miércoles, 10 de enero de 2018

ÚLTIMAS VICTORIAS DE CÉSAR EN LA GUERRA CIVIL ROMANA, Y LOS IDUS DE MARZO




La situación en Roma no era alegre. El trigo ya no llegaba de España, donde el hijo de Pompeyo había organizado otro ejército, ni de África, donde Catón y Labieno eran dueños del terreno y tenían a sus órdenes fuerzas iguales a las que habían sido derrotadas en Farsalia. En el interior cundía el caos. El yerno de Cicerón, Dolabela, se había coligado con Celio, sucesor de Clodio y jefe de los extremistas.



Juntos habían ordenado la cancelación de todas las deudas, lo que significaba el marasmo económico, y reclamado de Marsella a Milón, el gran maestro de la demagogia y del garrotazo. Marco Antonio que, en representación de César, tenía que mantener el orden, lo llevó a cabo con las maneras expeditivas del soldadote, desenfrenó a la tropa, un millar de romanos fueron degollados en el Foro, y Celio y Milón huyeron para organizar la revuelta en provincias, donde varias legiones se habían sublevado.



César, habituado a pelear con las derechas, o sea contra los reaccionarios, detestaba tener enemigos en la izquierda y no quería acabar como Mario, obligado, para mantener el orden, a aniquilar a los suyos. Se puso a desenredar la madeja política de sus soldados «porque —dijo— dependen del dinero, que depende de la fuerza, que depende de ellos». Se presentó una sola vez y desarmado ante las legiones sublevadas y, con su calma habitual, dijo que consideraba legítimas sus reivindicaciones y que las satisfaría al retorno de África, adonde iba a combatir «con otros soldados».



A estas palabras, dice Suetonio, los veteranos se estremecieron de vergüenza y de arrepentimiento, gritaron que aquello no podía ser, que los soldados de César eran ellos y entendían seguir siéndolo. César, tras simular algunas dificultades, se sometió por el simple motivo de que no disponía de otros soldados. Aquel general era, también, como se diría hoy, un gran filón. Cargó en naves aquella tropa que rebullía de ardores de redención, desembarcó en África en abril del 46, en Tapsos, y halló aguardándole ochenta mil hombres al mando de Catón, Metelo Escipión, su ex lugarteniente Labieno, y Yuba, rey de Numidia.


Una vez más le acaeció tener que luchar a uno contra tres. Una vez más perdió el primer encuentro. Una vez más ganó la batalla decisiva, que fue terrible. En aquella ocasión sus soldados no respetaron las órdenes de clemencia y degollaron a los prisioneros. Yuba se mató en el campo. Escipión fue alcanzado en el mar y ejecutado. Catón se encerró en Utica con un pequeño destacamento, aconsejó a su hijo que se sometiera a César, repartió el dinero que le quedaba en casa a cuantos se lo pidieron para huir, ofreció una comida a sus más íntimos amigos y conversó con ellos acerca de Sócrates y Platón. Después, se retiró en su aposento y se clavó un puñal en el vientre. Los siervos se dieron cuenta y llamaron a un doctor que volvió a meterle en su sitio los intestinos que colgaban por la herida y la vendó. Catón fingió haber entrado ya en coma. Después, cuando le dejaron solo, se quitó el vendaje y volvió a abrirse la herida con sus propias manos.



Le encontraron muerto, con la cabeza reclinada sobre páginas del Fedón de Platón. César, dolido, dijo que no podía perdonarle que le hubiese quitado la ocasión de perdonarle. Le hizo solemnes funerales y volcó su clemencia sobre su hijo. Tal vez tenía la impresión de que aquel hombre desagradable y en muchos aspectos antipático, se llevaba a la tumba las virtudes de la Roma republicana. Hubiera trocada gustosamente la vida de aquel enemigo por la de muchos amigos: la de Cicerón, por ejemplo.



Tras una breve pausa en Roma, fue a dar el golpe de gracia al último ejército pompeyano, el de España. Lo descalabró en Munda y finalmente pudo dedicarse por entero a la obra de reorganizar el Estado. Tenia ya los poderes para ello, pues el Senado le había concedido el título de dictador; primero, por diez años y después, vitalicio. Pero la empresa era gigantesca y requería una clase dirigente de que César no disponía. Invitó a sus antiguos adversarios aristócratas, que eran los más competentes, a colaborar con él.



