente se vio catapultado al centro del escenario político romano era Octaviano, nacido como Cayo Octavio Turino en el 63 a.C., en una familia de la gens Octavia, de rango ecuestre pero con conexiones senatoriales. A pesar de su linaje relativamente modesto por parte paterna, su madre, Atia Mayor, era sobrina de Julio César, lo que lo convertía en su sobrino nieto. Desde temprana edad, Octaviano había demostrado ser un joven extraordinariamente inteligente, estudioso y con una madurez inusual para su edad. Fue educado en la retórica, la literatura y la filosofía, absorbiendo conocimientos con una mente aguda y calculadora. No era un hombre de grandes pasiones a primera vista; su ambición se manifestaba de forma más sutil, una paciencia estratégica y una frialdad notable que lo hacían parecer casi inexpresivo. Físicamente, era delgado y no muy alto, con una salud algo frágil, a menudo propenso a enfermedades que lo mantenían apartado, lo que contrastaba brutalmente con la imagen vigorosa de un líder militar romano, pese que en la campaña última de Hispania había acompañado a su tío-abuelo para familiarizarse con la milicia. Sin embargo, su determinación y autocontrol eran férreos, forjados en una voluntad de hierro. Sus ideales, aunque inicialmente enraizados en la devoción a su padre adoptivo, César, pronto evolucionarían hacia un pragmatismo político que buscaría la estabilidad y el orden en Roma a cualquier precio, incluso el de la sangre. Su capacidad para inspirar lealtad en los veteranos de César, que lo veían como la encarnación viva del legado del dictador, sería una de sus mayores fortalezas, un arma que aún no comprendían los que lo subestimaban.



Cuando la lectura del testamento concluyó, el silencio en la sala fue sofocante, roto solo por la respiración agitada de Antonio."¡Por el coño de Venus!. ¡Esto es un ultraje!, bramó Marco Antonio, su voz atronadora, golpeando la mesa de mármol con el puño hasta hacerla vibrar." ¿Ese mocoso pálido?. ¿Ese mequetrefe hereda el nombre de César mientras yo, que sangré por él en media Galia, recibo las sobras?. ¡Que se vaya a la mierda!".  El sonido seco resonó en el lujoso espacio. "¡Yo, que he luchado a su lado en cada campaña, que he compartido su sangre y su gloria, que le he levantado de cada borrachera y cubierto cada escándalo con una sonrisa, soy ignorado en su testamento!. ¡Y este muchacho, este enclenque imberbe, apenas un niño, es el que hereda su nombre y su fortuna!". Su furia no era solo por la herencia económica, sino por el profundo, hiriente y personal desprecio que sentía implícito en la decisión de César. Antonio había sido la mano derecha de César durante años, un general brillante y un orador capaz de inflamar a las masas, su tribuno de la plebe que le representó en Roma antes de cruzar el Rubicón, pero su afición a los excesos, al vino barato de las tabernas y a las prostitutas de Subura, y su nefasta gestión como Maestro del Caballo era bien conocida en Roma. César, aunque se había beneficiado enormemente de los talentos políticos y militares de Antonio, evidentemente nunca le había tenido una estima personal o una confianza lo suficientemente profunda como para considerarlo su sucesor legítimo, su igual. El testamento era la prueba irrefutable de que César lo veía como un instrumento valioso, sí, pero no como un heredero digno de su linaje. Marco Antonio sintió la humillación arder en su pecho, una quemadura que iría más allá del mero despecho. Este acto póstumo de César, más que cualquier otra cosa, revelaba la verdadera percepción que el dictador tenía de él. A pesar de todo su poder y su posición actual como cónsul, la voluntad de un muerto lo había relegado a un segundo plano. Y ahora tendría que lidiar con un muchacho de dieciocho años que de la noche a la mañana se había convertido en "César". Un César sin cicatrices, sin batallas, sin un solo día de sudor en el campo. El choque de voluntades era inevitable, y Antonio, en su ofuscada furia, no vio la chispa helada en los ojos azules de Octaviano, ya con el nuevo nombre de César Octavio, que por un instante, apenas imperceptible, se habían levantado del suelo para fijarse en él. Una amenaza latente, fría y calculada, había despertado.



EL DESPERTAR DE LA SERPIENTE EN ORIENTE: SIRIA Y ANTIOQUÍA A LOS OJOS DE CASIO

En el verano abrasador del 43 antes de Cristo, Siria, la joya más oriental de la República Romana, establecida por Pompeyo Magno en el 64 a.C. unos veinte años antes, se ofrecía a los ojos de Cayo Casio Longino como un vasto y contradictorio lienzo. Era un mosaico de opulencia y desesperación, un crisol donde las riquezas fabulosas de Oriente se mezclaban con el polvo áspero de las caravanas y el lamento incesante de los vencidos. La provincia era un punto estratégico vital, tanto a nivel comercial como militar, un cruce de caminos donde el poder de Roma se anclaba con dificultad. Hacia pocos años que había sido gobernador de esta provincia, tras la derrota de Craso en Carres, y apenas no había cambiado.



El viaje por el interior de la provincia, desde las llanuras costeras hasta los valles interiores, había expuesto a Casio a una realidad brutal y deslumbrante a la vez. No había un río principal que vertebrara la tierra; el agua caía del cielo, regando un paisaje de valles y montañas donde cada pliegue de la tierra parecía albergar un pueblo diferente, con su propio príncipe, lengua y dialecto. Los habitantes de la costa vivían del mar y del comercio, pescadores y navegantes curtidos, mientras que la población del interior se dedicaba a la agricultura y, en ocasiones, al bandidaje. Sus vestimentas de lana, coloridas y cubriendo todo el cuerpo, contrastaban con las túnicas romanas. Los sirios consideraban impúdico descubrir el cuerpo, salvo para sus necesidades, y realizaban sus comidas en el interior de sus casas, una diferencia cultural que Casio observaba con su habitual distanciamiento. Sus dioses eran variados y, aunque los sacrificios humanos ya estaban superados bajo la dominación romana, el eco de esas antiguas prácticas aún flotaba en el aire denso. Siria era una provincia donde confluían diversas culturas: griegos, sirios, latinos, árabes, partos y judíos, creando una sociedad vibrante y cosmopolita, pero también una fuente constante de intrigas y querellas entre los príncipes locales, un recordatorio constante de la ferocidad con que esta tierra fértil se entregaba al dominio romano.



Desde la ventanilla de su litera de viaje, el cedro pulido crujiendo suavemente con el bamboleo constante, o a lomos de su caballo, Casio observaba con esa impasibilidad que era su armadura. Ante él se extendían enormes campos de cereal, dorado bajo el sol implacable, olivos centenarios de troncos retorcidos como viejos titanes, y viñedos, sus vides rebosantes de uvas oscuras, una alfombra verde y ocre que se perdía hasta donde la vista alcanzaba, bajo un cielo que el calor extremo teñía de un blanco cegador. El aire, denso y polvoriento, arrastraba el dulzor empalagoso de los dátiles secándose en esteras bajo el sol y el acre olor a sudor humano, al estiércol fresco de asnos y a tierra recién removida.



Pero la riqueza no era para todos. Bajo el latigazo incesante de los capataces, cuyo chasquido resonaba en el silencio del campo como el latigazo de una honda sobre el aire, filas interminables de esclavos se movían como autómatas. Sus cuerpos, curtidos y encorvados por jornadas interminables, y sus rostros demacrados, arrancaban el sustento de la tierra. El sudor les brillaba en la piel oscura, formando regueros salobres que se perdían en sus ropas raídas, y sus gemidos de fatiga se ahogaban en el viento. Eran las vidas invisibles que sustentaban el esplendor de Roma, un esplendor que ahora, Casio lo sabía, debía financiar con la misma sangre y el mismo sudor. Observaba, no con empatía, sino con un parpadeo casi imperceptible en la mirada, un reconocimiento gélido de que la maquinaria de aquella economía brutal era la única herramienta que le quedaba. La voz de Catón, su antiguo mentor, resonaba en su mente como un eco amargo de una era ya muerta: "La riqueza no consiste en tener grandes posesiones, sino en usar la pobreza con prudencia." Un desprecio apenas contenido afloró en los labios de Casio. "Catón hablaría de prudencia, de virtud," murmuró para sí, apenas audible sobre el crujido de la litera. "Pero Catón está muerto. La prudencia es para los vencedores, la desesperación para los que persiguen un fantasma." La República exigía sacrificios, y él, Cayo Casio Longino, no dudaría en hacerlos, por oscuros que fueran.



Finalmente, Antioquía, la joya del Orontes, se alzó ante él, palpitando con una vida frenética, un hervidero de comercio y decadencia oriental. Fundada a finales del siglo IV a.C. por Seleuco I Nicátor, se había convertido en la tercera ciudad más grande del Imperio Romano, superada solo por Roma y Alejandría. Estaba estratégicamente ubicada a orillas del río Orontes y en la ruta de la seda y el comercio de especias, lo que la convirtió en un próspero centro comercial y administrativo. La ciudad estaba protegida por sólidas defensas, sus murallas construidas por Seleuco I y reforzadas por siglos de guerra, se alzaban como cicatrices de piedra en el paisaje, tan altas que sus torres almenadas parecían arañar el cielo azul, coronadas por los centinelas romanos. Su urbanismo avanzado para la época destacaba con dos grandes avenidas con columnas que se cruzaban en un amplio foro. Una red de acueductos abastecía de agua abundante a la ciudad, y las viviendas de la clase alta disponían de lujos como agua corriente y calefacción central. Un palacio en la isla de Basileia, formada por el río Orontes, servía de residencia a los prohombres o gobernantes romanos destinados cuando visitaban la ciudad.



Sus mercados bullían con un caos organizado de colores, aromas y sonidos. Mercaderes fenicios, con túnicas bordadas, ofrecían sedas de la lejana Seres, tan suaves que se desvanecían al tacto como el humo, especias de Arabia que picaban en la nariz con la promesa de sabores exóticos y ámbar del Báltico, con su luz cálida atrapada en el tiempo, productos que venían de lugares muy lejanos. Los gritos guturales de los vendedores ambulantes pregonando sus mercancías –"¡Ostras frescas!. ¡Ostras de la costa!", "¡Telas de Tiro! .¡Para las matronas más ricas!", "¡Esclavos, fuertes y sanos! ¡De Capadocia!"– se mezclaban con el tañido monótono y metálico de las campanas de los templos, el barritar grave de los elefantes cargando fardos inmensos y el hedor dulzón y metálico de los animales recién sacrificados en honor a dioses desconocidos. La ciudad era un crisol de culturas: griegos, sirios, latinos, árabes, partos y judíos coexistían, creando una sociedad cosmopolita pero también cargada de intrigas y tensiones sociales.



Casio, sin inmutarse, escaneaba la multitud. Su mirada, precisa, se detuvo un instante en un niño esclavo, de ojos demasiado grandes para su rostro demacrado, que arrastraba una cesta demasiado pesada. No hubo compasión en su expresión, solo una fría apreciación de la necesidad, un costo visible en su misión. La clase acomodada de Antioquía vivía con gran lujo en casas adornadas con suntuosos mosaicos, mientras la vida de los pobres y esclavos era dura, a menudo recurriendo al robo. El ocio y el vicio se mezclaban en una vibrante vida nocturna; Antioquía contaba con un teatro, un anfiteatro y varios baños públicos, y las "casas de lenocinio" o burdeles eran frecuentados por ricos y pobres por igual. La costumbre de las "vírgenes del templo" de Astarté, que se prostituían como parte de su función religiosa, sugería una complejidad moral única del lugar.



Más allá de la ciudad, los campos de olivos y viñedos se extendían hasta las colinas que se alzaban como sombras, donde las aldeas, pequeños puntos de vida, temblaban bajo la sombra de la extorsión romana, como aves de presa al acecho. Era la misma sombra que él proyectaría ahora. Aquí, en este rincón del mundo donde los dioses de Grecia, Persia y Roma coexistían en un tenso y a menudo sangriento sincretismo, y la inestabilidad política post-César se palpaba en el aire, Cayo Casio Longino, un hombre de rostro afilado y voluntad de hierro, buscaba forjar un nuevo destino para la República. Sus medios serían tan oscuros como la noche que se cernía sobre Roma, pero estaba convencido de que la supervivencia de la libertad lo valía todo.



LA LLEGADA A SIRIA Y UN REENCUENTRO INESPERADO

Casio, a sus cuarenta años, era un lobo marcado por la guerra, pero también por una amargura que le carcomía el alma, un nudo perpetuo en el estómago que le dejaba un sabor metálico en la boca. Sus ojos, oscuros y penetrantes, parecían capaces de desentrañar los secretos de un hombre con una sola mirada, como si pudieran ver a través de las máscaras de la carne y el disimulo. Las cicatrices de Carras, donde el orgullo de Roma se había desangrado en la arena; Farsalia, donde la República había recibido un golpe mortal; y Zela, donde César había dictado su célebre "Veni, vidi, vici," surcaban su cuerpo, cada una un recordatorio de la futilidad. Pero era la humillación de la clemencia de César lo que ardía en su alma, un fuego lento que nunca se extinguía. "No hay perdón para el tiranicidio," se decía, una frase que le quemaba como un estigma, "no por la víctima, sino por el verdugo que perdona." Cada vez que cerraba los ojos, oía aún los gritos de la plebe enardecida en el Foro, susurrando su nombre con aborrecimiento, sentía el aire denso y sofocante que se respiraba en las calles de Roma bajo la sombra de las guillotinas simbólicas: las listas de proscripción. Había visto los nombres de sus amigos tachados en los tablones, una sentencia de muerte innegociable. El asesinato de los Idus de Marzo, planeado con la precisión de un estratega, con cada puñalada calculada para liberar a Roma, no había restaurado la República, sino que había desatado un torbellino de caos y venganza. El Segundo Triunvirato —Marco Antonio, César Octavio y Lépido— había jurado vengar a César, y sus listas de proscripción, que ofrecían recompensas por las cabezas de los "libertadores," colgaban como guillotinas sobre Roma, cada nombre una sentencia de muerte. Casio, junto con Marco Junio Bruto, había huido al Este, donde las provincias, ricas en oro y hombres, ofrecían una última esperanza para desafiar a los triunviros.



Siria, que Casio había gobernado como cuestor en el 53 antes de Cristo, era su bastión natural, la tierra que había aprendido a exprimir. Aquí, tras la debacle de Carras, había reorganizado a los supervivientes romanos, derrotado a los partos con una audacia que rozaba la locura y acumulado una fortuna que aún susurraba en los mercados de Antioquía, un eco de su pasado depredador. Ahora, como pretor proscrito, regresaba no como un fugitivo derrotado, sino como un general decidido a construir un ejército que doblegaría a Roma, aunque fuera a costa de convertir la libertad en una moneda de sangre y sudor. No era un arrebato, sino una conclusión fría y calculada, forjada en la experiencia de que la supervivencia siempre exigía un precio. Recordaba las lecciones de Sila: la única forma de consolidar el poder y financiar la guerra era arrancando la savia vital de las provincias. Se decía a sí mismo que la opresión que imponía era la única forma de evitar una opresión mayor, la que los triunviros llevarían a Roma. Se dice que doce legiones, unas 60,000 almas con el corazón de hierro, y 4,000 jinetes, muchos de ellos arqueros partos y jinetes nabateos, formaban una fuerza colosal, un puño implacable. Pero tal ejército requería oro, mucho oro, y el oro no caía de los olivos; debía arrancarse de la tierra y de las venas de los hombres. Casio, con la frialdad de un banquero y la crueldad de un depredador, recurrió a las tácticas que había perfeccionado en su juventud: extorsión implacable, confiscaciones sumarias y el lucrativo, pero repugnante, comercio de esclavos. Se preguntaba si la República, la verdadera República, aprobaría los medios con los que buscaba salvarla. ¿Había caído tan bajo que la salvación solo podía venir de la barbarie? "La guerra no se alimenta de palabras, sino de sangre y de oro," resonaba una voz amarga en su cabeza.



En la primera noche en Antioquía, después de la agotadora travesía que había dejado sus músculos agarrotados y su mente tensa, Casio solicitó información sobre una compañía poco convencional. No una esclava, sino Sira. Había sido su compañera en sus días de cuestor, una joven a la que había liberado años atrás, fascinado por su inteligencia y la melancolía de sus ojos. La cámara improvisada olía a polvo del camino y a incienso quemado de las ofrendas del día, un leve hedor a animal de los establos cercanos se mezclaba con el aroma acre de las lámparas de aceite. No estaba seguro de encontrarla, menos aún de cómo habría sobrevivido una liberta en las bulliciosas y a menudo crueles calles de Antioquía. Pero la fortuna le sonrió, o quizás el destino. Cuando Sira entró, la luz danzaba sobre las paredes en sombras inquietas, revelando no solo los estragos del tiempo y el sufrimiento en su rostro, las líneas finas alrededor de sus ojos y la leve flacidez de su piel, sino también una nueva fortaleza. Sus cabellos seguían siendo tan negros como la noche sin luna, y sus ojos conservaban el fuego que Casio recordaba, una llama inquebrantable, pero ahora velada por una independencia ganada a pulso.



"Casio," dijo Sira, su voz un susurro ronco, apenas creyendo lo que veían sus ojos, como si un fantasma del pasado se hubiera materializado. Había una mezcla de asombro y un sutil reproche, incluso una dosis de desafío, en su tono. "Has regresado. Creí que nunca más te vería."



Casio se levantó del catre, la armadura pesando aún sobre sus hombros, una segunda piel de metal que apestaba a sudor y hierro de la batalla. Un brillo fugaz en sus ojos, una evasión apenas perceptible. "Sira. Los dioses, o el destino, nos traen de nuevo a este rincón del mundo. ¿Cómo te ha tratado el tiempo, mujer? ¿Ha sido cruel contigo después de mi... capricho?",



Ella sonrió con amargura, una mueca que no llegaba a sus ojos, que seguían fijos en él con una dureza aprendida. "Como a todas las que viven con el aliento de los hombres, Casio. La libertad es una espada de doble filo, lo aprendí pronto. Con la educación que me diste, busqué ganarme la vida como copista y lectora para mercaderes y prohombres de paso; la necesidad me enseñó a negociar los precios por cada papiro. He conocido a muchos hombres, muchas ciudades, muchas promesas vacías. He aprendido que la supervivencia es la única verdad, y que la única moneda real es la astucia y la resistencia."



Casio le ofreció una copa de vino, el líquido rojo oscuro brillando en la luz tenue. Un ligero fruncimiento de ceño, una breve contracción en el rostro de Casio al escuchar las palabras de Sira, como si la verdad le doliera. Su mirada evitó la de ella por un instante, un parpadeo de autoconciencia dolorosa. "Y tú, Sira, siempre has sido más que una compañera de lecho. Tus palabras tenían el filo de un estilete, y tu mente, la agilidad de un leopardo. ¿Qué has visto en estos años?. ¿Qué has aprendido de este Oriente?. Dime, porque tu visión es más clara que la de muchos senadores que solo ven lo que sus bolsillos les permiten."



Bebieron en silencio, la tensión de los años y la guerra flotando entre ellos, una densa niebla de recuerdos no expresados. Sus miradas se cruzaban, cargadas de aquello que no se decía: las noches, las promesas rotas, la distancia. El roce de sus copas de metal al posarlas era el único sonido. "He visto la insaciable sed de Roma, Casio," respondió Sira, sus ojos fijos en la llama parpadeante de la lámpara. "Y he visto la desesperación de los que no pueden pagar, la brutalidad con que se les arranca hasta la última migaja. El látigo sigue siendo el instrumento de la justicia romana, aquí y en todas partes. Pero dime tú, ¿cómo es que un hombre que juró por la República ha huido como un criminal?. ¿Y cómo un libertador se convierte en un opresor tan implacable como los que juró derribar?".



Casio rió, una risa seca, sin alegría, que sonó hueca en la habitación, como el eco de una tumba. "La República, Sira, está en peligro mortal. Hemos cortado una cabeza de la hidra, pero otras han crecido con una ferocidad aún mayor. Octaviano, un muchacho insolente al que ahora llaman César Octavio porque es el heredero que eligió su tío-abuelo el dictador Cayo Julio César, pero astuto como una serpiente; y Marco Antonio, una bestia sedienta de poder, cuyo cerebro ha sido ahogado en vino y ambición; y Lépido, la sombra de ambos, un hombre de nula valía política y militar, han formado un Triunvirato. Quieren vengar a César, y para ello, han proscrito a todos los que anhelamos la libertad, a aquellos que aún creen en el mos maiorum. Estamos aquí para levantar un ejército, para luchar una última batalla por el ideal, por la Roma que conocimos, aunque debamos corrompernos para salvarla. Los medios, por más viles que sean, se justifican en la salvación del fin."



La conversación derivó en la dureza de la vida, las cicatrices que ambos llevaban, no solo en el cuerpo sino en el alma, los compromisos que la supervivencia exigía, la resignación a una existencia donde la pureza era un lujo que no podían permitirse. Y en ese punto, con la sinceridad cruda que solo la desesperación y la confianza ganada podían permitir, la conversación se adentró en las zonas más oscuras de sus experiencias humanas.



"He aprendido que la soledad del poder es tan fría como la de la miseria, Casio," dijo Sira, su voz apenas un susurro. "En mi camino, después de ti, he conocido la intimidad de la necesidad. A veces, para pagar el alquiler de mi pequeña habitación, o para tener algo más que pan duro, he compartido el catre no solo por exigencia, sino a veces por la búsqueda de un calor fugaz, una voz que rompiera el silencio. Hombres de todas las clases, con sus propias cargas. Vi el miedo en los ojos de los comerciantes que temían el robo, la arrogancia hueca de los legionarios borrachos, y la bondad inesperada en el gesto de un anciano que me dio pan. Cada uno, en su propia intimidad, revelaba una faceta de la humanidad: la debilidad, el deseo, la ternura o la crueldad. Y comprendí que, detrás de toda apariencia, cada uno carga con sus propias heridas y anhela algo, sea el amor que le falta, el poder que ansía, o simplemente la paz. Esas interacciones me enseñaron a leer el alma sin palabras, a distinguir la verdad de la fachada, una lección invaluable para sobrevivir en este Oriente."



Casio escuchaba, la copa de vino inmóvil en su mano. La profundidad de las palabras de Sira, su perspectiva forjada en el despojo y la supervivencia, lo golpeó con una fuerza inusitada. "No eres la única que ha conocido esas revelaciones, Sira," replicó, su voz más baja de lo habitual, teñida de una confesión inusual. "He tenido una esposa en Roma, Junia Tercia, una mujer de linaje intachable y mente aguda, digna de un romano de mi posición. Y sí, he buscado en otros brazos, en los placeres fugaces que ofrece el poder, un respiro del peso constante de mis decisiones. Pero en esas intimidades, ya fuera con mi esposa o con aquellas que me ofrecían su cuerpo por una noche, siempre he sentido una distancia inquebrantable. Una barrera que yo mismo he construido. Nunca pude despojarme por completo de la armadura, ni siquiera en el lecho. La ambición, el cálculo político, la necesidad de controlar, siempre se interponían. Me he preguntado si se puede amar de verdad, o alcanzar una verdadera cercanía, cuando la mitad del alma está perpetuamente ocupada en la guerra o en el juego del poder. La experiencia me ha enseñado que la lealtad es un concepto frágil, el afecto un lujo y la verdadera intimidad, una utopía para quienes, como yo, estamos condenados a caminar solos en la cima."



La noche se hizo más profunda, y las palabras se desvanecieron en la urgencia de los cuerpos, una necesidad que trascendía la razón. Se desnudaron lentamente, sus manos, curtidas y marcadas, explorando los contornos familiares de la memoria y la pasión. Las manos de Casio, acostumbradas al acero, acariciaron la piel de Sira con una torpeza inesperada, una ferocidad contenida, como si temiera romper algo frágil y al mismo tiempo ansiara poseerlo por completo. Cada cicatriz, cada línea de sus cuerpos, era una historia de supervivencia y dolor. El reencuentro fue un torbellino de anhelos reprimidos, de caricias que se volvieron más intensas con cada recuerdo de la separación, cada año de ausencia. Los cuerpos se entrelazaron en un frenesí de deseos, cada beso, cada jadeo, un eco de un pasado que parecía haber sido barrido por la guerra, pero que ahora resurgía con una desesperación cruda. Se entregaron el uno al otro con una furia y una ternura que los dejó exhaustos y complacidos, el sudor brillando en sus pieles, los alientos entrecortados, semen y demás fluidos ya expelidos por intensos y liberadores orgasmos que saciaban ese hambre de placer carnal. En los brazos de Sira, Casio encontró un breve consuelo, una tregua efímera en la guerra que libraba por Roma y por su propia alma, una pausa en la implacable máquina de su propia ambición, un momento de olvido antes de que la barbarie del mundo reclamara de nuevo su atención.



Desde ese día, Casio siguió permitiendo la presencia de Sira en su habitación por las noches. No la trató con una "deferencia" que borraría su estatus, sino con una curiosidad persistente y un trato pragmáticamente menos brutal que el que podría haber dado a cualquier otra mujer. Le ofreció ropas limpias y comida de su propia mesa, aparte de algo de dinero que le facilitara mucho más su situación, gestos que para Sira, como liberta, representaban un reconocimiento valioso, no solo como una propiedad útil, sino como una persona a la que había elegido libremente. Y sí, permitió que sus conversaciones fueran inusuales, no como las que tendría con un igual, sino como las que un patrón podría tener con un hombre libre de ingenio agudo. Sira, la mujer de ojos profundos que él había liberado, se había convertido para él en una fuente de observación desapasionada, en un espejo incómodo que le devolvía las contradicciones de su mundo. Sus propias reflexiones sobre la ambición desmedida de Craso, el destino incierto de Roma pendiendo de un hilo y su propio papel en esta crisis generacional que se cernía sobre la República, cobraban una nueva y cruda luz a través de la visión simple y directa de Sira. ¿Era su pragmatismo una virtud brutal necesaria, la única forma de supervivencia en un mundo de lobos, o una condena de su propia humanidad, un precio demasiado alto?. "La oportunidad, en los asuntos humanos, dura menos que las palabras," pensaba Casio, las palabras de Sira resonando en su mente. Meditaba sobre cómo cada decisión, cada venta de esclavos, cada ejecución, era un acto de tiranía disfrazado de necesidad, una contradicción hiriente en la esencia misma de lo que Roma afirmaba ser: la civilización, la justicia, el orden que él estaba jurado a defender. Para Sira, por su parte, esa rutina, esa atención inusual del amo al que ya no debía obediencia forzosa, no era felicidad, sino una precaria estabilidad, la mejor versión de un destino que había abrazado por elección. Era su forma de ser útil, de asegurar una supervivencia menos dura, una adaptación al terrible azar de la vida de una liberta en un mundo volátil.



LA EXTORSION IMPLACABLE Y EL LUCRATIVO NEGOCIO DE ESCLAVOS

Antioquía, con su Gran Columnata de mármol blanco y sus baños públicos que olían a azufre y aceites perfumados, era el epicentro de su campaña, la fuente de oro que debía alimentar sus legiones. Los mercados, que se extendían desde el río Orontes hasta el pie del monte Silpio, eran un caos de colores chillones y sonidos discordantes. Los puestos, cubiertos con toldos de lino teñido de púrpura imperial o azafrán, ofrecían higos dulces y pegajosos, dátiles jugosos y pescado salado que emanaba un olor penetrante, mientras los mercaderes, con túnicas bordadas y barbas aceitadas, regateaban en una cacofonía de griego gutural, arameo vibrante y el latín cortante de los soldados. El aire vibraba con el grito estridente de los vendedores, el cacareo incesante de las aves de corral y el parloteo incesante de las transacciones que cambiaban fortunas. Era un torbellino de vida, de riqueza y, en un rincón sombrío, casi oculto, de miseria.



Cerca del templo de Atargatis, con sus altares aún humeantes, se alzaba el mercado de esclavos, un lugar donde el bullicio ensordecedor del mercado general era ahogado por un silencio opresivo, roto solo por el lamento silencioso de los cautivos. Apenas se oían susurros ahogados, el sutil roce de cadenas en los tobillos, y el ocasional chasquido seco de un látigo al caer sobre la piel. Hombres, mujeres y niños, encadenados en filas, sus ojos vacíos y sus cuerpos cubiertos de polvo y heridas, eran exhibidos como ganado, sus virtudes y defectos gritados a los compradores. Los traficantes, con sus tabletas de cera en las que anotaban precios y sus ojos calculadores, tasaban a los cautivos con la misma frialdad con la que un carnicero evalúa un corte de carne. Se cuenta que Casio recurrió a la extorsión y la confiscación para financiar su ejército, arrastrando cada moneda de oro de las entrañas de Siria. Un joven galo musculoso, con cicatrices de batalla en el torso, podía valer 1,000 sestercios, un precio mísero por una vida; una niña siria de piel clara, con ojos que aún conservaban un atisbo de inocencia, destinada a los burdeles de Roma, alcanzaba el doble. Al verla, Casio parpadeó, un micro-momento de disonancia, un recuerdo fugaz y no deseado de una pureza lejana antes de que su pragmatismo retomara el control con una dureza gélida. Inevitablemente pensó en Sira. Casio, acompañado por su centurión Quinto, un hombre de rostro duro y cicatrices antiguas, supervisaba estas transacciones con una eficiencia brutal, como un engranaje más en la máquina. Quinto, a su lado, apretó la mandíbula, su mirada desviándose un instante hacia los cautivos antes de volver a la impasibilidad. “Los fuertes a las galeras, los débiles a las minas a no ser que algún lanista vea una oportunidad y desee comprarlo,” ordenó Casio, su voz cortante como el viento del desierto, sin rastro de emoción. “Roma necesita brazos, y nosotros necesitamos oro. Pecunia non olet – El dinero no huele – y la libertad menos aún, si no tiene precio.”



La esclavitud, según lo descrito por algunos historiadores, era la savia de la economía romana, un torrente oscuro que fluía por las venas del Imperio. Los prisioneros de guerra, los hijos de esclavos nacidos en el cautiverio y los ciudadanos endeudados que se vendían a sí mismos para escapar del hambre, engrosaban los mercados. En Siria, las conquistas de Pompeyo y Craso habían inundado Antioquía con cautivos de Cilicia, Capadocia y el Ponto, y Casio, como un buitre astuto, aprovechó esta abundancia con una eficiencia despiadada. El comercio de esclavos en el Imperio generaba millones de sestercios al año, y Casio, con su red de espías y aliados locales, aseguraba que una parte de esa riqueza fluyera a sus arcas, un torrente constante de sangre y oro. Pero cada venta era un recordatorio lacerante de su compromiso moral, una mancha que sentía en su propia alma. En las noches, en su tienda de campaña iluminada por lámparas de bronce, cuyo humo acre flotaba en el aire, escribía en un pergamino, su pluma raspando suavemente la superficie: “¿Es esto la libertad que juré defender?. ¿Vender almas para salvar a Roma?. ¿Convertir la dignidad en moneda?. Si la República se salva con estos métodos, ¿qué quedará de ella?. Me percibo como un monstruo necesario, un cirujano que amputa el miembro gangrenado para salvar el cuerpo. Pero, ¿me estoy convirtiendo en lo que juro destruir?. Cada moneda, cada vida vendida, era un clavo más en el ataúd de mi propia alma.” Su pluma temblaba, pero su resolución no. La República, aunque mancillada por sus métodos, era un ideal que valía cualquier precio, incluso el de su propia condena. La voz de Cicerón le llegó en una de sus últimas cartas, llena de un fervor retórico que ya le sonaba lejano: “Mientras haya hombres libres, la República no morirá.” Pero Casio escuchaba esa frase con una melancolía irónica, sabiendo que las palabras idealistas poco valían frente al hambre y el acero. Se preguntaba cuántos hombres libres quedaban, y qué precio tendrían que pagar los que aún lo eran para mantenerse así.



