Tanto la cabeza como el cuerpo tiene colmarse con esa serenidad, avidez y fuerza sin límites para ganar la guerra, porque el enemigo tampoco descansa nunca en su propio propósito de ganarla. Cuando se está en guerra no hay tiempo para el descanso ni para el descuido, y si para la velocidad, la eficacia y adelantarse a todos los acontecimientos.
APASIONADOS DEL IMPERIO ROMANO
Pasión por los romanos. Un blog de divulgación creado por Xavier Valderas que es un largo paseo por el vasto Imperio Romano y la Antigüedad, en especial el mundo greco-romano.
miércoles, 10 de abril de 2024
PROMETEO ENCADENADO
Prometeo robó el fuego y se lo entregó a los hombres. Pero cuando Zeus se enteró, ordenó a Hefesto que clavara el cuerpo de Prometeo al monte Cáucaso. Allí pasó muchos años encadenado. Todos los días un águila caía sobre él y le devoraba los lóbulos del hígado, que volvían a crecerle durante la noche.
( Apolodoro en "Biblioteca mitológica" , siglo II a. C. )
PLATÓN Y EL ORFISMO, por ALBERTO BERNABÉ
PLATÓN Y EL ORFISMO, por ALBERTO BERNABÉ
miércoles, 27 de septiembre de 2023
HISTORIAS, por POLIBIO
martes, 27 de junio de 2023
CÉSAR EXPLICA EL MOTIN QUE TUVO EN SU EJÉRCITO
Siento peculiar horror por el amotinamiento de un ejército, así como siento horror por la traición de un amigo. Quizá los dos acontecimientos de la historia de mi época que más me conmovieron (en un sentido moral y en un sentido estético) sean el amotinamiento del victorioso ejército de Lúculo en el Oriente y el asesinato de Sertorio perpetrado por aquellos que, según se suponía, eran sus amigos. Hay algo trágico en tales hechos, pues tanto Lúpulo como Sertorio eran grandes soldados, que habían conquistado triunfos, y ambos, en momentos críticos, fueron abandonados y traicionados por débiles e innobles subordinados en quienes ellos confiaban. En cuanto a mí, supongo que siempre existe la posibilidad de que me asesinen, pero no creo que alguna vez sea incapaz de sofocar cualquier motín que se produzca entre mis tropas. Las conozco demasiado bien, y en el fondo también ellas me conocen.
Ello no obstante, el estallido de desórdenes en el seno de las legiones de Piacenza me inquietó mucho en aquella época. Comprobé que el desorden estaba concentrado en la novena legión, donde un pequeño grupo de agitadores había conseguido influir en la mayor parte de sus camaradas, incluso en unos pocos centuriones. Las perturbaciones emocionales se difunden rápidamente en un ejército, y cuando llegué a Piacenza también otras legiones estaban comprometidas en lo que equivalía a una rebelión. En cierto sentido, el aparente éxito de los agitadores me hizo más fácil tratar aquella cuestión, puesto que se habían organizado, hasta el punto en que pueden organizarse los amotinados, y habían elegido una comisión de doce hombres que pretendían representar al resto. La codicia y la piedad de si mismos eran los sentimientos que les habían sugerido sus supuestos motivos de queja.
En virtud de varios tortuosos argumentos estaban convencidos de que merecían recompensas mayores de las que habían recibido. Y se quejaban a gritos (quejas que nunca se oyen, sino cuando los soldados están ociosos) sobre su estado de salud, los duros trabajos que habían sufrido en el pasado y la presión que constantemente yo ejercía sobre ellos para que acometieran aún más campañas y emprendieran más duros trabajos. Uno de sus oradores favoritos era aficionado a frases como ésta: «Hasta el metal de las espadas y escudos termina por gastarse. Sin embargo, este general nuestro continúa usándonos sin descanso para sus fines, aunque no estamos hechos de metal, sino de carne y hueso». Consideré esta oratoria bastante efectiva, aunque, por supuesto, en extremo deshonesta, y me enfureció el hecho de descubrir que se pretendía hacer creer a mis soldados que yo estaba prolongando la guerra deliberadamente, cuando desde el comienzo todas mis acciones indicaban mi deseo de la paz.