 Le respondieron con sarcasmos y conjuras, sacando a relucir la vieja fábula del proyectado matrimonio con Cleopatra y el traslado de la capital a Alejandría. César no pudo contar más que con un grupo de algunos amigos de confianza, pero inexpertos en administración, con los que formó una especie de ministerio: Balbo, Marco Antonio, Dolabela, Oppio, etc. La Asamblea estaba de su parte. Al Senado lo redujo a un cuerpo puramente consultivo, tras haber aumentado los miembros de seis a novecientos con la incorporación de nuevos elementos, elegidos entre la burguesía de Roma, entre la de provincias y entre sus viejos oficiales celtas, muchos de los cuales eran hijos de esclavos.



Esta maniobra formaba parte de un proyecto más vasto que César había esbozado cuando concedió la ciudadanía a la Galia Cisalpina. El Senado no había convalidado jamás aquella medida, pero ahora tenía que aceptar que fuese extendida a toda Italia. César había comprendido que nada podía ya esperarse de los romanos de Roma, reblandecidos, bastardeados y sólo capaces de proporcionar entorpecedores y desertores. Sabía que lo bueno radicaba en provincias, donde la institución familiar seguía manifestándose firme, las costumbres sanas y la educación severa. Y con esos provincianos de origen campesino o pequeñoburgués se proponía reformar los cuadros de la burocracia y del Ejército.



Ésta era su verdadera revolución, que trató de llevar a cabo mediante la gran reforma agraria proyectada por los Gracos. Para lograrlo, llamó a colaborar a la alta burguesía industrial y mercantil, que financió la operación. Grandes capitalistas como Balbo y Ático se convirtieron en sus banqueros y consejeros. César desplegó en este cometido la misma energía de que diera muestras como general en el campo de batalla.



Quería verlo todo, saberlo todo, decidirlo todo. No admitía despilfarros e incompetencias. Y para excluir unos y otras, el tiempo no le bastaba jamás. La política del pleno empleo de la mano de obra se conciliaba perfectamente con el mal de piedra que le afligía. César era un constructor nato y pasaba gozosamente sus atareadísimas jornadas. Los chismorreos de sus enemigos contra él, en vez de irritarle le divertían.



Se los hacía contar para después volvérselos a contar él mismo a Calpurnia, con la cual había vuelto a vivir tras el paréntesis de Cleopatra. Era, a su manera, un buen marido que compensaba a su mujer de todos los cuernos que le había puesto con mil atenciones, una profunda estimación y una afectuosa camaradería. Siempre tenía algo que contarle cuando volvía de la oficina, donde trataba a colaboradores y subalternos con la señorial distancia que le era habitual. Era cuidadoso en el vestir, y de las facultades implícitas en su título de dictador sólo aprovechaba la que le permitía llevar la corona de laurel en la cabeza para ocultar su calvicie.



Lo hacía todo con elegancia: hasta el regalo del perdón a quien le había inferido ofensas. Es más, de poder ser, prefería ignorar las injurias. Por esto quemó, sin leerla, la correspondendencia que Pompeyo había dejado en su tienda de Farsalia, y la de Escipión en Tapsos. A saber cuántas porquerías, traiciones y dobleces hubiera descubierto. Cuando supo que Sexto se aprestaba a vengar a su padre en España, le mandó los sobrinos que residían en Roma. Y a sus dos adversarios, Bruto y Casio, los nombró gobernadores de provincia. Tal vez en esta magnanimidad había también un poco de desprecio por los hombres: característica que casi siempre acompaña a la grandeza. Y tal vez en ese desprecio reside también la razón de su absoluta indiferencia por los peligros que le amenazaban.



No podía ignorar que en torno a él se conspiraba y que la generosidad es un estimulante, no un sedante, del odio. Pero no consideraba lo bastante valerosos a sus enemigos para atreverse. Y soñaba con nuevas empresas; vengar a Craso contra los partos, extender el Imperio hacia Germania y Escitia, y refundir definitivamente toda la sociedad italiana en el nivel de una clase media provincial y rural, más vigorosa y apegada a la antigua usanza.