En una de esas tardes sofocantes en el mercado de esclavos, con el hedor a cuerpos sin lavar, miedo, y el persistente aroma dulzón de la avaricia flotando en el aire, Casio convocó a los principales traficantes de la región, hombres de miradas astutas y manos endurecidas por el trato de carne humana. Se sentaron en una pequeña sala privada, el aire denso con el olor a cuero, mirra y el dulzor enfermizo de los ungüentos. El constante murmullo del mercado de esclavos llegaba amortiguado por las paredes, un eco de lamentos y transacciones, una sinfonía de la miseria humana.



"Señores," comenzó Casio, con una franqueza que desarmaba, "necesito oro. Mucho oro. Mis legiones necesitan ser alimentadas y pagadas, y las fortificaciones, construidas. Y ustedes son los que saben cómo sacarlo de la miseria humana. Demuéstrenme que su lealtad al oro es tan fuerte como la mía a Roma."



Uno de ellos, un fenicio corpulento llamado Malco, con una nariz prominente y ojos pequeños y astutos, se adelantó, frotándose las manos grasientas, una sonrisa complacida y ligeramente depredadora se dibujaba en su rostro. Sus miradas se posaban en Casio, evaluándolo no como un cliente, sino como un colega en la depravación. "General Casio, vuestra reputación os precede. Habéis visto este comercio en su apogeo. Para sacar el máximo rendimiento, debéis asegurar un flujo constante de mercancía. Los prisioneros de guerra son una fuente, sí, pero no son constantes. La mejor manera es usar la ley. Los que no pagan tributos... los endeudados... son la base más segura. Una buena proscripción local, por ejemplo, es una mina de oro."



Otro traficante, un griego de Pérgamo llamado Lisandro, con el cabello grasiento y una sonrisa llena de dientes picados que revelaban su verdadera naturaleza, asintió con fervor, sus ojos brillantes de codicia. "Malco tiene razón. Las ciudades, General, se resisten a vuestras imposiciones. No tienen dinero, o dicen no tenerlo. Dadles una elección: el oro que piden, o sus propios ciudadanos irán a la venta. Apresad a aquellos que no puedan pagar los tributos exigidos para financiar vuestras legiones y la guerra contra el Triunvirato. Los ricos se empobrecen, los pobres se vuelven mercancía. Así funciona nuestro mundo. Y nuestro principal cliente, General, es vuestro enemigo, el monarca del Imperio Parto. Los partos pagan bien por mano de obra fuerte, especialmente por herreros, canteros y hombres capaces de usar el arco. Es un negocio redondo, vuestra guerra alimenta nuestro comercio, y nuestro comercio alimenta vuestra guerra. ‘Do ut des’ – Doy para que des."



Casio escuchaba, sus ojos fijos en la nada, su mente calculadora sopesando la depravación de la propuesta contra la necesidad imperiosa de financiar su ejército. El dilema moral era una punzada, pero la necesidad era un martillo. “El fin justifica los medios,” se susurró, una frase que le repugnaba. "Entonces, señores," dijo finalmente, su voz un escalofrío en el aire, gélida e inmutable, sin alzarla, pero más amenazante que cualquier grito, "asegúrense de que las ventas sean abundantes. Los tributos son mi ley. Quien no pague, se convertirá en mercancía. Y ustedes, se harán ricos, inmensamente ricos. Roma lo exige, y yo soy su instrumento." La decisión ya estaba tomada antes de que ellos abrieran la boca.



PAN Y CIRCO: LA BESTIA DE LA VIOLENCIA Y EL PLACER

En medio de las imposiciones tributarias y las ganancias obtenidas con las ventas de esclavos, Casio sabía que debía mantener a la población y a sus aliados locales satisfechos, o al menos distraídos. La lealtad podía comprarse, o al menos alquilarse, con sangre y espectáculo. Con la celeridad de un veterano de campaña, ordenó la construcción de un anfiteatro improvisado en las afueras de Antioquía, una estructura tosca de madera recién cortada y tierra apisonada que, aunque ruda, prometía un espectáculo. El sol sirio, implacable, ya comenzaba a calentar la arena, creando sombras duras y amplificando el brillo del metal. El olor a pino fresco de las gradas se mezclaba con el aroma a incienso quemado por los sacerdotes antes del comienzo de los juegos, el tenue hedor a animal de las jaulas bajo la arena, el sudor denso de la multitud apiñada, el dulzor empalagoso del vino barato y el polvo levantado por miles de pies inquietos; una mezcla nauseabunda pero estimulante.



El día señalado, la multitud se agolpó en las gradas bajo el sol sirio, un mar de rostros ávidos. Políticos locales con túnicas bordadas de hilos de oro, mercaderes acomodados con anillos que brillaban en sus dedos y la plebe vociferante, todos esperaban ávidos. El sudor corría por sus frentes bajo el calor sofocante, empapando sus túnicas, pero sus ojos estaban fijos en la arena, un pozo de expectación. Risas nerviosas se mezclaban con el zumbido de apuestas susurradas, el clamor de los vendedores de dátiles y vino aguado, el murmullo expectante que precedía a la masacre. Casio, sentado en un palco elevado junto a los notables de la ciudad que colaboraban con él, observaba la expectación. Su rostro permanecía impasible, su mirada de estratega escaneando la multitud, no buscando emociones, sino evaluando la eficacia de su estrategia, buscando signos de sumisión, de fervor, de descontento. Un leve tic, apenas perceptible, comenzó a tensar la musculatura de su mandíbula derecha, el retorno de un viejo compañero que creía olvidado, una señal débil de la inmensa carga y tensión que soportaba en esos días turbulentos. Su mente fría pensó: "La libertad era una palabra vacía para ellos; el pan y el circo, su única religión. La inmensa mayoría de esta asquerosa plebe sufren miserias, malos tratos, frustraciones,....y ver a otros seres humanos en el circo luchar por la supervivencia, sufrir, y morir, es algo que les excita y les satisface, como un alivio de sus propias miserias y crueldades". 



El programa comenzó con la tradicional Pompa, un desfile de gladiadores con sus armaduras relucientes, sus músculos tensos bajo la piel, algunos con expresiones de orgullo, otros de resignación, ovacionados por la multitud que se agitaba en las gradas. El sonido agudo de los cuernos resonó en el aire, anunciando el inicio de la carnicería. Luego, la sangre empezó a correr. La primera lucha enfrentó a dos mirmillones, sus grandes escudos y cascos de pez chocando con un estruendo metálico que se amplificaba en el anfiteatro. El público rugió con cada golpe, cada finta, cada estocada que abría la carne y liberaba el torrente rojo. Se oían el crujir de los huesos al chocar contra el metal, el jadeo agónico de un hombre apuñalado en el costado, la bilis que se escapaba de la boca de otro al recibir un golpe demoledor. La arena se tiñó de rojo con el sudor y la sangre de los combatientes, convirtiéndose en un lienzo macabro. El metal crujía, los gritos de dolor se mezclaban con los vítores salvajes, y el hedor dulzón de la sangre fresca llenaba el aire, un perfume de muerte y excitación.



Después de las luchas de gladiadores, llegaron los animales. Leones traídos de África, nerviosos y rugientes, sus melenas agitándose con furia, fueron soltados en la arena para ser abatidos por cazadores armados con lanzas. El espectáculo de la ferocidad animal y la destreza humana era siempre un favorito, una danza brutal entre presa y depredador. El rugido de las bestias y el bramido de la multitud eran una sinfonía primigenia, un eco de la barbarie ancestral.

Pero Casio había preparado algo más... exótico, algo que sabía que satisfaría los bajos instintos de la plebe y, al mismo tiempo, afirmaría su dominio absoluto, la total posesión de sus vidas. Un grupo de prostitutas, algunas con túnicas apenas sugerentes que se pegaban a sus cuerpos, otras desnudas, fueron obligadas a entrar en la arena junto a varios esclavos musculosos. Los gritos de la plebe se elevaron en una mezcla de risa y obscenidad cuando las parejas se vieron forzadas a realizar actos carnales frente a la mirada hambrienta de la multitud, sus cuerpos moviéndose bajo las órdenes de los encargados del espectáculo. La humillación era patente en los rostros de algunos esclavos y mujeres, la vergüenza les ardía en las mejillas, el horror en sus ojos. En las gradas, un hombre de mediana edad, con el rostro marcado por la viruela, reía con particular saña, mientras una mujer a su lado desviaba la mirada con una mueca de disgusto mal disimulada. Pero la mayoría de la plebe lo celebró con una algarabía de aplausos y silbidos, consumiendo el espectáculo con avidez. Era una demostración cruda de poder, una afirmación de que todo, incluso la dignidad humana, era mercancía en el circo de Casio, un festín para los sentidos más básicos.



El clímax de la extravagancia llegó cuando cinco de las prostitutas fueron armadas con pequeños puñales y obligadas a luchar entre sí. No eran guerreras, sino mujeres desesperadas, y su combate fue un baile torpe de terror y agresión. Se caían y arrastraban por la arena, sus movimientos reflejando el pánico más puro, arañándose desesperadamente más que luchar, buscando la piel del otro con una urgencia aterrada. Sus jadeos y gritos de desesperación eran apenas audibles bajo el rugido de la multitud. Tres cayeron, sus gritos apagados por el clamor de la multitud que vitoreaba la sangre, sus cuerpos inmóviles en la arena. Las dos últimas, heridas y exhaustas, se miraron con ojos desorbitados, los cuerpos cubiertos de polvo y pequeños cortes que sangraban lentamente. Casio levantó la mano, y un silencio expectante, casi religioso, se extendió por el anfiteatro. Él saboreó la duración de ese silencio, manipulando la expectación de miles de almas.



"¡Basta!". Su voz retumbó en el silencio, amplificada por el anfiteatro improvisado. Era una voz clara, que carecía por completo de emoción, haciendo que la "generosidad" que estaba a punto de ofrecer pareciera aún más calculada. El público contuvo el aliento, expectante. "¡Las dos que sobrevivan, serán premiadas con diez mil sestercios cada una y, lo más importante, su libertad!. ¡Ya no serán esclavas de nadie!". Un clamor de asombro y luego de júbilo estalló en las gradas, una algazara de aplausos y silbidos, un rugido de aprobación. Aquello era un regalo inaudito, una muestra de generosidad que contrastaba brutalmente con la crueldad previa, un golpe maestro de manipulación. La plebe, satisfecha con la mezcla de violencia, erotismo y una inesperada muestra de generosidad (aunque a costa de la vida ajena), salió del anfiteatro contenta, su fervor por Casio renovado, mientras las dos supervivientes caían de rodillas, sus cuerpos temblaban, no solo por el cansancio y las heridas, sino por el shock de la libertad obtenida a un precio tan alto, un peso inesperado sobre sus hombros.



CONSPIRACIONES LOCALES Y EL SENTIDO DE LA GUERRA

La extorsión era su otra arma, una tan afilada como su espada. Las ciudades de Siria y Judea, desde la opulenta Damasco hasta la portuaria Tiro, fueron exprimidas sin piedad, sus arcas vaciadas hasta el último denario. En Tarso, se exigieron 1,500 talentos, una suma que llevó a la ciudad a vender sus tesoros sagrados, las ofrendas a sus dioses, y a esclavizar a sus propios ciudadanos, una humillación insoportable. Con un solo talento comprabas una casa mediana, y hasta una pequeña mansión en provincias. Pagabas el salario de la tripulación completa de 200 remeros en un mes. Representaba el valor de 9 años de trabajo de un obrero cualificado. Se podía pagar el salario anual de aproximadamente 35 legionarios, aunque César les hubiera doblado la paga. Y se podrían comprar hasta unas 65000 hogazas de pan al precio de la época. Se oía el llanto ronco de los niños arrancados de sus madres, el crujido del oro al ser aplastado para el transporte, el olor a bronce fundido que se mezclaba con el hedor de la miseria humana. En Laodicea, los ciudadanos, desesperados, fundieron estatuas de bronce, incluso las de sus héroes locales, para pagar el tributo, mientras las mujeres vendían sus joyas más preciadas en los mercados, sus lágrimas mezclándose con el brillo del oro. En Judea, Casio ordenó a las ciudades entregar 700 talentos de plata, y cuando cuatro de ellas se retrasaron, sus habitantes fueron vendidos como esclavos, sus hogares vacíos y sus tierras abandonadas. Los recaudadores de Casio, legionarios con tabletas de cera para registrar las transacciones y espadas al cinto, patrullaban las aldeas, arrancando tributos de campesinos que apenas podían alimentar a sus hijos, sus rostros marcados por el hambre. En una aldea cerca de Apamea, un anciano, con las manos temblorosas, ofreció su último saco de grano. “Toma esto, romano,” suplicó, su voz apenas un susurro que se quebraba por la desesperación, “pero déjanos vivir. Solo queremos paz.” Casio, desde su caballo, lo miró con la misma frialdad con la que observaba la lluvia. No había titubeo, ni un atisbo de remordimiento en su mirada. “El grano no basta,” respondió, su voz glacial, carente de cualquier empatía. “Oro o sangre. No hay otra moneda para la libertad.” El anciano, con lágrimas en los ojos que caían por sus arrugas, fue encadenado junto a su familia, destinado a los mercados de Éfeso, su destino sellado. La implacable lógica militar de Casio no permitía la debilidad.



No todas las voces eran de sumisión. En las trastiendas de los templos, donde el incienso ocultaba las sombras, y los sótanos de las villas opulentas, se oían susurros tensos, el crujido apenas audible de los pergaminos al ser desenrollados, y el brillo furtivo de los ojos a la luz tenue de las lámparas de aceite, creando una sensación de peligro latente. Los líderes locales, asfixiados por las imposiciones tributarias y resentidos por el dominio romano, comenzaban a susurrar planes de resistencia. Algunos soñaban con el apoyo del Imperio Parto, cuyo vasto poder se extendía al este; otros con la llegada de un salvador de Roma, un nuevo general, que los librara de Casio. El legado romano, aunque poderoso, era un peso odioso, un yugo que se hacía insoportable.



En una casa apartada de Damasco, iluminada solo por lámparas de aceite que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes, un grupo de ancianos mercaderes y sacerdotes se reunía en secreto, susurrando sus frustraciones. Jabal, un influyente mercader de telas con una fortuna menguante por los tributos, habló con voz áspera, su rabia contenida. "No podemos seguir así. Casio nos está desangrando. Ha llevado a mi primo a la esclavitud por unas pocas monedas. ¿Qué clase de justicia es esta?".



Elías, un sacerdote del templo de Hadad, con el rostro surcado por la preocupación y los ojos sombríos, asintió con tristeza. "Nuestros dioses están siendo profanados. El templo de Artemisa en Tiro ha sido despojado de sus tesoros, sus estatuas de oro fundidas para pagar la codicia romana. ¿Hasta cuándo toleraremos esta humillación?. Roma nos ha traído orden, sí, pero ¿a qué precio?. ¿La pérdida de nuestra fe, de nuestra identidad?".



"Debemos contactar con Orodes II, el Rey de los Partos," sugirió Omar, un líder tribal con conexiones en el desierto, su voz un murmullo urgente. "Ellos odian a Roma tanto como nosotros. Podrían darnos armas, apoyo, hombres para levantarnos contra Casio."



Pero un espía de Casio, un griego de baja estofa llamado Demetrio, un hombre de pocas palabras y ninguna lealtad que no fuera el oro, se había infiltrado en sus filas, escuchando cada palabra desde una rendija en la pared. Demetrio era un hombre sin escrúpulos, fiel solo al oro que Casio le pagaba, y su informe, escrito en una tablilla de cera, llegó a manos de Casio al día siguiente. Casio lo leyó con un leve desdén, un pensamiento interno de la previsibilidad de la resistencia local, viéndola como un simple obstáculo a gestionar, no como una justificación moral de sus acciones. Era un problema logístico, no ético.



"Traedlos ante mí," ordenó Casio, su rostro pétreo, sin un ápice de emoción. No había lugar para la indecisión. "Y Demetrio recibirá su justa recompensa, una bolsa de oro por cada cabeza."



Los líderes fueron arrestados sin piedad y llevados ante Casio en un patio de su cuartel general en Apamea, sus manos atadas a la espalda. Sus túnicas, antes pulcras, ahora estaban sucias y arrugadas, sus cabezas gachas. Sus rostros, antes llenos de indignación y orgullo, ahora reflejaban miedo, un terror primario.



"¿Así que conspiráis contra Roma, eh?" Casio los miró, su voz un murmullo helado que resonó en el patio vacío. "Contra la República que vengo a salvar. ¿Sabéis el destino de los traidores, de aquellos que se atreven a levantar su mano contra el águila?"



Jabal, tembloroso, intentó argumentar, su voz rota por el miedo. "General, solo buscábamos alivio... vuestras imposiciones son demasiado grandes. El pueblo sufre."



"¿Demasiado grandes?". Casio rió, una risa seca, sin alegría, que sonó hueca y deshumanizada, el sonido de un hombre que ve el sufrimiento como una mera herramienta. "La libertad tiene un precio, viejo. Y si no lo pagáis con oro, lo pagaréis con vuestra sangre y la de los vuestros. ‘Fiat iustitia, ruat caelum’ – Hágase justicia, aunque se caiga el cielo." Decidió no ejecutarlos, pues no quería una rebelión abierta en su retaguardia, un frente más que atender. En cambio, les impuso multas aún más exorbitantes, confiscó gran parte de sus bienes y les exigió rehenes de sus propias familias como garantía de su lealtad futura, una crueldad calculada. "Esto es una advertencia. La próxima vez, vuestras cabezas adornarán las puertas de Damasco, como ejemplo para los demás. La serpiente ha despertado en Oriente, y no dudará en morder a quienes intenten aplastarla." Su voz bajó de tono, volviéndose más un siseo que un bramido, enfatizando la naturaleza astuta y letal de la serpiente. Era un pragmatismo brutal, una demostración de poder que les dejaba sin aliento, pero les permitía vivir para seguir pagando, atrapados en su telaraña.



Antípater, el idumeo astuto que había servido a Hircano II y ahora navegaba las turbulentas aguas de la política oriental, fue un aliado clave, un hombre que entendía el poder y sus caprichos. En una reunión en Jerusalén, en un palacio de piedra blanca con vistas al templo que se alzaba majestuoso bajo el sol, el aire olía a especias exóticas y el viento del desierto susurraba a través de las celosías. Antípater recibió a Casio bajo un dosel de lino, con los sirvientes moviendo abanicos de plumas. Los esclavos, silenciosos como sombras, servían vino en copas de plata, cada movimiento medido. Antípater, con su barba recortada y sus ojos pequeños y penetrantes que parecían ver más allá de las palabras, habló con la precisión de un oráculo, cada frase cargada de significado. “Tus enemigos, Casio, son fuertes, pero no invencibles,” dijo, su voz suave pero cargada de intención. “Antonio está consolidando su poder en Italia y las Galias, mientras Octaviano, ese cachorro astuto con el apellido de César, se le opone y alía con él por conveniencia. Lépido es una sombra, un hombre que solo sigue las corrientes. Ataca ahora, antes de que se unan, antes de que su poder se consolide. Pero cuidado: Judea es un avispero. Hircano te apoya, pero Antígono conspira con los partos, y el pueblo está inquieto.”



Casio, sentado en un diván de seda, tamborileó los dedos sobre su copa de vino, reflexionando sobre las palabras del idumeo. Su mente, habitualmente desconfiada, albergó un raro respeto por la perspicacia de Antípater, una excepción entre los que consideraba meros peones. "Necesito oro, Antípater. Judea debe pagar, como todas las demás. ‘Salus populi suprema lex esto’ – La salud del pueblo sea la ley suprema – pero la de Roma se paga con vuestro oro.”



Antípater sonrió, una curva apenas perceptible en sus labios. “El oro vendrá, General, pero no lo exprimas hasta la última gota. Deja a las ciudades algo para respirar, o se alzarán contra ti como lobos acorralados. Usa a Herodes, mi hijo. Es joven, ambicioso, brutal si es necesario. Sus espías conocen cada sendero del desierto, cada cueva, cada refugio. Es tu mejor aliado para mantener Judea bajo control.” Casio asintió, su asentimiento no solo un gesto, sino un reconocimiento tácito de la valía estratégica de Antípater y Herodes. Su mente estaba en otra parte, calculando rutas y estrategias. Herodes, pensó. Un nombre para recordar, un peón útil en el gran tablero de ajedrez. “¿Y los partos?” preguntó. “¿Puedo confiar en sus arqueros, en sus jinetes?”



“Confía en su codicia,” respondió Antípater, una verdad amarga que Casio reconocía. “Ofréceles botín y cabalgarán contigo hasta el fin del mundo. Pero nunca les des la espalda, General. Son como el viento del desierto: cambian de dirección sin previo aviso y te ahogarán en la arena si pueden.” La alianza, sellada con un apretón de manos, era una danza de intereses mutuos, un pacto de conveniencia, el único tipo de pacto en el que Casio confiaba. Antípater proporcionaría inteligencia y tributos; Casio, protección y una parte del botín, un acuerdo que beneficiaba a ambos depredadores.



La consolidación del poder de Casio no se limitaba a la extorsión y los esclavos. Sus legiones, estacionadas en fortalezas de piedra en Apamea y Damasco, eran un espectáculo de disciplina romana, forjadas en el fuego de la batalla. Los legionarios, con sus armaduras segmentadas reluciendo bajo el sol sirio, el olor a cuero, sudor y metal impregnando el aire, entrenaban en los patios polvorientos. El sonido del sudor goteando de sus cuerpos tensos, el brillo de sus armaduras bajo el sol. Sus escudos formaban formaciones de tortuga impenetrables, un muro de hierro. Las lanzas silbaban al ser lanzadas, sus puntas brillando; las espadas cortas romanas cortaban el aire con precisión mortal. Los centuriones, con crines escarlatas en sus yelmos, gritaban órdenes en latín, sus voces roncas por el polvo y la disciplina inquebrantable, con el acento duro de diferentes regiones de Roma, desde los campos de la Galia hasta las costas de Hispania. Los arqueros partos, aliados temporales, con sus túnicas sueltas y turbantes, hombres del desierto de ojos penetrantes, practicaban disparos desde sus monturas, el zumbido de las flechas rasgando el viento, una adición exótica y letal a la máquina de guerra romana. Casio, un estratega nato, sabía que su ejército debía ser más que una fuerza bruta; debía ser una máquina capaz de enfrentarse a las legiones de Antonio y Octavio, un arma afilada. En sus consejos de guerra, realizados en tiendas iluminadas por antorchas, el sonido de los cuernos legionarios al alba y al anochecer marcaba el ritmo de la vida, mientras el sabor del pan de campaña, duro y simple, era la única compañía en sus vigilias. Debatía tácticas con sus legados: Lucio Decidio Saxa, un veterano de Farsalia con un ojo ciego, y Quinto, su centurión de confianza, un hombre leal hasta la médula. Casio movía fichas de madera en un mapa rudimentario sobre un pergamino, visualizando cada movimiento. “Antonio es un toro,” dijo Casio en una de estas reuniones, su voz baja pero firme, con la certeza fría de un ajedrecista que ya ve varios movimientos por delante. “Fuerte, pero predecible, ciego a las sutilezas. Octaviano, el renacuajo de César, es una serpiente, escurridizo y venenoso, capaz de morder desde las sombras. Debemos dividirlos antes de que nos aplasten, antes de que su veneno se extienda por toda Roma.” La supervivencia de la República, y la suya propia, dependía de ello.



Mientras tanto, Marco Junio Bruto, el otro líder de los “libertadores,” había emprendido su propio camino en Grecia y Macedonia. A diferencia de Casio, Bruto era más un erudito que un estratega, un hombre de ideales puros, a veces ingenuo, que había creído en la posibilidad de una restauración pacífica de la República, una utopía irreal. Su llegada a Asia Menor, para unirse a Casio, fue un reencuentro de dos almas complejas, una cínica y la otra esperanzada. Se encontraron en Tarso, una ciudad próspera en la costa de Cilicia, entre el zumbido constante de los mercados y el aroma a especias exóticas que impregnaba el aire.



Bruto, con su rostro noble y su expresión melancólica, veía en Casio al hombre de acción que él no era, el pragmático que Roma necesitaba en tiempos desesperados. La integridad de Bruto era para Casio un activo, un nombre que evocaba al ancestro que había expulsado a los reyes de Roma, y su capacidad para inspirar lealtad era un arma que el oro no podía comprar. Un breve pensamiento cruzó la mente de Casio: Bruto era un estandarte necesario, una virtud que legitimaba la cruda realidad de su propia guerra. Sin embargo, las diferencias entre ellos eran evidentes, un abismo entre el idealismo y la cruda realidad. Bruto, todavía anclado en los principios filosóficos de la virtus romana, sintió un nudo en la garganta y un escalofrío le recorrió la espalda al escuchar los resultados de la dureza de las medidas fiscales de Casio y su pragmatismo brutal en la gestión de los recursos, viendo en ello la semilla de una nueva tiranía.



"Casio," dijo Bruto una tarde, mientras paseaban por los jardines de una villa, el aire suave y perfumado por las flores, un contraste casi cruel con la brutalidad que debatían. El dulce aroma de los jazmines parecía mezclarse, para Bruto, con el sutil hedor de la violencia que la guerra había traído incluso a los rincones más bellos. Su voz, firme y teñida de una melancolía que Casio conocía bien, se elevó con una acusación apenas velada: "La República no puede reconstruirse sobre la tiranía, ni sobre la extorsión de nuestros aliados. Debemos ser justos, ejemplares. ‘Justitia fundamentum regni’ – La justicia es el fundamento del reino. Si nos comportamos como tiranos, ¿qué diferencia habrá entre nosotros y aquellos a quienes combatimos?". Sus ojos, habitualmente soñadores, se fijaron en Casio con un desafío moral directo, mostrando una fortaleza interior que iba más allá de la mera ingenuidad.



Casio sonrió, una mueca amarga que no llegaba a sus ojos, reflejo de un cansancio profundo ante la idealización que Bruto seguía aferrando. "Bruto, con todo respeto," respondió, sus palabras martillazos de una realidad ineludible, "la República se reconstruye con acero y oro, no con ideales huecos. Roma está en guerra, una guerra a muerte, y la guerra exige sacrificios, los más terribles. ¿Acaso la virtus de un hombre puede detener una legión sedienta de sangre?. Si los dioses nos han abandonado, al menos la fortuna nos sea propicia. Si no recaudamos estos fondos, no habrá legiones, y sin legiones, no habrá República que restaurar. Marco Antonio y César Octavio no dudarán en aplastarnos, y el nombre de Bruto, el libertador, será una mancha en la historia." Hubo un breve silencio, una tensión cargada de respeto y frustración mutua. Casio apretó la mandíbula, revelando su conciencia de la brecha entre ellos, pero también su resolución inquebrantable.



Recientemente, había llegado un mensajero de Cicerón, su caballo cubierto de espuma y su ropa desgarrada, su rostro demacrado por la travesía, subrayando el peligro y la urgencia de la situación en Roma. Llevaba una carta cuidadosamente sellada. Casio la abrió en presencia de Bruto. La letra inconfundible del orador, aunque algo temblorosa, rebosaba de la pasión retórica que les era tan familiar.



“Queridos Bruto y Casio, la esperanza de Roma reside en vuestras espadas. Aquí, en la Ciudad Eterna, la barbarie ha tomado el asiento de la razón. Antonio, esa bestia ebria, y el insolente muchacho, César Octavio, han aniquilado la ley. Las proscripciones llenan las calles de sangre. No hay día sin el lamento de viudas y huérfanos. Mi vida pende de un hilo, cada aliento es un regalo. Pero no desfallezco. Lucho en el Senado con mi voz, aunque sea una voz solitaria. Que los dioses os sean propicios en Oriente. El destino de la República está en vuestras manos, mis queridos liberadores. No abandonéis la causa. No me abandonéis a mí, que muero cada día con la República. Roma confía en vosotros. Manteneos firmes. Vuestro devoto, Cicerón.”



Bruto leyó la carta conmovido, sus ojos nublados, dejando escapar un profundo suspiro de desesperación. "Pobre Cicerón," murmuró. "Su elocuencia es su mayor fortaleza y su mayor debilidad. Su fervor lo llevará a su perdición si no es cauto."



Casio asintió, doblando la carta con un gesto seco y resignado. Percibía la "pasión retórica" de Cicerón como algo grandioso pero inútil en la arena de la guerra real. "Es un hombre noble, Bruto, un faro de la República. Pero vive en un mundo de palabras, no de armas. Las legiones de Antonio no se detendrán con discursos, ni las de César Octavio. Necesitamos oro y hierro, no retórica. Su coraje es inquebrantable, pero también es ciego a la realidad de estos perros que nos persiguen. Me temo que su nombre estará en la próxima lista de proscritos." La voz de Casio era fría y casi profética, sin un atisbo de esperanza. "Su elocuencia es un faro, Bruto, pero los faros solo iluminan los acantilados para los que ya están en el mar. Y Cicerón se niega a ver que el océano está lleno de tiburones. El destino de la República, y el de Cicerón, ya no se decide en el Foro."



A pesar de sus diferencias, su alianza era sólida, una necesidad ineludible. Ambos compartían un objetivo común: la destrucción de la tiranía y el restablecimiento de las libertades republicanas, aunque Casio tuviera una visión más cruda de los sacrificios necesarios. Juntos, consolidaron sus fuerzas, reclutando nuevas legiones y entrenándolas con el rigor de la vieja Roma. Las marchas agotadoras se sucedían, los simulacros de combate llevaban a los hombres hasta el límite del colapso. Se oía el sudor goteando en la arena, el resonar metálico del pilum al impactar en los escudos, el gruñido gutural de los legionarios al empujar en la formación. El polvo se elevaba, cubriendo todo y tiñendo de ocre los uniformes y los rostros curtidos por el esfuerzo, una base física y brutal de su poder. Su base en Asia Menor se convirtió en un baluarte inexpugnable, un refugio de disciplina férrea, pero también de esperanza desesperada, para los senadores y los partidarios de la República que huían de la persecución en Italia, buscando la libertad que en Roma se había convertido en una quimera. La figura de los dos líderes, el estratega Casio y el idealista Bruto, se elevaba como la última esperanza de la moribunda República romana, dos caras de una misma moneda, una forjada en acero y la otra en virtud, unidas por la inexorable necesidad.




