Cayo Julio César y el famoso gladiador
Espartaco tenían casi la misma edad.
Su cuna era respetable pero no ilustre y
su padre, un campanio de la parte del Vesubio, había sido uno de los que
apelaron en un plazo de sesenta días al pretor de Roma en virtud de la lex
Plautia Papiria aprobada durante la guerra itálica, y por ello le había sido
concedida la ciudadanía por no ser de los itálicos que se habían alzado en
armas contra Roma.
Nada de los antecedentes rurales del
muchacho explicaba su pasión por la guerra y todo lo militar, pero el padre
sabía sin ningún género de dudas que cuando el muchacho cumpliera diecisiete
años se alistaría en las legiones. No obstante, el padre tenía algo de influencia
y pudo conseguir que se incorporase como cadete a la legión que Marco
Craso había reclutado para Sila después del desembarco de éste
en Italia y el comienzo de la guerra contra Carbón.
El muchacho prosperó en los medios
castrenses y se distinguió en combate antes de cumplir los dieciocho años, fue
trasladado a una legión de veteranos de Sila y en su momento fue ascendido a
tribuno militar; cuando le ofrecieron la licencia al final de la última campaña
en Etruria, él optó por incorporarse al ejército de Cayo Cosconio, enviado
a Iliria para sojuzgar a las tribus que constituían la etnia de los dálmatas.
Al principio, se había entusiasmado con el
lugar y estilo de guerra, y añadió armillae y phalerae a su colección de
condecoraciones militares; pero, luego, Cosconio se había quedado empantanado
en un asedio que duró más de dos años ante la ciudad portuaria de Salona, que
se negaba a rendirse y a luchar. Para el muchacho, que ya se estaba haciendo
hombre, el sitio de Salona fue un episodio aburrido insoportable. Él tenía
decidido lo que iba a hacer: haría carrera en el ejército y se convertiría en
vir militaris. ¡Cayo Mario había comenzado como militar y había alcanzado
los más altos honores!. Pero allí, en aquel asedio, se pasaba los días fuera de
aquella masa inerte de ladrillo y tejas sin hacer nada, sin ir a ningún sitio.
Pidió el traslado
a Hispania porque (como muchos compañeros suyos) le fascinaban las
hazañas de Sertorio, pero el legado al mando de su legión no le tenía
simpatía y se lo negó; el aburrimiento se estaba haciendo insoportable y volvió
a pedir el traslado a Hispania. Segunda negativa. Después de aquello su
conducta se deterioró y comenzó a adquirir fama por indisciplina, ebriedad y
ausencia del campamento sin permiso, todo lo cual desapareció al rendirse
Salona y comenzar el general Cosconio a colaborar con Cayo Escribonio
Curio, gobernador de Macedonia, en una amplia campaña destinada a someter a los
dárdanos. ¡Ahora si que valía la pena!.
El incidente que produjo la ruina del
joven fue calificado de insurrección, pues el legado, que le tenía poca
simpatía, resultó ser un enemigo oculto. Al joven -junto con otros- le juzgaron
por el delito de amotinamiento ante el tribunal militar de Cosconio, que falló
en contra suya. De haber sido un simple auxiliar o soldado no romano, la
sentencia habría sido automáticamente flagelación y ejecución, pero como era
romano y oficial con categoría de tribuno -además de sus numerosas
condecoraciones por valor-, le ofrecieron dos alternativas: perdería,
naturalmente, la ciudadanía, pero podía elegir entre ser azotado y quedar
desterrado para siempre de Italia o hacerse gladiador. Por supuesto que optó
por hacerse gladiador. Así, al menos, estaría en Italia. Y, como era de
Campania, conocía bien el oficio de gladiador, ya que todas las escuelas
estaban en los alrededores de Capua.
Le enviaron a Aquilea con otros siete
jóvenes también culpables de amotinamiento que habían elegido el mismo destino,
y fue comprado por un tratante que lo envió a Capua para venderlo en subasta;
en cuanto a él, no formaba parte de sus intenciones mencionar su anterior
ciudadanía romana. A su padre y a su hermano mayor no les gustaba el deporte
del combate de gladiadores y nunca asistían a los juegos funerarios, por lo
que, aunque no viviera lejos de ellos, podría pasar desapercibido. Y eligió un
nombre para su nueva profesión, un buen nombre breve, que sonara marcial con
connotaciones de espléndido luchador: Espartaco. Sí, sonaba bien. Y se
prometió que Espartaco sería un gladiador famoso a quien requerirían para el
espectáculo en toda Italia, se haría famoso en Capua, traería a las mujeres de
calle y le invitarían a más fiestas de las que podría asistir.
Lo compró en el mercado de Capua el
lanista de una escuela famosa, propiedad del consular y ex censor Lucio
Marcio Filipo, por su aspecto imponente: era alto y tenía pantorrillas, muslos,
pecho, hombros y brazos de extraordinario desarrollo, cuello de toro y piel
tostada salvo unas interesantes cicatrices; y era guapo y rubio, tenía ojos
grisáceos y andares principescos. El lanista que pagó cien mil sestercios por
él por cuenta de Filipo (quien, naturalmente, no asistió a la operación, pues
él nunca había visto a los quinientos gladiadores que poseía y alquilaba con
tan pingües ganancias) pensó que, con aquel aspecto, Espartaco era un gladiador
nato. Filipo hacía una buena compra.