Evidentemente, era preciso que me presentara en persona ante la turba en desorden, que poco antes había sido un cuerpo de hombres disciplinados. Me llegué a ellos rodeado por un cuerpo de guardias inusitadamente grande y poderoso; eran hombres escogidos, a quienes todo el ejército conocía por sus hazañas. Y no era que yo temiera correr la suerte que hace ya mucho corrió mi suegro Cinna, quien por no haber tomado convenientes precauciones había sido asesinado por sus propias tropas amotinadas. Yo deseaba tan sólo mostrar a mis hombres que eran indignos de mi confianza y en seguida pude ver que mi actitud era eficaz. Aquellos soldados se desconcertaron al verme tan inesperadamente alejado de ellos. Sin duda sus supuestos cabecillas los habían persuadido de que todo cuanto tenían que hacer era amenazarme con que se unirían a Pompeyo y que entonces yo cedería a todas las demandas que quisieran exigirme. Ahora comenzaban a recordar lo que sabían perfectamente bien; es decir, que yo no soy hombre que se deje intimidar y que prefería morir antes que aceptar órdenes de mis propias tropas. Cuando comencé a hablar, se levantaron unos pocos gritos coléricos desde los bordes de la multitud de hombres, pero después de mis primeras frases, todos me escucharon en completo silencio.
Comencé por recordarles con serenidad lo que ellos y yo habíamos hecho juntos en las Galias y mencioné un hecho que, según dije, en mi opinión era obvio: que yo amaba a mis soldados y deseaba que ellos me amaran; pero como ellos sabían, no era yo uno de esos generales que tratan de ganar popularidad participando de los defectos de los soldados o bien perdonando sus faltas. Luego les señalé la circunstancia de que en todas sus campañas no sólo habían conquistado gran renombre, sino que habían sido las tropas mejor y más regularmente pagadas de toda la historia romana. Sabían cómo yo personalmente me había ocupado de todos los problemas referentes a los abastecimientos y a la comodidad de los soldados; sabían cómo los había recompensado después de cada acción triunfante. Sin duda recordarían los grandes esfuerzos que les había exigido, pero, ¿recordaban también el júbilo y la exaltación que habían mostrado en medio de la fatiga?. ¿Recordaban las victorias que nos habían hecho famosos en todo el mundo?.
Dije que me era difícil reconocer ahora en ellos a aquellos hombres a quienes había conocido y en quienes había confiado. Los encontraba en su propio país dedicados al saqueo de los bienes de sus compatriotas y comportándose verdaderamente peor que aquellos celtas y belgas a quienes habíamos derrotado. De esta manera se habían y me habían deshonrado. Les señalé que no me era posible creer que todos ellos estuvieran igualmente comprometidos en los cobardes e irresponsables actos que se estaban cometiendo. Prefería pensar que la mayor parte de ellos había sido inducido a cometer aquellas fechorías por un puñado de personajes ambiciosos y enfadados, a quienes probablemente pagaba el enemigo y que nunca habían sido buenos soldados ni buenos hombres. Pero, así y todo, la actitud general era mala. Aquellos pocos bribones habían sin duda conseguido corromper a la masa de hombres. Los habían persuadido a obrar contra el honor y contra la naturaleza; porque en efecto, existe una ley de la naturaleza según la cual algunos deben mandar, y otros, obedecer. Si se viola esa ley, toda la organización de los seres humanos, con el conjunto de sus instituciones, cae en el caos y la confusión.