Junto con la carta de Cicerón, venía otra de su esposa Junia Tercia, y Casio se puso a leerla: 

De Junia Tercia a su amado Cayo Casio Longino, que la fortuna te sea propicia:

Mi corazón se inquieta por ti cada día, y solo la llegada de este mensajero que también te trae la carta de Cicerón me traerá un efímero alivio. Aquí, en Roma, la sombra de las proscripciones se alarga, y el clamor de la ciudad se ha trocado en un silencio cargado de miedo. La barbarie de Antonio y Octaviano, que ahora se hace llamar César Octavio, se siente en cada calle, pero quiero que sepas que estamos a salvo, por ahora.

Mi madre, la indomable Servilia, vela por nosotros con una fiereza que solo ella posee, pese a que está muy consumida de dolor por la muerte de César al que amó más que nadie. Su influencia, y la de sus antiguas conexiones, nos han mantenido a salvo de la locura de estos días. Incluso César Octavio, por respeto a ella y quizás por algún atisbo de decencia, ha extendido su protección sobre nuestra casa, un velo tenue pero suficiente frente a la furia de los triunviros.

Los niños, Casio menor y nuestra pequeña Junia, están bien, aunque preguntan por ti con la inocencia que aún les permite la edad. Les hablo de tu valor, de la noble causa que te mantiene lejos. Crecen con cada luna, y sueño con el día en que puedas verlos de nuevo, libres y a salvo.

Mi amado, en medio de esta guerra cruel, te ruego que te cuides. No te expongas innecesariamente. La República te necesita, pero yo, Junia, te necesito aún más. No hay victoria que valga tu vida. Mantente vigilante, confía solo en los más leales y no subestimes la vileza de tus enemigos. Que los dioses te guarden y te traigan de vuelta a casa, a nosotros.

Con todo mi amor y mi esperanza inquebrantable,

Tu Junia.



EL TRIUNVIRATO EN ROMA: LA SERPIENTE DESPIERTA

Mientras Casio y Bruto se movilizaban en Oriente, la serpiente del Triunvirato en Roma no perdía el tiempo. Marco Antonio, César Octavio y Marco Emilio Lépido, a pesar de sus recelos y ambiciones individuales que los desgarraban por dentro, se habían unido en un pacto sangriento, un triumvirato reipublicae constituendae causa (para la constitución de la República), un nombre irónico para una dictadura nacida del terror. Las listas de proscripción se multiplicaron como una plaga, tiñendo las calles con la sangre de Roma. Curiosamente Marco Emilio Lépido, estaba casado con la hermana de la esposa de Cayo Casio Longino, otra de las hijas de Servilia Cepionis. La aristocracia romana, desde hacia mucho tiempo, estaban muy emparentadas, lo que en cierto sentido beneficiaba alianzas y protecciones, como una especie de equilibrio para eludir ciertas persecuciones políticas, según quién ostentara la mayor magistratura del Imperio Romano. 



Las puertas de las domus se abrían de golpe, irrumpiendo la noche con el grito ahogado de los condenados, especialmente por los soldados que mandaba César Octavio. En el Foro, donde Cicerón había alzado su voz por la libertad, ahora goteaban las cabezas cercenadas, pálidas y ensangrentadas, expuestas como trofeos de una matanza. Un hedor dulzón a sangre y miedo se pegaba a las togas de quienes pasaban en silencio aterrado. Los nombres de los proscritos, tachados sin piedad, abarcaban desde el gran orador hasta el humilde mercader. Sus propiedades eran confiscadas al instante; familias enteras se vieron arrojadas a la calle, sus llantos se mezclaban con el eco de las puertas derribadas, mientras el pánico se extendía como un incendio por cada rincón de la Ciudad Eterna. Con lo confiscado, el triunvirato financiaría sus legiones, su reparto de grano ( muy escaso), y la dosis de espectáculos para una plebe sufrida y empobrecida.



Marco Antonio, el más experimentado militar de los tres, un veterano de las campañas de César, se dedicó a consolidar su control sobre las legiones de la Galia y las que César había dejado en Italia. Infundía su propia brutalidad con discursos incendiarios y castigos ejemplares, su figura robusta imponiendo una disciplina férrea teñida de su carisma bestial y una incipiente indulgencia. César Octavio, el heredero de César, a pesar de su juventud, demostró una habilidad política sorprendente, manipulando con una lógica despiadada y promesas concretas a los veteranos de su padre adoptivo. Su mirada fría y su quietud contrastaban con la vehemencia de Antonio; era la mente calculadora detrás del puño. Lépido, el Pontífice Máximo, aunque militarmente menos relevante, aportó su peso político y religioso al pacto, una figura decorativa en un baño de sangre que apenas podía ocultar la palidez constante de su rostro y unos ojos que evitaban mirar los resultados de las proscripciones, aferrándose desesperadamente a su último vestigio de orden sagrado.



El objetivo del Triunvirato era claro: vengar a César y establecer un nuevo orden. Irónicamente, este orden se parecía demasiado a la monarquía que los conspiradores habían temido y por la cual habían asesinado al dictador. "Habían matado al rey, solo para coronar a tres tiranos," podría haber pensado Casio desde la lejanía. El fantasma de César había triunfado, aún sin su cuerpo. Las tropas comenzaron a reunirse en Italia y Macedonia, preparándose para la inminente confrontación, una marea de acero y sangre que hacía temblar el suelo con el paso de miles de hombres, el traqueteo incesante de los carros de guerra y el brillo ininterrumpido de las armaduras bajo el sol, soportando largos viajes a caballo o andando, y levantando el campamento todos los días, que los mantenían en más que de en buena forma física. La República, tal como la conocían, se había disuelto en la sangre de las proscripciones y se preparaba para una batalla final en el campo, una batalla que decidiría no solo el destino de Casio y Bruto, sino el de toda Roma. El mundo contuvo el aliento, sabiendo que la colisión de estos dos colosos era inevitable, y que el choque resonaría por siglos. La calma antes de la tormenta era el único sonido que quedaba, y Casio, en Oriente, ya sentía el temblor de esa marea en la distancia.



CAPÍTULO 10: EL SAQUEO DE RODAS Y LA SOMBRA DEL COLOSO RENACIDO

En el verano del 43 antes de Cristo, la isla de Rodas se alzaba como un faro de opulencia en el corazón del Egeo, un crisol de culturas donde los vientos de Europa, Asia y África convergían en un torbellino de comercio y ambición. La ciudad, con sus calles de mármol blanco, pulidas por el paso de siglos, y sus casas encaladas escalonadas en las colinas, resplandecía bajo el sol abrasador, sus tejados de tejas rojas reluciendo como sangre seca. El aire, cargado con el olor a salitre del mar, el acre aroma del pescado fresco y el dulzor de las especias exóticas, vibraba con el parloteo incesante de mil lenguas, desde el gutural arameo hasta el melódico griego, pasando por el áspero latín de algún mercader romano. Los mercados bullían con la promesa de ganancias, el tintineo de las monedas y el regateo animado. El puerto, flanqueado por muelles de piedra sólida y diques reforzados, bullía con trirremes y barcos mercantes, sus velas de lino, grandes y blancas, ondeando como estandartes de un imperio marítimo que se creía inquebrantable, eternamente bañado en la luz de Helios. Pero incluso en esa sinfonía de la prosperidad, un oído atento, quizás el de un viejo pescador que sentía el mar en sus huesos, podría percibir el lejano y constante rechinido de las grúas del Coloso, un recordatorio monótono de la grandeza forjada con sudor y sacrificio, un eco silencioso de la fragilidad que un hombre, al otro lado del Egeo, estaba a punto de explotar.



En la entrada del puerto, una maravilla se alzaba, un testimonio de la inquebrantable voluntad rodia: el Coloso de Rodas. Aunque las leyendas aún susurraban sobre su tamaño original y cómo los barcos pasaban entre sus piernas, el coloso original había sido derribado por un devastador terremoto en el año 226 antes de Cristo. Sus imponentes restos, un amasijo de bronce y piedra, habían yacido durante siglos, un recordatorio silente de la fragilidad de la grandeza humana. Pero los rodios, con su tenacidad proverbial, no se habían resignado a la ruina. Hacía años que habían emprendido una monumental tarea de reconstrucción, un acto de fe ciega, una obsesión monumental que consumía los recursos y las vidas de la isla. Miles de obreros, canteros con manos endurecidas y herreros con brazos musculosos, habían trabajado sin descanso bajo el látigo de los capataces.



No era un trabajo simple. Bajo la dirección de maestros de obras griegos y rodios, se alzaban andamios de madera de cedro y pino de Cilicia tan altos como mástiles de quinquerreme, una red laberíntica de postes y pasarelas que ascendían hacia el cielo, arañando las nubes. Grúas gigantescas, movidas por la fuerza tenaz de bueyes que exhalaban vaho espeso por sus narices y esclavos con la espalda encorvada, rechinaban bajo el peso de enormes bloques de mármol de Paros y de Naxos, y placas de bronce fundido con el metal confiscado de viejas estatuas y objetos de valor. Las poleas gemían con un lamento metálico, las cuerdas de cáñamo se tensaban hasta el límite, finas como tendones al borde de la ruptura, y el aire se llenaba del golpeteo rítmico de los martillos contra el metal, el canto arrastrado de los carpinteros y el gemido ahogado de los bueyes, mezclado con las órdenes secas de los capataces y, a menudo, el chasquido seco del látigo. Los esclavos, la mayoría capturados en las guerras o comprados en los mercados de Éfeso, trabajaban bajo un sol inclemente que les cocía la piel. Sus espaldas se encorvaban bajo la carga de las piedras, sus manos, llagadas y sangrantes, arrastraban las pesadas viguetas. El sudor les perlaba la frente y el pecho, mezclándose con el polvo y la arena, formando regueros de lodo en sus pieles quemadas y agrietadas. Algunos caían extenuados, sus cuerpos inertes se desplomaban sobre el mármol recién pulido, y eran arrastrados sin miramientos para no interrumpir el flujo constante del trabajo. El hedor a esfuerzo, a miedo y a sudor rancio se adhería al aire, pesado y pegajoso. Un viejo cantero de Rodas, Teófilo, que antes tallaba estatuas para los templos, dando forma a la belleza para los dioses, ahora era forzado a cincelar la piedra para el Coloso, el mármol que antaño fue su lienzo de sueños, ahora una losa fría bajo sus manos temblorosas. Cada golpe de su cincel contra la piedra era un eco amargo de su orgullo aplastado, de una libertad que se desvanecía, mientras la maza del capataz resonaba cerca de su oído como un tañido fúnebre. La visión del rostro de Helios, patrono de la isla, comenzando de nuevo a tomar forma, pulido y resplandeciente, destellando como un desafío a los dioses y a los hombres, era para ellos un símbolo macabro: un monumento a la resiliencia de la isla que se alzaba sobre los huesos molidos y el sudor amargo de miles de vidas oprimidas. Cada martillazo, cada bloque de piedra colocado, no solo reconstruía una estatua, sino que generaba ingentes cantidades de trabajo, atrayendo a artesanos y obreros de todo el Egeo, lo que a su vez creaba un flujo constante de dinero y recursos, convirtiendo la obra en una fuente de ingresos significativa para las arcas de la ciudad, un tesoro en sí mismo. Pero el rostro de bronce de Helios permanecía impasible, sus ojos metálicos reflejando el sol sangriento de la mañana, ajeno a la tragedia silenciosa que se tejía bajo sus pies, un coloso que, sin saberlo, se erigía para su propia profanación.

Pero no para Cayo Casio Longino.



Casio, de unos cuarenta y tres años, era un hombre forjado no solo en el crisol de la guerra, sino en el de la traición y la humillación. Su rostro, anguloso y curtido por el sol y el viento de innumerables campañas, llevaba las marcas de Carras, Farsalia y Zela, batallas que habían grabado cicatrices no solo en su piel, sino aún más profundas en su alma. Pero eran sus ojos, oscuros y penetrantes como los de un halcón, los que delataban su verdadera fuerza: una mente que calculaba cada movimiento como un jugador de latrunculi, el ajedrez romano, siempre tres jugadas por delante. La clemencia de César en el Helesponto, tras la debacle de Farsalia, no una muestra de piedad, sino una afrenta, una humillación que le quemaba en el alma como una brasa inextinguible. Era una obsesión, un recuerdo recurrente que le asaltaba en la quietud de la noche, interrumpiendo su sueño con imágenes vívidas: la mirada de César, la condescendencia en sus ojos, el peso de una deuda de vida que él, Casio, un hombre libre y orgulloso, jamás había pedido, un yugo invisible que solo la muerte del dictador había aliviado, y que ahora el Triunvirato intentaba restaurar con cada edicto. "La libertad no se mendiga," se había dicho miles de veces en sus vigilias, "se toma, se arrebata, se riega con sangre si es necesario." Las cicatrices de sus batallas eran visibles; las de su honor, invisibles y más dolorosas.



El asesinato de los Idus de Marzo, planeado con la precisión de un ingeniero que derriba un puente, no había restaurado la República idealizada, sino que había desatado la furia del Segundo Triunvirato: Marco Antonio, César Octavio y Lépido, una hidra de tres cabezas que juraba vengar a su amo caído y extender su propia tiranía. Casio, proscrito y perseguido, había huido al Este, donde Siria le ofrecía un bastión y una fortuna. Pero para desafiar a Roma, para purgar la tiranía que se extendía como una plaga, necesitaba más que un bastión: oro, barcos, hombres. Sus ojos, siempre hambrientos de recursos, se posaron en Rodas, la perla del Egeo, cuya riqueza y neutralidad la hacían tanto un premio tentador como un desafío a su autoridad, una ciudad que se había atrevido a dudar. "¿Qué soy yo?", se preguntaba en las noches, la voz de su conciencia, una voz que intentaba acallar con la lógica aprendida en estas mismas costas, resonando en su mente hasta el alba. "¿Un libertador o un tirano?. ¿Un cirujano amputando un miembro gangrenado para salvar el cuerpo, o un carnicero manchado de sangre inocente?". La respuesta lo eludía, pero la determinación no. Sus dedos tamborilearon sobre la mesa de campaña, un tic nervioso que solo afloraba cuando la implacable lógica militar se topaba con los ecos de su antigua moral, una batalla silenciosa y constante en su propia mente.



LA MEMORIA DE RODAS: UN PASADO DE RETÓRICA Y AMARGA IRONÍA

Rodas, según los relatos de antiguos geógrafos, era un emporio comercial sin igual, sus tres puertos protegidos por una marina que mantenía a raya a los piratas cilicios con una eficacia que rayaba en la leyenda. Sus mercados rebosaban de ámbar del norte, marfil de África y especias exóticas de Oriente, mientras sus escuelas de retórica, frecuentadas por aristócratas romanos como el gran orador Cicerón y el propio Julio César, hacían de la isla un faro de cultura y conocimiento en el Egeo.



Muchos años antes, en su juventud, Cayo Casio Longino también había pasado una temporada en Rodas. En aquellos días, cuando la ambición política aún era una llama que templaba su acero en lugar de un fuego que consumía su alma, Casio había pisado esas mismas calles de mármol. Aquí, en las prestigiosas escuelas de retórica, había pulido su voz y su mente, aprendiendo los intrincados giros del discurso, la lógica inquebrantable de la persuasión y el arte de la argumentación que todo romano necesitaba para triunfar en el Foro. Había estudiado con maestros renombrados, quizás incluso con el célebre Apolonio Molón, quien también enseñó al gran orador Cicerón y, con una ironía que ahora le retorcía las entrañas, al dictador al que luego asesinaría. Las aulas de mármol de Rodas habían resonado con sus declamaciones, y sus debates con otros jóvenes patricios, a menudo acalorados y prolongados hasta la noche, habían afilado su intelecto, preparándolo para las lides políticas. Recordaba las noches en la biblioteca de Rodas, el olor a pergamino viejo y aceite de lámpara, mientras leía a los grandes oradores griegos, absorbiendo su sabiduría. Recordaba los paseos por el puerto, observando los barcos que llegaban de todas partes del mundo, y las conversaciones con los mercaderes, aprendiendo de sus astucias y de las intrincadas redes del comercio. Fue en Rodas donde Casio comprendió el verdadero poder de las palabras, una lección de diplomacia y razón que ahora, años después, aplicaría con la misma frialdad con la que empuñaba su espada. La ironía no se le escapaba: la misma isla que le había enseñado el arte de la persuasión y la razón, la cuna de su idealismo juvenil, ahora sería sometida por la fuerza bruta que él había perfeccionado en el campo de batalla. El eco de sus propias declamaciones sobre la justicia y la libertad resonaba en su mente como una burla cruel, mientras sus dedos trazaban en el mapa las rutas para la inminente rapiña. Esa contradicción, la de su pasado y su presente, era un nudo de hierro en su propia alma, pero la necesidad era un juez más severo que la conciencia. Su posición estratégica en el Mediterráneo oriental y su considerable riqueza la convirtieron en un objetivo tentador para Casio, quien necesitaba desesperadamente recursos para financiar su ejército y su flota en la inminente confrontación con el Segundo Triunvirato.



Rodas había mantenido una política de neutralidad durante las guerras civiles romanas, buscando preservar su prosperidad y su autonomía a toda costa. Pero esa misma neutralidad, esa calculada ambigüedad, la convirtió en un objetivo para Casio. Rodas había condenado el magnicidio de César, un gesto que, aunque diplomático y buscando agradar a Roma, Casio interpretó como una afrenta personal y una toma de partido tácita contra los "libertadores". Además, había negado el acceso a su puerto a la flota de Casio, lo que fue interpretado como un acto de hostilidad innegable, un desafío directo a su autoridad. “Neutralidad,” murmuró una noche en su tienda en Antioquía, mientras estudiaba un mapa del Egeo, sus dedos trazando las rutas marítimas con una precisión gélida, “es solo cobardía disfrazada de virtud, una excusa para la indecisión. Una herida abierta en el corazón de la República.” Para Casio, la isla no era solo una fuente de riqueza; era un símbolo de resistencia a su voluntad, una debilidad que debía ser erradicada con la misma celeridad con la que se amputa un miembro gangrenado. "Han prosperado en la paz que Roma les dio," reflexionó, con la voz apenas audible en la soledad de su tienda, "mientras nosotros desangrábamos nuestras legiones. Ahora pagarán el precio de su supuesta inocencia, el precio de su ambigüedad. No hay lugar para los tibios en esta guerra." Un desafío que debía ser aplastado sin piedad.



EL DESEMBARCO Y EL ASALTO: LA MÁQUINA DE GUERRA REPUBLICANA

La invasión fue un golpe maestro de engaño y audacia. Rodas, confiada en su marina y sus murallas legendarias, jamás esperó un ataque por tierra. Casio explotó esta arrogancia, esta complacencia fatal. En la primavera del año 43 antes de Cristo, reunió una poderosa flota de 80 trirremes y quinquerremes en el puerto de Éfeso, tripuladas por veteranos curtidos de Farsalia y arqueros partos, cuyos arcos compuestos podían perforar escudos a cien pasos, un arma devastadora. Pero el verdadero genio de Casio no estaba en el mar, sino en la sorpresa de su estrategia.



Envió emisarios a Rodas, fingiendo negociar un tratado comercial, mientras en secreto desembarcó un contingente de 2.000 legionarios en la costa norte de la isla, cerca de Lindos, bajo la cobertura de la noche, deslizándose como sombras furtivas. Los exploradores rodios, confiados en su superioridad naval y en la imposibilidad de un desembarco terrestre en esas costas escarpadas, no patrullaban los senderos montañosos con la diligencia necesaria. La brisa marina, cargada con el aroma de las hierbas silvestres y el siseo constante de las olas al besar las rocas, ocultó el sonido amortiguado de las botas legionarias al pisar la tierra pedregosa. Mientras los rodios dormían, confiados en la inviolabilidad de su isla, ajenos al filo que se les acercaba desde las alturas, el ejército de Casio avanzó inexorable. Cuando los primeros rayos del sol iluminaron el Coloso, tiñéndolo de un dorado irreal, los legionarios de Casio ya habían escalado las colinas, sus loricae segmentatae reluciendo como escamas de serpiente bajo la luz incipiente, el sol naciente tiñendo de oro sus cascos emplumados. El grito de alarma, tardío y ahogado, se perdió en el aire, superado por el rugido atronador de la legión, el resonar de los pila al ser golpeados contra los escudos, un sonido que presagiaba la muerte.



El desembarco fue un caos controlado, una operación milimétricamente calculada. Los legionarios, entrenados para la guerra en terreno accidentado y las incursiones rápidas, avanzaron en cohortes compactas, sus escudos rectangulares formando un muro móvil e impenetrable. El pilum silbaba al ser lanzado, su peso letal buscando carne; el gladius cortaba el aire con precisión mortal en los combates cuerpo a cuerpo. Los centuriones, con crines escarlatas en sus yelmos, gritaban órdenes en latín, sus voces roncas por el esfuerzo, mientras los arqueros partos, a caballo, disparaban flechas incendiarias contra las aldeas costeras, sembrando el pánico y el terror entre los habitantes. El humo acre de las casas en llamas se elevaba en espirales hacia el cielo, un presagio sombrío de la destrucción inminente.



Desde las murallas de Rodas, un joven defensor de la guardia, cuyo nombre se perdería en el olvido, sintió el temblor de la piedra bajo sus sandalias antes de escuchar el estruendo. El sonido de los arietes, aunque aún distantes, resonaba en las almenas como un trueno subterráneo, prometiendo la destrucción. Vio las águilas romanas, brillantes estandartes dorados, asomar por el horizonte, y un pánico gélido le atenazó el estómago. El olor a pez hirviendo, ya preparado en calderos, se mezclaba con el de la desesperación. Luego, una sombra colosal se alzó por encima de las colinas: una torre de asedio, un gigante de madera y hierro que avanzaba lentamente, imparable, proyectando su amenaza sobre la ciudad. El grito de los legionarios, un coro gutural y disciplinado, se elevaba con la promesa de la masacre. Los rodios, cuya fuerza principal residía en su flota, no tenían un ejército terrestre capaz de resistir el embate romano. Las murallas de la ciudad, reforzadas con torres de piedra y formidable contra un asedio naval, resultaron inútiles contra una fuerza que ya se cernía sobre ellos desde tierra. Al amanecer, los ciudadanos de Rodas, despertados por el humo asfixiante y los gritos de los heridos, vieron las águilas romanas ondeando victoriosas en las colinas, una visión que selló su destino.

El Consejo de la isla, reunido en el Pritaneo, el corazón político de Rodas, envió una delegación al campamento de Casio, suplicando términos. Pero Casio, sentado en una silla de campaña bajo un estandarte púrpura que ondeaba al viento, no estaba allí para negociar, sino para dictar.



“No hay términos,” dijo, su voz fría como el mármol, sin rastro de piedad. “Rodas ha elegido su destino al condenar a los libertadores de Roma. Entregad la ciudad, o la reduciré a cenizas, piedra por piedra.” Los emisarios, ancianos de barbas blancas y túnicas bordadas, palidecieron, el terror marcando sus rostros surcados por los años. “Somos neutrales,” protestó uno, un retórico llamado Cleóbulo, cuya voz, antes potente en los debates públicos, ahora temblaba con cada sílaba, sus palabras, que antaño había manejado como espadas afiladas, ahora se deshacían inútiles en el aire. “Hemos comerciado con Roma, con los Ptolomeos, con todos. No hemos levantado armas contra ti.” Casio, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, gélida y despiadada como el metal bruñido, respondió: “Vuestra neutralidad es una máscara, una cobardía. Apoyasteis a César, y ahora os escondéis tras palabras vacías. Entregad la ciudad, o vuestros hijos pagarán el precio, la sangre de vuestra estirpe.” La amenaza, respaldada por las espadas desenvainadas de sus legionarios que brillaban al sol como mil dagas, fue suficiente.

Al mediodía, las pesadas puertas de Rodas se abrieron con un gemido metálico, y Casio entró como un conquistador, sus botas con clavos resonando en las calles de mármol pulido, un sonido solitario y ominoso que marcó el fin de la libertad de la isla. La resistencia militar fue mínima, pues la sorpresa y la aplastante amenaza de la máquina de guerra romana habían quebrado su voluntad antes de que la sangre cubriera las calles. Un silencio pesado, cargado de derrota y desesperación, se cernió sobre la antaño bulliciosa ciudad. Las estatuas de los dioses, impasibles, parecían desviar la mirada ante la profanación inminente. Pero lo que siguió fue un asedio de otra índole: el asedio brutal de sus almas y su dignidad, un yugo de hierro forjado con la opresión y el pillaje.

EL TRIBUNAL DEL ÁGORA Y LA SANGRE EN EL MÁRMOL: EL PRECIO DE LA DESOBEDIENCIA

El saqueo comenzó con un tribunal en el ágora, el corazón pulsante de Rodas. El espacio, rodeado por columnatas dóricas de un blanco inmaculado y estatuas de bronce de dioses y héroes, estaba lleno de ciudadanos aterrorizados, sus rostros demacrados por el miedo y la incertidumbre, como si la vida misma se hubiera drenado de ellos. El aire, que antes vibraba con el aroma de las especias exóticas y el bullicio alegre del comercio, ahora apestaba a hierro, a incienso rancio pisoteado y al sudor gélido del miedo. Las losas inmaculadas de mármol dórico, acostumbradas a los pies de filósofos y mercaderes, pronto se teñirían de un rojo indeleble. El Coloso, visible desde el puerto, parecía observar en silencio, su rostro de bronce impasible ante la tragedia que se desarrollaba bajo sus pies, sus ojos metálicos reflejando el sol sangriento de la mañana, como si las lágrimas de Helios se condensaran en el aire y la sangre.



Casio, sentado en una plataforma elevada cubierta con un paño de lana púrpura, flanqueado por sus legados de rostros pétreos y centuriones con sus armaduras brillando bajo el sol implacable, estableció un tribunal que era más un espectáculo de poder que un acto de justicia, una farsa sangrienta. Observó a la multitud, sus ojos oscuros y hambrientos de poder, y por un instante, el reflejo distorsionado en el pulido umbo del escudo de un legionario cercano le devolvió una imagen ajena: no era él, Casio, el libertador de la República, sino una sombra de arrogancia que le recordaba, con un escalofrío, la fría impasibilidad de César. Un tic se acentuó en su mandíbula. Ordenó la ejecución de 50 notables rodios, líderes del Consejo y mercaderes que, en su día, habían condenado el asesinato del Dictador. Los nombres fueron leídos por un escriba con voz monótona y desapasionada, cada uno un golpe al corazón de la isla: Aristandro, un sacerdote de Helios, con la toga manchada de polvo y el temor grabado en sus ojos hundidos; Diógenes, un armador naval de manos ásperas de la cuerda, ahora temblorosas; Memnón, un filósofo de la escuela estoica, cuya sabiduría y elocuencia Casio quizás había admirado en su juventud. Casio lo reconoció, sí. Un temblor casi imperceptible recorrió sus labios al pronunciar el nombre de Memnón, su antiguo maestro, o al menos un colega en los debates retóricos de antaño. Su mano, por un instante, apretó el brazo de su silla con tanta fuerza que los nudillos se blanquearon, una fisura mínima en la máscara de impasibilidad que tanto se esforzaba por mantener. Por un instante, el sonido de la voz de Memnón en un debate pasado, o el eco de una carcajada compartida bajo el cielo estrellado de Rodas, resonó en su mente, un contraste cruel con el siseo de la hoja que se preparaba. Rechazó el agua que le ofrecía un esclavo, su cuerpo, aunque sometido a su férrea voluntad, rebelándose con un amargo sabor en la boca. Pero el pragmatismo se impuso a la nostalgia, la necesidad implacable a cualquier vestigio de humanidad. Esta era la guerra, y la guerra exigía sacrificios, incluso los más íntimos.



Uno a uno, los condenados fueron arrastrados al centro del ágora, sus togas rasgadas, sus manos atadas con cuerdas de cáñamo que les cortaban la piel hasta el hueso. Los verdugos, legionarios con gladii afilados y rostros inexpresivos, cortaban cuellos con una precisión quirúrgica, la sangre brotando y salpicando las losas blancas de mármol como un vino escarlata, mientras la multitud gemía de horror contenido, un sonido que era casi un lamento animal, un rugido ahogado de desesperación. El crujido de los huesos al ser amputados, el chasquido del látigo sobre las nalgas de los que no se movían lo suficientemente rápido para llevar los cuerpos, y el arrastre de los cadáveres recién inertes, crearon una banda sonora macabra para el amanecer de Rodas. Nadie se atrevía a desviar la mirada, como si una fuerza invisible y coercitiva los obligara a ser testigos de la profanación.



“¡Piedad, romano!” suplicó una mujer, la esposa de Diógenes, arrojándose a los pies de Casio, sus ropas cubiertas de polvo y sus cabellos revueltos por la desesperación. Su voz era un quejido agudo que rasgaba el silencio fúnebre del ágora. “Mi esposo solo habló por la paz.” Casio, con el rostro impasible, la miró como si fuera un insecto insignificante que se arrastraba por el suelo, una mancha. La crueldad en sus ojos era un abismo. “La paz es para los obedientes,” respondió, su voz un eco hueco en el ágora, desprovista de cualquier calor humano, una sentencia fría y definitiva. “Tu esposo eligió mal, y ahora paga su error con su vida y su honor.” Un gesto seco de su mano, y la mujer fue apartada por los guardias con brusquedad, su llanto ahogado por el murmullo asustado de la multitud. Los ejecutados fueron seleccionados no solo por su oposición, sino como una advertencia brutal: nadie, ni siquiera los más ricos o influyentes, estaba a salvo de la mano de hierro de Casio. Los ciudadanos, forzados a observar, sentían cómo la sangre de sus líderes manchaba no solo el mármol, sino el alma misma de su orgullosa ciudad, una mancha que nunca se borraría.



LA EXTORSION Y EL BOTÍN DE LA GUERRA: LA RIQUEZA AL SERVICIO DE LA REPÚBLICA

La extorsión siguió a las ejecuciones, una segunda ola de pillaje, más fría y metódica que la primera, tan implacable como una marea alta. Casio exigió que cada ciudadano, desde el humilde artesano hasta el más opulento mercader, entregara todo su oro, plata y objetos de valor, hasta la última dracma. “Quien oculte una sola moneda,” proclamó, su voz resonando en el ágora con la fuerza de un trueno, una sentencia ineludible, “será crucificado sin piedad, su cuerpo expuesto como un ejemplo, una lección para los necios. Quien denuncie a un traidor, será recompensado con su peso en plata.” Los rodios, desesperados y aterrorizados por el escarmiento reciente, vaciaron sus arcas con premura. Las casas, con sus patios de mosaicos intrincados y fuentes de mármol que antes manaban agua con melodioso murmullo, fueron despojadas de candelabros de plata que brillaban al sol, copas de oro cinceladas con figuras de dioses y héroes, y joyas incrustadas con amatistas y zafiros que parecían gotas de cielo solidificadas. El tintineo metálico de las monedas al ser vertidas en los sacos de cuero se mezclaba con el crujido de la seda arrancada de los cofres de cedro y el hedor a desesperación y madera vieja, impregnando el aire como un miasma. Un legionario, con una sonrisa cruel que desfiguraba su rostro, arrancó un collar de perlas del cuello de una anciana, las perlas, antes símbolos de estatus y riqueza, rodando por el suelo de mármol como lágrimas petrificadas de una ciudad moribunda. En otra casa, un soldado, por puro placer destructivo y la brutalidad que la impunidad confiere, destrozó un ánfora de vino antiguo con el mango de su gladius, el líquido rojo y espeso esparciéndose por el suelo de mármol, pareciendo otra mancha de sangre, un charco oscuro y pegajoso.



