Normalmente las
lluvias de primavera eran algo desconocido en Sicilia y Cerdeña, y muy escasas
en Africa, lugares de origen del trigo que se consumia en Roma, antes de que
Octavio Augusto anexionara Egipto al Imperio Romano (el otro gran productor de
trigo). Pero muchas veces cuando el trigo había comenzado a espigar (
prácticamente a finales de la primavera), caían unas lluvias torrenciales y el
agua arruinaba la cosecha, lo cual suponía un desastre terrible.
Entonces sucedía que no se podía abastecer los
almacenes de Puteoli y Ostia donde estaban los silos de grano que se
distribuían por los almacenes del Aventino ya dentro de Roma. Con ello, Roma
sufría de repente el alto precio en el trigo que se multiplicaba como mínimo
por cinco veces, y con ello una carestía premonitoria de hambre.
Y en esta situación pasaba que de repente las familias
del proletariado apenas podrían pagar la cuarta parte de aquel precio ( e
incluso a veces menos que esto). No escaseaban otros alimentos más baratos a
falta de grano, pero la carestía del trigo hacía subir los precios de todo lo
demás debido al aumento del consumo y a la limitada producción.
Y los estómagos de los romanos acostumbrados al buen
pan no se contentaban con gachas y nabos, que eran los artículos más socorridos
en época de carestía. Los que estaban fuertes y sanos sobrevivían, pero los
viejos, los débiles, los niños y los enfermizos solían perecer, y muchas veces
por miles en un año de mala cosecha.
Cuando eso sucedía, porque la maldita lluvia echaba a
perder las cosechas, a las pocas semanas el proletariado comenzaba a agitarse y
el conjunto de la población de Roma empezaba a atemorizarse, porque la
perspectiva de convivir con un proletariado sin nada que comer era algo
temible. Entonces muchos ciudadanos de la tercera y cuarta clase, para quienes
resultaba oneroso comprar un trigo tan caro, comenzaban a hacer acopio de armas
para defender sus despensas de las depredaciones de los más necesitados.
Y los más poderosos solían fugarse hacia sus villas de
las afueras de Roma, para evitar verdaderas matanzas callejeras entre
dirigentes de barrios representados en los distintos colegios de encrucijada,
cuyos líderes eran clientes de los distintos cónsules, y de alguna forma
gobernaban o desgobernaban la Roma más profunda y marginada en nombre del
cónsul, como si de mafiosas bandas callejeras se trataran.
Entonces ante las situaciones de hambruna, el cónsul
del año se reunía con los ediles curules responsables de la procuraduría de
grano por cuenta del Estado y solicitaba al Senado fondos suplementarios para
comprar grano donde fuese y de la clase que hubiera, cebada, mijo, y trigos de
mala calidad.
Pero, para esos casos, para los potentados y
riquísimos miembros el Senado, pocos se preocupaban por la situación.
Demasiados años y un profundo distanciamiento de las clases bajas les hacían
olvidar los últimos disturbios de los proletarios. Les preocupaban más las
guerras exteriores que suponían amenazas contra Roma o el poder de Roma, o que
aportaban más riquezas para la clase dirigente de Roma.
Para empeorar las cosas, quienes cubrían el cargo de
cuestores del Tesoro romano generalmente eran jóvenes de la clase senatorial
más elitista y despiadada y apenas se preocupaban de aquellas masas de proletarios
a las que odiaban y repugnaban. Al ser elegidos cuestores para iniciarse en la
carrera política, generalmente solían ser dos los solicitaban destino en Roma
como cuestores urbanos y declaraban que se proponían "contener el
inexcusable despilfarro del Tesoro", rotundo modo de decir que no pensaban
destinar dinero a los ejércitos con tropas proletarias que reclutaban algunos
cónsules más próximos a la plebe, ni a la subvención de grano para los pobres.
En general, el Senado tenía por costumbre no oponerse
a los criterios de los cuestores del Tesoro. Y cuando eran interpelados en la
cámara a propósito de cómo andaban las finanzas estatales, generalmente
respondían tajantemente que no había dinero para comprar trigo, y que por los
desembolsos masivos que se habían efectuado durante una serie de años para
pagar y alimentar a los ejércitos de proletarios que reclutaban algunos
cónsules más próximos a mejorar las condiciones de la plebe, el Estado estaba
arruinado.
Ni la guerra
contra Yugurta, la sostenida contra los germanos, ni la guerra contra
Mitridates habían aportado ingresos suficientes en botines y tributos para
equilibrar el saldo negativo de las cuentas de Roma. Eso acostumbraban a decir
los dos cuestores urbanos de Roma, presentando por mano de los tribunos del
erario los libros que lo demostraban. Roma no tenía un denario para esos
gastos, decían. Así que los romanos que no tuvieran dinero para pagar el precio
que estaba alcanzando el trigo, tendrían que pasar hambre. Lo lamentaban, pero
la situación era así. Incluso si en épocas de hambruna morían unos cuantos
miles de pobres del censo por cabezas (proletariado), menos bocas habría que
alimentar y subvencionar en épocas de abundancia), y eso según los cuestores
urbanos, era bueno para equilibrar y hacer que se recuperara el Tesoro.
No obstante, varios eran los senadores y los cónsules
que se dieron cuenta que no era suficiente con que murieran unos cuantos miles
de proletarios romanos con el consiguiente ahorro presente y futuro en
subvenciones de grano para la plebe cada vez que Roma pasaba por algún año o
temporada de hambruna. El caso es que si los ciudadanos medios y pobres no
podían comer, ello repercutía en mil clases de negocios y profesiones. En
resumen, que una hambruna era también un desastre económico que notaban todos.
Si los panaderos no podían comprar grano porque no habían en los silos del
Aventino, no podían vender pan. Y si la gente pasaba hambre, no trabajaba bien
fuera en la construcción, en el campo, o en los servicios, quedando con ello
mucho más afectados los libertos y los esclavos, junto con sus hijos. Y si los
ciudadanos medios romanos no podían pagar los alquileres, se arruinaban los
caseros.
El desorden y el caos se extendía en los barrios más
afectados, porque se asaltaban tiendas y puestos de mercado entre distintas
bandas callejeras, sin suficiente policía urbana para contenerlos a todos.
Además se llegaban a casos que la gente invadía las huertas para buscar comida,
con lo cual también afectaba en la comida de las clases más acomodadas. Era
inevitable que había que vigilar la producción y abastecimiento de grano, y
además subvencionarlo, aparte de proporcionar vino, aceite, algo de cerdo
salado, y entradas para espectáculos (circo y teatro) a la plebe, para tenerla
contenta y distraída. Tarea que inevitablemente iría requiriendo la atención de
cónsules y posteriormente de emperadores, con el añadido de repartir tierras
para los legionarios licenciados procedentes del proletariado, para que
pudieran ser autosuficientes por sí mismos y de este modo tener algún medio de
vida propio.
Con las
hambrunas no se podía jugar, ya que en ellas estaba el origen de todo malestar
social. Un romano que no podía comer porque no había de qué comer, era siempre
un peligro en potencia para la clase privilegiada que era la que dirigía la
política y administración del Imperio. Y un cónsul o un emperador era bueno,
cuando los romanos más pobres tenían los estómagos satisfechos y la diversión
asegurada.