¡Oh, qué misterioso poder infunde al pueblo la
presencia del genio del imperio! ¡A qué
gran dignidad corresponde alternativamente en su turno tu majestad, cuando la púrpura imperial devuelve
los saludos
al pueblo reunido en las gradas del circo,
cuando resuena, elevado al cielo con el
apoyo del cóncavo recinto, el estrépito de la plebe tras haber sido saludada y el
eco repite al unísono por todas las siete colinas el nombre de Augusto!.
Pasión por los romanos. Un blog de divulgación creado por Xavier Valderas que es un largo paseo por el vasto Imperio Romano y la Antigüedad, en especial el mundo greco-romano.
domingo, 26 de enero de 2020
SOLINO DICE DE LOS CABALLOS DEL CIRCO
Los espectáculos circenses han demostrado que estos
animales gustan de la diversión, pues algunos caballos son animados a correr a los sones de la flauta, otros mediante danzas, otros por la diversidad de colores y algunos incluso
mediante hachas encendidas.
LISTA DE EMPERADORES ROMANOS Y LOS AÑOS DE SU REINADO
Augusto (27 a.C.-14
d.C.)
Tiberio (14-37)
Calígula (37-41)
Claudio (41-54)
Nerón (54-68)
Galba (68-69)
Otón (69)
Vitelio (69)
Vespasiano (69-79)
Tito (79-81)
Domiciano (81-96)
Nerva (96-98)
Trajano (98-117)
Adriano (117-138)
Antonino Pío (138-161)
Marco Aurelio (161-180)
Lucio Vero (161-169)
Avidio Casio (175)
Cómodo (180-193)
Pértinax (193)
Didio Juliano (193)
Pescenio Níger (193-194)
Clodio Albino (193-197)
Septimio Severo (193-211)
Caracalla (211-217)
Geta (211-212)
Macrino (217-218)
Diadumeniano (217-218)
Heliogábalo (218-222)
Alejandro Severo (222-235)
Maximino el Tracio (235-238)
Gordiano I (238)
Gordiano II (238)
Pupieno Máximo (238)
Balbino (238)
Gordiano III (238-244)
Filipo el Árabe (244-249)
Decio o Trajano Decio (249-251)
Herenio Etrusco (251)
Hostiliano (251)
Treboniano Galo (251-253)
Volusiano (251-253)
Emiliano (253)
Valeriano (253-260)
Galieno (260-268)
Salonino (260)
Claudio II (268-270)
Quintilo (270)
Aureliano (270-275)
Claudio Tácito (275-276)
Floriano (276)
Probo (276-282)
Caro (282-284)
Carino (283-285)
Numeriano (283-284)
Diocleciano (284-305)
Maximiano (286-305)
Constancio I (305-306)
Galerio (305-311)
Galerio y Severo II (306-307)
Constantino I el Grande (306-307)
Licinio (308-324)
Maximino Daya (310-313)
Constantino II (337-340)
Constancio II (337-361)
Constante (337-350)
Juliano el Apóstata (361-363)
Joviano (363-364)
Valentiniano I (364-375)
Valente (364-378)
Flavio Graciano (375-383)
Valentiniano II (375-392)
Teodosio I (379-395)
EMPERADORES DE OCCIDENTE:
Honorio (395-423)
Constantino III (407-411)
Constancio III (421)
Valentiniano III (425-455)
Avito (455-456)
Mayoriano (456-461)
Libio Severo (461-465)
Antemio (467-472)
Olibrio (472)
Glicerio (473-474)
Julio Nepote (475-475)
Rómulo Augústulo (475-476)
EMPERADORES DE ORIENTE:
Arcadio (395-408)
Teodosio II (408-450)
Marciano (450-457)
León I (457-474)
León II (474)
Zenón (474-491)
Anastasio (491-518)
Justino I (518-527)
Justiniano (527-565)
Justino II (565-578)
Tiberio II (578-582)
Mauricio (582-602)
PROCOPIO DE CESAREA RELATA LOS FANS Y LA VIOLENCIA DEL CIRCO ROMANO
La población de cada
ciudad, desde muy antiguo, estaba dividida entre «azules» y «verdes», pero no
hace mucho tiempo que, por estos colores y por las gradas en que están sentados
para contemplar el espectáculo, gastan su dinero, exponen sus cuerpos a los más
amargos tormentos y no renuncian a morir de la muerte más vergonzosa. Se pelean
con sus rivales, sin saber por qué corren ese peligro, pero dándose plena
cuenta de que, aun cuando superaran a los enemigos en la pelea, lo que les
espera es que los lleven de inmediato a la cárcel y al final los hagan perecer
torturados de la peor manera. Lo cierto es que el odio que les brota hacia
personas muy próximas no tiene justificación, y permanece irreductible durante
toda su vida, sin ceder ni siquiera ante vínculos de matrimonio, ni de
parentesco, ni de amistad, aunque sean hermanos o algo semejante los que
defienden colores distintos. Y no hay nada humano ni divino que les importe,
comparado con que venza el suyo. Aun en el caso de que alguien cometa un pecado
de sacrilegio contra Dios, o la constitución y el Estado sufran violencia por
parte de los propios ciudadanos o de enemigos externos, o incluso si ellos
mismos se ven quizás privados de cosas de primera necesidad, o su patria es
víctima de las circunstancias más nefastas, ellos no hacen nada, si no le va a
suponer un beneficio a su bando: que así es como llaman al conjunto de sus
partidarios. En este fanatismo también se unen a ellos sus esposas, que no sólo
secundan a sus maridos, sino que incluso, si se tercia, se les enfrentan,
aunque no vayan nunca a los espectáculos ni las induzca ningún otro motivo; de
modo que a esto no puedo darle otro nombre que enfermedad del alma.