En cuanto a mí, ellos sabían muy bien si estaba capacitado o no para mandar. Yo descendía de los fundadores originales de Roma; es más, de los propios dioses inmortales. Y el Estado me había confiado los poderes de pretor, de cónsul y de procónsul, para gobernar provincias. ¿De qué me valía mi linaje, o los poderes con que me había investido el pueblo romano, si ahora iba a recibir órdenes de unas pocas personas despreciables de mi propio ejército?. ¿Se imaginaban esos miserables agitadores que podrían amedrentarme?. ¿De qué manera?. ¿Creerían que yo temía la muerte?. Pero aun suponiendo que todo el ejército hubiera decidido salirse de mi mando, yo prefería morir antes que renunciar a mis derechos y deberes de combate. ¿Creían que podían influir en mi con la amenaza de desertar y de unirse a Pompeyo?.
Si ésta era la idea de lealtad que ellos tenían, y si ésta era realmente su disposición, que Pompeyo les diera la bienvenida. Por mi parte, prefería tener a tales soldados contra mí que en mi ejército. Pero no fueran a imaginarse que iba a facilitarles el libre traslado a Grecia o permitirles que marcharan por Italia saqueando su propio país. Ellos podrían pensar sólo en sí mismos, pero yo tenía que pensar en los intereses de la república y en los míos propios. No deseaba tener en mi ejército hombres dispuestos a amotinarse, pero tampoco iba a tolerar ladrones y bandidos en Italia, así como no los había tolerado en las Galias.
Al terminar este discurso, la mayor parte de los centuriones y oficiales se adelantaron, cayeron a mis pies y me imploraron que perdonara a los hombres que tenían bajo su mando. Pude ver que verdaderamente representaban el sentimiento del ejército. Así y todo, me pareció que era necesario tomar alguna medida disciplinaria. Sobre la base de la información que había recibido, había mandado componer una lista de ciento veinte nombres que incluía el de todos los cabecillas y casi todos sus más ardientes seguidores. Hice leer en voz alta la lista, y por la reacción de los hombres noté que mi información en general era correcta. Seguidamente se hizo un sorteo para elegir doce nombres del total de la relación, pero dispuse las cosas de modo tal que los doce fueran aquellos que, según mis informaciones, eran los verdaderos jefes del amotinamiento. Una vez más, cuando se leyeron estos nombres en voz alta, el ejército pareció manifestar una especie de satisfacción y respeto por lo que se suponía era el acierto del azar. Sin embargo, uno de los hombres protestó violentamente, y vi que el resto consideraba con simpatía sus protestas. Hice investigar el caso de aquel hombre y comprobé que era un buen soldado, que se hallaba ausente con licencia cuando comenzó el motín y que no estaba complicado de ninguna manera en el levantamiento. Había sido denunciado por un centurión con el que tenía una cuestión personal. Me pareció justo que ese centurión ocupara en la lista de condenados el lugar de aquel hombre a quien había acusado falsamente. Y así se hizo. Los doce hombres fueron ejecutados, y la disciplina quedó enteramente restablecida. Ahora tenía la libertad de ir a Roma y tenía la seguridad de que en mi ejército no se producirían más disturbios.
martes, 20 de junio de 2023
MÁXIMINO EL TRACIO, EL PRIMER EMPERADOR DE ORIGEN BÁRBARO
Maximino
nació hacia el año 173 en Moesia o Tracia, de padre campesino godo y madre
alana. Su nombre original era Cayo Julio Vero Maximino, y recibió el apodo de Tracio por su lugar de
nacimiento. Según algunas fuentes antiguas, padecía de gigantismo, lo que le
hacía tener una estatura y una fuerza extraordinarias.
Entró
en el ejército romano bajo el reinado de Septimio Severo y ascendió rápidamente por sus méritos militares. La
juventud de Maximino estuvo marcada por su servicio en el ejército romano.
