Cleopatra
había ascendido al trono a los diecisiete años de edad, y ahora tenía ya casi
veinte. Los dos años de su reinado habían estado cargados de éxitos y peligros:
primero la gloria de bajar por el Nilo en aquella enorme barcaza dorada con la
vela granate bordada en oro; los egipcios nativos se postraban ante Cleopatra
mientras ella permanecía de pie con su hermano y también marido de nueve años a
su lado (pero un peldaño más abajo). En Hermontis le habían llevado el toro
Buchis, famoso porque los rizos de su largo pelo sin tacha crecían al revés;
Cleopatra, ataviada con las galas solemnes de faraón pero sólo con la corona
del Alto Egipto, estaba en su bajel, que flotaba
entre un mar de barcazas cuyas cubiertas se encontraban alfombradas de flores.
El viaje junto a las ruinas de Tebas hasta la primera catarata y la isla
Elefantina, para estar en el primero y más importante nilómetro el mismo día en
que las aguas crecidas predecirían la altura final de la inundación.
Cada
año, al principio del verano, el Nilo crecía misteriosamente, desbordaba sus
márgenes y extendía una capa de barro negro y espeso repleto de nutrientes
sobre los campos de aquel extraño reino, una capa de mil cien kilómetros de
longitud pero de sólo siete u ocho de anchura, excepto en el valle de Ta-she,
en el lago Moris y en el delta. Había tres clases de inundación: el codo de la
saturación, el codo de la abundancia y el codo de la muerte. Medidos en
nilómetros, había una serie de pozos graduados excavados a un lado del poderoso
río. La subida de su nivel tardaba un mes en recorrer la distancia existente
entre la primera catarata y el delta, que era por lo que la lectura del
nilómetro de Elefantina era tan importante: avisaba al resto del reino de qué
clase de
inundación experimentaría aquel verano. En otoño el Nilo iba retrocediendo
hasta quedar dentro de sus márgenes, lo que dejaba el suelo profundamente
regado y enriquecido.
Aquel
primer año de su reinado la lectura había sido baja en el codo de abundancia,
un buen augurio para un nuevo monarca. Cualquier nivel por encima de treinta y
tres pies romanos estaba en el codo de la saturación, lo cual significaba una
inundación desastrosa. Cualquier nivel entre diecisiete y treinta y dos pies
romanos estaba en el codo de la abundancia, lo cual significaba una inundación
buena; el nivel ideal de la inundación eran veintisiete pies romanos. Por
debajo de diecisiete pies yacía el codo de la muerte, cuando el Nilo no crecía
lo suficiente para desbordar sus márgenes y el resultado inevitable era la
hambruna.
Aquel
primer año el verdadero Egipto, el Egipto del río, no el delta, pareció revivir
bajo el gobierno de su nueva reina, que también era faraón... el dios en la
tierra que su padre, el rey Ptolomeo Auletes, nunca había sido. La inmensamente
poderosa facción que formaban los sacerdotes, egipcios nativos todos ellos,
controlaban gran parte del destino de los gobernantes Ptolomeos de Egipto,
descendientes de uno de los mariscales de Alejandro el Grande, el primer
Ptolomeo. Sólo cumpliendo los verdaderos criterios religiosos y ganándose la
bendición de los sacerdotes podían el rey y la reina ser coronados faraones.
Porque los títulos de rey y reina eran macedonios, mientras que el título de
faraón pertenecía a la impresionante intemporalidad del propio Egipto. El ankh
de faraón era la clave de una sanción más que religiosa, era también la llave
de las inmensas bóvedas del tesoro que había debajo del templo de Menfis, pues
estaban bajo custodia
de los sacerdotes y no guardaban relación con Alejandría, donde el rey y la
reina llevaban una vida orientada al estilo macedonio.
Pero
la séptima Cleopatra pertenecía a los sacerdotes. Había pasado tres años de su
infancia bajo la custodia de éstos en Menfis, hablaba egipcio formal y demótico
y había subido al trono como faraón. Era la primera de los Ptolomeos de la
dinastía que hablaba egipcio. Ser faraón significaba tener autoridad completa,
como una diosa, desde un extremo al otro de Egipto; también significaba que
tenía acceso, sí llegaba a necesitarlo alguna vez, a las bóvedas del tesoro.
Mientras que en una Alejandría no egipcia ser faraón no podía realzar la
posición de Cleopatra. Y la economía de Egipto y Alejandría no dependía del
contenido de las bóvedas del tesoro; los ingresos públicos del monarca
alcanzaban los seis mil talentos al año, y los ingresos privados otro tanto. En
Egipto no había nada que fuera propiedad privada, todo iba a parar al monarca y
a los sacerdotes.
Y así
los triunfos de los dos primeros años de Cleopatra estuvieron más relacionados
con Egipto que con Alejandría, aislada al oeste del Nilo canópico, el brazo más
occidental del delta. También estaban relacionados con un enclave místico de
gente que habitaba el delta oriental, la tierra de Onias, separada y
autosuficiente y que no le debía lealtad a las creencias religiosas de
Macedonia ni de Egipto.
La tierra de Onias era la patria de los judíos que
habían huido de la Judea helenizada después de negarse a reconocer a un alto
sacerdote cismático, y conservaba aún su ferviente judaísmo. También
suministraba a Egipto el grueso de su ejército y controlaba Pelusio, el otro
puerto importante que Egipto poseía en las costas del Mare Nostrum. Y
Cleopatra, que hablaba hebreo y arameo con fluidez, era muy querida en la
tierra de Onias.
El
primer peligro, el asesinato de los dos hijos de Bíbulo, había conseguido
sortearlo bien. Pero el peligro actual era mucho más serio. Cuando llegó el
momento de la segunda inundación de su reinado, ésta cayó en el codo de la
muerte. El Nilo no desbordó sus orillas, el agua fangosa no fluyó sobre los
campos y los sembrados no pudieron asomar sus hojas de un verde vivo por encima
del suelo apergaminado. Porque el sol resplandecía sobre el reino de Egipto
todos los días y todos los años; el agua que daba la vida era el don del Nilo,
no de los cielos, y el faraón era la personificación deificada del río.
No hay comentarios:
Publicar un comentario