BÁRBAROS GODOS INVADEN Y SAQUEAN TRACIA Y MOESIA BAJO EL REINADO DEL EMPERADOR FLAVIO JULIO VALENTE
EMPERADOR FLAVIO JULIO VALENTE |
Los godos se dispersaron
por toda Tracia avanzando con cautela. En este avance, aquellos a los que
derrotaban o hacían prisioneros les mostraban ricos pueblos, sobre todo
aquellos en los que se decía que había una gran abundancia de alimentos. No es
extraño que con tales guías no quedara nada intacto, con la excepción de los
lugares inaccesibles y abruptos. Sin distinguir sexo o edad, toda aquella zona quedo
devastada y fue presa de terribles incendios. Los hijos eran arrebatados del
regazo de sus madres y asesinados. Se llevaron a madres, incluso después de que
algunas hubieran quedado viudas y hubieran visto morir a sus maridos ante sus
propios ojos. Niños pequeños y jóvenes fueron arrastrados entre los cadáveres
de sus padres. Muchos ancianos que clamaban que estaban ya hastiados de vivir,
después de perder sus riquezas y a sus bellas esposas, eran arrastrados con las
manos atadas a la espalda sobre las cenizas ardientes de sus propios hogares.
Una vez agotado todo lo que
podía utilizarse como alimento en las tierras de Escitia y de Moesia (las dos
provincias romanas situadas al norte del monte Hemo), los bárbaros, llevados
por el hambre y la penuria, se revolvían en grandes masas. Y aunque realizaron
frecuentes intentos, chocaban siempre con la resistencia de los romanos, que se
mantenían firmes en aquellas abruptas zonas.
OLIMPIODORO EL VIEJO
Olimpiodoro el Viejo (en
griego: Ὀλυμπιόδωρος ) fue un filósofo neoplatónico que enseñó en
Alejandría durante el siglo V, que en ese entonces formaba parte del Imperio
Bizantino (romano oriental). Es famoso por ser el maestro del filósofo
neoplatonista Proclo (412-485), con quien Olimpiodoro quería casar a su
hija.
Dio conferencias sobre Aristóteles
con un éxito considerable. Debido a la rapidez de su expresión y la dificultad
de los temas en que trató fue muy poco comprendido. Cuando concluyeron sus
conferencias, Proclo solía repetir los temas tratados en ellos para el
beneficio de aquellos alumnos que eran más lentos en captar el significado de
su maestro.
Olimpiodoro tenía la
reputación de ser un hombre elocuente y un pensador profundo. Nada de lo suyo
ha llegado hasta nosotros en forma escrita.
Se le llama Olimpiodoro el
Viejo en referencias contemporáneas porque había un filósofo neoplatónico
posterior (siglo VI) también llamado Olimpiodoro ( Olimpiodoro el Joven ) que
también enseñó en Alejandría.
TRAICIÓN DE ALCIBÍADES
Con la flota, Atenas había perdido, en las playas sicilianas la casi totalidad del Ejército, esto es, la mitad de sus ciudadanos varones. Y como los desastres no vienen nunca solos, a éste se sumó otro: la deserción de Alcibíades
quien, para eludir el proceso, se había refugiado en Esparta poniéndose a su servicio. Y Alcibíades era uno
de esos hombres que constituyen un peligro para quien lo tiene a su favor, pero
una desdicha para quien lo tiene en contra.