Ingresó como soldado raso y rápidamente destacó por su destreza física, su
disciplina y su feroz lealtad hacia Roma. Su impresionante estatura, que se
dice que superaba los 2 metros, y su fuerza sobrehumana le valieron el apodo de
"el Tracio". A medida que ganaba reconocimiento, fue ascendido a
varios rangos militares y se distinguió en las campañas en Germania y Panonia. Sirvió
en varias provincias, como Egipto, Mesopotamia y Germania, y llegó a comandar
una legión y a reclutar soldados.
En el
año 235, cuando el joven emperador Alejandro Severo intentó negociar con los germanos en lugar de combatirlos,
el ejército se rebeló y lo asesinó a él y a su madre Julia Mamea. Maximino, que era uno de los comandantes
más respetados por los soldados, fue proclamado emperador cerca de Maguncia el
20 de marzo de ese año. Siendo el primer emperador de origen
plebeyo y sin experiencia política, Maximino tenía grandes ambiciones y
propósitos para su reinado.
El
Senado romano aceptó a regañadientes a Maximino como emperador, aunque lo
consideraba un bárbaro y un usurpador. Maximino desconfiaba del Senado y se
mantuvo alejado de Roma, dedicándose a las campañas militares contra los
germanos y los sármatas. Su hijo Cayo Julio Vero Máximo fue nombrado César y sucesor. Dicen las fuentes que fue el primer Emperador militar, sin rango senatorial, nombrado sin un decreto del Senado, sólo con la aclamación del ejército
Maximino
se caracterizó por su crueldad y su despotismo. Ejerció una fuerte presión
fiscal sobre las provincias imponiendo
impuestos exorbitantes y confiscando propiedades de la nobleza, para financiar sus guerras y recompensar a sus
soldados. Persecució a los cristianos y a los partidarios de Alejandro Severo.
Mandó ejecutar a varios senadores que sospechaba que conspiraban contra él o
que apoyaban a otros candidatos al trono.
En el
año 238, estalló una revuelta en África contra Maximino, encabezada por Gordiano I y Gordiano II, dos senadores que fueron
proclamados emperadores por las tropas locales. El Senado romano reconoció a
los Gordianos como legítimos gobernantes y declaró a Maximino enemigo público.
Maximino
marchó con su ejército hacia Italia para sofocar la rebelión, pero se encontró
con la resistencia de la ciudad de Aquilea, que le cerró las puertas. Mientras
asediaba la ciudad, los Gordianos fueron derrotados y muertos por un rival en
África. El Senado eligió entonces a otros dos emperadores: Pupieno y Balbino.
Maximino
no pudo tomar Aquilea y sufrió la deserción de algunas de sus tropas.
Finalmente, en abril del 238, fue asesinado por sus propios soldados junto con
su hijo y sus colaboradores más cercanos. Sus cabezas fueron cortadas y
enviadas a Roma como trofeos.
Se
sabe poco sobre las relaciones que tuvo Maximino con las mujeres. Se casó con Cecilia Paulina, una dama romana de rango
senatorial, con la que tuvo un hijo, Cayo Julio Vero Máximo. Su matrimonio fue
descrito como feliz y duradero, y juntos tuvieron tres hijos. Sin embargo, la
felicidad de Maximino se vio ensombrecida por la noticia de la muerte de su
esposa y sus hijos a manos de sus enemigos políticos. Este trágico evento se
convirtió en un punto de inflexión en la vida de Maximino y lo impulsó a buscar
poder y venganza. Luego también se casó con una noble romana llamada Balbina.
Los
propósitos que pretendía Maximino en su reinado eran principalmente consolidar
su poder frente a sus enemigos internos y externos, y mantener la lealtad del
ejército mediante el aumento de sus salarios y la victoria en las guerras.
También quiso restaurar la disciplina y la moral entre los soldados, castigando
severamente cualquier acto de indisciplina o cobardía.
Maximino
no mostró interés por las cuestiones administrativas, jurídicas, religiosas o
culturales del imperio. Tampoco se preocupó por ganarse el favor del Senado,
del pueblo o de las provincias. No obstante, Maximino se centró en proyectos de
construcción en Roma y en otras ciudades del Imperio. Entre los monumentos que
construyó se encontraba un gran acueducto que traía agua del río Nera a Roma.
