jueves, 25 de junio de 2015

EL MAESTRO DEL CABALLO MARCO ANTONIO LLEGA A ROMA




Dos días después llegó a Roma el Maestro del Caballo. Atravesó la Puerta Capena al frente de un escuadrón de caballería germana, a lomos del corcel público antoniano, una bestia enorme y vistosa tan blanca como el antiguo caballo público de Pompeyo Magno. Antonio, no obstante, había ido más lejos que Pompeyo: en lugar de arreos de piel escarlata, su montura los llevaba de piel de leopardo. También él llevaba una capa corta de leopardo sujeta al cuello mediante una cadena de oro, doblada hacia atrás en un hombro para mostrar el forro escarlata del mismo color de la túnica. Su coraza era de oro, moldeada para ajustarse a sus magníficos pectorales, y llevaba grabada la escena en la que Hércules (los orígenes de los Antonios se remontaban a Hércules) mataba al león de Nemea; las tiras de piel escarlata de las mangas y el faldellín estaban tachonadas y orladas de oro. Llevaba el yelmo ático de oro con el penacho de plumas de avestruz teñidas de escarlata (debían de costar diez talentos, ya que eran muy poco comunes en Roma) colgado del arzón posterior de la silla de piel de leopardo, ya que prefería ir con la cabeza descubierta para que el público, boquiabierto, no albergara la menor duda de quién era aquella figura poderosa y divina. Para mayor presunción, había equipado a las monturas negras del escuadrón de germanos con arreos de color escarlata, y a los jinetes los había ataviado con plata y pieles de leones; las cabezas de estas fieras remataban sus yelmos y las garras les colgaban anudadas ante el pecho.


Todas las mujeres de la multitud apiñada para verlo atravesar el mercado de Capena debieron de plantearse la misma duda: ¿Era hermoso o era feo? Por lo general las opiniones estaban divididas, ya que en cuanto a estatura o musculatura era hermoso, mientras que su rostro era feo. Antonio tenía el cabello muy espeso y rizado, de color castaño rojizo, la cara tosca y redondeada, el cuello tan corto y grueso que parecía la prolongación de la cabeza. Sus ojos, pequeños, hundidos y demasiado juntos, tenían el mismo color castaño del pelo. La nariz y el mentón casi se tocaban por encima de la boca pequeña de labios carnosos. Las mujeres que le habían concedido sus favores amorosos comparaban sus besos con el mordisqueo de una tortuga. No obstante, nadie podía negar que su presencia destacaba en medio de cualquier multitud.


Se forjaba unas fantasías desbordantes y fabulosas. Eso mismo podría decirse de muchos hombres, pero la diferencia entre Antonio y los demás estribaba en el hecho de que Antonio vivía realmente sus fantasías en el mundo real. Se veía a sí mismo como Hércules, como el nuevo Dioniso, como Sanpsiceramo, el legendario potentado oriental, y se las ingeniaba para que su comportamiento y apariencia fueran una combinación de los tres.


Aunque su exageradamente ostentoso modo de vida ocupaba casi todos sus pensamientos, no era estúpido como su hermano Cayo, ni un patán; Marco Antonio, en lo tocante a sus propios intereses, poseía un lado astuto que, cuando era necesario, lo sacaba de situaciones precarias, y sabía cómo conseguir que su abrumadora masculinidad actuara en su favor ante otros hombres, especialmente el dictador César, que era su primo segundo. A todo esto se añadía la facilidad para la oratoria propia de su familia, que aunque no estaba a la altura de Cicerón o César, sin duda era superior a la de la mayoría de los miembros del Senado. No le faltaba valor, y era capaz de pensar en el campo de batalla. De lo que sí carecía era del sentido de la moralidad, del comportamiento ético, de respeto por la vida y los seres humanos, y sin embargo podía ser asombrosamente generoso y una excelente compañía. Antonio era como un toro en la puerta del toril, un hombre de impulsos. Lo que deseaba obtener gracias a su noble origen tenía dos aspectos: por un lado, deseaba ser el primer hombre de Roma; por otro, deseaba palacios, buena vida, sexo, comida, vino, comedia y diversión permanente.