Los templos, dedicados a Helios, Atenea y Apolo, fueron saqueados sin piedad, su santidad profanada con cada paso de bota claveteada; sus estatuas, algunas de oro macizo y otras de mármol de Paros, fueron desmontadas y fundidas para el crisol de la guerra; sus ofrendas, acumuladas por siglos de devoción, confiscadas sin remordimiento. Los altares, antes sagrados y perfumados por el incienso, fueron profanados con la inmundicia de las botas romanas, el olor a incienso sagrado mezclado con el hedor acre del vino derramado, los excrementos y el sudor de los invasores. En el mercado, los legionarios apilaban el botín en carros chirriantes, sus ruedas gemían bajo el peso: ánforas llenas de monedas que tintineaban como cascabeles de la muerte, colgantes de granate que brillaban como gotas de sangre solidificada, camafeos de vidrio que imitaban gemas preciosas, y rollos de papiro y pergamino que contenían la sabiduría y la historia de Rodas, arrojados sin miramientos. Se calculaba que Casio acumuló 8.000 talentos de oro y plata, una fortuna que rivalizaba con los tesoros de Alejandría, forjada sobre la ruina y la humillación de la isla. Los esclavos, encadenados en filas interminables, eran un botín adicional: hombres jóvenes y fuertes destinados a las galeras, sus músculos tensos y sus espíritus quebrados; mujeres de todas las edades a los burdeles de Éfeso, sus ojos llenos de un terror mudo; niños pequeños a las minas de Laurión, sus vidas condenadas antes de haber comenzado, sus pequeñas manos destinadas a la picota y la oscuridad.



El mercado de esclavos, cerca del puerto, era un espectáculo dantesco de miseria y crueldad, una herida abierta en el corazón de la ciudad. Los cautivos, con grilletes de hierro que les magullaban las muñecas y los tobillos hasta hacerlos sangrar, eran exhibidos en plataformas de madera bajo el sol inclemente, sus cuerpos marcados por el hambre y el miedo, sus ojos vacíos, desprovistos de alma, como cáscaras huecas. El hedor a sudor, a orina y a desesperación era casi palpable, una nube opresiva y fétida que sofocaba el aire. Los mercaderes, fenicios y griegos con túnicas de lino manchadas, algunos con miradas de rapaces, pujaban en un frenesí, sus tabletas de cera registrando cada transacción con avidez. Sus voces ásperas y exultantes contrastaban con el silencio resignado y roto solo por sollozos ahogados de los cautivos. Los traficantes de esclavos se frotaban las manos con codicia, sus ojos brillando ante las enormes sumas de dinero que fluían hacia sus bolsas, y de las que Casio exigiría una parte sustanciosa como "donación voluntaria" para sus ejércitos.



Casio, supervisando desde una litera en un punto elevado, con una expresión de calculador inescrutable, calculaba los beneficios: cada esclavo, según las tasas de la época, valía entre 500 y 2.000 sestercios, dependiendo de su fuerza y habilidades. Una familia rodia, el padre, la madre y dos hijas, estaba siendo separada. La hija mayor, de unos quince años, con ojos que aún brillaban con desafío a pesar de las lágrimas que surcaban sus mejillas sucias, fue subida a la plataforma. Su madre intentó aferrarse a ella, sus gritos desgarradores resonando en el abarrotado mercado, pero un legionario la apartó con un empujón brutal. La joven fue vendida por 3.000 sestercios a un traficante de Delos, su destino de concubina o sirvienta de por vida sellado en un instante. El grito ahogado de su madre, que había sido separada de ella un instante antes, se perdió entre el vocerío incesante de los compradores, un eco del horror que se propagaba como una enfermedad por toda la isla.



“Roma se alimenta de sangre,” murmuró Quinto, el centurión de Casio, mientras observaba la escena con una mueca de asco apenas contenida. Era un hombre curtido en mil batallas, pero incluso a él, el brutal pragmatismo de Casio le quemaba el estómago. Su mano apretó el pomo de su gladius, como si la brutalidad que presenciaba le quemara los dedos, buscando una familiaridad en el frío metal. Casio, sin mirarlo, su mirada fija en el río de oro y carne que fluía ante sus ojos, respondió: “Y el oro la mantiene viva, Quinto. La libertad tiene un precio muy alto, más alto de lo que estos rodios cobardes jamás entenderán. Y estoy dispuesto a pagarlo con la sangre de quien sea.” Su voz era un bisturí, fría y precisa, ajena a cualquier atisbo de emoción, un frío que se extendía desde su corazón hasta el alma de la isla.



LA RESISTENCIA SILENCIOSA Y EL COSTO MORAL: SOMBRAS EN EL ALMA DE UN TIRANO REPUBLICANO

El costo moral de sus acciones no pasaba desapercibido para Casio. En las noches, en una villa requisada con vistas al puerto, cuyo aire salobre no podía disipar el olor de la sangre, escribía en un pergamino bajo la luz parpadeante de una lámpara de bronce: "He desangrado a Rodas para salvar a Roma. He profanado sus templos y esclavizado a sus hijos. ¿Es esto la libertad que juré defender, o la tiranía que juré destruir?. ¿Me he convertido en aquello que más odio?". La pluma se detuvo, su mano tembló, dejando caer una gota de tinta sobre el pergamino, como una lágrima negra sobre su conciencia. El frío del mármol, que no podía disipar el hedor a sangre de sus acciones, se le metía hasta los huesos. Su mente, siempre afilada, pesaba cada decisión, cada atrocidad. Pensaba en Bruto, su colega, el idealista que aún creía en el honor puro y los métodos limpios. "Bruto no entendería," murmuraba para sí. "El honor no paga legiones, y las leyes no llenan las arcas. La libertad se compra con el miedo y el oro, y yo soy el hombre dispuesto a pagar ese precio. ¿Qué importa mi alma si la República sobrevive?". La riqueza de Rodas, fruto de su comercio marítimo y su neutralidad, era la clave para financiar su guerra contra el Triunvirato. Sin oro, sus 12 legiones en Siria se desmoronarían; sin barcos, no podría cruzar el Egeo para unirse a Bruto en Macedonia. Pero cada ejecución, cada familia despojada, era una mancha más en su alma, una cicatriz imborrable. César era un tirano, pensó, pero ¿qué soy yo?. La respuesta lo eludía, pero su determinación no vacilaba. La República, aunque moribunda, era un ideal que valía cualquier sacrificio, incluso el de su propia moralidad. La figura de César, a la que tanto había odiado, se proyectaba ahora, irónicamente, en el espejo de sus propias acciones, un reflejo sombrío en el pozo de su desesperación.



Los líderes rodios, en un último intento de salvar algo de su dignidad, enviaron una segunda delegación. Encabezada por un anciano filósofo, Filócrates, un hombre de rostro sabio y mirada cansada, se presentaron ante Casio en el Pritaneo, un edificio de columnas jónicas decorado con frescos de naves y dioses, ahora profanado por la presencia romana. Filócrates, un hombre que había dedicado su vida a la razón y la sabiduría, se atrevió a desafiarlo con una voz temblorosa pero firme, intentando apelar a la lógica que Casio mismo había reverenciado en sus años de juventud. "Cayo Casio Longino," comenzó Filócrates, su voz ganando fuerza a pesar del miedo, "en estas mismas aulas de Rodas aprendisteis la lógica de Aristóteles, la retórica que distingue al hombre civilizado de la bestia. Aprendisteis que la justicia es la base de toda república. ¿Cómo podéis aplicar ahora la brutalidad de un tirano que desprecia toda razón?". Las palabras de Filócrates, forjadas en la dialéctica y la filosofía, rebotaron contra el muro pétreo de la determinación de Casio, como plumas contra un escudo de hierro. Casio, sentado en un trono improvisado con un gesto de desdén, lo miró con los ojos entrecerrados, su expresión gélida. "Maestro Filócrates," respondió, su voz cortante como un gladius, un eco de su pasado que se burlaba de sí mismo, "la filosofía es un lujo para tiempos de paz. En la guerra, la supervivencia es la única verdad, la única ley. Habéis vivido de la riqueza del Egeo mientras Roma sangraba en sus guerras. Ahora pagaréis el precio de vuestra neutralidad, el precio de vuestra supuesta inocencia. La paz es para los obedientes, y Rodas no ha sido obediente a la República." Filócrates, con lágrimas en los ojos, suplicó una vez más: "Nuestros hijos, romano. Déjalos libres, déjalos vivir." Casio, con un gesto de la mano, ordenó su silencio. "Vuestros hijos son ahora de Roma," dijo con una brutalidad que heló la sangre. "Y Roma no pide; toma." Fue el trágico fin de la razón ante la implacable necesidad de la guerra.



Aun con la rendición, la resistencia silenciosa se hizo sentir en las callejuelas. En una panadería cerca del ágora, un anciano panadero, de manos encallecidas y espalda encorvada por años de trabajo, escupió al suelo la moneda romana con la que un legionario había pagado su pan, antes de pisotearla con su bota, un acto de desafío silencioso, invisible para la mayoría, pero que le devolvía un ápice de su dignidad perdida. En el mercado, un músico rodio, al ver a los legionarios acercarse a su puesto, rompió su lira contra el suelo en lugar de permitir que sus notas sirvieran para la diversión de los invasores, el sonido de la madera rompiéndose un grito ahogado de rabia. Una mujer, con el rostro cubierto por un velo, murmuró una antigua maldición griega a Casio al pasar por su lado, una letanía de desgracias incomprensible para el romano, que apenas se percató de la furia silenciosa que la acompañaba, pero cuya desesperación era universal y evidente en su voz. “Que el Coloso, renacido de vuestra avaricia, sea vuestra tumba,” susurró, y el viento pareció llevarse sus palabras hacia el rostro impasible de Helios, un augurio para el futuro. En las casas despojadas, el eco de los cántaros rotos resonaba en el silencio desolado, el olor dulzón del incienso arrancado de los templos se mezclaba con el hedor a sudor y miedo. El tacto frío y pesado de las monedas robadas en las manos de los legionarios contrastaba con la ligereza efímera de la esperanza que se desvanecía en la isla. El viento, que antes vibraba con el parloteo de mil lenguas, ahora solo traía el gemido del dolor y el crujido de los edificios saqueados.



La brutalidad de Casio, aunque efectiva en la obtención de recursos, no era gratuita. Su objetivo era claro: financiar una guerra que restaurara la República, cueste lo que cueste, incluso su propia alma. El Segundo Triunvirato, con sus legiones y sus listas de proscripción, era una amenaza existencial que debía ser aniquilada. Antonio, en Italia y las Galias, consolidaba su poder con una brutalidad temible, formando alianzas inestables con un astuto César Octavio; el propio César Octavio en Italia, manipulaba al Senado con su astucia juvenil; Lépido, aunque débil, controlaba provincias clave. Casio necesitaba recursos para igualar su poder. Rodas, con su flota de 30 trirremes y sus arsenales, ofrecía no solo oro, sino barcos y marineros entrenados. Pero su neutralidad, como se observaba, era una afrenta a su causa, una traición a la libertad que él defendía. Al condenar el asesinato de César, Rodas se había alineado, aunque indirectamente, con los triunviros, los enemigos de la República. Para Casio, no había término medio: o estabas con la República, o eras un enemigo. “No hay neutrales en esta guerra,” dijo a Quinto mientras observaban el botín apilado en el ágora. “Solo aliados y enemigos. Quien no está con nosotros, está contra nosotros.” La indiferencia de Quinto era ahora más notable, una resignación que hablaba más que cualquier protesta, sus ojos fijos en el oro, ya sin un ápice de asco, solo un cansancio infinito ante la necesidad de la guerra.



LA DIFERENCIA CON BRUTO Y EL LEGADO DEL SAQUEO

Mientras Casio desangraba Rodas con una eficacia implacable, al otro lado del Egeo, su aliado Marco Junio Bruto actuaba con una cautela y una moralidad diferentes en Macedonia y Asia Menor. Aunque también Bruto necesitaba fondos desesperadamente para su ejército, su naturaleza más idealista y su deseo de mantener el favor de las provincias, que consideraba aliadas en la causa republicana, lo llevaban a un camino menos brutal, más cercano al honor. Bruto, el filósofo y el patricio por excelencia, prefería imponer "donaciones voluntarias" a las ciudades, eximiendo a algunas de impuestos o garantizando su autonomía a cambio de su apoyo. Buscaba aliados, no solo súbditos, un modelo más cercano a la antigua Roma, donde la persuasión aún tenía valor. Donde Casio veía un tesoro a saquear y un mensaje a enviar a través del terror, Bruto buscaba una alianza forjada en la "libertad" y el mutuo respeto, un idealismo que Casio consideraba peligroso y, francamente, ingenuo en tiempos de guerra.



Esta disparidad en sus métodos, aunque ambos perseguían el mismo fin —la supervivencia de la República—, ya sembraba las semillas de futuras tensiones entre los dos "libertadores", dos visiones opuestas de cómo salvar a Roma. Casio, en su diario, a veces anotaba con un deje de impaciencia, casi de desprecio: "Bruto cree que el honor alimentará a los soldados. Bruto cree que la virtud forjará espadas. ¡Qué necedad!. El honor no paga el grano, ni forja los pila, ni viste a una legión en pleno invierno. El oro, sí. Y la virtud, cuando es tan inflexible en la guerra, es un lujo que no podemos permitirnos. La República necesita recursos para vivir, no sermones sobre la pureza del alma. Filipos, donde se preveía que se produciría el encuentro de la República contra el II Triunvirato, no se ganará con filosofía, sino con acero y oro, por muy manchados que estén." Su convicción de que el oro era la única verdad en la guerra, y que la República se salvaría con recursos, no con ideales abstractos, crecía con cada atrocidad, arraigándose en su alma.



El otro bando, los rodios, tenía sus propias razones para su neutralidad, un entramado complejo de supervivencia. Su política era una estrategia de supervivencia, forjada en siglos de historia y necesidad. Durante el período helenístico, Rodas había prosperado al equilibrar alianzas con los Ptolomeos, los Seleúcidas y Roma, evitando conflictos directos que pudieran destruirla. Su marina, considerada una de las mejores del Mediterráneo, protegía sus rutas comerciales con una ferocidad inigualable, mientras sus escuelas de retórica y filosofía atraían a la élite romana, que buscaba conocimiento y cultura en sus costas. Pero esta neutralidad, como se comprobó dolorosamente, los hizo vulnerables cuando las guerras civiles romanas los obligaron, implacablemente, a elegir un bando. Apoyar a César había sido un cálculo pragmático para sobrevivir; condenar su asesinato, un intento desesperado de apaciguar al Triunvirato y evitar su ira. Pero Casio, con su lógica implacable, vio en su ambigüedad una traición imperdonable. “No hay neutrales en esta guerra,” dijo a Quinto mientras observaban el botín apilado en el ágora, un festín para los ojos romanos que auguraba la victoria. “Solo aliados y enemigos. Y el enemigo debe pagar el precio de su indecisión, de su debilidad.”



La crueldad de Casio no era solo estratégica; era un mensaje grabado a sangre y fuego. Al instalar una guarnición romana en Rodas, la primera desde los tiempos de Alejandro Magno, humilló a la isla hasta lo más profundo de su ser, demostrando que incluso los más ricos y poderosos podían ser doblegados por la voluntad de Roma, una Roma que él encarnaba. Las ejecuciones, un espectáculo público y brutal, eran una advertencia ineludible a otras ciudades del Egeo: Éfeso, Cos, Samos. “Si Rodas cae, nadie está a salvo,” murmuraban los mercaderes en los puertos, y el mensaje se extendió como el viento, sembrando el terror y la resignación. Casio, consciente de esto, escribió en su diario con letra firme: “El miedo es un arma más afilada que la espada, y más barata. Rodas sangra para que otros paguen, para que entiendan la necesidad y se sometan sin rechistar.”



El saqueo de Rodas marcó un punto de inflexión. Con los 8.000 talentos de oro y plata, Casio financió sus legiones y reforzó su flota, adquiriendo los medios para la confrontación final. Los barcos rodios, con sus proas pintadas y sus remos de roble, fueron requisados, sus tripulaciones obligadas a jurar lealtad bajo pena de muerte, sus marineros convertidos en remeros de un destino ajeno. Pero el costo humano era incalculable. Las calles de Rodas, una vez llenas de risas y el bullicio del comercio, estaban ahora silenciosas, salvo por el llanto apenas audible de las familias despojadas de todo. El Coloso, renacido de la avaricia de Casio y erigido sobre el sudor de esclavos, ya no era un faro de esperanza, sino un gigante acusador, quizás ahora incompleto, con sus andamiajes a medio terminar, una cicatriz más de su propia tiranía. Se alzaba como un monumento no a la esperanza, sino al brutal precio de la libertad, y a la sombra creciente que la tiranía proyectaba en el alma de un hombre que juró ser su libertador. Casio, desde el puerto, miró la estatua mientras sus naves se preparaban para zarpar hacia Macedonia, su forma imponente proyectándose contra el sol poniente. Helios ve todo, pensó, pero no juzga. En su corazón, una voz, la suya y a la vez ajena, susurraba: "¿Y tú, Casio?. ¿Quién te juzgará por esto?". El oro manchado de sangre era una carga pesada, un fantasma que lo seguiría a Filipos, susurrando reproches en el viento.



La marcha hacia Filipos, donde se uniría a Bruto para enfrentar al Triunvirato, estaba ahora asegurada. Pero cada paso de sus legiones estaba manchado de sangre inocente. Rodas, con su riqueza confiscada y su orgullo roto, era un recordatorio brutal de lo que Casio estaba dispuesto a sacrificar, de la oscuridad que había abrazado. La República, su ideal más preciado, era un fuego que quemaba todo a su paso, incluso su propia humanidad. Mientras las velas de su flota se hinchaban con el viento del Egeo, llevándolo hacia su destino, Casio sabía que la guerra no era solo contra Antonio y César Octavio, sino contra el hombre que veía en el reflejo pulido de su espada: un liberador desalmado, un tirano necesario, un hombre atrapado irremisiblemente entre ambos, un fuego que lo consumía por dentro.



CARTA DE CAYO CASIO LONGINO A JUNIA TERCIA, ENVIADA A TRAVÉS DE MARCO TULIO CICERÓN

Querida Junia, mi luz entre la creciente oscuridad,

Sé que esta misiva te llegará a través de la mano de Cicerón, un hombre al que respeto, aunque no siempre comprenda el peso de la necesidad. Quizás él, en su sabiduría, entienda lo que las palabras por sí solas no pueden expresar.

Desde estas costas de Rodas, donde el sol aún brilla con una crueldad que ya no engaña, te escribo con el alma más pesada que el oro que he extraído de esta isla. El eco de los gritos se ha apagado, el hedor de la sangre y el sudor de la desesperación comienza a disiparse con la brisa marina, pero el precio, Junia, el precio de nuestra República, es una carga que llevo con cada aliento.

He desangrado a esta ciudad, sí. He tomado lo que era necesario, lo que Roma exige para su supervivencia. Sus templos han sido despojados, sus ciudadanos, que alguna vez comerciaron con nosotros en paz, ahora gemían bajo el yugo. Te preguntaste una vez, con esa pureza tuya que tanto admiro y que a veces me asusta, si me convertiría en aquello que tanto odiamos. La respuesta, mi querida, es un fardo que el tiempo dirá si puedo soportar.

Mis legiones están listas, armadas con el metal rodio y el valor de hombres que creen en una República que no han visto en años. Nos dirigimos a Macedonia, donde el destino final nos aguarda. Bruto, con su noble corazón, aún cree que la virtud es suficiente. Yo sé que el honor no paga el grano, ni forja espadas. El oro, por muy manchado que esté, es la única verdad en la guerra, y la República, si ha de sobrevivir, deberá hacerlo con los recursos que he forzado a salir de estas tierras.

Piensa en mí, Junia, y reza a los dioses por Roma. No por mí, pues mi juicio ya está escrito en estas losas de mármol y en el rostro del Coloso, que ahora se alza como un mudo testigo de mi tiranía, un faro de mi propia condena. Solo espero que, al final, esta carga sirva para que tú y nuestros hijos viváis libres en una Roma que no se haya arrodillado ante ningún César.

Cuídate, mi amada esposa. Mantén la fe en una causa que, aunque brutal, es justa en su esencia.

Con el más profundo de los pesos, tu esposo,

C. Casio Longino



CAPÍTULO 11: EL VENENO DE LA LIBERTAD Y LA MARCHA HACIA FILIPOS

EL ORIGEN DE LA FUERZA: LA EXTORSION DEL ESTE

La extorsión era su otra arma, una tan afilada como su espada, y Cayo Casio Longino la empuñaba con una frialdad que helaba la sangre. Las ciudades de Siria y Judea, desde la opulenta Damasco hasta la portuaria Tiro, fueron exprimidas sin piedad, sus arcas vaciadas hasta el último denario para alimentar el coloso militar que Casio estaba construyendo. No había tiempo para sutilezas morales; la República, tal como él la concebía, no se defendía con ruegos, sino con oro y acero, y su ejército era la última y precaria esperanza de una Roma moribunda. Casio observaba la escena desde su posición elevada, no con gozo, sino con la fría calculación de un médico extirpando un tumor. El dolor era el precio de la cura, y él era el cirujano. Cada lamento, cada lágrima, era un nudo más en la cuerda que unía su destino al de Roma, una atadura forjada en la desesperación ajena.



En Tarso, la exigencia fue de mil quinientos talentos. Una suma exorbitante, capaz de comprar mansiones enteras en las provincias o financiar a cientos de remeros para un año, ahora era arrancada sin remisión. Llevó a la ciudad a la desesperación, a la humillación más profunda que una polis podía concebir. Al frente de la agonía se encontraba Ariobarzanes, el principal magistrado, un hombre anciano con el cabello plateado como la nieve de las cimas del Tauro y unos ojos, antaño vivaces, ahora cargados con la pesadez de siglos de cultura. Ariobarzanes había estudiado a Cicerón, admirado la prosa de Salustio y se había deleitado con la ingeniería de acueductos y el orden de la ley romana. Creía en la gravitas y la pietas que Roma supuestamente encarnaba, es decir  en lo que Gravitas era ser una persona seria y respetada, mientras que Pietas era la lealtad y el deber hacia dioses, patria y familia. Pero la Roma que tenía ante sí era una bestia insaciable, y su enviado, Casio, su encarnación más gélida.



Fue en el venerable Templo de Hércules, el corazón de la devoción de Tarso, donde la degradación alcanzó su clímax. El aire, antes perfumado por el incienso y las ofrendas de mirra, ahora olía a sudor, a metal y al miedo de una multitud silenciosa. Bajo la mirada imperturbable de la colosal estatua de bronce de Hércules, con su maza de león alzada en desafío, los sacerdotes, con el rostro descompuesto, entregaban los tesoros sagrados: cálices de oro con incrustaciones de gemas, estatuillas de marfil y ébano, brazaletes votivos dedicados a deidades ancestrales. Ariobarzanes, con el cetro de su cargo temblándole en la mano, presidía la escena desde un estrado improvisado. Sus labios se movían en una plegaria silenciosa, una disculpa a los dioses que sentía traicionar con cada objeto que pasaba a las manos ásperas de los legionarios de Casio. El crujido metálico de las balanzas pesando el oro se mezclaba con el gemido ahogado de las mujeres y el silencio de una piedad robada.



Aun así, no era suficiente. Los talentos se acumulaban, pero la cifra de Casio, grabada a fuego en el pergamino, seguía inalcanzable. Ariobarzanes, con las manos manchadas no de sangre, sino de la vergüenza más amarga, se retiró a su cubículo en el foro. La pluma de bronce, que había usado para firmar edictos de justicia y bienestar, se sentía como una daga en sus dedos. Ante él, el pergamino con el decreto final, la más abyecta de las claudicaciones: la venta de ciudadanos como esclavos.



"¡Por los dioses, maldito seas, Cayo Casio Longino!", susurró Ariobarzanes, su voz apenas un jadeo. No le maldecía como un tirano caprichoso, sino como la encarnación misma de la necesidad romana, una Hidra de cabezas múltiples que, al cortar una, hacía nacer otra aún más cruel. "No eres un hombre, eres un yugo. La libertad, ¿para quién?. ¿Acaso Roma no ha devorado ya su propia alma con esta voracidad?". Su mano, temblorosa, trazó los caracteres latinos. Cada trazo era un pedazo de su propia alma que se desprendía. No se trataba de mera avaricia; era una supervivencia brutal, un pulso por el poder donde cada denario era una gota de sangre para las venas de un ejército que se erigía contra la tiranía, un ejército que Casio estaba forjando con los huesos de los desdichados.



Casio, al otro lado de la puerta, escuchó el susurro. No sintió ira, sino un eco helado de la verdad. "Soy el yugo", pensó, "soy la necesidad que despreciamos." Se llevó una mano a la cara, la fatiga de mil decisiones imposibles pesando sobre él. "Pero la República debe vivir, aunque yo deba convertirme en un monstruo para que respire."



Afuera, en el bullicioso mercado de esclavos improvisado, el sol de la tarde caía sobre un nuevo horror. El llanto ronco de los niños arrancados de los brazos de sus madres se mezclaba con el crujido del oro al ser aplastado para su transporte y el olor a bronce fundido que impregnaba el aire, una fragancia de miseria humana. Entre la multitud, Elara, con el rostro surcado por lágrimas secas, aferraba un pequeño muñeco de trapo. No había podido salvar a su hijo, vendido horas antes por una deuda que jamás comprendió. El eco de sus gritos aún resonaba en sus oídos, mezclándose con el martilleo del oro siendo fundido, un sonido que para ella sería, para siempre, el de la tiranía.



En Laodicea, la desesperación llevó a los ciudadanos a fundir estatuas de bronce, incluso las de sus héroes locales, para cumplir con el tributo. Las mujeres vendían sus joyas más preciadas en los mercados, sus lágrimas mezclándose con el brillo de las gemas, una imagen de la dignidad despojada. En Judea, Casio ordenó a las ciudades entregar setecientos talentos de plata. Cuando cuatro de ellas se retrasaron en el pago, sus habitantes fueron vendidos como esclavos, sus tierras confiscadas. No era un acto de gozo, sino de necesidad implacable. Casio lo veía como un mal necesario, un peso sobre su alma que lo distinguía de los Bruto del mundo, pero que, creía, lo hacía más apto para ganar esta guerra.



El oro y la plata, acumulados con una crueldad metódica, fluyeron hacia las arcas de Casio. Un torrente de riqueza manchada de sangre que alimentaría a sus legiones y a las de Bruto. Las naves se cargaban con el botín, y cada moneda, cada onza de metal precioso, era un latido más en el corazón de un ejército que se forjaba para la batalla final. Casio no se engañaba: el dinero era un amo cruel, pero indispensable. Él había pagado su precio, y Roma, si quería ser libre, también debía pagar el suyo, incluso si el coste se medía en la dignidad y las vidas de los que nunca conocerían esa libertad, mientras el dinero extorsionado a los templos orientales se despilfarraba en los lujos y los banquetes de una Roma decadente.



ROMA: EL VENENO DE LA LIBERTAD

En Roma, el otoño del año 43 antes de Cristo no trajo el frescor esperado, sino un aire viciado por el terror y el hedor de la sangre. Los triunviros Marco Antonio, César Octavio y Lépido, una trinidad forjada en la ambición y la venganza, habían desatado las proscripciones, decretos de muerte que superaban en crueldad la purga de Sila. Nombres que antaño habían significado honor y servicio a la República, ahora aparecían clavados en los tableros del Foro, marcados para la aniquilación y la confiscación de sus bienes. La ciudad, otrora cuna de la libertad, se había convertido en su sepulcro, y el silencio de sus calles, en el gemido ahogado de la tiranía. Los pregoneros leían las listas con voces monótonas, mientras las familias se desintegraban bajo la guadaña de la avaricia y la política. La familia de Cayo Casio Longino estaba protegida por ser Junia Tercia, esposa de Casio, la hija de Servilia, protegida de dos de los triunviros por la fuerte vinculación que tuvo con Cayo Julio César. Marco Antonio y César Octavio sabían que a César no le hubiera gustado que la influyente Servilia Cepionis hubiera resultado dañada, pese a ser también la madre de Marco Junio Bruto, uno de los asesinos, y en el momento de fugarse a Oriente uno de los hombres más ricos de Roma con toda su fortuna repartida en diversos confines del Imperio, especialmente en Oriente donde los negocios resultaban más rentables por su más adelantado desarrollo. 



El temor no era solo a los sicarios, sino a la mirada del vecino, al murmullo en la taberna, a la lealtad dudosa de un liberto que, por un puñado de sestercios, podía comprar su propia libertad con la sangre de su patrón. Familias enteras dormían con un ojo abierto, las maletas preparadas para una huida que a menudo terminaba en la emboscada. Las proscripciones de los triunviros, fueron aún más terribles que las de Sila, y las confiscaciones servirían para surtir el erario público y el pago de nuevas legiones que deberían partir para doblegar a Casio, Bruto, Sexto Pompeyo, y los restos de lo que quedaban de la causa republicana que habían asesinado a Cayo Julio César. 



En una callejuela apartada del bullicioso Subura, el senador Quinto Valerio, un hombre menor, más conocido por sus colecciones de arte griego que por sus discursos en el Senado, se aferraba a su esposa y a sus dos hijos pequeños. Su nombre había aparecido en la sexta lista del día. Las manos le temblaban. "Tenemos que irnos, ahora", susurró, el pánico una garra en su garganta. Pero no hubo tiempo. Una figura se materializó de la oscuridad de una puerta, un hombre de hombros anchos y mirada astuta, su toga raída y grasienta. Era Dexo, un liberto a quien Quinto había manumitido hacía menos de un año. El oro prometido por la cabeza de un proscrito brillaba en los ojos de Dexo con la misma intensidad que el sol en una moneda recién acuñada. La lealtad, una reliquia en esos tiempos sombríos, no podía competir con el hambre ni con la avaricia.



"¡Ahí está, señores! ¡Quinto Valerio, el traidor!", vociferó Dexo, su voz estridente rompiendo la quietud de la noche. Los sicarios, hombres de semblante duro con las espadas desenvainadas, emergieron de las sombras. El grito ahogado de la esposa de Valerio fue la única respuesta a la traición. La familia patricia, atrapada, se disolvió en un lamento que se perdió entre el eco de los pasos de los verdugos. Roma era una ciudad de fantasmas, y cada susurro de miedo se convertía en una señal para el depredador.