Sin embargo, su reinado se vio empañado por la persecución de cristianos, que
fue particularmente brutal en su época.
Su
reinado fue breve y violento, y marcó el inicio de la crisis del siglo III, una
época de inestabilidad política, social y económica para Roma. No obstante, quiero añadir un par de
preguntas para resaltar esta entrada:
1.-
¿Qué motivó su hostilidad hacia los cristianos y cómo se llevó a cabo la
persecución?, ¿ cómo esta persecución afectó la relación de Maximino con otras
comunidades religiosas en el Imperio Romano?.
La
hostilidad de Maximino el Tracio hacia los cristianos se debió a varios
factores, entre ellos:
- Su
desconfianza hacia el Senado romano, que tenía muchos simpatizantes cristianos
y que apoyó a otros candidatos al trono, como los Gordianos.
- Su
resentimiento hacia Alejandro Severo y su madre Julia Mamea, que habían
favorecido a los cristianos y que fueron asesinados por él.
- Su
temor a perder el apoyo del ejército y del pueblo, que podían ver en el
cristianismo una amenaza para la religión tradicional y el orden social.
La
persecución se llevó a cabo mediante edictos imperiales que ordenaban la
ejecución de los líderes cristianos, la confiscación de sus propiedades y la
prohibición de sus reuniones. También se incentivó la delación y la violencia
popular contra los cristianos. Según algunas fuentes, Maximino llegó a ordenar
que se sacrificara a los niños cristianos en los templos paganos.
La persecución afectó negativamente la relación de Maximino con otras comunidades religiosas en el Imperio Romano, ya que generó descontento, resistencia y solidaridad entre los perseguidos. Algunos grupos religiosos, como los judíos, los maniqueos o los montanistas, se vieron también afectados por las medidas de Maximino. Otros, como los neoplatónicos o los gnósticos, intentaron mantenerse al margen o buscar un diálogo con el poder.
2.-
¿Cuáles fueron los principales desafíos que enfrentó Maximino y cómo impactaron
en la estabilidad política, social y económica del imperio?
Fueron
los siguientes:
- La
oposición del Senado romano, que lo consideraba un bárbaro y un usurpador, y
que apoyó a varios pretendientes al trono, como los Gordianos, Pupieno y
Balbino.
- La
revuelta en África contra Maximino, encabezada por Gordiano I y Gordiano II,
dos senadores que fueron proclamados emperadores por las tropas locales y
reconocidos por el Senado.
- La
resistencia de la ciudad de Aquilea, que le cerró las puertas y le impidió
avanzar hacia Italia para sofocar la rebelión.
- La
deserción y el asesinato de sus propios soldados, que estaban cansados de sus
campañas militares y de su crueldad.
Estos
desafíos impactaron negativamente en la estabilidad política, social y
económica del imperio, ya que provocaron:
- Una
guerra civil entre las diferentes facciones que aspiraban al trono imperial.
- Una
crisis fiscal por el aumento de los impuestos y las confiscaciones para
financiar las guerras y recompensar a los soldados.
- Una
crisis social por el aumento de la violencia, la inseguridad y la pobreza entre
la población civil.
- Una crisis religiosa por la persecución a los cristianos y otros grupos minoritarios.