En febrero del año 48 estaba ya redactando los planes para aquellas campañas, cuando Casio se puso a la cabeza de la conspiración y procuró atraerse a Bruto, a quien César seguía queriendo como a un hijo, acaso por saber que lo era. Novelistas y drama turgos hicieron después de aquel joven un héroe de la libertad republicana. Nosotros dudamos que lo fuese.



 El complot iba arropado de nobles ideales; su propósito era dar muerte a un tirano que aspiraba a la corona de rey para compartirla con Cleopatra, la meretriz extranjera, para dejarla después al bastardo Cesarión tras haber trasladado la capitalidad a Egipto, ¿No se había hecho erigir una estatua junto a las de los antiguos reyes? ¿No había hecho grabar su efigie en las nuevas monedas? El poder se le había subido a la cabeza, perturbada ya por una recaída en los ataques epilépticos. Mejor, hasta para él y su recuerdo, suprimirle, antes de que tuviese ocasión de destruir de un solo golpe la libertad y la supremacía de Roma.



Fueron esos, probablemente, los argumentos que el «pálido y flaco» Casio, según le describe Plutarco, empleó para convencer a su cuñado. Mas tal vez los que triunfaron fueron otros, más personales e íntimos Bruto detestaba a César, no porque ignoraba que fuera su hijo, sino porque sabía que lo era.



Tal vez no había perdonado jamás a su madre que hubiese hecho de él un bastardo. Mas todo eso son suposiciones, pues Bruto era taciturno y hermético. Una fuente muy dudosa ha referido que escribió en una carta a un amigo suyo: Nuestros antepasados nos han enseñado que no se debe soportar a un tirano aunque sea nuestro padre. Pero es demasiado fácil atribuir pensamientos semejantes a un hombre después de que los ha puesto en práctica.



Era un hombre culto, que sabía griego y filosofía. Había gobernado con honradez y competencia la Galia Cisalpina que le confiara César. Casó con su prima Porcia, hija de su tío Catón, que sin duda no debía disponerle favorablemente hacia el dictador. Pero la cosa que más preocupaba de él era que escribía ensayos sobre la Virtud. La Virtud es una de esas señoras honestas a las que se quieren, cuando se quieren, sin hablar de ellas.



A primeros de marzo, tras haberlo «elaborado» bien, Casio fue a decirle que en los próximos Idus, o sea el 15, César daría el gran golpe.



Su lugarteniente Lucio Cotta propondría a la Asamblea, decidida ya a aprobarlo, proclamar rey al dictador porque la Sibila había vaticinado que sólo por un rey podían ser vencidos los partos, contra los que se estaba aprestando la expedición.



Con la oposición del Senado no cabía esperar; su reciente reforma había dado la mayoría a los cesaristas. No quedaba, pues, más que el puñal, antes de que fuese demasiado tarde.



Esta conversación se desarrolló en presencia de Porcia, que apoyó la tesis de Casio y, por mostrar que sabría mantener el secreto incluso bajo tortura, se clavó el puñal en un muslo. Bruto acabó por dar su asentimiento, aunque fuese por no ser menos que su esposa.



Aquella noche, César cenaba en casa con algunos amigos. Según la costumbre de los anfitriones romanos, propuso un tema de conversación: «¿Qué muerte preferiríais?» Cada cual se pronunció por un fin rápido y violento.



El día siguiente por la mañana, Calpurnia le dijo que había soñado con él cubierto de sangre y le rogó que no fuese al Senado. Pero un amigo comprometido en la conjura fue en cambio a buscarle y César le siguió, fallando de poco a otro fiel que fue a informarle del complot.



 Por la calle, un quiromante le gritó que se guardase de los Idus de marzo. «Ya estamos en ellos», respondió César. «Pero no han pasado», replicó el otro.



En el momento de entrar en la sala, alguien le dio un papiro enrollado. César creyó que se trataba de una de las habituales súplicas y no lo desenvolvió. Lo tenía aún en la mano al morir: era una denuncia detallada.