Mientras tanto, en su villa de Túsculo, a las afueras de la urbe, el orador más grande de Roma, Marco Tulio Cicerón, se afanaba sobre un pergamino. Sus manos, que habían labrado discursos capaces de derribar conspiraciones y encumbrar cónsules, temblaban ahora con una mezcla de furia y una gélida desesperación. La luz de la lámpara parpadeaba, proyectando sombras danzantes que parecían bailar con la sombra de su propia muerte inminente. Pero de repente, una llama cálida, la de un recuerdo, disipó la oscuridad.



Sus ojos, cansados, se fijaron en un punto más allá del pergamino, en la terraza que daba al jardín. Allí, bajo el mismo laurel que ahora batía el viento otoñal, había visto a su amada hija, Tulia, hacía tan solo unos años. Recordó su risa melodiosa, el brillo de su cabello bajo el sol matutino mientras jugaba con una mariposa, la forma en que sus ojos se iluminaban al leer un pasaje de Virgilio. Tulia, la alegría de su vida, su consuelo tras cada batalla política, su ancla en el mar de la ambición. Su muerte, hacía poco más de un año, había sido una herida que nunca cerraría.



Una lágrima solitaria se deslizó por el rostro de Cicerón, el contraste entre la luz de ese recuerdo y la oscura realidad de su destino inminente era un veneno más cruel que el que Antonio le había prometido. No era solo la República lo que defendía en esas últimas líneas; era el mundo que Tulia había representado: un mundo de belleza, de intelecto, de decencia humana. Un mundo que los triunviros estaban ahogando en sangre y barbarie. No podía silenciar su pluma mientras Roma se ahogaba en su propia sangre. Cicerón se sentía más que nunca un guardián de una llama moribunda, y su voz, aunque silenciada en el Senado, resonaría en sus escritos. Su deber no era solo hacia Roma, sino hacia la memoria de una hija que había encarnado su esperanza en un futuro mejor.



Recordaba con una punzada el eco de sus propias palabras, resonando meses atrás en el Senado, el trueno de su voz contra Marco Antonio en la que sería una de sus últimas y más feroces Filípicas, una confrontación que había sellado su destino.



"¡Senadores!. ¡Ciudadanos de Roma!", había clamado Cicerón, su figura, aunque envejecida, irguiéndose con la fuerza de un roble milenario. "Recordad la dignidad de vuestros antepasados, el honor de vuestra sangre. ¿Os postraréis ante la bota de un hombre que ha manchado sus manos con el asesinato de sus conciudadanos?. Marco Antonio, este vago, este bebedor, este esbirro de César, ¡pretende usurpar el poder de Roma!. ¿Creéis que su sed de sangre se saciará con la nuestra?. ¡No!. Como un depredador insaciable, Antonio devorará vuestra libertad, vuestras tierras, vuestros hijos. ¿Acaso olvidáis a los valientes que cayeron en el quince de marzo?. ¿Acaso permitiremos que su sacrificio sea en vano?. ¡Yo os digo que no!. Prefiero morir mil veces antes que ver a Roma postrada, antes que ver a un nuevo tirano alzarse sobre las ruinas de nuestra República. ¡Marco Antonio no es un cónsul, es un enemigo público!. ¡Un verdugo de la libertad!. ¡Su nombre será maldito por generaciones!".



El eco de sus palabras, cargadas de veneno y verdad, flotó en el Senado. Muchos senadores se removían incómodos, algunos asintiendo con la cabeza, otros palideciendo ante la audacia. Fuera del Senado, la plebe, ajena a los vericuetos políticos, solo oía el eco de las promesas de pan y juegos, de tierras arrebatadas a los ricos para el pueblo. Antonio era su voz, el hombre de la calle, no el orador de elite que era Cicerón.



Marco Antonio se había levantado de su asiento, su rostro ya rubicundo por el vino y la ira, sus ojos inyectados en sangre que habían contemplado la masacre de Farsalia y el asesinato de César, ahora brillaban con una rabia descontrolada. La vena en su sien palpitaba como un tambor de guerra.



"¡Basta, Cicerón!", había rugido Antonio, su voz ronca eclipsando los murmullos de la sala. No con la furia de un toro, sino con la calma peligrosa de un león, Antonio paseó la mirada por los senadores. "El viejo Cicerón habla de sangre", comenzó, su voz grave resonando en el mármol, buscando a los centuriones que flanqueaban la entrada. "¡Él, que sin juicio nos entregó a los ciudadanos en las Catilinarias!. Habla de libertad, cuando su única libertad es la de su lengua venenosa. Dice que soy un borracho. ¡Es cierto!. Bebo con mis hombres, con los legionarios que os han dado este imperio mientras vosotros escribíais versos en vuestras villas. Dice que frecuento prostitutas, ¿pero él qué frecuenta, con esa esposa tan fea y repelente que tiene y con la que solo se casó por dinero: Terencia?. Dice que soy un esbirro de César. ¡Fui su mano derecha, y lo digo con más orgullo del que vosotros sentiréis jamás por vuestras estirpes apolilladas!. ¿Me llamáis enemigo público?. ¡Vosotros, que apuñalasteis al padre de la patria, al hombre que os perdonó, os encumbró y al que traicionasteis!. ¡Por los dioses, te juro que pagarás por cada palabra, por cada infamia que has vomitado sobre mí y sobre la memoria de César!. Tus discursos son tus últimas palabras, ¡viejo decrépito!. Y te aseguro que tus manos, esas que empuñan la pluma para sembrar la muerte, ¡serán exhibidas en el mismo lugar donde un día te atreviste a desafiarme!".



La amenaza de Antonio, cargada de una ira visceral, había helado la sangre de los presentes. Cicerón, impasible, había mantenido la mirada, su dignidad inquebrantable. Ambos hombres, titanes de la palabra y la acción, habían sellado su destino.



"A Cayo Casio Longino, gobernador de Siria, saludos", comenzó, su pluma danzando con febril urgencia. "Roma se consume, Casio. Los triunviros, ebrios de poder, han impuesto un yugo más pesado que el de Sila. Marco Antonio, un bruto sin escrúpulos; César Octavio, un joven con la frialdad de un viejo y la ambición de un dios; y Lépido, un oportunista que se adhiere al poder como la hiedra, han desatado una nueva ola de proscripciones. Las cabezas de los senadores más nobles cuelgan del podio de oradores en el Foro, y sus fortunas, incautadas, engordan las arcas de estos tiranos. Ayer mismo, el venerable Lucio Minucio Basilo, un hombre de la más alta cuna, fue arrastrado por la Vía Sacra, suplicando en vano por su vida. Su esposa, una mujer de virtud inmaculada, fue obligada a presenciar su ejecución. ¡Es la barbarie!. ¡La anarquía disfrazada de orden!".



Cicerón detallaba la desesperada situación financiera de los triunviros, obligados a aumentar los impuestos de manera draconiana para sostener la guerra civil que ellos mismos habían encendido. "Los ciudadanos gimen bajo el peso de nuevas exacciones. Impuestos sobre herencias, sobre la liberación de esclavos, sobre cada bocado de pan. Se rumorea que incluso las propiedades de los dioses en los templos serán tasadas. La gente común, antes sosegada, empieza a murmurar, pero el miedo es un verdugo más eficaz que la espada. Además, Sexto Pompeyo, ese pirata desvergonzado, ha bloqueado el suministro de grano en Sicilia. Italia sufre una hambruna incipiente, y César Octavio, desesperado, exprime cada provincia a su alcance, lo que justifica, Casio, vuestras propias y dolorosas extorsiones en Oriente. No hay otra vía para la supervivencia.



Adjunta a su carta, una lista de nombres, garabateados con trazos rápidos y audaces, se desplegaba como una mortaja. "Aquí tienes, Casio, la lista de los proscritos más destacados, aquellos a los que han despojado de sus vidas y sus bienes, y a quienes prometen borrar de la memoria de Roma. Los que aún tienen el coraje de resistir, aquellos que aún creen en la República, te miran a ti y a Bruto. Sois nuestra última luz en esta noche de tinieblas. Que los dioses inmortales guíen vuestras legiones. Roma confía en vosotros. No solo vengad mi muerte, que es inminente, sino que salvad la idea misma de Roma, la libertad por la que siempre hemos luchado."



Cicerón selló la carta con su anillo y la entregó a un esclavo de confianza, Ciro, con la orden de no detenerse por nada. Ciro, aunque temblaba de miedo por su propia vida, asintió, su lealtad al viejo orador más fuerte que el terror a los sicarios. Sabía que cada línea era un paso más hacia el patíbulo para su amo, y quizás para él mismo, pero también la última esperanza de un mundo que se desvanecía. Su destino estaba sellado, pero su voz, a través de Casio, aún podría resonar en la llanura de Filipos.



Poco después, la mano de Antonio y César Octavio se abatió sobre él. Capturado mientras intentaba huir, Cicerón se enfrentó a sus verdugos con una dignidad estoica. Su cabeza y sus manos, las mismas que habían forjado sus potentes discursos, fueron brutalmente cercenadas y clavadas en la tribuna del Foro Romano, un macabro trofeo que helaría la sangre de cualquier orador. La venganza de Antonio fue total. Sobre la cabeza del orador, Antonio hizo clavar un trozo de papiro: "Para el orador de Roma. Que tu elocuencia ahora convenza a los cuervos. - Marco Antonio-."



En un Senado silente y atemorizado, donde el eco del macabro trofeo de Cicerón aún resonaba en el aire, César Octavio se erguía ante los Padres Conscriptos. Apenas veinte años, frágil y a menudo aquejado de fiebres que lo dejaban pálido y sudoroso, su voz era, sin embargo, un arma tan afilada como cualquier gladius. No había la exuberancia de Antonio en él, ni su furia desbordada. Solo una fría, implacable determinación.



César Octavio, al ver la cabeza de Cicerón, no sintió triunfo vulgar. Su mente, fría como el mármol, solo registró una ecuación resuelta: un obstáculo menos, un escalón más hacia la cúspide. La sangre era el precio del poder, y él no temía pagarlo, ni exigirlo. La imagen era un recordatorio constante de que, incluso para un César, la cautela y la implacabilidad eran las únicas garantías de supervivencia. Pensó en los riesgos que él mismo corría, en cómo su propio destino podría haberse reflejado en esa tribuna si no hubiera actuado con tal calculada frialdad. ¿Si su tío abuelo, en vez de ser clemente con sus enemigos, hubiera hecho como Lucio Cornelio Sila de matarlos a todos, apropiándose de todos sus bienes, no hubiera sido asesinado?. Difícil respuesta, porque la diosa Fortuna es caprichosa, y favorece o desfavorece a quien quiere, aunque tenga cierto amor por los audaces, excelentes, trabajadores, y disciplinados. 



"Padres Conscriptos," comenzó César Octavio, su tono bajo y sereno, sin el menor atisbo de emoción, pero su mirada de acero recorrió cada rostro, asegurándose de que nadie desviara la vista. "No me presento ante vosotros como un general sediento de gloria, ni como un político ávido de poder. Me presento como un hijo. Un hijo cuyo padre fue asesinado en este mismo edificio. Un padre que ahora es un dios, y cuya herencia no son solo sus bienes, sino la paz y la estabilidad de Roma. Me habláis de la República. ¿Qué República?. ¿La de las dagas ocultas y los rencores personales?. ¿La que permite que sus provincias más ricas sean saqueadas por los mismos hombres que hundieron a Roma en el caos?. Bruto y Casio hablan de Libertad. Pero su Libertad ha traído proscripciones, guerra y hambre. Han desatado la anarquía en el Este, armando a los mismos Partos que masacraron a Craso. No busco venganza. Busco Justicia. Justicia para mi Padre, y Justicia para Roma. Marco Antonio y yo marchamos no para destruir, sino para restaurar. Para devolveros el grano a nuestros mercados, la seguridad a nuestras calles y el honor a nuestro nombre. Pido que nos concedáis la autoridad para terminar esta guerra. Para que el sacrificio del divino Julio no haya sido en vano y para que la paz pueda por fin reinar sobre un mundo unificado."

Su discurso, una obra maestra de la manipulación política, estaba desprovisto de pasiones, pero cargado de un poder calculador. Convenció. O al menos, nadie se atrevió a contradecirlo.


LA SOMBRA DEL TRIUNVIRATO

Mientras Bruto y Casio consolidaban sus fuerzas en Macedonia, en el campamento de los triunviros, la atmósfera era diferente, una amalgama de testosterona, vino y crueldad. Marco Antonio, un gigante con el rostro enrojecido por el vino y la exposición al sol, daba órdenes a sus legados con una voz que era un trueno. Su tienda de mando, vasta y decorada con el botín de sus últimas victorias, olía a carne asada, vino fuerte y el sudor rancio del legionario. Los mapas cubrían una mesa tosca, pero la estrategia de Antonio era simple: aplastar al enemigo con una fuerza bruta, con la lealtad incondicional de sus veteranos. No había lugar para la duda en su mente. "César fue traicionado por idealistas", rugía, golpeando la mesa con el puño. "Nosotros no cometeremos el mismo error. Solo hay una ley en la guerra: la victoria. Y la victoria se compra con sangre, no con discursos ni con moralinas."



Una noche, después de vaciar varias copas de vino de Falerno, el mejor disponible, Antonio observaba las estrellas desde la entrada de su tienda. Un suspiro pesado se le escapó, un raro atisbo de melancolía que rara vez permitía aflorar. Sus hombres dormían, sus ronquidos la única melodía en el vasto campamento. Pensó en Cleopatra, en el calor del Nilo, en la promesa de un imperio que iba más allá de las llanuras polvorientas de Macedonia. "Tanta sangre, tanto oro," murmuró para sí. "¿Y para qué, al final?. ¿Para que los nombres de los traidores sean olvidados y el nuestro dure una generación más?". La gloria era efímera, la lealtad de los hombres, un contrato con fecha de caducidad. Solo la victoria total podía garantizar un lugar en los anales.



A su lado, César Octavio, el joven heredero de César, observaba con una intensidad helada. Apenas veinte años, frágil y a menudo aquejado de fiebres que lo dejaban pálido y sudoroso, su mente era, sin embargo, un arma tan afilada como cualquier gladius. No había la exuberancia de Antonio en él, ni su furia desbordada. Solo una fría, implacable determinación. Antonio podía ser el brazo ejecutor, pero César Octavio era la mente que trazaba el camino, la araña paciente que tejía la red, pues desde niño había leído mucho a los clásicos y era un insaciable devorador de libros que retenía en su cerebro todo cuanto leía y lo reflexionaba. Miraba a Antonio con una mezcla de respeto por su capacidad militar y un sutil desdén por su falta de contención. Este borracho será útil por ahora, pensaba César Octavio, pero su tiempo también pasará. El fantasma de César era, para él, menos una figura a vengar y más un manto de legitimidad, una herramienta para forjar su propio destino. Las proscripciones en Roma no le habían costado un solo pestañeo. Eran una necesidad, un sacrificio para asegurar el poder.



Una mañana, el campamento se vio envuelto en un silencio tenso mientras el augur principal de Antonio, un hombre viejo y de manos temblorosas, realizaba el rito sagrado. Con un gesto solemne, clavó el cuchillo ritual en el vientre de un cordero recién sacrificado. El olor a sangre y entrañas llenó el aire. Los ojos de todos estaban fijos en el augur mientras examinaba el hígado, el órgano más revelador. La expresión del viejo sacerdote se tornó grave. "Los signos... los signos son ambiguos, general Marco," anunció, su voz apenas un susurro. "El hígado presenta lóbulos saludables, sí, pero también líneas intrincadas, nudos que presagian... grandes pérdidas. La victoria es posible, pero el precio será inmenso. Los dioses demandan sangre, y la fortuna, una ofrenda terrible."



Antonio, que había estado bebiendo vino especiado desde el alba, soltó una carcajada ronca que rompió el solemne silencio. "¡Tonterías de viejas!. ¡Grandes pérdidas!. ¡La única pérdida que me importa es la de mis enemigos!. ¿Acaso los dioses luchan por nosotros, anciano?. ¡La única voluntad que importa aquí es la de mis legiones, la de estos hombres curtidos en mil batallas!. ¡Sus espadas y sus escudos son mis únicos augurios!". Desenvainó su gladius con un silbido, y la hoja brilló, fría y mortal.



César Octavio, presente en el veredicto del augur, aunque pálido y febril por una recaída de su salud, no se inmutó. Su mirada gélida se clavó en Antonio. Su voz, baja y controlada, cortó el aire como el filo de una navaja de obsidiana. "Marco, la arrogancia y el desprecio por los presagios no te hacen más fuerte. Solo te hacen ciego. Fue precisamente la ceguera de Craso, su desprecio por las advertencias divinas y su fe ciega en el número de sus legiones, lo que llevó a su masacre en Carras. Recuerda eso. Los dioses tienen sus caminos, y la historia, sus lecciones. No desprecies ninguna de ellas." La mención de Carras, una humillación romana reciente y sangrienta, hizo que un músculo se tensara en la mandíbula de Antonio. Su rostro se oscureció, y sus ojos, aún inyectados en sangre, brillaron con recelo hacia el muchacho que, con solo veinte años, ya tejía telarañas de poder con cada palabra.



La tensión entre ellos era palpable, un choque de voluntades entre el león impetuoso y la araña calculadora. Lépido, el tercer triunviro, intentó mediar, con la voz suave y temblorosa. "Hermanos, la unidad es nuestra fuerza. Los dioses nos guiarán si actuamos en concierto." Pero su intervención fue tan ineficaz como un soplo en una tempestad. Se movía como una sombra entre Antonio y César Octavio, un temor frío en el estómago. No era la ambición lo que lo movía, sino la supervivencia. Ser el tercer hombre en un triunvirato era como estar en el filo de una navaja; un paso en falso y serías el primero en caer. Se aferraba al poder como un náufrago a un trozo de madera, esperando que la tormenta pasara, consciente de que su única función era ser un apéndice en un pacto forjado en sangre y ambición.



La sombra de César se proyectaba sobre todos ellos, impulsándolos hacia el inminente clímax en Filipos.



EL CAMINO A FILIPOS: UN RÍO DE HIERRO

La legión era un río de hierro y sudor que fluía por el corazón de Tracia. Diez hombres en fondo, cien en fondo, en columnas extremadamente densas y largas. El sol rebotaba en los cascos de tipo Montefortino y en el acero de los gladios que colgaban del lado derecho. El polvo, levantado por cincuenta mil sandalias con clavos, se pegaba a la piel y a la garganta, una sed perpetua que solo el posca agrio podía mitigar, nunca saciar. El ritmo constante de miles de caligae sobre la Vía Egnatia, el chirrido de las ruedas de los carros de la impedimenta, el sonido metálico de los pila chocando, las órdenes en latín de los centuriones, todo formaba una sinfonía monótona y agotadora. El hedor a sudor rancio, cuero curtido, aceite para limpiar las armas y el humo de las hogueras del campamento se adhería a todo, una fragancia constante del ejército en movimiento. La Vía Egnatia, la vieja espina dorsal del imperio, ahora se convertía en el sendero hacia el cadalso, o hacia la libertad. Cada piedra, cada surco, guardaba el eco de innumerables marchas, pero ninguna tan cargada de destino como esta.



Entre la masa de hombres, el legionario Lucio, un veterano con las cicatrices de las campañas de Partia aún frescas en su memoria y un torques parto robado colgado al cuello, arrastraba sus botas polvorientas. Su mayor temor no era la muerte, sino no regresar a su pequeña granja en los Apeninos, donde su esposa, Marcia, esperaba su vuelta. Cada paso era una oración silenciosa para ver de nuevo el humo de su chimenea. "Libertad", musitó con un cinismo que apenas oía él mismo. Había visto suficiente Oriente para saber que la "libertad" de Roma se construía sobre el oro arrancado a las espaldas de otros. Habían saqueado templos, vendido hombres, y ahora, marchaban a luchar contra otros romanos que también prometían "libertad" a sus veteranos. La ironía era un sabor amargo en su boca, más áspero que el posca. Pero bajo Casio, el general, había prosperado. El botín de Tarso y Laodicea había engordado su propia bolsa, y la disciplina férrea del antiguo Pretor le inspiraba una lealtad que iba más allá de ideales abstractos. Casio era un superviviente, y Lucio se veía reflejado en él. Aun así, el miedo a enfrentarse a los curtidos veteranos de César, hombres que habían conquistado las Galias y Farsalia, le roía el estómago como una rata hambrienta.



Atrás, la impedimenta gemía bajo el peso de las tiendas de cuero, los molinos de mano para el grano, las piezas de artillería desmontadas. Los tela (ingenieros) avanzaban abriendo camino, reparando un puente desvencijado o allanando un sendero rocoso, mientras los intendentes distribuían raciones de grano duro y tocino. Cada contubernio de ocho hombres tenía una mula, un animal testarudo pero vital para transportar sus pertenencias. Un centurión, un veterano de Carras con el rostro como un mapa de cicatrices, pasó junto a una fila. Su vara de vid (vitis) se movió como un relámpago, golpeando la espalda de un legionario que había aflojado el paso. "¡Mantén la línea, perro!", ladró, ". ¿Crees que Antonio espera a que descanses?". El hombre apretó los dientes y siguió adelante. Incluso en marcha, la disciplina no se relajaba; los simulacros de combate se sucedían para mantenerlos alerta.



Cada noche, la legión, esta ciudad en movimiento, se detenía para construir su campamento con una precisión metódica. Un foso de seis pies de profundidad, una empalizada de madera afilada, torres improvisadas. Los legionarios, después de una jornada extenuante, jugaban a los dados con monedas robadas o escribían cartas febriles a sus familias. Las lixae (prostitutas y comerciantes) que seguían al ejército montaban sus tenderetes, y los auxiliares –arqueros cretenses, honderos baleares, caballería gala o tracia– acampaban fuera del recinto principal, con sus propias costumbres y lenguas. El oro acumulado por Casio en Oriente, el precio de tanta sangre y extorsión, fluía en cada ración, en cada arma, en cada paga, impulsando esta formidable máquina de guerra.



Fue en una de esas noches, con el viento susurrando historias de tierras lejanas, mientras Lucio estaba de guardia en la empalizada occidental. La luna, alta en el cielo, comenzó a oscurecerse. No era la sombra de una nube, sino una mordedura invisible que la consumía desde un lado. El aire se enfrió. Poco a poco, la luz plateada se tiñó de un inquietante color rojizo, como si la sangre de miles de sacrificios la hubiera salpicado. Un murmullo recorrió el campamento. Los soldados, hombres curtidos en batalla que no temían a la muerte, se persignaban, murmuraban plegarias a Marte o a Mitra. "Un mal presagio", dijo un compañero de guardia, su voz apenas un susurro. "Los dioses están furiosos." El eclipse lunar parcial, un espectáculo de la naturaleza, se transformó en la mente colectiva en un augurio ominoso, un sello de fatalidad. El cielo mismo parecía advertirles de la masacre que se avecinaba.



Apenas se había disipado la sombra rojiza de la luna, cuando un jinete solitario, empapado en sudor y cubierto de polvo, llegó al campamento de Casio. Portaba consigo la marca de la urgencia y una carta sellada con el anillo de Cicerón. La noticia, susurrada entre los altos mandos antes de alcanzar a las tropas, golpeó como un mazazo. El mensajero, un joven de la escolta de Cicerón, tenía los ojos desorbitados por el horror. Su voz era un hilo, apenas audible, rota por la fatiga y el pánico. "Las vi, Casio, las vi con mis propios ojos... colgadas en el Rostra. La gente miraba, pero nadie se atrevía a llorar. Antonio... Antonio se regocijaba. Clavó un papiro en su frente: 'Para el orador de Roma...'".



Marco Tulio Cicerón, la voz de la República, había sido asesinado. Su cabeza y sus manos, exhibidas en el Foro Romano. Lucio escuchó los rumores mientras se cambiaba el turno de guardia, su piel de gallina. El color de la luna, el presagio celestial, ahora se conectaba de forma ineludible con esta oscura realidad. La República, por la que supuestamente luchaban, devoraba a sus propios hijos más grandes. El fatalismo se asentó en su corazón. "Aquí no hay dioses, solo hombres y su sed de sangre", murmuró. La noticia, en lugar de amilanarlo, endureció su determinación. No lucharía por la libertad, sino por la supervivencia. Por el botín. Y por Casio, el único general que parecía entender la verdadera naturaleza de esta guerra, y del que muchos decían que incluso era muchísimo más marcial que el propio Cayo Julio César, siendo bastante más joven que el dictador asesinado. La moral de los líderes se tiñó de una rabia gélida, una furia impotente que ahora tenía un rostro y un nombre. Este no era solo un enemigo político; era una afrenta personal.



Finalmente, en la distancia, las murallas de tierra y madera, las torres improvisadas y el humo de miles de hogueras de un campamento masivo comenzaron a perfilarse contra el cielo de la mañana. Eran las legiones de Marco Junio Bruto. La marcha de Casio se ralentizó, no por vacilación, sino por un cálculo meticuloso. Sus centuriones, curtidos por las campañas de Oriente, notaron la tensión en su rostro anguloso, más aguzado si cabe por la luz del amanecer.



Cuando las primeras cohortes de Casio se aproximaron, el campamento de Bruto pareció despertar con una mezcla de curiosidad y cautela. Un destacamento de la Legio IV Macedonica, con sus armaduras pulcras y sus estandartes reluciendo bajo el sol, se alineó para recibirlos. Entre ellos, Casio distinguió la figura de Marco Junio Bruto, más joven que él, con un rostro que, a pesar de las cicatrices de la guerra civil, conservaba una cierta nobleza, casi una pureza que Casio, con los años y las batallas, sentía haber perdido. Bruto vestía una toga blanca inmaculada sobre una túnica sencilla, contrastando con la armadura de campaña que Casio aún llevaba, cubierta por una capa militar.



El saludo fue formal, frío y lleno de la pompa que la situación requería, pero el aire estaba cargado con la urgencia y la rabia por los eventos de Roma. "Casio", dijo Bruto, extendiendo la mano, su voz resonando con una dignidad estudiada. "Bienvenido. Tu llegada es un faro de esperanza para la República."



Bruto, al oír la noticia de Cicerón, permaneció inmóvil. Su rostro, generalmente sereno, se contrajo en una mueca de dolor apenas perceptible. Era como si el último vestigio de la vieja República hubiera sido arrancado de cuajo. "Han silenciado la voz de Roma", murmuró, con una voz cargada de una ira fría y peligrosa que rara vez dejaba entrever. "Ahora, solo el acero hablará por ella. El precio de esta libertad será la sangre de los mejores. Que su sacrificio nos guíe."



"Bruto", respondió Casio, su voz áspera como la grava. "La esperanza, ahora, es una palabra vacía. Roma gime bajo la bota de los triunviros. Cicerón ha caído, su cabeza exhibida en el Foro. Sus palabras finales, enviadas a mí, son un eco de la barbarie que hemos jurado erradicar. La venganza por Roma es ahora una obligación, no una elección. El honor sea para quien nos conduzca a la victoria. La esperanza, un lujo que el oro de Oriente apenas puede comprar, y que ya no podemos permitirnos."



Se retiraron a la tienda de mando de Bruto, una estructura sorprendentemente espaciosa y ordenada, decorada con mapas y pergaminos, pero desprovista de las pocas comodidades que Casio se había permitido en Tarso. El aire estaba cargado, no solo con el olor a pergamino y aceite de lámpara, sino con la tensión latente entre dos hombres unidos por una causa, pero separados por un abismo de temperamento y método.



Fue en ese momento, cuando el peso del deber y la lejanía se hicieron más patentes, que Casio, con la voz apenas un susurro que traicionaba una profunda inquietud, preguntó: "Y tu madre, Servilia, ¿cómo está soportando este caos en Roma?. Es una mujer fuerte, sí, pero la crueldad de estos tiempos y el dolor por la pérdida de César, su antiguo amante… me preocupa su ánimo bajo esa tiranía". Bruto, aunque su rostro se mantuvo sereno, un tic nervioso en su mandíbula delató la tensión. "Mi madre, Casio, es una roca forjada en la adversidad. Su espíritu es más férreo que el acero de nuestras espadas, y su voluntad, un faro en la oscuridad de Roma. Permanece en nuestra casa, rodeada por los pocos sirvientes leales que no han desertado. Por fortuna, seguimos recibiendo, con inmensas precauciones y a través de redes de antiguos esclavos y mercaderes que confían en ella, correspondencia de amigos que aún arriesgan sus vidas por la República. Y sí, a través de sus misivas, he tenido noticias de Junia Tercia, tu esposa". Bruto hizo una pausa, sus ojos buscando los de Casio con una mezcla de respeto y compasión inusual en él. "Está a salvo, Casio. Permanece discreta, viviendo bajo la atenta vigilancia de mi hermana, Junia Secunda, quien la protege con la ferocidad de una loba, que ya sabrás que está casada con Marco Emilio Lépido, que forma parte del triunvirato, aunque tanto Marco Antonio como César Octavio lo tienen muy dejado de lado en el gobierno. Y claro, por lo que mi madre me comenta, tanto César Octavio como Marco Antonio todavía la respetan, por lo que ella significó para Cayo Julio César. Imagina el horror para ella: tu nombre, el mío, en las listas de proscritos, aunque ella se haya salvado. Su entereza es asombrosa, digna de su linaje. Espera noticias de ti, Casio, con una paciencia que solo el amor verdadero puede forjar. Su corazón, me ha dicho mi madre, late con la esperanza de verte regresar victorioso. Es una espera amarga, un tormento silencioso en el corazón de la propia Roma". Las palabras de Bruto, cargadas de la verdad del sufrimiento lejano, resonaron en la tienda, añadiendo una capa más de dolor a la ya pesada carga de Casio.



"He oído hablar de tus métodos en Asia, Casio," comenzó Bruto, su tono sereno, casi académico. "Las proscripciones en Tarso, la venta de ciudadanos… ¿Es esta la libertad por la que luchamos?. ¿La República se construye sobre el llanto de los inocentes?. ¿Es esta la justicia que Cicerón nos rogó que defendiéramos?"



Casio se reclinó en su silla de campaña, sus ojos oscuros fijos en Bruto. "La República, Marco, no se alimenta de ideales, sino de oro. ¿O acaso los fantasmas de Cicerón pagarán a nuestras legiones?. Tus hombres comen, ¿no?. Tus armas brillan. Eso se paga con sangre, Bruto, o con la nuestra o con la de otros. 'Pecunia nervus belli', el dinero es el nervio de la guerra. Es una frase que Pompeyo, a quien ambos servimos, conocía bien. ¿Acaso crees que los soldados de Antonio lucharán por el 'honor de la República'?. Lucharán por el saqueo y las tierras que les prometen. Nosotros necesitamos pagar más para que no deserten, para que se mantengan firmes cuando llegue el momento de la verdad."



Bruto palideció, su boca se tensó. "Siempre fuiste más pragmático que yo, Casio. Pero hay una línea que no deberíamos cruzar. ¿En qué nos diferenciaremos de Sila, o de Antonio, si actuamos con la misma brutalidad?"



"En que nosotros ganaremos, Bruto", replicó Casio con una sonrisa amarga. "Y si ganamos, la historia nos absolverá. Si perdemos, la historia no existirá para nosotros. Tú crees que el honor ganará batallas. Yo sé que el oro compra lealtad y el acero, victorias. No tengo la virtud de ignorar la necesidad. El clamor de Cicerón en su última carta no era por la piedad, Bruto, sino por la victoria. Y la victoria, en esta guerra, se compra al precio que sea."