lunes, 19 de junio de 2023
RESTRICCIONES Y REQUISITOS PARA SER UNA VESTAL EN LA ANTIGUA ROMA
Los que han escrito sobre la “consagración”
de las Vestales, y entre ellos el más escrupuloso es Antistio Labeón,
han afirmado que es sacrilegio tomar a una niña menor de seis años o mayor de
esa edad, así como a una niña que no tenga padre o madre, sea tartamuda, medio
sorda o marcada por alguna tara corporal, o a una niña que se haya emancipado o
cuyo padre lo haya sido, o se encontró, viviendo su padre, bajo la potestad de
su abuelo; del mismo modo aquella cuyos padres, o uno u otro o los dos, han
sido esclavos o ejercen profesiones infamantes. Pero aquella cuya hermana ha
sido escogida para este sacerdocio tiene derecho, según dicen, de ser excluida;
igualmente, aquella cuyos padres es flamen, augur, quindecimviro elegido para
las ceremonias sagradas, septemviro epulón o salio. Se tiene también la
costumbre de conceder la dispensa de este sacerdocio a la desposada con un
pontífice y a la hija del dignatario elegido para las trompetas de las
ceremonias sagradas. Ateyo Capitón asegura, por otra parte, en sus
escritos que no se debe elegir a la hija de un hombre que no tenga su domicilio
en Italia y hay que excluir a aquellas cuyo padre tenga tres hijos. Una virgen
vestal desde que ha sido consagrada, llevada al atrio de Vesta y entregada a
los pontífices, al punto sin emancipación y sin pérdida de personalidad
jurídica sale de la potestad paterna y adquiere el derecho de redactar su
testamento. Sobre la costumbre y el rito según el cual se realiza la elección
no hay documentos de alguna antigüedad a no ser que quien fue elegida la
primera lo fue por el rey Numa. Pero hemos encontrado la ley Papia, que
prescribe que veinte jóvenes sean escogidas al arbitrio del sumo sacerdote y
que se haga una tirada a suerte entre ellas en asamblea… La tirada a suerte
prevista por la ley Papia no parece más necesaria ahora, en efecto, si
un hombre de buen nacimiento alcanza el sumo pontificado y ofrece a su hija
para el sacerdocio, puesto que se puede tener cuenta de esta candidatura sin
violar las reglas religiosas, el senado concede dispensa de la ley Papia.
( Aulo Gelio)
El texto es un extracto de las "Noches áticas" de Aulo Gelio, un jurista y escritor romano del siglo II d.C. . Es una obra variada que contiene diferentes anécdotas sobre historia, literatura, filosofía, derecho, ciencia y otros asuntos que el autor fue recopilando durante sus viajes por el Ática y por Roma. El extracto corresponde al primer libro, capítulo 12, y habla sobre la selección y el régimen de las vírgenes vestales, unas sacerdotisas consagradas al culto de la diosa Vesta en la antigua Roma.
El texto muestra una visión muy machista y excluyente hacia las mujeres. La selección de las vestales se hacía con criterios muy exigentes que descartaban a niñas con ciertas características físicas, como ser balbuciente, medio sorda o tener algún "defecto corporal". También se descartaba a las hijas de personas de oficios considerados "infames" o cuyos padres habían sido esclavos. Estos criterios reflejan una mentalidad antigua que desprecia a las mujeres y perpetúa prejuicios discriminatorios basados en el aspecto físico o la ocupación de sus padres.
Además, se mencionan exclusiones basadas en el
rango social de los padres, como los flámines, augures o aquellos que
participaban en ritos sagrados. Estos criterios impedían el acceso de las
mujeres a puestos religiosos relevantes y perpetuaban una jerarquía social que
beneficiaba a ciertos grupos. Por otro lado, el texto también menciona la
exención de ciertas restricciones para las casadas con pontífices o hijas de
dignatarios. Esto indica que, en algunos casos, el estatus social y los
privilegios familiares podían influir en la elección de las vestales, lo cual
contradice la idea de una selección basada en cualidades individuales.
El extracto también refleja la mentalidad y los valores de la sociedad romana, que exigía a las vírgenes vestales una pureza física y moral absoluta, así como una lealtad inquebrantable a su deber sagrado. Las vestales disfrutaban de un gran respeto y honor, pero también estaban sujetas a una rigurosa disciplina y control. Su castidad era esencial para el bienestar de la ciudad y su infracción se castigaba con la muerte.