Apenas entró en la sala, los conjurados se abalanzaron contra él con el puñal.



El único que podía defenderle, Marco Antonio, había sido retenido por Trebonio en la antesala.



César trató al instante de protegerse con el brazo, pero lo apartó al ver que entre los asesinos estaba también Bruto.



Es muy probable que, en efecto, dijera; «¿Tú también, hijo mío?», como ha contado Suetonio.



Es una frase que, en aquellas circunstancias, cualquier padre habría pronunciado.



Cayó cosido a puñaladas al pie de la estatua de Pompeyo que él mismo había hecho colocar allí, y ante la que solía inclinarse al pasar.



El golpe dejó asustados y vacilantes a los mismos que lo habían dado. Agitando el puñal ensangrentado, Bruto lanzó un retumbante vítor a Cicerón, llamándole «Padre de la Patria» e invitándole a pronunciar un discurso. Aterrado ante la idea de verse mezclado en aquel suceso y advirtiendo la inoportunidad de toda retórica, el gran abogado quedóse, por vez primera en su vida, sin habla. 



Marco Antonio entró en la sala, vio el cadáver tendido en el suelo y todos esperaron de él un estallido de ira vengadora. En cambio, el «fidelísimo» calló y salió silenciosamente.



Fuera, la muchedumbre se apiñaba inquieta por la noticia que ya había comenzado a circular. Atemorizados, los conjurados se situaron en el portón y alguno de ellos trató de explicar lo ocurrido justificándolo como un triunfo de la libertad.



Pero la palabra no ejercía ya ninguna fascinación sobre los romanos, que la acogieron con amenazadores murmullos. Los conjurados se retiraron, atrincherándose en el Capitolio y poniendo de guardia a sus esclavos armados; luego mandaron un mensaje a Marco Antonio para que acudiese a sacarles de apuros.



El «fidelísimo» fue al día siguiente, cuando Bruto y Casio hablan pronunciado ya, inútilmente, un segundo discurso para calmar a la muchedumbre, cada vez más amenazadora. Marco Antonio lo consiguió como pudo, con un hábil discurso, en el que pidió el mantenimiento del orden prometiendo a cambio el castigo de los culpables.



 Luego fue a ver a Calpurnia, anonadada por el dolor, y se hizo entregar, sellado en un sobre, el testamento de César. Lo entregó a las vestales, como era de uso en Roma, sin abrirlo, tan seguro estaba de ser designado en él como heredero; mandó llamar en secreto a las tropas acampadas fuera de la ciudad y, de vuelta en el Senado, pronunció una alocución de cesáreo equilibrio que era ya un programa de gobierno y tendía a menguar la tirantez.



Aprobó la propuesta de amnistía general presentada por Cicerón, a condición de que el Senado ratifícase todos los proyectos dejados en suspenso por César. Prometió a Casio y a Bruto una gobernación que les permitiese alejarse de Roma y les retuvo aquella noche a cenar consigo.



El día 18, fue encargado de pronunciar el elogio de César en ocasión de su funeral, que fue lo más solemne que jamás se había visto en Roma.



La comunidad israelita, agradecida a César por el amistoso trato que había recibido de él, seguía al féretro mezclada con los veteranos y cantando sus antiguos y solemnes himnos. Los soldados echaron las armas sobre la pira, y los actores y gladiadores sus ropas. Toda la noche, la entera ciudadanía permaneció reunida en torno al féretro.



Al día siguiente Antonio se hizo entregar el testamento por las vestales, abriólo solemnemente entre los altos cargos del Estado y le dio pública lectura. De su fortuna privada. que ascendía a cerca de cien millones de sestercios, César dejaba algo a todo ciudadano romano, y al municipio le donaba sus maravillosos jardines para parque público. El resto debía ser repartido entre sus tres sobrinos, uno de los cuales, Cayo Octavio, quedaba adoptado como hijo y designado sucesor.



El «fidelísimo», que cuarenta y ocho horas después del asesinato de su jefe había invitado a cenar a los asesinos, quedaba recompensado de su extraña fidelidad.






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