Casio observó a Bruto, a su amigo, a su cuñado. Veía en él la nobleza de espíritu, la pureza de intención que él, Casio, había sacrificado hacía mucho tiempo en el altar de la supervivencia. Bruto es un soñador, pensó Casio, un hombre de principios en un mundo sin ellos. Él lucha por lo que Roma debería ser; yo lucho por lo que Roma es, para moldearla a martillazos. La duda fugaz de si la alianza con Bruto, con su idealismo, sería un lastre, se disipó rápidamente. Casio sabía que necesitaba la legitimidad que Bruto le confería, y Bruto necesitaba la implacable eficacia de Casio. Era una unión de opuestos, forjada por la desesperación y la noticia fresca de la barbarie en Roma.



Discutieron las posiciones en Filipos. Bruto, el estratega cauteloso, prefería una posición defensiva más al norte, aprovechando las colinas. Casio, siempre más agresivo, quería el sur, una posición que le permitía flanquear si la oportunidad surgía, pero que implicaba un riesgo mayor. La tensión en la tienda era palpable, un choque de voluntades donde la Vía Egnatia, que dividía sus futuros campamentos, se convertía en una cicatriz geográfica de sus diferencias tácticas. Finalmente, se llegó a un acuerdo, una solución de compromiso que satisfacía a ninguno de los dos por completo, pero que permitía avanzar. Casio, al salir de la tienda, no pudo evitar una punzada de ironía: ¿podrían dos hombres tan distintos, con métodos tan opuestos, realmente salvar una República que ellos mismos estaban redefiniendo con cada decisión, con cada vida sacrificada, con cada ideal traicionado?.




FILIPOS: EL ÚLTIMO ACTO DE LA REPÚBLICA

Una paz engañosa se cernía sobre la llanura de Filipos. El sol se alzaba, tiñendo de oro las colinas, y el único sonido audible era el canto matutino de los pájaros, ajenos al destino que se forjaba bajo ellos. Pero bajo esa quietud, una tensión palpable vibraba en el aire, como la cuerda de un arco a punto de ser soltada. De repente, un martillo golpeó el metal en el campamento de Bruto, luego otro, y la sinfonía de la guerra comenzó, una cacofonía que rápidamente se extendió por el vasto valle.



Los campamentos republicanos se alzaban en dos alturas estratégicas, el de Bruto más al norte y el de Casio al sur, separados por el camino principal, la Vía Egnatia, que discurría entre ellos como una cicatriz. Las fortificaciones, impresionantes con sus fosos de seis pies de profundidad y empalizadas de madera afilada, ofrecían una posición defensiva formidable. El aire vibraba con el rumor constante de miles de hombres: el tintineo de los martillos que remachaban las armaduras, el silbido de las afiladeras sobre el metal, el canto grave de los legionarios en sus horas de descanso, mezclado con el hedor acre del sudor, la grasa, el estiércol de caballo y el humo de las hogueras. Era el sonido de la guerra a punto de estallar.



Algunos legionarios se removían en sus mantas, atormentados por pesadillas de campos rojos y gritos moribundos, un eco de masacres pasadas y futuras. Otros aferraban pequeños amuletos, un trozo de cabello de su esposa, una moneda desgastada de un botín lejano, una plegaria silenciosa a Júpiter antes del amanecer. La esperanza se mezclaba con el fatalismo, un cóctel explosivo en la mente de cada soldado.



Las legiones republicanas, compuestas por veteranos curtidos en las campañas de Asia y los reclutas de las provincias orientales, sumaban un poder considerable. Sus filas, armadas con los gladius y los grandes scuta reglamentarios, esperaban la llegada de sus adversarios. La caballería, una mezcla de jinetes romanos y contingentes orientales (los ágiles arqueros nabateos, los contundentes jinetes gálatas), se preparaba para los flancos, sus caballos inquietos en sus amarras. Los centuriones, con sus vitis en ristre, recorrían las filas, ajustando la formación, inspeccionando el equipo, lanzando alguna broma gruesa para aliviar la tensión o un castigo rápido para disuadir la holgazanería. El miedo era una capa invisible sobre todos, pero también una extraña camaradería, el lazo que une a los hombres que saben que pronto se enfrentarán a la muerte juntos. Algunos soldados jugaban a los dados, otros escribían cartas intensas con gran sentimiento a sus familias, pocos hablaban de la batalla, pero todos la sentían en cada fibra de su ser.



Las horas se arrastraban, cada minuto una eternidad suspendida entre el sol naciente y el abismo. El aire, denso y cargado de expectación, parecía contener la respiración. Los primeros rayos del sol se arrastraban lentamente por la llanura, como si el propio Helios dudara en iluminar el horror que se avecinaba.



Mientras tanto, los primeros informes de los exploradores confirmaban el avance del Triunvirato. Marco Antonio, al mando de las legiones más experimentadas, avanzaba a toda velocidad, ansioso por un enfrentamiento. César Octavio, todavía convaleciente y más cauteloso, le seguía de cerca. La atmósfera en los campamentos republicanos era una mezcla de tensión y determinación. Los sueños de libertad de Cicerón, las riquezas extorsionadas de Oriente y el abrazo de Esmirna que hace tiempo habían elegido como base de encuentro y operaciones culminarían en este campo de batalla. Filipos no sería solo un choque de ejércitos, sino una prueba de fuego para el destino de Roma. El viento, que mecía los estandartes de las legiones, parecía susurrar el nombre de César, el fantasma que los había llevado hasta allí.



En la quietud de su tienda, bajo la parpadeante luz de una lámpara de bronce, Casio examinaba un mapa extendido sobre una tosca mesa. Sus dedos recorrían las líneas de Filipos, las colinas, los cursos de los ríos. Podía oír el lejano aullido de un perro en el campamento, el susurro del viento a través de la tela, y el latido insistente de su propio corazón. Las imágenes de Tarso regresaron a él con una viveza brutal: el grito desgarrador de Mirine, el rostro demacrado de Aristón, el hedor del mercado de esclavos, el brillo sacrílego del oro robado de los templos. Y la voz de Cicerón, silenciada para siempre, resonaba en su cabeza.



El agotamiento lo arrastró a un duermevela. Sus párpados se cerraron apenas un instante, y fue suficiente. Una figura se materializó frente a él, gigantesca, una sombra informe que parecía absorber la poca luz de la tienda. Era alta, su silueta distorsionada y ominosa. El corazón de Casio, curtido por mil batallas y el horror de la política, sintió un escalofrío que no era de frío. Con su estoicismo característico, la voz apenas un murmullo que desafiaba a la oscuridad, preguntó: "¿Quién eres?". La sombra respondió con una voz grave, un sonido que parecía resonar desde las profundidades de la tierra misma: "Soy tu mal genio, Casio. Nos veremos en Filipos." La aparición se desvaneció tan rápido como había llegado, dejando a Casio helado, el sudor frío perlaba su frente.



No era un sueño. La imagen, la voz, la certeza helada de la amenaza, se grabaron en su mente. Era su daimon personal, su genio del mal, el lado oscuro de su pragmatismo implacable que ahora cobraba forma. Le obligaba a confrontar los demonios que había mantenido a raya con la lógica y la ambición.



"He vendido a hombres libres para salvar a Roma", murmuró Casio al aire, su pluma aún en la mano, sin escribir. "¿Es esto la libertad que juré defender, o la tiranía que juré destruir?". La contradicción lo carcomía, pero no le ofrecía un camino de regreso. Su mente, afilada como una espada corta romana, pesaba cada decisión. La República, según él, era un ideal que valía cualquier sacrificio. ¿Pero a qué precio?. ¿Qué parte de sí mismo quedaría intacta?. Recordaba Carras, donde la derrota había sembrado la semilla de su implacable pragmatismo, y Farsalia, donde la "clemencia" de César lo había humillado y marcado para siempre.



Con dedos temblorosos, Casio desdobló el fragmento de la última carta de Cicerón que llevaba consigo. Sus ojos recorrieron las líneas, buscando no una justificación, sino una última conexión con la causa por la que había sacrificado su propia alma. "Los que aún tienen el coraje de resistir, aquellos que aún creen en la República, te miran a ti y a Bruto. Sois nuestra última luz en esta noche de tinieblas." Una luz que él mismo había ayudado a apagar con sus métodos. La ambigüedad era un tormento.



Cerró los ojos por un instante. No era Craso, cuyo oro le cegó. No era Pompeyo, cuya indecisión le costó todo. Él, Casio, ganaría. No por gloria, no por virtud, sino por la convicción fría y brutal de que debía hacerlo. Su alma, pensaba, ya estaba manchada. Ya había pagado el precio. El amanecer traería no solo la batalla, sino la absolución o el juicio final. Miró de nuevo el mapa, sus ojos oscuros como pozos sin fondo. Los nombres en el pergamino de Cicerón, las fortunas confiscadas, las vidas destrozadas en Oriente… todo convergería en Filipos. Y Casio, el lobo, estaba listo para la caza.



Lentamente, con una resolución fría y sombría que ya no albergaba ni una pizca de esperanza, enfundó su espada. El sonido del acero al deslizarse en la vaina fue un eco final en la tienda silenciosa. La República, pensó Casio, era un Fénix que renacería de las cenizas, sí, pero con garras de águila y un pico de hierro, forjado por manos tan despiadadas como las de los Césares. Él era la herramienta de esa forja. Y si el precio era su propia alma, bien, ya estaba pagado. La verdadera libertad, quizá, era una quimera que siempre eludía a los hombres, solo dejando tras de sí un rastro de cenizas y el eco de promesas rotas. El destino, sea cual fuera, ya había sido aceptado.



CAPÍTULO 12: FILIPOS: EL CHOQUE DE LOS TITANES Y EL CREPÚSCULO DE LA REPÚBLICA

LA AURORA DE LA BATALLA: UN PRESAGIO SILENCIOSO

En la llanura de Filipos, el sol naciente refulgía sobre las águilas de las legiones de ambos ejércitos. Bajo ellas, en los estandartes alzados, las mismas cuatro letras doradas: SPQR. Una cruel ironía que gritaba al viento la verdad de aquella contienda: una guerra de romanos contra romanos, cada bando convencido de ser el único guardián legítimo del alma de la República.



El otoño del año 42 a.C. amaneció sobre las vastas llanuras y las marismas traicioneras de Filipos con una calma tensa, un presagio silencioso que se aferraba al aire gélido antes del sol. La oscuridad se batía en retirada, no con la furia de una tormenta, sino con la lentitud agónica de un moribundo. El frío punzante de la madrugada se colaba bajo las capas de lana y las corazas, mordiendo la piel de miles de hombres que aguardaban el alba. Se mezclaba el olor a hogueras moribundas, el acre aroma del sudor y el hierro, y el tenue rastro de la hierba helada que se aferraba a la tierra húmeda. El sonido sordo de las botas sobre la tierra aún dura resonaba ocasionalmente, roto por el cliquetear metálico de una armadura ajustándose o el resoplido nervioso de un caballo que pateaba el suelo, sintiendo la inminente tempestad. Un silencio casi religioso se había impuesto, pesado y expectante, apenas quebrado por el latido desbocado de miles de corazones.



Lentamente, una luz grisácea comenzó a extenderse por el este, tiñendo el horizonte de púrpura y oro. Reveló las miles de siluetas de legionarios, los contornos dentados de las empalizadas y las líneas interminables de picas y estandartes que se extendían hasta donde la vista alcanzaba, como un bosque de hierro y voluntad. La niebla matutina, densa y opresiva, se aferraba al suelo, trepando por los fosos y envolviendo los campamentos en una atmósfera fantasmal, casi como si la tierra misma estuviera conteniendo el aliento antes del rugido de la guerra, exhalando un vapor gélido que se unía al aroma metálico de la sangre fresca ya prefigurada en el aire. En las filas, el miedo latente era un compañero silencioso. Los rostros curtidos por el sol y la fatiga mostraban una determinación pétrea, o quizás una resignación muda. Se devoraba la última ración de pan y cebada, insípida y dura, cada bocado una afirmación brutal de la vida antes de la muerte. El ritual de la armadura era una liturgia personal: cada hebilla abrochada, cada tira de cuero ajustada, un pacto silencioso con la supervivencia.



Un joven legionario, Lucio, de no más de diecinueve veranos y con la cara aún lisa de la infancia, apretaba un pequeño amuleto de bronce con la imagen de un lar familiar, murmurando una rápida oración a Júpiter, con los nudillos blancos y el estómago anudado por un miedo que le subía por la garganta. Cerca, un veterano de las guerras de César, con cicatrices que narraban mil batallas, vomitaba de nervios, su cuerpo temblando incontrolablemente, sus ojos vacíos de quien ha visto demasiadas muertes.

"¡Malditos sean los dioses y esta tierra de mierda!", farfullaba entre arcadas. "Otra vez a bailar con la Muerte. Espero que esa puta me encuentre borracho."



Mientras tanto, otro legionario, con ojos obsesivos, afilaba su gladius contra una piedra de moler, el chirrido agudo del metal contra la piedra resonando como un quejido, un presagio del aullido de muerte que pronto llenaría el aire. "Solo un día más," pensó Cneo, un contubernium de Antonio, mientras comprobaba la correa de su lorica segmentata, "y la granja que le prometí a Marcia será nuestra." Del otro lado, Marco, un curtido centurión de Bruto, pasaba su mano por el borde de su escudo. La suya no era una oración, sino una promesa silenciosa a su madre en Roma: "Sobreviviré. Volveré." La humanidad compartida en ambos lados, una red de esperanzas y terrores individuales, se extendía bajo el mismo cielo plomizo.



Fue entonces cuando el silencio se rompió de forma inesperada. En lo alto, entre los dos vastos campamentos, dos siluetas oscuras se dibujaron contra el pálido amanecer. Eran dos águilas imperiales, majestuosas y temibles, el venerado símbolo de las legiones romanas. Para los soldados, habituados a ver en el vuelo de estas aves un augurio, su aparición era un llamado de atención. Las águilas se enzarzaron en una feroz contienda aérea, sus garras chocando, sus picos afilados buscando una debilidad, sus graznidos estridentes rompiendo la quietud. De repente, una de ellas, la más grande y oscura, con un alarido de derrota, se desprendió de la lucha y huyó hacia el oeste, perdiéndose en la lejanía. La otra, más esbelta y arrogante, graznó triunfalmente y planeó en círculos sobre el campamento de Antonio y César Octavio, antes de posarse orgullosa sobre el asta más alta de uno de los estandartes legionarios. Un murmullo inquieto se extendió por las filas republicanas; el mal augurio era palpable, un escalofrío de fatalidad que se clavaba en el alma.



LA ESTRATEGIA DE CASIO Y EL IDEALISMO DE BRUTO

En la villa que servía de cuartel general republicano, Casio se inclinaba sobre un mapa de Macedonia, los ojos enrojecidos por la falta de sueño pero la mente tan clara y acerada como su propia daga. La luz de las lámparas de bronce danzaba sobre las marcas, los ríos, las colinas, iluminando su rostro como si hubiera sido esculpido por la estrategia y la desesperación. Aunque su filosofía epicúrea le dictaba ignorar las supersticiones y los augurios, el espectáculo de las águilas no pudo evitar que un escalofrío helado le recorriera la espalda. El presagio se enlazó de inmediato con el sueño inquietante que lo había perturbado al despertar: no solo se veía cayendo en un pozo sin fondo, sino que desde las profundidades, entre los cuerpos que flotaban en la oscuridad insondable, emergía el rostro de César. No sonreía con malicia, sino con una triste inevitabilidad, con una voz que resonaba con una claridad espeluznante: "He amado la libertad hasta el punto de odiar la tiranía". Era como si el mismísimo destino, a través de las aves y de sus pesadillas, le estuviera advirtiendo.



Fue en ese momento de desasosiego que Casio convocó a sus principales tribunos a la tienda de mando. El ambiente era sombrío, la tensión palpable en los rostros de los hombres curtidos en mil batallas. Casio, sin preámbulos, señaló el vasto mapa extendido sobre la mesa. Su voz, aunque grave, era la de un estratega inquebrantable, a pesar de los presagios. "Escuchadme con atención," comenzó, su mirada gélida abarcando a cada uno de ellos. "Nuestra posición es ventajosa. Tenemos el terreno elevado, nuestras fortificaciones son sólidas y nuestros suministros, asegurados por mar, superan los de los Triunviros. Su ventaja radica en el número y en la impaciencia de Antonio. Nuestro plan es simple y brutalmente efectivo: no avanzaremos. No les ofreceremos la batalla que buscan con tanta desesperación".



"Los desgastaremos," continuó Casio, golpeando el mapa con un dedo huesudo. "Cada intento de asalto a nuestras líneas, cada marcha forzada que emprendan para flanquearnos, consumirá sus hombres y su moral. Debemos mantener la disciplina férrea. La paciencia es nuestra arma más afilada. Sus legiones, aunque numerosas, dependen de una línea de suministro cada vez más precaria. El hambre y la sed serán nuestros aliados, y el invierno, nuestro general más cruel". Dio instrucciones precisas: "El flanco sur, protegido por la marisma, debe ser vigilado constantemente, pero sin ceder terreno. Anticipad cualquier intento de Antonio por rodearnos por ahí. Las cohortes de vanguardia deben mantener la presión, hostigando y retirándose, sin comprometerse en un combate a gran escala. La caballería deberá realizar incursiones rápidas para cortar sus convoyes y sembrar el caos en su retaguardia. No es una batalla de choque lo que buscamos, sino una guerra de desgaste. Cada legionario debe comprender que su resistencia en la trinchera es tan vital como la carga con el gladius". Concluyó con un último aviso: "No subestiméis a César Octavio, por joven que sea. Su ambición es tan fría como la nuestra, y su astucia, comparable a la de Antonio".



Con el plan forjado con la fría lógica de la supervivencia en Carras, Casio emprendió su última inspección silenciosa de las tropas, un intento desesperado de reafirmar su control frente a un destino que parecía sellado. Caminó entre las tiendas, sus pasos suaves, casi inaudibles, sus ojos escanearon los rostros en busca de la grieta en la moral, la sombra de la duda, buscando cualquier señal de debilidad o fortaleza en los rostros de sus hombres. Sentía el pulso de su ejército, una mezcla de acero y nervios. Las palabras de Cicerón sobre la "libertad comprada" con la extorsión de Oriente le resonaban, una ironía amarga que le carcomía. ¿Era esta libertad, manchada de avaricia y sangre inocente?. Una sombra pareció moverse en la esquina de su visión, un fugaz destello de algo que no estaba allí, un presagio.



En su propio campamento, más al norte, Bruto caminaba entre sus oficiales, con la toga cayendo en pliegues perfectos. Buscaba inspiración en los discursos, en la dignidad de la causa, pero sus ojos castaños revelaban una inquietud apenas disimulada. Estaba menos cómodo con el inminente baño de sangre, con la cruda realidad de la guerra. Sus manos, que tan fácilmente escribían filosofía, se sentían extrañas e ineptas al tocar la empuñadura de su espada. Su voz, entrenada en las aulas de Cicerón, resonaba con ánimos retóricos, buscando reafirmación más que dándola. "¿Estamos listos, tribunos?. ¿Han comprendido nuestros hombres la trascendencia de este día?". Su idealismo, puro y elevado, chocaba con el hedor de las trincheras y el miedo en los ojos de los soldados.



Fue entonces cuando Marco Junio Bruto, el último bastión de la República, se irguió frente a sus legiones. El silencio tenso de la madrugada se hizo aún más profundo mientras su figura, alta y digna, se erigía contra el pálido telón del amanecer. Su voz, clara y resonante, no buscaba la pasión desbocada de Antonio, sino la convicción serena de un filósofo que también era un general, una voz entrenada en las lides del Foro, pero ahora templada por el acero y la desesperación. "¡Soldados de la República! ¡Ciudadanos de Roma!". Su voz se elevó, impregnada de una solemnidad que calaba hondo en el alma de cada legionario. "Hoy no luchamos por la gloria personal, ni por el botín, ni siquiera por la mera supervivencia. Hoy luchamos por el alma de Roma. Luchamos por la libertad, la misma libertad que nuestros ancestros defendieron con su sangre contra reyes y tiranos".



"Frente a nosotros se alzan los herederos de la tiranía," continuó Bruto, su brazo extendido hacia las líneas enemigas. "Hombres que han pisoteado nuestras leyes, que han mancillado nuestras instituciones y que, con su ambición desmedida, han sumido a Roma en el caos de la guerra civil. Quieren aplastar la República, reducir a cada ciudadano a un esclavo, y a Roma a una propiedad personal. ¡No lo permitiremos!". "Recordad a Cincinato, que dejó el arado para salvar la República. Recordad a Escipión, que defendió nuestras fronteras con su vida. Recordad a todos aquellos que dieron su último aliento para que Roma fuera libre. Hoy, vosotros sois sus herederos. Vuestras espadas no solo portan el peso del acero, sino el de la justicia y la esperanza de generaciones futuras". "Esta batalla, legionarios, no es solo por Filipos. Es por cada ciudad, cada villa, cada hogar en Italia. Es por la memoria de nuestros padres y el futuro de nuestros hijos. Es por la Dignidad de Roma. ¡Que cada golpe de vuestra espada sea un grito de libertad!. ¡Por la República!. ¡Por Roma!. ¡A la victoria, o a la muerte gloriosa!". Un rugido, contenido y profundo, se extendió por las filas republicanas, una respuesta a las palabras de su general, un pacto silencioso de sangre y libertad bajo el inminente amanecer de la batalla.



EL CHOQUE DE TITANES: LA FURIA DE LA LEGIÓN

El mediodía del 3 de octubre rompió la tensa quietud. No hubo trompetas anunciando la carga general, sino una explosión orquestada de violencia que surgió de las entrañas de la marisma. En el borde del pantano, un ingeniero militar de Antonio, con el rostro cubierto de fango y los ojos inyectados en sangre por las noches sin dormir, sintió primero el sonido sordo, casi orgánico, de miles de pies descalzos y calzados sobre la pasarela secreta que él mismo había tejido con fajinas y tierra a través de los carrizos y el lodo pestilente. Un atronador redoble de los tambores triunvirales resonó de pronto como un latido ensordecedor que retumbaba en su propio pecho, seguido por el chillido estridente de los cornus y tubas que cortaba el aire como un rayo. Luego, la riada humana. Soldados de Antonio, cubiertos de fango y con los ojos salvajes, emergían como espectros de la tierra, su asalto aún más impactante por su invisibilidad previa. Sintió un pánico helado al ver la furia desatarse, pero también un orgullo brutal: su obra había funcionado; el infierno se desataba sobre el enemigo.



En el corazón del campamento de Casio, un legionario llamado Quinto, ajeno a la vanguardia, estaba a punto de llevarse a la boca su cuenco de gachas de cebada cuando el mundo estalló. Su cuenco de madera cayó, el líquido espeso salpicándole las grebas, mientras un grito ahogado se le escapaba de los labios. El sonido del cuerno de guerra enemigo, áspero y gutural, se clavó en sus oídos con una proximidad aterradora. Había sido sorprendido. La línea defensiva, aún en construcción, se deshilachó como un tapiz viejo bajo la garra de un león. La primera lluvia de pilas no tardó en llegar, no solo oscureciendo el cielo, sino cayendo como una bandada de halcones de hierro, sus silbidos se convertían en una letanía de muerte antes del impacto. Quinto oyó el thud devastador del sonido sordo de la madera de los escudos recibiendo el golpe, seguido del crujido del metal al deformarse y el grito ahogado de los que no fueron tan afortunados. Su mundo se redujo a la desesperación visceral: encontrar su escudo, su gladius, antes de ser masacrado. El torrente de soldados antonianos irrumpió en el corazón del campamento de Casio, un grito de guerra que se mezcló con el rugido del pánico. Un legionario al lado de Quinto tropezó, gritando: "¡Joder, estamos muertos!". El aire se llenó con el clangor del acero y el alarido de los moribundos, un sonido húmedo de la hoja al cortar carne, el estertor de un pulmón perforado, el crujido de huesos bajo las botas. La estocada corta y letal del gladius buscaba las ingles, el vientre, la garganta desprotegida.



Mientras el campamento de Casio se convertía en un infierno, en el otro flanco, Servio, un centurión veterano de las legiones de Bruto, con el rostro curtido por la sal de innumerables campañas, observaba el desastre. Veía el humo, oía los gritos ahogados y el rugido de la batalla que se acercaba desde la distancia. La confusión y el pánico en el flanco de Casio eran palpables. Sus hombres, muchos de ellos veteranos que habían servido bajo el estandarte de César, estaban inquietos. No llegaban órdenes. El tiempo se agotaba. Servio intercambió una mirada con sus legionarios más antiguos, sus ojos transmitiendo una decisión que trascendía la disciplina. De repente, su voz, una que había tronado en innumerables campos de batalla, rugió: "¡Por la República!. ¡Por nuestros hermanos!". Y así, sin esperar directriz alguna, el centurión lideró una carga espontánea y furiosa contra el campamento de César Octavio. Sus legiones arrollaron como una avalancha imparable, impulsadas por la rabia de los hombres que veían su ideal pender de un hilo y sus compañeros siendo masacrados.



El joven Triunviro, César Octavio, aquejado de una de sus frecuentes dolencias —un asma exacerbado por el polvo y la tensión—, no se encontraba en su puesto. Pálido, con los labios lívidos, tosiendo sangre en un paño de lino que ya no podía ocultar su debilidad, la Fortuna, con su ironía caprichosa, lo había retirado a la relativa seguridad de las marismas, lejos del fragor. Sus legiones, superadas en número y tomadas por sorpresa, cayeron bajo el ímpetu republicano. El campamento de César Octavio fue saqueado sin piedad, sus tiendas desmembradas, sus tesoros dispersos, un símbolo de victoria que se elevaba en el aire mientras Casio se hundía.



PERSPECTIVAS EN EL CAMPO DE BATALLA

MARCO ANTONIO: LA BESTIA HERIDA

Marco Antonio era un ciclón de furia en el fragor de la batalla. Comandaba desde la primera línea, su voz no solo tronante, sino un bramido primario que cortaba el estruendo de la refriega. Cabalgaba entre sus hombres, un toro de guerra cuya sola presencia imponente inspiraba una lealtad brutal, su rostro salpicado de sangre ajena, las venas hinchadas en su cuello mientras rugía órdenes, sus músculos tensos bajo la armadura. Para él, esta no era solo una batalla, sino una venganza personal por César, una furia fría y justiciera que brillaba como un destello de locura en sus ojos cada vez que derribaba a un enemigo. Sentía el júbilo de la matanza, la liberación de su propia sed de sangre, una imagen mental recurrente de César, su mentor, su amigo, el hombre cuya muerte ahora vengaba con cada golpe de su espada.



En un instante, mientras su gladius cercenaba la vida de un enemigo, se cruzó con un joven oficial republicano moribundo. El muchacho, con los ojos vidriosos y la boca espumosa de sangre, le lanzó una maldición final, un gruñido ahogado contra el tirano. Por un instante fugaz, la furia de Antonio se apagó. Vio en ese rostro juvenil y roto no a un enemigo, sino un reflejo de la propia juventud romana que se aniquilaba en esta guerra fratricida. Un destello de la amargura de la guerra civil, la futilidad de hermanos matando hermanos, lo atravesó como una lanza fría. Pero fue solo un instante. El olor a miedo en el aire, el clamor de la lucha, el juramento a César, lo arrastraron de vuelta a la vorágine. Volvió a sumergirse en la batalla, la eficacia brutal e instintiva; veía a los "Libertadores" no como defensores de un ideal, sino como traidores cobardes que ahora pagaban su osadía.



CÉSAR OCTAVIO: LA MENTE FRÍA DEL IMPERIO

Aunque convaleciente, César Octavio no era menos presente. Desde una posición ligeramente más resguardada, envuelto en su capa púrpura, su astucia era evidente. A pesar de las toses que sacudían su frágil cuerpo y lo dejaban jadeando, con el rostro más pálido de lo habitual, sus ojos, dos ascuas heladas, nunca abandonaban el campo de batalla. Observaban el caos con una calma fría, casi inhumana, desprovista de la adrenalina que embriagaba a los demás. Sus órdenes eran precisas, calculadas, movimientos en un tablero de ajedrez gigante donde cada legión era una pieza, enviadas a través de mensajeros veloces. Incluso cuando los informes llegaban, rápidos y sin aliento, confirmando la victoria de Bruto en su flanco y el desastre parcial para sus propias legiones, César Octavio no mostró ni un atisbo de pánico. Sus pálidos labios ni se tensaron. Con una frialdad absoluta, se volvió hacia Agripa, su leal comandante, y con voz medida, empezó a dictar: "Cuando esto acabe, a Mesala Corvino ofrécele el perdón. A Cicerón hijo, búscalo y ejecútalo".



Para él, la victoria no era un triunfo personal de valor, sino un paso más hacia la consolidación de su poder, la cimentación de un nuevo orden. La muerte de Bruto y Casio no sería una tragedia personal, sino una simple eliminación de obstáculos. Su ambición era fría como el hielo, y Filipos era el crisol donde se forjaba su destino ineludible, una visión fugaz de una Roma reconstruida bajo su sola autoridad, un imperio donde no habría espacio para Bruto, Casio, ni siquiera para Antonio. Ya estaba planeando la Roma de después de la batalla.



CASIO: EL PESO DEL SACRIFICIO Y EL FATALISMO

Desde la cima de la colina donde se alzaba su campamento, Casio, envuelto en una densa cortina de polvo que era una metáfora de su propia ceguera, solo pudo discernir la caída de su propio recinto. El mundo se reducía a un gris asfixiante, donde solo el rugido del combate en su flanco era inteligible, ahogando la sinfonía de la victoria de Bruto. La victoria de su compañero, apenas a un kilómetro de distancia, permanecía oculta, un espejismo de gloria que la fortuna le negó ver.



"Cimbro," dijo, su voz ronca por el polvo y la fatiga, teñida de una impaciencia casi febril, "¿dónde está Bruto?. ¿Por qué no llegan sus mensajeros?" .Su pregunta se clavó en la noche como una daga. Cimbro, un hombre de rostro curtido y ojos cansados, negó con la cabeza, el nudo de la incertidumbre apretándole la garganta. "Señor, el polvo y el caos… los exploradores no regresan. Pero Bruto es fuerte. Sus legiones son veteranas. Si ha caído, lo sabríamos." Su tono era firme, un intento desesperado de infundir confianza, pero sus manos, apretando el pomo de su espada, traicionaban su propia incertidumbre.



Casio se giró bruscamente, su mirada perforando a Cimbro, cargada de una furia contenida y el peso de su propio error. "¿Fuerte?. ¿Veteranas?. ¡Mira nuestro flanco, Cimbro!. Antonio nos ha destrozado. Su calzada a través del pantano…." Su voz se quebró, no por debilidad, sino por la pura indignación de la derrota.