Desde su regreso a Italia con las legiones de César hacía casi un año, se había entregado sin freno a todas esas actividades. Como Maestro del Caballo del dictador, era constitucionalmente el hombre más poderoso en ausencia del dictador, y había estado utilizando ese poder de unas maneras que, como bien sabía, César deploraría. Pero también había estado viviendo como un potentado oriental, y gastando mucho más dinero del que tenía. Tampoco le había importado lo que un hombre más prudente habría comprendido desde el principio: que llegaría un día en que tendría que rendir cuentas de sus actividades. Antonio vivía únicamente en el presente. Sólo que el día por fin había llegado.


Lo sensato, decidió, era dejar a sus amigos en la villa de Pompeyo en Herculano. No tenía sentido alterar al primo Cayo más de lo necesario. A pesar de que el primo Cayo conocía bien a hombres como Lucio Gelio Poplicola, Quinto Pompeyo Rufo el Joven y Lucio Vario Cotila, éstos no eran de su agrado.


Su primera parada en Roma no fue la Domus Publica, ni la enorme mansión de Pompeyo en las Carinas, ahora su morada; fue derecho a la casa de Curio en el Palatino, estacionó a sus germanos en el jardín contiguo a la casa de Hortensia, y entró preguntando por la señora Fulvia.


Era la nieta de Cayo Sempronio Graco por Via de su madre, Sempronia, que se había casado con Marco Fulvio Banbalio, una alianza muy apropiada considerando que los Fulvios habían sido los más fervientes seguidores de Cayo Graco, y habían padecido el mismo destino que él. Sempronia había recibido la enorme fortuna de su abuela, pese a que la lex Voconia prohibía a las mujeres ser herederas principales. Pero la abuela de Sempronia era Cornelia, la madre de los Gracos, con poder suficiente para obtener un decreto del Senado que la eximiera del cumplimiento de la ley. Cuando Fulvio y Sempronia murieron, otra exención senatorial autorizó a Fulvia a heredar tanto de su padre como de su madre. Era la mujer más rica de Roma. Fulvia no tuvo que sufrir el habitual destino de las herederas. Eligió ella misma a su marido, Publio Clodio, el patricio rebelde, fundador del Círculo Clodio. ¿Por qué escogió a Clodio? Porque estaba enamorada de la imagen demagógica de su propio abuelo, y vio en Clodio grandes posibilidades para la demagogia. Su fe en él no se vio defraudada. Tampoco estaba dispuesta a quedarse en casa como una clásica esposa romana. Incluso en los últimos meses de embarazo se la veía en el Foro alentando a gritos a Clodio, besándolo obscenamente, comportándose en general como una ramera. En su vida privada era miembro de pleno derecho del Círculo Clodio, conocía a Dolabela, a Poplicola, a Antonio... y a Curio.


Tras el asesinato de Clodio quedó sumida en la mayor congoja, pero su viejo amigo Ático la convenció de que tenía que seguir viviendo por sus hijos, y con el tiempo la terrible herida cicatrizó un poco. Después de tres años de viudedad se casó con Curio, otro brillante demagogo. Con él tuvo un hijo pelirrojo y travieso, pero su vida juntos se vio trágicamente interrumpida cuando Curio murió en la guerra.


Ahora tenía treinta y siete años, era madre de cinco hijos –cuatro de Clodio, uno de Curio- y no aparentaba más de veinticinco años.


Sin embargo, cuando Antonio cruzó la puerta de la mansión, éste no tuvo apenas oportunidad de evaluarla con su certero ojo de conocedor; ella apareció en la puerta del atrio, gritó y se abalanzó sobre él con tal entusiasmo que rebotó contra la coraza y cayó al suelo riendo y llorando a la vez.


( C. McC. )




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