Había dos estilos de gladiador: tracio y
galo. Mirando a Espartaco, el lanista se vio en un brete para decidir en qué
estilo le entrenaría; generalmente el aspecto físico orientaba en este sentido,
pero Espartaco era tan impresionante que podía ser uno u otro. Sin embargo, los
galos tenían más cicatrices y corrían algo más riesgo de quedar mutilados para
siempre, y el precio había sido alto. El lanista decidió que Espartaco sería
tracio. Cuanto mejor aspecto tuviese en la arena, por más dinero podrían
alquilarle cuando comenzase a hacerse famoso. Tenía una noble cabeza, que
luciría mejor desnuda, pues los tracios no llevaban casco.
Y comenzó el entrenamiento. El lanista,
que era cauto, se aseguró de que la destreza atlética de Espartaco fuese
equiparable a su aspecto físico antes de encargarle una armadura plateada con
incrustaciones de oro. Le vistió con taparrabos escarlata sujeto a la cintura
por una tira ancha de cuero negro, de la que pendía el sable curvo de la
caballería tracia. Iba protegido por espinilleras altas que le llegaban más
arriba de la rodilla, lo que le hacía moverse con mayor torpeza y lentitud que
el adversario galo, y requería más inteligencia y coordinación para compensar
el inconveniente; en el brazo derecho llevaba una manga de cuero con escamas
metálicas y sujeta por correas al cuello y al tronco que le cubría la mano
hasta los nudillos. Completaba su atavío un escudo pequeño redondo.
Para Espartaco el entrenamiento fue fácil.
Naturalmente, le rodeaba un aura de cierto misterio (sus siete compañeros
habían ido a parar a otros destinos desde Aquilea) pues nunca hablaba de su
carrera militar y lo que había dicho el agente aquileo en la carta era muy
fragmentario. Pero hablaba latín de Campania y griego de Campania, tenía cierta
instrucción y conocía perfectamente la estructura de un ejército. Todo lo cual
comenzó a inquietar al lanista, que anticipó complicaciones. Espartaco era muy
belicoso, incluso en la pista de entrenamiento con espada de madera y escudo de
cuero. El primer brazo que rompió por varios sitios podía haber sido sin
querer, pero cuando por su lista de huesos gravemente rotos hubo que dar de
baja a cinco doctores durante varios meses, el lanista le mandó llamar.
-Mira -dijo el hombre en tono razonable-,
tienes que aprender a luchar en la arena como un deporte, no como si fuese la
guerra. ¡ Ser gladiador es un deporte!. Lo inventaron los etruscos hace un
siglo y se ha transmitido a través de las épocas como una profesión honorable
de gran habilidad. Es algo que no se conoce fuera de Italia. Cuando muere
alguien, sus parientes celebran, no la clase de juegos que
creó Aquiles en honor de Patroclo, de salto, carreras, pugilato
con puños y lucha, sino una contienda solemne de habilidad atlética en forma de
deporte guerrero.
El gigante rubio le escuchaba impasible,
pero el lanista advirtió que los dedos de su mano derecha se abrían y se
cerraban, como ansiando asir una espada.
-¿Me estás escuchando, Espartaco?
-Si, lanista.
-El doctor es quien te entrena, no tu
enemigo. ¡Y te diré que cuesta mucho formar a un buen doctor!. Pues bien,
gracias a tu desaforado entusiasmo, me he quedado con cinco doctores menos, y
no puedo sustituirlos por otros tan buenos como ellos. Su vida no corre
peligro, pero dos de ellos no podrán volver a trabajar. Espartaco, no luchas
contra los enemigos de Roma; y el objeto del deporte no es derramar cubos de
sangre. El público viene a ver un deporte, un ejercicio físico de ataque y
defensa, poder y gracia, habilidad e inteligencia. Con los cortes, tajos y
rajas que sufren los gladiadores ya hay sangre de sobra para excitar al
público, que no acude a ver a dos hombres matarse o cortarse un brazo. Viene a
ver un deporte. ¡ Un deporte, Espartaco!. Una contienda de destreza atlética.
Si el público quisiera ver hombres que se matan y se mutilan, iría al campo de
batalla. ¡Por los dioses que en Campania no han faltado guerras!. Bien -
añadió, mirándole fijamente-, ¿lo has captado? ¿Lo entiendes ahora mejor?.
-Si, lanista -contestó Espartaco.
-Pues sigue entrenándote y sé buen chico.
Deja tu ardor para las planchas y los muñecos de madera y la próxima vez que te
enfrentes a un doctor con la espada de madera, concéntrate para describir en el
aire un bello movimiento con ella y no para lograr un siniestro ruido de huesos
rotos.