Recordó los informes, desestimados por su propia arrogancia estratégica: cómo los ingenieros de Antonio habían trabajado incansablemente durante diez días, con la precisión de un constructor romano y el sigilo de un lobo, abriendo una calzada secreta a través de los juncos y el fango, bajo la cubierta de la noche y el ingenio. Casio, demasiado confiado en la impenetrabilidad natural de los pantanos, había dejado ese flanco peligrosamente desguarnecido. Había sido un golpe de genio y paciencia por parte de Antonio, y una ceguera fatal por parte de Casio.



"Fui un necio," se recriminó Casio, la amargura en su voz casi insoportable. "Debí reforzar el pantano, enviar más exploradores, investigar cada informe. Pero Bruto…", Hizo una pausa, su mente volviendo a Roma, a los días de juventud cuando él y Bruto, bajo la tutela de filósofos estoicos y epicúreos, soñaban con una nueva Roma libre. Bruto, con su idealismo ardiente y su fe inquebrantable en los principios republicanos; Casio, con su pragmatismo afilado y su voluntad de hacer lo necesario, por más amargo que fuera. Juntos habían jurado proteger la República, pero ahora, separados por apenas 500 metros de terreno ensangrentado, esa promesa parecía una quimera agonizante. Casio recordó cómo la impetuosidad de Bruto, al cargar contra César Octavio sin esperar la señal acordada, había desbaratado su plan de agotar a los triunviros, forzando una batalla prematura que no podían permitirse perder.



"Señor," intervino Píndaro, su voz suave pero firme, sus ojos sagaces evaluando la desesperación de su amo, "aún podemos resistir. El campamento está intacto. Nuestras naves controlan el Egeo. Podemos esperar, reagruparnos." Píndaro, un griego liberto que había servido a Casio desde Siria, donde su lealtad se había forjado en las arenas de Carras, le ofrecía una tabla de salvación. Pero Casio negó con la cabeza, su mano apretando la daga en su cinto, el frío metal anclándolo a una realidad insoportable.



"¿Esperar, Píndaro?. ¿Para qué?. ¿Para ver a Antonio y a ese muchacho enfermo, Octavio, pasearme encadenado por Roma en su desfile triunfal?. ¡Nunca!. He vivido para la República, no para ser su trofeo." En sus ojos, la idea de la humillación era más aterradora que la propia muerte.



Desesperado, el tiempo estirándose en una eternidad de angustia, Casio envió a su lugarteniente, Titinio, a caballo, para buscar noticias del flanco de Bruto. Cuando vio a Titinio regresar, rodeado por un grupo de jinetes, el corazón de Casio se encogió en un nudo fatal. En el torbellino del polvo y la desesperación, su mente forjó una conclusión irremediable. No solo creyó ver a Titinio capturado, sino que, a través del velo gris, creyó distinguir el estandarte de su legión favorita, la Legio XXXVI, oscilando peligrosamente en manos enemigas, o al menos así le pareció en su desesperación. Fue esta visión, la de su símbolo más preciado profanado, lo que rompió su espíritu. El aire se le escapó de los pulmones, la vista se le nubló, y la certeza de la derrota lo aplastó. El juicio, siempre tan agudo, se nubló por el pavor y el honor; su orgullo no le permitía la captura. Él no quería ser otro Marco Licinio Craso que perdió las águilas de sus legiones, aunque los enemigos fueran tan romanos como él mismo.



Consciente de su inminente final, pero con la mente aún lúcida para el deber, Casio reunió a los pocos tribunos leales que quedaban a su lado, sus rostros marcados por el mismo horror y desesperación que el suyo. "Escuchadme bien, tribunos," dijo Casio, su voz áspera, casi un susurro ahogado, pero con una autoridad que no flaqueaba. "Mi destino está sellado aquí. Pero el de la República, no. Debéis huir. Tomad los caballos más veloces y dirigiros hacia la costa. Allí, buscad nuestras naves de suministro, las que aún no hayan caído en manos enemigas. Dirigíos a Bruto, a Mesala, a Sextio, si es que todavía no han sido capturados o muertos. Contadles lo que ha ocurrido aquí, pero sobre todo, exhortadles a continuar la lucha. La causa de la libertad no puede morir conmigo. Reorganizad a nuestros hombres, buscad nuevos aliados en Oriente. ¡La resistencia debe continuar!". Les entregó un pequeño anillo con el sello de su familia. "Con esto, sabrán que vais de mi parte. Vuestra misión es más importante ahora que mi propia vida. ¡Jurad que lo haréis!". Los tribunos, con los ojos anegados, asintieron en silencio, con la garganta apretada por la pena y el honor.



Cuando los tribunos partieron a toda prisa, dejando solo a Casio y a su fiel liberto, Píndaro, el silencio de la colina se hizo más denso. "Píndaro..." murmuró Casio, con una voz rota no por la humillación, sino por una derrota absoluta que no le dejaba ni un suspiro. Su fiel liberto se acercó, los ojos llenos de lágrimas. "Ya han tomado mi honor, Píndaro. Me han convertido en un trofeo. ¡Por los dioses, no dejes que también profanen mi cadáver!. No quiero que mi cabeza adorne una pica en el Foro de César. No dejes que tomen mi cuerpo." Su voz era un ruego roto, la del general despojado de todo salvo una última orden. Fue una petición susurrada, una última orden de un estratega implacable consigo mismo.



UN ESPEJISMO DE GLORIA Y LA PROFECÍA DE LA TRAGEDIA

Sus pensamientos se hundieron en el pasado, una vorágine de recuerdos que se agolpaban en su mente moribunda. Recordó su juventud en Roma, los días en que su familia, una estirpe patricia pero rica e ilustre, lo había preparado para la grandeza, imbuyéndole el amor por la República y la ley, y a su madre, tan orgullosa de sus logros. Hubo mujeres que habían dejado huella, destellos fugaces en la vorágine de su vida política y militar: la risa de una joven patricia en el Foro con la que se casó, el consuelo silencioso en una noche solitaria en Siria como Sira con quien jugaba a los amantes. Esos recuerdos, pequeños anclajes a una vida más allá de la guerra, se desvanecían ante el peso de Filipos. Es extraño, pero se recuerdan tantas cosas a la vez, y con tanta nitidez, cuando uno siente próxima su propia muerte.



A los veintisiete años, como cuestor bajo Craso, había enfrentado el desastre de Carras en el 53 a.C., donde veinte mil romanos perecieron bajo las flechas partas. Él, con quinientos jinetes, había escapado, ganándose el respeto de Roma pero cargando la culpa de las águilas perdidas y el estigma de la derrota. En Siria, como gobernador, había extorsionado ciudades como Rodas y Tarso para financiar sus legiones, un acto que Bruto le reprochaba con vehemencia. Pero Casio lo justificaba como el precio de la libertad, una medida brutal pero necesaria para construir el ejército que ahora se desangraba en Filipos. "Sin esas monedas, Bruto, no tendríamos ni un gladius que empuñar," pensaba, recordando sus acaloradas discusiones. La supervivencia de la República, o al menos su visión de ella, había requerido sacrificios que él estaba dispuesto a hacer, aunque le costaran la pureza de su alma.



Y luego, los Idus de Marzo del año 44 a.C., cuando su daga, junto a la de Bruto y otros, había atravesado a César. No fue odio personal, sino un frío y calculado deber, lo que guio su mano. César, con su corona invisible y su dictadura perpetua, había matado la República mucho antes de que ellos lo mataran a él. Pero ahora, en Filipos, el peso de esa traición —o liberación, según lo viera— lo aplastaba, y el fantasma de César parecía susurrarle al oído: "¿Valió la pena?".



"¿Y si hubiéramos errado, Cimbro?" murmuró Casio, su voz apenas audible sobre el viento que silbaba, llevando consigo los últimos ecos de sus hombres. "¿Y si César tenía razón?. Él soñaba con un imperio, una Roma unificada, no dividida por nuestras guerras civiles. Me ofrecí clemencia, Cimbro... una cadena. Pero quizás su cadena era más fuerte que esta libertad rota que yace muerta a nuestros pies.Sus ojos se perdieron en la llanura, donde los cuerpos de sus hombres yacían como ofrendas a un dios cruel, sacrificados por un ideal que quizá nadie ya quería. El olor era horrible, pero era el desagradable y repelente olor de la guerra al que Casio ya estaba habituado. "Si yo hubiera sido el primero… ¿un gobernante absoluto, un primer ciudadano?. Podría haber reconstruido Roma. Fortalecer el Senado, no destruirlo. Restaurar las leyes, no las cadenas. Una paz romana, Cimbro, no esta carnicería." Su voz temblaba con una mezcla de anhelo y amargura, una visión efímera de una Roma diferente: sin proscripciones, con un ejército leal no a un hombre, sino a la ley; con provincias gobernadas por justicia, no por extorsión; con un Senado que debatiera, no que temiera. Pero la visión se desvanecía ante la realidad de Filipos, donde la República moría con cada cuerpo en la llanura.



Cimbro, incómodo, cambió de postura, sintiendo el peso de la desesperación de su general. "Señor, tus extorsiones en Rodas, en Tarso, nos dieron este ejército. Sin ellas, estaríamos desarmados. No te culpes. Luchamos por la libertad." Pero Casio lo cortó con un gesto cargado de cansancio y fatalidad. "Libertad," escupió, la palabra un eco hueco en su boca. "¿Qué libertad?. ¿La de saquear nuestras propias provincias?. ¿La de ver a nuestros hermanos morir por un ideal que Roma ya no quiere?".  Su mente volvió a Bruto, a su fe inquebrantable en la República, a su toga impecable y su oratoria ciceroniana que había dado legitimidad a su causa, pero que también lo había arrastrado a esta batalla prematura y desastrosa.



En ese instante, antes de que el destino desplegara su cruel engaño, Casio se giró hacia Cimbro, su mirada más penetrante que nunca, buscando una verdad despojada de esperanzas. "Cimbro," su voz se tensó, cargada de la última pregunta. "Dime con sinceridad. ¿Creemos realmente que Roma quiere esta República que le ofrecemos?. ¿O está cansada de la sangre, de los ideales rotos, de la promesa de libertad que siempre trae cadenas?." Cimbro abrió la boca para responder, pero la pregunta quedó suspendida en el aire, un eco de la desesperanza que ya roía el alma de Casio, un presagio del fin. Cimbro le dejó solo, saliendo a atender lo que las circunstancias reclamaban.



Y así, Cayo Casio Longino, el implacable estratega que había desentrañado los hilos de la conspiración de César y extorsionado la riqueza de Oriente, iba a morir por su propia mano, ordenando su propia muerte. Píndaro el fiel liberto, con lágrimas en los ojos, apartó la vista mientras la espada encontraba su objetivo. La hoja, fría y afilada, encontró su camino. Un dolor ardiente le inundó, le brotó la sangre a raudales, pero fue rápidamente eclipsado por una extraña calma. Mientras la vida se le escapaba, los últimos instantes de Casio se expandieron, un torbellino de imágenes y sensaciones. Vio el rostro amado de Junia Tercia, su esposa, su compañera, su ancla en este mundo, sintiendo el calor de su mano en la suya una última vez. Luego, las risas de sus hijos, lejanas y claras, un eco de la inocencia que había luchado por proteger. Y Sira, su esclava a la que admiró y liberó, su mirada inteligente, su dignidad, un recordatorio de la libertad individual que valoraba por encima de todo. La Roma libre, la que había soñado, una República virtuosa y sin tiranos, se desplegó ante sus ojos, no como una quimera, sino como un ideal palpable, casi al alcance de su mano herida, la ciudad madre que ya vivía y se desarrollaba en paz con todo el mundo. Por unos instantes, todo se fusionó en un solo pensamiento: el precio, la lucha, el sueño. Y entonces, el dolor se disolvió por completo. Una luz suave, no cegadora, lo envolvió, mientras se moría lentamente. Sintió una brisa cálida, con el aroma de la mirra y el laurel, y el murmullo de voces distantes, llenas de paz. Sus pies, que tan solo un momento antes sentían el lodo y la piedra de la colina, pisaron una hierba suave, un suelo etéreo. Una claridad profunda lo inundó. Una sonrisa tenue se dibujó en sus labios lívidos. Aquella sensación inconfundible de paz, de un viaje final completado, era el indicador de que ya debía estar muerto, de que sus pasos lo llevaban hacia los Campos Elíseos. Pero....¿estaba muerto ya, o iba a estarlo muy pronto?.



Casio se iba muriendo sin saber que la batalla no estaba perdida y que su compañero había triunfado en su nombre. Un error trágico, un velo de polvo y fatalidad, sellaron el destino del "último republicano", un hombre que se negó a vivir en un mundo sin libertad, incluso si esa libertad era una quimera. Cuando por unos instantes la cara de César se le había aparecido en los umbrales de su muerte pareció flotar ante sus ojos en sus últimos momentos, no como un fantasma acusador, sino como un espectro acusador y a la vez cómplice, riéndose de su ironía. ¿Había matado a un tirano para desatar una tiranía mayor?. ¿Era la "libertad" por la que había luchado tan solo un cadáver, una palabra vacía que se desvanecía con cada gota de su sangre?. Su último pensamiento, un suspiro inaudible, encapsuló la futilidad de su derrota: un lamento por la vanidad de la lucha, por una libertad que se había disuelto en su propia sangre, "El precio de la libertad fue mi alma, y ni así la salvamos". "No pienses más, Cayo Casio Longino, no pienses más,...y se apagó el hombre a quien el todavía sobreviviente Marco Junio Bruto llamaría "El último de los romanos".


 

LA RETIRADA Y LA CONSECUENCIA DE LA VICTORIA

La noticia del suicidio de Casio golpeó a Bruto no como una maza, sino como un pilum helado clavado en el pecho. No hubo grito, ni lágrimas desbordadas. Simplemente asintió, su rostro una máscara pétrea que no revelaba la devastación interna. Se dio la vuelta, con pasos lentos y pesados, y se encerró en su tienda. El silencio que siguió, el de su general, fue sepulcral, más aterrador que cualquier lamento o furia desatada. Sus oficiales, desconcertados, intercambiaron miradas perdidas. La sombra de la muerte de Casio se cernió sobre el ejército republicano como un velo oscuro, enfriando la sangre en las venas de los legionarios, haciendo que las tiendas se sintieran como tumbas.



Al amanecer, Marco Junio Bruto, victorioso sobre César Octavio, cabalgó hacia el campamento de Casio, su corazón lleno de una esperanza que, por un breve momento, iluminó el oscuro panorama. Había logrado una victoria sobre el joven heredero de César, y la creencia de que Casio había hecho lo mismo llenaba su alma de un optimismo que pronto se desmoronaría. La noticia de la muerte de su amigo lo golpeó como un martillo, no solo una pérdida personal, sino el eco del fin de una causa.



Los cronistas de la época relatan que Bruto, con lágrimas surcando su rostro, se arrodilló junto al cuerpo de Casio, cubierto con una capa púrpura, el color imperial que a ambos les repugnaba en vida. "¡Adiós, Casio!. ¡El último de los romanos!", exclamó, su voz rota por el dolor, un lamento que se extendió por la llanura. Se inclinó y susurró algo que solo los dioses oyeron: "Hermano... necio... ¿por qué tenías tanta prisa por llegar al Hades?. Nos has jodido a todos.". Sus manos temblaban mientras tocaba el rostro frío de su cuñado, el hombre que había sido su espada, su estratega, su hermano en la lucha por una Roma libre. Los legionarios, al ver a Bruto, dejaron caer sus escudos, sus gritos de victoria convirtiéndose en lamentos, el júbilo transformado en un pesar colectivo. La elegía de Bruto resonó en la llanura, un canto fúnebre por un hombre que, a pesar de sus métodos crueles e implacables —las extorsiones en Rodas y Tarso, la traición a César— había encarnado el espíritu de una República agonizante.



Esa noche, el campamento de Bruto era un campamento fúnebre. A pesar de haber saqueado el campamento de Octavio, no había celebración alguna. El aire, denso y opresivo, estaba cargado de una victoria amarga. Los legionarios limpiaban su botín —armaduras relucientes, monedas dispersas, vasijas de bronce— en un silencio extraño, sus ojos mirando de reojo la tienda de su general, de donde no emanaba luz ni sonido. La moral, antes elevada por el éxito en su flanco, se corroía ahora como un veneno lento. El alma de la República, tal como él la conocía, había muerto con Casio.



El joven oficial Mesala Corvino, con la angustia reflejada en sus nobles facciones, intentó hablar con Bruto, buscando consuelo o dirección. Pero un guardia le negó el paso con una mirada sombría. Desesperado, Mesala se retiró a su tienda. A la débil luz de una lámpara de aceite, sacó un pergamino y comenzó a escribir una carta a su madre en Roma, con la pluma temblándole en la mano: "Madre, hoy hemos vencido, pero hemos perdido la guerra. El espíritu de Roma no estaba en nuestras espadas, sino en la mente de Casio. Y esa mente se ha apagado por una nube de polvo. Rezo para que los dioses nos perdonen por lo que vendrá".



Durante veinte largos días, Bruto, con el corazón destrozado y el alma sumida en la indecisión, se negó a presentar una nueva batalla. No era solo inacción, sino un atormentado debate en su alma. Sus noches transcurrían sin dormir, repasando textos filosóficos que ahora le parecían vacíos, sus principios morales chocando con la brutalidad de la guerra. Hubo discusiones acaloradas con sus oficiales, que veían la "oportunidad escurrirse como arena entre los dedos". Su genio estratégico, más dado a la moralidad y la filosofía que a la brutalidad de la guerra, se mostró insuficiente para el mando supremo. La parálisis de Bruto, su incapacidad para capitalizar su ventaja, permitió a Antonio respirar. Cada día que pasaba, la República se desangraba un poco más, y Bruto lo sabía, pero no podía actuar.



Mientras tanto, Antonio no solo "respiraba", sino que sonreía con satisfacción contenida, como un jugador de ajedrez que ve a su oponente inmovilizarse. A pesar de los crecientes problemas de suministro que acosaban a los Triunviros, Antonio, con su pragmatismo y su astucia, aprovechó cada día con una maestría brutal. Consolidó su posición, construyendo nuevas defensas, reabasteciendo a sus tropas agotadas y enviando mensajeros para esparcir rumores que carcomieran aún más la ya frágil moral del enemigo. Esperó pacientemente que la indecisión de Bruto pudriera a sus adversarios desde dentro.



LA BATALLA FINAL: EL FIN DE LA REPÚBLICA Y EL SACRIFICIO DE BRUTO

Finalmente, la presión de sus propios oficiales, que veían el tiempo escurrirse como arena entre los dedos, obligó a Bruto a lanzar sus legiones a la refriega. El segundo enfrentamiento, el 23 de octubre, no fue una sorpresa ni un golpe de ingenio, sino una carnicería sin parangón. El campo de batalla se convirtió en un matadero dionisíaco, donde el lodo se mezclaba con la sangre hasta formar una pasta rojiza y resbaladiza bajo los pies. El aire se llenó con el crujir de los escudos al chocar, el desgarro de las cotas de malla, el impacto seco de la espada en el hueso, y el hedor a hierro y muerte que impregnaba cada aliento. Las líneas de infantería chocaron con una ferocidad brutal, el acero contra el acero, la carne contra la espada, en un baile mortal no de honor, sino de desesperación, cada hombre luchando con la ferocidad de una bestia acorralada. Las legiones de los triunviros, especialmente las veteranas de Antonio, demostraron su aplastante superioridad en disciplina y combate cuerpo a cuerpo. Los hombres de Bruto a los que se habían unido los restos del ejército de Casio, aunque valientes, comenzaron a ceder. Romanos contra romanos, los que más experiencia tenían en guerras, los más valientes y disciplinados,...la batalla era la más encarnizada que pudieran recordar los siglos, pues ningún bando estaba dispuesto a rendirse, porque para un romano, o se vence o se muere. 



Sin embargo, no fue una desbandada inmediata. Las legiones de Bruto, los últimos defensores de un ideal moribundo, se negaron a ceder fácilmente. Formaron un círculo defensivo desesperado, luchando espalda con espalda en una masacre honorable pero inútil. Cada hombre, consciente del fin, vendió cara su vida, sus escudos levantados, sus espadas buscando la última estocada. El punto de inflexión llegó cuando la caballería de los dos triunviros reforzada y astutamente posicionada, flanqueó a las fuerzas de Bruto ( el otro triunviro Marco Emilio Lépido, que para colmo era cuñado del propio Marco Junio Bruto, estaba en la retaguardia, en Roma, manteniendo el control político y militar en la capital y el occidente mientras los otros dos triunviros se encargaban de la confrontación militar directa contra los "Liberadores"). Primero, sus cascos resonaron como truenos lejanos, una advertencia que se convirtió en un estruendo ensordecedor a medida que las monturas se abalanzaban, envolviendo a los republicanos como una tenaza de hierro que aplasta un cráneo. El ala izquierda de Bruto, compuesta por las legiones que anteriormente habían servido a César, fue lentamente aplastada bajo la inmensa presión de las fuerzas de César Octavio y Agripa. Lo que comenzó como una retirada desesperada se transformó rápidamente en una desbandada caótica, una estampida de terror. Hombres que arrojaban sus armas, sus escudos, sus vidas, buscando una salvación imposible, sus gritos de pánico ahogándose en la llanura ahora teñida de un rojo escarlata.



Al ver su ejército aniquilado, la causa republicana desmoronándose ante sus ojos sin remedio, Marco Junio Bruto, el idealista, el asesino de César, huyó a las colinas con un puñado de fieles seguidores. El agotamiento le quemaba los pulmones, pero la certeza de la derrota era una carga aún más pesada que su armadura. En medio de la huida, se detuvo por un momento, se giró para mirar el campo de batalla cubierto de cadáveres y, con voz baja y tranquila a pesar del horror, recitó una línea de Eurípides que había aprendido en su juventud cuando estudiaba: "¡Oh Virtud, solo un nombre!. Te he perseguido como una realidad, ¡y no eres más que esclava de la Fortuna!". El silencio que siguió a la derrota fue el más ensordecedor de todos, un silencio abrumador, roto solo por los gemidos moribundos y el graznido impaciente de los cuervos que ya descendían sobre la masacre.



Allí, bajo la sombra de la noche gélida, con el sonido lejano de los enemigos buscándolos abajo, Bruto enfrentó su destino con la dignidad de un filósofo estoico. Desde el punto de vista de Estratón, su leal amigo y filósofo, la escena se grabó para siempre. Bruto se acercó a él, no con miedo, sino con una calma extraña y serena que helaba la sangre. Sus ojos, profundos y reflexivos, buscaron los de Estratón. "Amigo," dijo Bruto, su voz quebrada pero firme, "no dejes que mi final sea un espectáculo para ellos, no quiero que me muestren preso en Roma, en el desfile triunfal de esos tiranos. Esta es mi última libertad." Estratón sintió cómo sus manos temblaban, sus ojos llenos de lágrimas que no se atrevía a derramar. Bruto, con una determinación imperturbable, colocó la mano de Estratón en la empuñadura de la espada, la apuntó a su propio corazón, y con una mirada final de gratitud y dolor hacia su amigo, se arrojó sobre la hoja. Fue el último acto de lealtad republicana, un pacto silencioso de dignidad en la derrota absoluta. Bruto, que en su momento había poseído la fortuna más grande de Roma, sobretodo la procedente por parte de su madre Servilia y por ende de Servilio Cepión, el hombre que soñó con una República restaurada, expiró bajo el cielo estrellado, no solo un acto de honor, sino de desafío a un mundo que ya no entendía la libertad que él defendía. Su muerte marcó el fin definitivo de la resistencia de los Libertadores y el último suspiro de la República Romana.



UN FIN Y UN NUEVO COMIENZO

La Batalla de Filipos se inscribe en la historia no solo como un choque militar de proporciones épicas, sino como una tragedia griega, marcada por el error fatal, la implacable mano del destino y las profundas fallas de carácter de sus protagonistas. La victoria de los Triunviros no fue solo militar, sino el resultado de la desesperación, la fatal mala comunicación y la abrumadora carga emocional que pesaba sobre los hombros de los "Libertadores".



El campo de batalla, ahora silencioso bajo la pálida luz del amanecer, era un testimonio de la tragedia. Los cuerpos, cubiertos de polvo, yacían en posturas grotescas, sus sueños de gloria disueltos en la muerte. Un legionario, apenas un muchacho, aferraba un amuleto con un mechón de cabello, susurrando el nombre de una amada en Roma, su última conexión con la vida. Un estandarte republicano, con su águila torcida, se alzaba sobre un montón de cadáveres, como un guardián mudo de un ideal perdido. Según los relatos históricos, catorce mil republicanos sobrevivientes fueron enrolados por los triunviros, mientras Filipos se convertía en una colonia romana, un eco amargo de la victoria. La muerte de Casio, un error nacido de la desinformación y la desesperación, marcó el principio del fin para la República. Bruto lucharía tres semanas después, el 23 de octubre, pero la segunda batalla de Filipos sellaría la caída definitiva.



La llanura de Filipos, al amanecer siguiente, estaba sembrada de cadáveres, cuerpos contorsionados como muñecos rotos, entre armas destrozadas y estandartes pisoteados. El silencio de la muerte era quebrantado únicamente por los graznidos ominosos de los cuervos que ya se arremolinaban en el cielo plomizo. El aire olía a un nauseabundo dulzor a sangre coagulada, a entrañas expuestas, y al acre humo de las piras funerarias improvisadas que ya comenzaban a elevarse.



Entre los restos de la batalla, Marco Antonio, cubierto de polvo y sangre, con una sonrisa salvaje y triunfante, los ojos brillantes de una sed de sangre aún no saciada, buscó. Encontró el cuerpo de Bruto en las colinas, donde había caído. Con un gesto de respeto inesperado, un reconocimiento a su antiguo camarada en tiempos pasados y ahora su más noble enemigo, Antonio se quitó su valiosa capa púrpura de general. Era una prenda rica, teñida con el color rojo del poder. Con lentitud, la extendió sobre el cadáver de Bruto, cubriéndolo, un acto de piedad y reconocimiento a la dignidad de un caído, incluso si ese caído había sido el principal conspirador.



César Octavio llegó a la escena momentos después. No miró el cuerpo de Bruto bajo la capa. Su mirada fría y calculadora se clavó en la capa púrpura de Marco Antonio sobre el cadáver, y luego, en los ojos de Antonio. En ese instante, su gélida y ambiciosa mirada ya no veía a un enemigo vencido, sino a un rival, Antonio, reclamando simbólicamente el manto del poder. No se dijeron palabras. El aire se tensó con una electricidad apenas perceptible. La futura guerra civil entre ellos, la inevitable fricción, quedó sellada en esa mirada. Una sombra, sutil y casi imperceptible para ellos mismos en ese instante de euforia, ya se cernía sobre Roma, con toda la ruina, desolación y miseria que conllevaban las guerras. Filipos había sido el final de una era, pero el Imperio, el reinado de un solo hombre, aún no había nacido del todo.



Días después, cuando la llanura aún humeaba y los equipos de legionarios limpiaban los restos del matadero, un soldado común, fatigado y con el rostro ennegrecido, encontró un pequeño rollo de papiro cerca de donde Bruto había caído. Lo abrió. Era una obra de filosofía estoica, líneas sobre la virtud y el deber. La última página estaba manchada con una huella de sangre. El soldado, sin entender el profundo significado de esas palabras o el peso de la sangre, lo arrojó sin contemplaciones a una de las piras funerarias humeantes. En Filipos, Roma no solo enterró a sus hombres; también enterró sus ideales. La República había muerto, convertida en un mero eco en el viento, y la libertad sería un concepto olvidado bajo la férrea mano de un solo hombre, en el violento parto de una nueva era.



Casio, en su última introspección, había soñado con una Roma reconstruida, una paz romana forjada no por un emperador, sino por un Senado fuerte, por leyes justas, por una libertad que no requiriera más sangre. Pero su muerte, como la de la República, fue una ironía cruel: el hombre que mató a un tirano para salvar Roma abrió el camino a otro, Octavio, quien como otorgándose el solemne título de Augusto fundaría el Imperio, la misma monarquía que Casio había detestado y combatido hasta su último aliento. Roma ya no tendría reyes, pero sí emperadores, que era lo mismo que dejar de ser republicana con el poder compartido temporalmente para pasar a ser monárquica de un solo hombre, e incluso hasta hereditaria. Roma ya nunca más volvería a ser República, así lo habían dispuesto los dioses, temerosos de que los mortales tuvieran tantas libertades . La llanura de Filipos, con sus cuerpos esparcidos y estandartes rotos, no era solo un campo de batalla; era la tumba de un sueño, el epitafio de una era, y el sangriento nacimiento de un nuevo orden que resonaría por siglos.



EPÍLOGO: EL LEGADO DE CASIO Y LAS SOMBRAS DE SUS AMORES


LA NOTICIA EN ROMA: DOLOR Y RESILIENCIA

Mientras tanto, en Roma, Servilia Cepionis se desplomó el día que escuchar la noticia de que los Libertadores fueron derrotados en Filipos. No fue un grito, sino un gemido ahogado que le desgarró el alma. Su hijo, Marco Junio Bruto, la carne de su carne, muerto por su propia mano. Y Casio, su yerno, el cerebro de la empresa. Las dos luces más brillantes de su esperanza republicana, extinguidas en Filipos. Días después, un mensajero de Marco Antonio llegó a su puerta con un cofre de cedro lacrado. Dentro, envueltas en lino finísimo, estaban las cenizas de Bruto. Un gesto. ¿Respeto?. ¿Piedad?. ¿O la cruel clemencia del vencedor?. Servilia aferró la urna, su rostro surcado por lágrimas secas, el peso de la derrota grabado en cada línea. Antonio no envió las cenizas de Casio; para él, el "cerebro" era menos digno. En la soledad de sus aposentos, Servilia lloró a su hijo y a la República, que moría con ellos.


Junia Tercia, la legítima esposa de Cayo Casio Longino, recibió la noticia con un estoicismo forzado. Hija de Servilia, cuñada de Bruto, esposa del hombre más odiado por los triunviros. Sus ojos enrojecidos miraron a su hijo, el joven Cayo Casio Longino el Joven, aún muchacho, pero con el mismo perfil agudo de su padre. El terror de las proscripciones se cernía sobre ellos.



"Tu padre ha muerto por un ideal, hijo," le dijo con voz apenas audible, la amargura filtrándose en cada sílaba. "Roma no quiere la libertad que él le ofrecía. Nuestro camino es otro. No busques venganza. No hables de ideales perdidos. Aprende a adaptarte. Vive en la sombra. Sé prudente. El nombre de Casio es una carga, pero también una memoria. Honra su memoria con la supervivencia, no con el martirio.". Junia no lloró en público; la matrona romana no se permitía tal debilidad. Su dolor era un fuego interno, alimentado por la furia de una República traicionada y la necesidad de proteger el único legado vivo de su esposo.



ANTIOQUÍA: REFUGIO DE ECOS PERDIDOS

Antioquía se sofocaba bajo el sol implacable del año 30 antes de Cristo. Sus piedras, antaño vibrantes con el eco de carros y el murmullo de mercados, ahora parecían contener el aliento. El Orontes, un hilo de zafiro lánguido, reflejaba templos majestuosos y tejados dorados, sus aguas murmurando historias de un mundo que había girado dolorosamente en doce años. Al norte, el Tauro se alzaba, un guardián silencioso, con sus picos coronados por las fortalezas que el propio Cayo Casio Longino había levantado. Al sur, los jardines colgantes exhalaban jazmín y mirra, un lujo exquisito que apenas velaba las cicatrices de las guerras civiles que habían desgarrado Roma.



