En Gades me encontré ante un vestigio de esa irradiación y también, debo añadir, con algo diferente y, acaso, menos bello, aunque igualmente importante: una gloria absolutamente descollante. En el templo de Hércules de esa ciudad española del Atlántico alguien había erigido una estatua de Alejandro Magno. La estatua en sí no era notable, aunque al igual que en la mayoría de las estatuas de Alejandro, éste se reconocía de inmediato por su gracia, su ligereza y por cierta tensión de los músculos del cuello. Aquí había una belleza más penetrante que la de Pompeyo, más femenina en cierto modo, y mucho más intelectual. Al contemplarla me di cuenta de que allí, en la más remota de las ciudades conocidas de Occidente, me hallaba contemplando la semblanza de alguien que llevara sus ejércitos victoriosos a través de Asia, Mesopotamia, Persia, Bactria y Sogdiana; que llevara el lenguaje, la ciencia y el pensamiento de los griegos desde Macedonia hasta más allá del Indo; que fundara ciudades y dinastías; que, por medio del oráculo de Amón, fuera proclamado dios; que lograra todo esto y muriese antes de haber llegado a la edad que yo tenía.
La gracia y belleza de la imagen, y la rapidez, certeza y brillo de las verdaderas hazañas del hombre se combinaban juntos produciendo en mi mente el más poderoso efecto. Mucho más tarde he sufrido ocasionalmente ataques epilépticos. En esta ocasión también estuve consciente de la proximidad de una especie de convulsión, aunque, en su apariencia externa, era más decente y normal de lo que son dichos ataques. Estallé en llanto y por algunos instantes tuve que ser auxiliado por los amigos y ayudantes que se hallaban conmigo. Cuando al volver en mí se me pidió que explicase mi comportamiento, hice notar simplemente que había llorado al pensar en el contraste entre mi propia vida, en que tan poco realizara, y la de Alejandro, quien, a mi edad, había conquistado el mundo. Esto, en cierto modo, era la verdad; mas sólo parte de ella. Lo que me impresionó con una fuerza que era casi aplastante fue algo mucho más difícil de expresar en palabras que la mera comparación entre mí mismo, con muy poco o ningún título para la fama, y un hombre que, a mi misma edad, se había ganado merecidamente una gloria duradera.
Por un momento me pareció ver en los arcanos de la historia, en la evocación de los muertos, algo sorprendente y de extrema belleza. Mi emoción se parecía a aquella que pueden despertar en nosotros ciertos versos, audaces y apropiados. Tales líneas nos llenarán no sólo de admiración y deleite, sino también de una especie de amor. Combinan el tiempo y el espacio; años y distancias llegan a ser al mismo tiempo magnificados y aproximados. Y para mí, esa figura de Alejandro, una efigie en la costa del Atlántico, representaba los grandes alcances y la precisión del genio, su impacto sobre millones de hombres, sobre ciudades, sobre el pensamiento y la organización de un mundo: un mundo que existía, también, no en palabras, por perfectas que fuesen, sino en carne y sangre. Por cierto que noté con gran desaliento la disparidad existente en ese momento entre el gran Alejandro tal como había sido y era, y yo; sin embargo, lo que arrancó mis lágrimas fue un sentimiento de admiración, de deleite y de amor ante la contemplación de lo que parecía ser un tipo de perfección.
En ese mismo templo de Hércules, en Gades, los sacerdotes trataron de interpretar los inquietantes sueños que tuviera de un amor culpable con mi propia madre. Su teoría, según la cual esos sueños eran una indicación de que un día yo llegaría a dominar el mundo, no era lógicamente sustentable; sin embargo, esas teorías se avenían con mi forma de pensar. Desde ese momento comencé conscientemente a aspirar al poder. No porque yo anhelase ese poder absoluto que más tarde llegaría a ser mío. Deseaba simplemente ser el primer hombre en el Estado y poder transformarlo de acuerdo con la dirección de mis propias ideas. Veía también que, a fin de alcanzar la altura a que aspiraba, debería actuar no sólo con resolución, sino con una cierta duplicidad. Tendría que hacer alianzas políticas con otros más ricos y poderosos que yo y contentarme durante algunos años todavía con aparecer como un subordinado. No obstante, no habría de descuidar ninguna oportunidad de llevar adelante una política que podría ser llamada mía, y no vacilaría en imponerla por medio de la violencia, mientras estuviera seguro de que la actitud violenta que tomara tuviese éxito.
( Warner Rex en "El joven César")
cesar el grande
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