Como Espartaco era lo bastante inteligente
para entender lo que el lanista le había dicho, durante cierto tiempo después
de esta conversación estuvo dando vueltas en la cabeza al ritual y al
ceremonial de los movimientos y hasta le encontró su atractivo. Los cautos y
aprehensivos doctores que se enfrentaban a él comprobaron con alivio que no
trataba de romperles los brazos y que se concentraba en perfeccionar las
diversas fintas y movimientos que tanto gustaban a los espectadores. El lanista
tardó más en convencerse de que Espartaco se había curado de su sed de sangre,
pero al cabo de seis meses incluyó a su problemático gladiador en una lista de
seis parejas que iban a luchar en los juegos funerarios de uno de los Gutta de
Capua. Como era una celebración local, el lanista asistió también para ver cómo
se desenvolvía Espartaco.
El adversario galo de Espartaco (formaban
la tercera pareja de la lid) no le desmerecía en nada; era algo más alto y
también de cuerpo extraordinario. Desnudo, con excepción de un pequeño
taparrabos, el galo combatía con un escudo largo ligeramente curvado y una
espada recta de doble filo. Lo mejor de su atavío era un espléndido casco de
plata con placas protectoras en mejillas y cuello, rematado por un pez de
esmalte en postura de salto más grande que la habitual pluma de adorno.
Espartaco no le conocía ni había hablado con él antes; en un establecimiento
grande como era la escuela de Filipo, los únicos a los que había que conocer
eran los doctores, el lanista y los condiscípulos que estaban en el mismo nivel
de entrenamiento. Pero le habían comentado que aquel adversario era un luchador
experimentado que se había hecho famoso en la arena de Capua, donde solía
combatir.
Durante un rato, la contienda se
desarrolló normalmente; Espartaco, con su engorrosa indumentaria, se movía
despacio en círculo fuera del alcance del galo. Viendo aquel rostro bien
parecido y aquel cuerpo hercúleo, algunas mujeres lanzaban suspiros y le
tiraban besos. Espartaco estaba creándose un núcleo de fervientes admiradoras,
pero como el lanista no permitía a los nuevos frecuentar mujeres hasta que
hubiesen hecho méritos en la pista, aquellos besos que le dirigían distrajeron
un poco su atención del galo, y, al alzar su pequeño escudo redondo
excesivamente, éste, más rápido que una anguila, le asestó un tajo en la nalga
izquierda.
Y aquello fue Troya. Y el final del galo.
Y tan rápido que lo único que vieron los espectadores fue un torbellino:
Espartaco giró sobre el talón izquierdo y descargó el sable curvo sobre el
cuello de su adversario, con tal fuerza que la hoja cercenó la columna
vertebral, y la cabeza del galo se dobló hacia un lado y quedó colgando sobre
el hombro con los ojos aún parpadeantes y dando boqueadas que parecían imitar
los besos que las mujeres dirigían a Espartaco. Hubo chillidos, gritos y
arremolinamientos y carreras entre los espectadores, pues la gente se
desmayaba, se marchaba o vomitaba.
Espartaco fue conducido al barracón.
-¡Se acabó! -exclamó el lanista-. ¡Jamás
serás gladiador!.
-¡Pero él me ha herido! -protestó
Espartaco.
El lanista no cesaba de menear la cabeza.
-¿Cómo puede alguien tan hábil ser tan
estúpido?. ¡ Estúpido!. ¡ Estúpido!. ¡ Estúpido!. Con tu aspecto y tu habilidad
habrías podido ser el gladiador más famoso de toda Italia, habrías adquirido un
buen renombre profesional, yo me habría ganado una palmadita en la espalda y
Marcio Filipo habría hecho una fortuna. ¡ Pero no hay manera, Espartaco, porque
eres estúpido!. ¡Hábil pero estúpido!. Hoy mismo te marchas de aquí.
-¿De aquí?. ¿A dónde? -inquirió el tracio,
enfurecido aún-. Tengo que cumplir mi servicio de gladiador.
-¡Sí, descuida! -replicó el lanista-. Pero
no aquí. Lucio Marcio Filipo tiene otra escuela en las afueras de Capua y allí
vas a ir. Es un establecimiento muy acogedor con unos cien gladiadores y unos
diez doctores y con el mejor lanista de la profesión. Cneo Cornelio
Léntulo Batiato. El viejo Batiato, bárbaro de Iliria. Ya verás como, comparado
conmigo, Batiato te parecerá un demonio.
-Lo aguantaré -dijo Espartaco-. No me
queda más remedio.
Al día siguiente, al amanecer, llegó un
carro cerrado tirado por bueyes para llevarse al proscrito, quien montó rápido
y descubrió al oír cerrarse el cerrojo que la única comunicación con el
exterior eran las ranuras entre los tablones. ¡ Era un prisionero que ni sabía
a dónde le llevaban!. ¡ Prisionero! . Tan extraño y horrible era el concepto
para un romano, que cuando el carromato cruzó las enormes puertas enrejadas de
la escuela de gladiadores, conducido por Cneo Cornelio Léntulo Batiato, el
cautivo ya se había contusionado y estaba medio inconsciente de los golpes que
él mismo se había propinado contra las paredes de su encierro.