Tucídides le
atribuye estas palabras, cuando, fugitivo, se presentó a los oligarcas espartanos: «Nadie sabe mejor que yo, que he vivido en ella y soy su víctima, lo que es la democracia ateniense. No me hagáis gastar saliva sobre una cosa de tan evidente absurdidad.» Tales palabras fueron
sin duda del agrado de aquellos reaccionarios,
pero no desarmaron su desconfianza.
Alcibíades, es cierto,
era aristócrata y partidario de la guerra. Para granjearse la confianza de los espartanos,
se dedicó a imitar sus estoicas y puritanas costumbres. Aquel que hasta entonces había sido el árbitro de todas las elegancias
y refinamientos, tiró los zapatos para pasearse descalzo, con una basta túnica en los hombros, se alimentó de cebollas y empezó a bañarse hasta en invierno en las gélidas aguas del Eurotas. Era tal el rencor que incubaba contra Atenas que para vengarse de ellos ningún sacrificio
le parecía desmedido. Así logró persuadir
a los espartanos de que
ocupasen Deceleia, donde
Atenas se abastecía de plata.
Desgraciadamente, aun sucio y mal vestido, era todavía un buen mozo y sus maneras aparecían irresistibles a las mujeres, sobre
todo a las
de Esparta, que no estaban acostumbradas a ellas. La reina se enamoró de él y cuando el rey Agis volvió del campo, donde había hecho las grandes maniobras, encontró un arrapiezo del
cual le constaba no, haber sido el autor. Alcibíades declaró, para excusarse, que no había podido sustraerse
a la tentación de contribuir con su sangre a la continuidad de la dinastía en un trono glorioso como el de Esparta, pero de todas suertes juzgó prudente
embarcar como oficial de marina en una flotilla que partía hacia Asia. Los
amigos le aconsejaron,
una vez desembarcado, que
mudase de aires. La flotilla, en efecto, era perseguida por un mensajero que tenía orden de
eliminar al adúltero. Éste tuvo apenas tiempo de evitar la puñalada y en Sardes fue a ver al almirante persa Tisafernes, a quien le ofreció, para cambiar, sus servicios contra Esparta.
Dejémosle un momento
en los líos de su triple juego, para volver a Atenas, al borde
de la catástrofe. La ciudad estaba ya totalmente aislada, pues hasta los más fieles satélites se iban pasando al enemigo, Eubea no enviaba más trigo y no había una flota para obligarle a ello. Los espartanos, al ocupar Deceleia, además de las minas de
plata, se habían adueñado de los esclavos que en ellas trabajaban y que se alistaron en su Ejército. Y por si fuera poco habían iniciado tratos con Persia para aniquilar al insolente adversario común, prometiéndole el archipiélago jonio. Era la gran
traición. Los griegos llamaban en su ayuda a los bárbaros para destruir a otros griegos.
En el interior,
el caos. El partido conservador, acusando al demócrata de haber querido la ruinosa guerra, organizó una rebelión, tomó el poder, lo confió a un
Consejo de los Cuatrocientos
y, asesinando algunos jefes de la oposición,
la redujo a tal espanto que la Asamblea, si bien de mayoría aún demócrata, votó
los «plenos poderes», es decir, que abdicó los propios.
Pero después de la
revolución vino el golpe de Estado. Algunos de los mismos conservadores, guiados por Terámenes, volvieron a mandar
a sus casas a los Cuatrocientos, les
sustituyeron por un Consejo de Cinco mil y trataron
de
crear una «unión sagrada» con los demócratas para dar vida a un Gobierno de salvación nacional. Podía ser una solución,
de no haber surgido una especie de «rebelión de Kronstadt» por parte de los marinos de la reducida flota, quienes anunciaron que
no volverían a entrar en el puerto un cargamento de
trigo si no se restauraba inmediatamente el
Gobierno demócrata. Era el hambre. Terámenes
expidió mensajeros a Esparta: Atenas estaba dispuesta a abrir las puertas a su
Ejército, si venía para traer vituallas
y apuntalar el régimen. Pero los espartanos, como
de costumbre, perdieron tiempo pensándolo, la población hambrienta se rebeló, los oligarcas huyeron y los demócratas volvieron al poder para organizar una resistencia a ultranza.