La ciudad era ahora una joya de Octavio, el autoproclamado Augusto. Un imponente templo a Roma y Augusto dominaba la acrópolis, sus columnas, un faro de la "Pax Augusta". Las legiones, con sus estandartes plateados, desfilaban con una precisión férrea, proclamando el nuevo poder. Pero en los callejones tortuosos y bajo las arcadas sombrías de Antioquía, los recuerdos de aquellos que habían desafiado al destino –y al mismo César– aún palpitaban. El nombre de Casio, el muerto en Filipos doce años atrás, resonaba como una campana lejana en los corazones que lo conocieron, una melodía trágica que se negaba a extinguirse.



En una modesta villa entre olivares y viñedos, bajo la sombra anciana de un sicómoro centenario, Antípater, el idumeo de sesenta años, reposaba junto a una fuente. Sus cabellos plateados y sus manos nudosas, marcadas por papiros y milenarias intrigas, contaban una supervivencia que lo había llevado de Pompeyo a ser consejero de Herodes. Frente a él, Sira, de cuarenta años, ahora viuda de un oficial militar, se sentaba con innata elegancia. Sus ojos profundos, pese a las finas líneas del tiempo, guardaban una sabiduría antigua y una melancolía inconfundible. A su lado, Quinto, un soldado curtido, ahora mercader de grano, golpeaba su bastón contra el mosaico. La cicatriz en su mejilla, regalo de Filipos, le recordaba cada palmo de aquella llanura maldita. Los tres, unidos por el recuerdo imborrable de Casio, contemplaban el Orontes, teñido de un rojo que evocaba la sangre derramada en Macedonia.




ECOS DE UN AMOR INESPERADO Y UN ALMA SOLITARIA

Antípater rompió el silencio, su voz grave como un eco de tiempos pasados. "Sira, tú que lo conociste mejor que muchos, dime: ¿Qué Casio pervive en tu corazón?. ¿El general que doblegó Rodas con mano de hierro, o el hombre que, bajo las estrellas de Siria, te reveló un lado que tan pocos vislumbraron?". Sus ojos, astutos como los de un zorro, buscaban la verdad en los de la mujer.



Sira sonrió, una curva de tristeza que llegaba a sus ojos profundos. "Ambos, Antípater. Y, curiosamente, ninguno. Cayo era un torbellino, una fuerza de la naturaleza. Podía planear la caída de un gran líder con la frialdad de un cirujano y, en la penumbra cómplice de una noche de Damasco, susurrarme versos de Catulo con una ternura inesperada." Se llevó una mano al cuello, como si aquel tacto le trajera el recuerdo. "No éramos esposos de Roma, ni amantes de pasión desatada. Pero había… algo. Una chispa sin nombre, una conexión que trascendía la carne y se anclaba en la mente, en el entendimiento mutuo de un mundo que exigía sangre para su subsistencia. Éramos almas gemelas en la soledad del poder, él como amo y yo como su sumisa y placentera esclava."



Quinto gruñó, un sonido áspero. Su mano apretaba el bastón hasta blanquearle los nudillos. Un tic nervioso sacudió su mandíbula. "¿Versos?. ¡Por todos los dioses!. Nunca lo vi así, Sira. En Filipos, era acero forjado y fuego. Su voz nos hacía marchar como si Júpiter nos guiara. Tú hablas de un Casio que nos fue negado. ¿Lo amaste, con la devoción de una esposa o la locura de una amante?". Su tono era más curioso que acusador, la lealtad de un soldado que aún buscaba al hombre tras la armadura.



Sira bajó la mirada, sus dedos trazando con reverencia el borde de su anillo de plata, una joya que guardaba secretos, un regalo de Casio según los rumores. "¿Amar?. No sé si esa palabra, tan simple, basta. Lo admiré profundamente, lo temí por su fría determinación y lo entendí como pocos, en la esencia de su ser. En Siria, cuando exigió una vasta suma de Judea, cruelmente necesaria, me pidió que mediara con las mujeres de los gremios artesanales locales, pues yo tenia un humilde negocio de copista de los rollos más solicitados de la biblioteca. 'Sira,' me dijo con su voz grave, la misma que mandaba legiones, 'los hombres hablan de guerra, pero las mujeres saben tejer el poder, deshacer lealtades con un susurro en la alcoba.' Me enseñó que el amor no siempre es pasión; a veces es un pacto de mutua necesidad, una alianza forjada en el acero de la supervivencia. Una complicidad entre estrategas de la vida." Asintió. "Cuando supe de su muerte en Filipos, no lloré al instante. Pero sentí que una parte de mí se quebraba, como si el mundo hubiera perdido un faro en la tormenta."



Antípater asintió lentamente. "Tú lo viste en su cima, Sira. Yo lo vi en Jerusalén, exigiendo oro con la furia controlada de un dios, pero también soñando en voz baja con una Roma libre. Me dijo una vez: "Antípater, la República es una mujer virtuosa, ultrajada, que merece ser salvada, aunque nos odie por ello." Comparaba a Roma con una esposa por la que se lucha, pero nunca hablaba de las suyas. Sabemos de Junia Tertia, su esposa legítima, el ancla a la tradición. Pero tú… tú eras algo más, ¿verdad?. Su confidente, su eco en este Oriente donde las convenciones se difuminaban."



Sira rió suavemente, un sonido mezclado con dolor y nostalgia. "Junia Tertia fue su ancla, Antípater, es cierto. El lazo inquebrantable con la tradición, el pilar de su vida doméstica mientras él conspiraba. Pero en Oriente, donde las reglas de Roma se difuminaban como la bruma, Casio buscaba una compañía diferente. No amoríos frívolos, como los de Antonio. Buscaba mentes que igualaran la suya, almas que comprendieran el peso de una República que se desangraba. En Damasco, me hablaba sin filtros de Roma, de Carras, de su culpa indeleble por los estandartes perdidos. "Sira," me dijo, "si fallo, si la libertad se extingue, no será por falta de voluntad, sino porque el mundo ya no quiere ser libre." No se rendía al amor fácil, lo entendía como una distracción, pero en sus ojos, en cómo me escuchaba, vi que me veía como más que una aliada. Éramos dos almas atrapadas en un mundo que se desmoronaba."



Quinto frunció el ceño. "¿Y tú, Sira?. ¿Qué sentiste cuando él murió? Yo estaba en Filipos, vi su cuerpo inerte bajo la capa púrpura. Creí que la República moría con él, que el alma de Roma se desvanecía. Pero tú, ¿qué perdiste allí, tan lejos de la sangre y el polvo?". Sus ojos, nublados por los años y la masacre, buscaban una verdad que él, el soldado, nunca había conocido.



EL SUEÑO ROTO DE UNA PAZ ROMANA Y EL LEGADO DE LA ELECCIÓN

Sira alzó la vista al cielo crepuscular, donde las primeras estrellas comenzaban a brillar. "Perdí la posibilidad, Quinto. La posibilidad de un hombre que pudo haber cambiado Roma de una manera diferente. No era un héroe puro, lo sé. Extorsionó Rodas hasta dejarla en la ruina, esclavizó a miles para financiar sus legiones, aunque a mi me liberó. Pero en sus momentos de quietud, cuando el general implacable se desvanecía, vi a alguien que soñaba con una Roma sin tiranos, un imperio de ley. Me hablaba de una paz romana, no la de Octavio, sino una de leyes justas que protegieran a todos, de un senado fuerte, de provincias que prosperaran sin sangrar. Si él hubiera sido el primer emperador, si hubiera aceptado esa corona invisible que César persiguió… No lo habría sido, Quinto. Su corazón era irremediablemente republicano. Prefirió morir antes que ser un tirano. Prefirió la libertad a la corona."



Antípater se inclinó, jugueteando con el anillo de bronce que Casio le había dado en Jerusalén, símbolo de una alianza forzada. "¿Emperador? Una idea peligrosa. Casio mató a César para evitar un rey. Pero en Filipos, cuando Antonio rompió su flanco, la duda se le notó en los ojos, la agonía de la derrota inminente. "Antípater," me dijo una vez, "si Roma debe tener un amo, que sea uno que recuerde la libertad, que gobierne con la espada en la mano, pero con la ley en el corazón." Él pudo haber sido ese amo, pero eligió morir como romano, no como rey."



Quinto golpeó el suelo con su bastón, su voz llena de una frustración que los años no habían diluido. "¡Y qué error!. ¡Qué estúpido y lamentable error!. Yo estaba allí, Sira, con mi espada corta roja de sangre enemiga. Vi a Casio cabalgar, gritando "¡Por Roma!" con una furia divina. Un muchacho, apenas diecisiete años, murió con su nombre en los labios. Si hubiera esperado, si hubiera sabido que Bruto había vencido a César Octavio… la República pudo haber vivido. Pero él creyó que todo estaba perdido. Su muerte nos quebró el espíritu, nos dejó sin timón."



Sira cerró los ojos, recordando una noche en Damasco. "Sira," le había dicho Casio, "el amor es un lujo que Roma no me permite. Pero si la Fortuna me concediera otra oportunidad, te daría un verso por cada estrella." Ahora, ella se preguntaba si él había visto su propio fin. "No se equivocó en el fondo, Quinto," dijo suavemente, abriendo los ojos hacia las estrellas. "Sabía que la República estaba condenada, no solo por Antonio, no solo por César Octavio, sino por Roma misma. La gente quería un César, un amo. Él luchó por un ideal que ya no existía, por una libertad corrompida. Él lo sabía."



Antípater miró el Orontes, sus aguas oscuras llevando las corrientes del pasado. "Y su riqueza, Sira. El dinero de Rodas, Tarso, Judea… Los vencedores lo tomaron todo, lo usaron para financiar este nuevo imperio. Herodes me lo dijo: "Casio desangró Judea, pero su oro pavimentó las carreteras de Augusto. ¡Ironía cruel!. El que mató al tirano, terminó financiando la monarquía más grande.". Una moneda de César Octavio brilló en la mano de Antípater, símbolo silencioso del nuevo orden.



Sira asintió, sus dedos apretando el anillo de plata. "Y su reputación, Antípater. En Roma, los poetas serviles lo llaman traidor, el que apuñaló a César por envidia. Pero nosotros lo conocimos. Él no mató a César por odio personal, sino por un deber implacable hacia una República agonizante. Fue el cerebro de los Idus de Marzo, el que convenció a Bruto, el que planeó cada golpe. Pero también fue el hombre que me enseñó a ver el poder como un juego de ajedrez complejo. "Sira," me dijo, "una mujer astuta puede mover reinos con la misma facilidad que un general mueve sus legiones." Él me dio un lugar en su mundo de hombres, una educación, una libertad para emprender un negocio, aunque Roma nunca lo sabrá."



Quinto rió, un sonido seco. "Y ahora, Sira, vives en Antioquía, viuda, libre, pero marcada por él. Yo tengo tierras en Campania, regalo de Augusto, pagado con el oro de Casio. Cada vez que camino por esos campos, pienso en él, en cómo sus legiones, sus talentos, sus sacrificios, construyeron este mundo que habitamos. Pero también pienso en Filipos, en su cuerpo bajo la capa, en Bruto llorando: "¡Adiós, Casio! ¡El último de los romanos!". ¿Era cierto, Sira?. ¿Era Casio el último de esa estirpe de hombres incorruptibles, o solo un eco final de lo que Roma fue?".



Ella lo miró, sus ojos brillando con lágrimas contenidas. "Sí, Quinto. Era el último. No por su riqueza, sino por su fe inquebrantable en una Roma que ya no existía. Y yo… yo lo amé, no como Junia Tertia, sino como una mujer que vio su alma desnuda. Él no fue mío en el sentido de la posesión, pero yo fui suya, en las noches secretas de Siria, en las palabras que nunca dijimos en voz alta. Su muerte me dejó libre de una carga inmensa, pero también vacía de un propósito que solo él había encendido en mí, un fuego que ahora solo arde como rescoldo."



EL SUEÑO DEL EMPERADOR REHÉN DE LA FORTUNA

La noche cayó sobre Antioquía. Antípater pensó en el significado del sacrificio de Casio. Si él hubiera sido el primer emperador, habría sido diferente: no un dios, como César Octavio, sino un hombre que recordaba la libertad, que habría gobernado con justicia. Habría fortalecido el senado, buscado una paz que uniera. Pero su republicanismo inquebrantable lo condenó a un pasado que Roma ya había superado. Su muerte, un error nacido del polvo de Filipos, fue el último acto de un hombre que prefirió la libertad a la corona, la dignidad de la derrota a la humillación.



Sira, con los ojos fijos en el firmamento tachonado de estrellas, rompió el último silencio. "Casio no era un hombre de vanidad, Antípater. No buscaba un trono, sino un propósito. Si hubiera vencido, habría sido el arquitecto de una República fuerte. Quizás… quizás no se habría llamado "emperador", sino "Primer Ciudadano", con más poder que cualquier cónsul, pero anclado a la ley y al Senado. Él entendía el caos que el viejo sistema había engendrado. Habría forjado un equilibrio. Pero la Fortuna es una diosa caprichosa, y Casio, aunque su favorito en ocasiones, no pudo doblegarla del todo. Él creía en el destino, pero también en la voluntad. Y su voluntad era la libertad de Roma. Habría impuesto el orden, sí, pero siempre con el recuerdo de la República en su corazón, un constante recordatorio de los peligros de la tiranía." Su voz se apagó, dejando el eco de lo que pudo haber sido flotando en el aire fresco de la noche.



En la quietud, Sira llevó una mano a su anillo de plata, un gesto que hablaba de un amor que la había transformado y del fuego que, aunque rescoldo, jamás se apagaría. Casio, el último de los romanos, no solo dejó un vacío en la historia, sino también una profunda reflexión sobre el destino ineludible, el peso de la elección individual y la persistencia del ideal en un mundo que ya no lo quería, pero que, a pesar de todo, se construyó sobre sus cenizas.



CAPÍTULO ESPECIAL POST-EPÍLOGO: LA CORONA INVISIBLE DE CASIO – EL PRIMER HOMBRE DE ROMA


¿Y si la diosa Fortuna hubiera favorecido a Cayo Casio Longino en Filipos, y los derrotados hubieran sido Marco Antonio y César Octavio?. Desglosamos brevemente este supuesto destino.


FILIPOS, OCTUBRE DEL 42 A.C.: LA VICTORIA AMARGA Y LA TRAICIÓN DE LA FORTUNA

La segunda batalla de Filipos no se escribió con la tinta del suicidio, sino con el rojo sangre de la victoria inesperada. Mientras el sol de octubre teñía de melancolía las llanuras macedónicas, Cayo Casio Longino, el estratega frío y calculador, no cedió al engaño del humo y la confusión. Aquella mañana fatídica, un mensajero jadeante de Bruto llegó, no con la noticia de la derrota, sino con la confirmación de su triunfo sobre César Octavio. Bruto, el alma noble de la conjura, había perecido en la desesperada carga final, su cuerpo ensangrentado cayendo en la vanguardia, pero su sacrificio no había sido en vano: las legiones del joven César Octavio huían en desbandada hacia el Adriático.



Casio, sin Bruto a su lado, sintió el peso de una soledad infinita, pero la mente del general prevaleció sobre el dolor del cuñado. Con una celeridad asombrosa, desoyó el falso informe de su propio flanco derrotado, comprendiendo que la niebla de la guerra era tan peligrosa como el filo de una espada. Lanzó sus legiones de reserva, frescas y sedientas de venganza, contra el flanco exhausto de Marco Antonio. No hubo una retirada estratégica; hubo una aniquilación. El pantano, que Antonio había osado cruzar, se convirtió en una trampa fangosa donde sus tropas fueron masacradas. Antonio, el león de César, logró escapar por los pelos, dejando tras de sí los estandartes imperiales, el símbolo de una derrota absoluta. César Octavio, ya en retirada, no tuvo más remedio que embarcarse en la huida más ignominiosa de su incipiente carrera, abandonando su campamento y los restos de sus cohortes.



Filipos, para asombro de Roma y del mundo, no fue la tumba de la República, sino el altar sobre el que renació, aunque de forma trágicamente mutada. La Fortuna, siempre caprichosa, había coronado a Casio, el hombre que menos la adulaba, el más reacio a los honores personales. Él, que había matado a un rey, se encontró con el poder de un monarca absoluto en sus manos. "Hemos ganado la batalla," le susurró a su legatus mientras observaba el campo sembrado de cadáveres, "pero la guerra de Roma contra sí misma apenas ha cambiado de fase." Sabía que la República, como él la había conocido, estaba muerta, no por la espada de César, sino por el veneno que la propia Roma había bebido: el ansia de un amo, la incapacidad de gobernarse a sí misma.



EL PRIMER HOMBRE DE ROMA: PRAGMATISMO Y AUTORIDAD SILENCIOSA

El regreso de Cayo Casio Longino a la Urbe no fue un triunfo. No hubo arcos esculpidos ni desfiles de cautivos. Su entrada fue la de un censor sombrío, la de un magistrado que volvía a sus deberes con la seriedad de quien ha visto la profundidad del abismo. Roma, acostumbrada a la pompa de los victoriosos, respiró con un temor reverencial. Sabían que Casio no sería un tirano sanguinario, pero sí un amo. Un amo implacable.



Se negó a aceptar el título de Dictator Perpetuus o Imperator Casiuss. En cambio, el Senado, reunido bajo su atenta mirada, le concedió el título sin precedentes de "Primer Hombre de Roma" (Princeps Vir Romae), un eufemismo que, en la práctica, le otorgaba un poder absoluto, pero envuelto en el ropaje de la tradición republicana. Él era el Primus inter Pares, el primero entre iguales, un pater patriae que gobernaba no por derecho divino, sino por la voluntad del Senado y el pueblo (una voluntad, como bien sabía Casio, que se alineaba con su propio interés).



Su estrategia para coser las heridas de la guerra civil fue de una brillantez fría y calculada:

1.- Amnistía Selectiva y Purga del Senado: No hubo proscripciones masivas. Casio no buscaba venganza, sino estabilidad. Los soldados triunvirales que depusieron las armas fueron perdonados e integrados en sus legiones, creando un ejército unificado y leal a él. Sin embargo, los líderes más recalcitrantes (Marco Antonio, César Octavio, Lépido) fueron declarados hostes publici –enemigos públicos– y sus familias y propiedades confiscadas sin piedad, pese a la protección que los caídos triunviros dispensaron a su esposa Junia Tercia y a su suegra Servilia Cepionis. El Senado fue "reformado": el número de senadores se redujo a trescientos, eliminando a aquellos que habían mostrado una lealtad inquebrantable a los triunviros. En su lugar, Casio promovió a hombres de probada lealtad y experiencia, muchos de ellos equites y provinciales del este que le debían su ascenso. Entre ellos, el astuto Herodes, el príncipe idumeo, fue elevado a un estatus de cliente y aliado privilegiado, un ojo y un oído de Casio en las ricas tierras de Judea.



2.- Centralización Militar y Guardia Pretoriana: Comprendiendo que las legiones eran la verdadera columna vertebral del poder en Roma, Casio centralizó el control absoluto de todos los ejércitos bajo su autoridad directa como Imperator. Disolvió las viejas lealtades personales de los ejércitos provinciales y creó un cuerpo de oficiales leales, seleccionados personalmente por su eficiencia y su desapego a las viejas facciones. Además, estableció la primera Guardia Pretoriana permanente en Italia, un cuerpo de élite de nueve cohortes acuarteladas cerca de Roma, cuya única lealtad era hacia el "Primer Hombre". Esto le permitió sofocar rápidamente cualquier conato de levantamiento o conspiración.



3.- Reconstrucción Económica y Estabilidad Social: Las vastas riquezas acumuladas en Oriente (resultado de sus eficientes, y a menudo brutales, recaudaciones y extorsiones en Asia) no se dilapidaron en lujos personales ni en ostentosos triunfos. Casio las invirtió en un ambicioso programa de reconstrucción en Italia, reasentando a miles de veteranos en tierras públicas y privadas compradas a precios justos, y estabilizando el suministro de grano para la siempre hambrienta plebe romana. Esta política, inspirada en las medidas populares de César pero ejecutada con una austeridad inflexible, le granjeó el apoyo de las clases bajas y los veteranos, dos pilares esenciales para su régimen. Se dice que su máxima era: "La República no puede permitirse la debilidad. La justicia no es un lujo, sino una necesidad para la estabilidad."



Su gobierno fue austero, eficiente y, para muchos, aburrido. Eliminó la corrupción endémica, restauró la autoridad de los tribunales y promovió una administración provincial más justa, aunque no menos exigente en la recaudación de impuestos. Los poetas, forzados a cambiar de bando, le dedicaron versos que lo pintaban como el nuevo Cincinato, el hombre que volvía al arado tras salvar la República, aunque pocos se lo creyeran del todo. Su rostro, grabado en las monedas, no mostraba la juventud idealizada de César Octavio, sino la dureza de un soldado y la inteligencia de un estratega.



CLEOPATRA Y EL PACTO EGIPCIO: UN ENCUENTRO DE MENTES AFILADAS

El gran desafío de Casio fue la cuestión de Egipto y su reina, Cleopatra VII. El reino del Nilo, no solo un santuario para los partidarios de Marco Antonio y César Octavio, ya caídos en desgracia, era además el granero de Roma, y su control era vital para la estabilidad del nuevo orden. Casio no era un hombre dado a los romances ni a los juegos de seducción que habían cautivado a César y a Antonio cuando disfrutaron de la compañía de la faraona. Su encuentro con Cleopatra, registrado en los anales como un choque de voluntades, no de pasiones carnales, fue un pasaje crucial en la historia alternativa de Roma.



Casio llegó a Alejandría no con la fanfarria de un conquistador, sino con la discreción de un diplomático, flanqueado por una cohorte de pretorianos que imponían respeto. Se negó a entrar en la ciudad con pompa, y su audiencia con Cleopatra fue directa, sin las florituras ni los juegos de poder habituales. La reina, hermosa y astuta, vestida con las sedas más finas y adornada con joyas que centelleaban, lo recibió en su sala del trono. Ella, acostumbrada a doblegar hombres con su encanto, encontró en Casio una roca inexpugnable.



"Reina de Egipto," comenzó Casio, su voz grave y sin inflexiones, "Roma tiene hambre. Y tú, la fortuna de tus antepasados. Mi interés no reside en tu belleza, que es legendaria, sino en tu capacidad para alimentar a mi pueblo y asegurar la estabilidad en Oriente." Sus ojos, oscuros como el basalto volcánico, escrutaron los de ella, sin una pizca de deseo, solo una lucidez analítica.



Cleopatra, fascinada y frustrada por la inexpugnable frialdad de Casio, intentó sondearlo. Le habló de filosofía griega, de estrategias militares y de los arcanos de la política oriental. Casio, un hombre de profunda cultura, se deleitó en el duelo de mentes, encontrando en ella una igual intelectual, algo raro en su mundo dominado por la acción y la guerra. Hubo una intimidad profunda en ese intercambio de conocimientos, una conexión intelectual que trascendía lo físico.



Compartían una comprensión brutal de la naturaleza del poder, la necesidad de pragmatismo y la soledad del líder. En las largas conversaciones nocturnas en la biblioteca de Alejandría, bajo el tenue resplandor de las lámparas de aceite, no hubo caricias ni susurros de amor, sino un intercambio agudo de perspectivas sobre el destino de los imperios, la fragilidad de la ambición y la implacabilidad de la historia.



"Tu mente es tan formidable como tu ejército, Casio," admitió Cleopatra una noche, su voz apenas un murmullo, "y tu visión de Roma, más allá de la seducción. Eres un hombre que no busca la pasión desbordante, sino una alianza forjada en el acero de la supervivencia."



El trato final fue brutalmente simple, pero mutuamente beneficioso: Egipto conservaría su independencia nominal, pero se convertiría en un protectorado romano bajo la estricta supervisión de un legado de Casio, con guarniciones romanas en puntos clave. El precio de esta autonomía: Egipto sería el principal granero de Roma, con un tributo anual de grano fijado por Casio, innegociable y garantizado. A cambio, Roma garantizaría la seguridad de Egipto frente a cualquier amenaza externa. Cesarión, el hijo de César, fue discretamente enviado a las afueras del imperio, a provincias lejanas en Galia, lejos de cualquier pretensión al poder en Oriente o Roma. Cleopatra, herida en su orgullo pero impresionada por su franqueza y su formidable voluntad, aceptó. Ella, que había soñado con gobernar Roma a través de sus amantes, se encontró con un hombre que solo veía en ella una pieza estratégica en su tablero de ajedrez geopolítico.



SUPERANDO LA GUERRA CIVIL: CEMENTO Y PROPAGANDA

Para consolidar su poder y sellar la herida de la guerra civil, Casio adoptó una política de "reconciliación selectiva" que se convirtió en su sello distintivo. Perdonó a miles de partidarios de Marco Antonio y César Octavio, siempre y cuando juraran lealtad a la "República Restaurada" y entregaran una parte de sus propiedades sin asfixiarles como garantía de su lealtad. Aquellos que se resistieron, que intentaron conspirar o que demostraron una lealtad inquebrantable a los derrotados, fueron enviados sin piedad al anfiteatro como macabra diversión para la sanguinaria plebe romana, enviando un mensaje claro: la clemencia de Casio tenía límites muy definidos.



Simultáneamente, Casio impulsó una meticulosa campaña propagandística. No se glorificó a sí mismo como un dios, sino como el restaurador. Encargó monumentos y estatuas que representaban a Roma como una madre protectora, rodeada por figuras simbólicas de justicia, libertad y unidad. En los foros y en los teatros, oradores y dramaturgos pagados ensalzaban los ideales republicanos, presentándolo como el último guardián de la res publica. Se restauraron los viejos rituales religiosos y se promovió el culto a las antiguas virtudes romanas. Todos sabían que el verdadero poder residía en Casio, pero la fachada de la República se mantuvo, ofreciendo a los ciudadanos la ilusión de la normalidad.



EL LEGADO DE CASIO: EL "FAVORITO DE LA FORTUNA" Y EL PRÍNCIPE REPUBLICANO

Con el tiempo, Cayo Casio Longino se ganó el apodo de "Favorito de la Fortuna" como en su momento también se lo ganaron Lucio Cornelio Sila o Cayo Julio César, no por suerte ciega, sino por su capacidad para moldear el destino con su voluntad de hierro, su brillantez militar, y su intelecto superior. Su gobierno, aunque firme y a veces despiadado, evitó caer en la crueldad desmedida que caracterizaba a otros dictadores. Mantuvo vivos los ideales republicanos como una fachada, pero detrás de ella construyó una estructura eficiente que garantizaba la estabilidad del Imperio, una "Pax Cassiana" que trajo décadas de paz y prosperidad a Roma.



Al final de su vida, ya un anciano con el rostro surcado por las cicatrices de la guerra y la política, Casio reflexionó sobre su trayectoria. Había luchado toda su vida por una República idealizada, solo para convertirse en su último defensor y, paradójicamente, en su transformador. En una carta dirigida a su amada esposa, Junia Tercia, poco antes de su muerte, sus palabras resonaban con la ironía de su destino:



"Roma ya no es la República de nuestros ancestros, mi querida, es cierto. Es un cuerpo mutado, una bestia diferente. Pero tampoco es el imperio corrupto y tiránico que temíamos. He tratado de gobernar con la ley en el corazón y la espada en la mano, como me enseñaron los días oscuros de Carras y Filipos. Si algún día los cronistas de Roma cuentan mi historia, si mi nombre pervive en los anales, espero que digan que fui un hombre que amó a Roma más que a sí mismo, y que la salvó, incluso si para ello tuve que matarla y, luego, reanimarla a mi manera, bajo la sombra de una corona invisible. El verdadero tirano no es quien ejerce el poder, sino quien lo deja caer en manos de la locura. Y la Fortuna... la Fortuna solo favorece a quien sabe cómo usarla, y yo la usé, para Roma."



Y así, Casio, el asesino de César, el libertador de la República, se convirtió irónicamente en el primer eslabón de la cadena de "primeros hombres" que gobernarían Roma por siglos. Su legado fue una Roma fuerte, gobernada con mano férrea y mente clara, pero una Roma donde el viejo ideal de la libertad republicana, aunque enterrado, nunca fue del todo olvidado, sino que palpitaba como un rescoldo bajo las cenizas de una paz impuesta. Su vida fue un testimonio de la complejidad de la historia, las ironías del destino y el peso de las elecciones individuales que, a veces, transforman el mundo de las formas más inesperadas.



Finalizado por XAVIER VALDERAS, en julio de 2025



NOTA DEL AUTOR:  Como habréis comprobado, el último capítulo, junto con el epílogo son bastante ficticios, aunque el resto de la novela he intentado que se aproxime en lo posible a los datos históricos. ¿Hubiera sido mejor la gobernanza de Cayo Casio Longino, un personaje bastante pragmático, aunque firme en sus ideas?. Creo que no puede saberse. La buena gobernanza en un dirigente se ve en sus hechos, y no en las palabras. En consecuencia cuando se ve que los ciudadanos prosperan, notan que tienen más derechos y libertades, se sienten seguros, y mucho más felices, es cuando puede decirse que un gobernante es bueno y está haciendo lo correcto. Claro que dentro de los esquemas sociales y mentales de los individuos de la época que vive Cayo Casio Longino, habían los ciudadanos libres, y los esclavos, y no se puede medir con los parámetros actuales. Aunque incluso emperadores reconocian a los esclavos como seres humanos, para los hombres libres era algo parecido a lo que hoy sentimos por los animales, aparte de que la esclavitud se consideraba como una condición social necesaria y reconocida. Por tanto cuando hablo de ciudadanos libres en este caso que se refiere a la línea del tiempo donde nos encontramos con Cayo Casio Longino, excluyo totalmente a los esclavos. 



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ANEXO DE FUENTES HISTÓRICAS:


PLUTARCO:

 

https://imperioromanodexaviervalderas.blogspot.com/2015/05/vidas-paralelas-de-plutarco.html?zx=f5d2654ad3b8bb3b

 

https://imperioromanodexaviervalderas.blogspot.com/2014/09/vidas-paraletas-de-plutarco-en-7-tomos.html

 

APIANO:

 

https://imperioromanodexaviervalderas.blogspot.com/2016/09/historia-romana-3-tomos-por-apiano.html

 

https://imperioromanodexaviervalderas.blogspot.com/2014/09/historia-de-roma-sobre-iberia-de-apinao.html

 

DIÓN CASIO

 

https://imperioromanodexaviervalderas.blogspot.com/2014/10/el-maestro-del-caballo-marco-antonio.html

 

 SUETONIO:

 

https://imperioromanodexaviervalderas.blogspot.com/2014/08/carta-de-quinto-ciceron-hermano-de.html

 

MARCO TULIO CICERÓN:

 

https://imperioromanodexaviervalderas.blogspot.com/2015/06/discursos-de-marco-tulio-ciceron.html