Nada puede darnos mejor la medida de la desesperación a la que estaban reducidos, como la decisión que tomaron de llamar, para ponerse al frente de sus reducidas fuerzas, a Alcibíades, quien, no contento con haber traicionado a Atenas
con Esparta y después a Esparta con Persia, había
intrigado también con Terámenes. En 410 volvió a la patria, como si hasta aquel momento le hubiese servido fielmente, se puso al frente de la flota
y durante tres años infligió a la espartana una nutrida serie de derrotas. Atenas respiró, comió y aclamó, pero se olvidó de mandar los haberes a los marinos. Con
el desenfado que le distinguía, Alcibiades decidió obrar por su cuenta. Dejando el mando de la escuadra a su lugarteniente Antíoco con orden de no moverse de las aguas de Nozio
pasara lo que pasara, partió con pocas embarcaciones hacia Caria para saquearla y proveerse de dinero. Pero Antíoco, que era un ambicioso, vio la buena ocasión para demostrar sus propias capacidades: fue al encuentro de la flota espartana mandada por Lisandro y perdió la suya, a la par que su vida. Alcibiades, esta vez, nada tenía que ver con ello. Pero como gran almirante
fue considerado responsable de aquel enésimo y definitivo desastre y huyó a Bitinia. En Atenas se tomaron decisiones supremas.
Todas las estatuas de oro y plata dedicadas a la divinidad que fuese, se
fundieron para financiar la construcción de una nueva flota,
que fue adjudicada a diez almirantes, uno
de los
cuales era hijo de Pericles y de Aspasia.
Encontraron a la escuadra espartana en las islas Arginusas (406 a. J. C.) y la derrotaron; pero después perdieron veinticinco naves en una tempestad. Los ocho almirantes supervivientes fueron sometidos a proceso, y le tocó ser juez también a Sócrates, quien se pronunció por la absolución, pero fue batido. Los ocho almirantes fueron ejecutados. Poco después, los autores de la condena de muerte fueron a su vez condenados a muerte. Pero el daño ya estaba hecho. Hubo de sustituir a los almirantes muertos con otros que valían menos que ellos y que buscaron un desquite contra Lisandro en Egospótamos, cerca de Lámpsaco,
donde Alcibiades estaba refugiado en aquel momento. Desde lo alto de una colina vio
las naves atenienses, diose
cuenta en seguida de que habían sido mal alineadas y se apresuró a advertir a sus compatriotas.
Éstos le acogieron mal y le echaron tachándole de traidor, precisamente
la vez en que Alcibiades no
lo era. El
día siguiente, el traidor hubo de asistir impotente a la catástrofe de la última flota ateniense,
que perdió en el encuentro doscientas naves logrando
salvar solamente ocho.
Lisandro, que había sabido
del paso de Alcibiades mandó un sicario para matarle. Alcibiades buscó refugio en
casa del general persa Farnabazo. Pero ya no era más que un Quisling que no encontraba protectores dispuestos a creerle. Farnabazo le dio un castillo y una cortesana, pero también un piquete de guerreros que en realidad
eran unos sicarios y que pocas noches después le asesinaban. Así, a los
cuarenta y seis años, concluyó la carrera del más extraordinario, inteligente e
innoble traidor que la Historia recuerde.
Atenas no le sobrevivió de mucho. Lisandro la bloqueó con su flota y durante tres meses la hizo perecer de hambre.
Para indultar a los supervivientes impuso las siguientes condiciones: demolición de las murallas, llamada al poder a los conservadores huidos y ayuda a Esparta en toda guerra que ésta hubiese de emprender en el futuro.
Corría el año 404 antes de Jesucristo cuando los oligarcas volvieron «en la punta de las bayonetas enemigas», como se diría ahora, bajo la guía de Terámenes y de Critias, quienes instituyeron, para gobernar la ciudad, un Consejo de
los Treinta. Y hubo una insensata opresión. Además de los que fueron asesinados, cinco mil demócratas tuvieron que emprender el camino del exilio. Todas las libertades quedaron revocadas. Sócrates, a quien se le prohibió seguir enseñando y que se negó a
obedecer, fue encarcelado,
por bien que Critias fuese amigo y ex alumno suyo. Mas las reacciones duran poco. El año siguiente, los desterrados
demócratas habían formado ya un ejército a las órdenes de Trasíbulo y con él marchaban a la reconquista de Atenas.
Critias llamó la población a las armas, pero ésta no respondió. Sólo un puñado de asesinos comprometidos ya con su régimen se unió a
él en
una resistencia sin esperanza. Fue derrotado y muerto en una corta batalla y Trasíbulo, vuelto a entrar en Atenas con los suyos, restableció un Gobierno democrático
que se distinguió en seguida por su escrúpulo legalista y la benignidad
de las depuraciones. Hubo condenas al destierro, pero ninguna pena capital; los afectados fueron tan sólo los grandes responsables.
Para todos los demás hubo amnistía.
Esparta, que se había
empeñado en sostener el régimen oligárquico, se contentó con
exigir al democrático los cien talentos que había pedido como indemnización de guerra. Y
como los obtuvo en seguida, no insistió con más pretensiones.
( Indro Montanelli )
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