TÁCITO |
Tácito, que ha contado la vida de tanta gente, se ha
olvidado de decirnos algo de la suya propia. No sabemos con precisión dónde
nació y ni siquiera estamos seguros de que fuese hijo de aquel Cornelio
Tácito que administraba las finanzas de Bélgica. Su familia debía
pertenecer a aquella burguesía adinerada que después entró a formar parte de la
aristocracia. Pero más que de la propia, él estaba orgulloso de la estirpe de
su mujer, hija de Agrícola, procónsul y gobernador de Britania, que Domiciano
había cometido el error de destituir. A este Agrícola le conocemos a través de
la biografía que nos ha dejado su yerno, que había de quedar como insuperable
maestro de biografías. Pero como que en Tácito se compendian todas las
cualidades del gran escritor menos la objetividad, no sabemos si aquel retrato
es del todo verídico. Sabemos tan sólo que debía ser sincera la admiración que
lo inspiró.
Tácito era un gran abogado. Plinio le
consideraba más grande que el mismo Cicerón. Pero nosotros tememos que haya
compuesto sus historias un poco con los mismos criterios con los cuales
defendía a sus clientes; o sea, más para hacer triunfar una tesis que para
consignar la verdad. Comenzó con un libro dedicado al período entre Galba y
Domiciano, del que él mismo había sido espectador. Y su vigorosa requisitoria
contra la tiranía tuvo tal éxito en los círculos aristocráticos que habían sido
las mayores víctimas, que le indujo a remontarse hasta los tiempos de los
reinados de Nerón, Claudio, Calígula y Tiberio. Honestamente reconoce haberse
tenido que doblegar, en tiempos de Domiciano, a los caprichos satrapescos de
este soberano y a avalar, como senador, sus abusos. No resulta difícil deducir
de ello que el amor por la libertad debió de nacerle precisamente entonces.
Escribió catorce libros de Historias, de los cuales cuatro han llegado hasta nosotros,
y dieciséis de Anales, de los que sobrevivieron doce, además de varios
trabajos como el Agrícola y un libelo sobre los germanos en el que con
extraordinaria habilidad polémica se exaltan las virtudes de este pueblo para
denunciar, entre líneas, los vicios del romano.
PLINIO EL JOVEN |
Tácito debe ser leído con discernimiento. No hay que
pedirle análisis sociológicos ni económicos. Hay que contentarse con grandes
reportajes, perfectos como técnica narrativa, con thrill y suspense,
como se dice en la jerga cinematográfica, y animados por personajes
probablemente falsos, pero extraordinariamente caracterizados, que se graban en
la memoria gracias a un estilo vigoroso que ningún escritor ha vuelto a tener
después de él. Sus fuentes son dudosas y acaso no se molestó nunca en
buscarlas. Escribe lo que oye decir, recogiendo lo que le acomoda aun siendo
falso y tira lo que no le parece bien, aunque sea verdad, con el único objeto
de difundir sus tesis favoritas: que el mayor bien es la libertad, y que la
libertad queda garantizada solamente por las oligarquías aristocráticas; que el
carácter tiene más valor que la inteligencia y que las reformas no son sino
pasos hacia lo peor. En conjunto, fue una gran lástima que Tácito se jactase de
ser un historiador. De haber tenido ambiciones de novelista, habría sido mejor
para él y para nosotros.
Menos genial y brillante, pero más detallista y digno de
consideración, es el retrato que de la sociedad de aquel tiempo nos ha dejado Plinio
el Joven, un.gran señor que tuvo todas las fortunas, incluidas
las de un tío rico que le dejó nombre y patrimonio, de una esmerada educación,
con una esposa virtuosa (que en aquellos tiempos debía de ser una rareza) y
dotado de un buen carácter que le hacía ver el lado bello de todo y de todos.
Estaba, en suma, en la tradición de Ático: la de los gentlemen. Había
nacido en Corno y, naturalmente, debutó como abogado. Tácito le propuso
compartir consigo el peso y el honor de la acusación contra Mario Prisco,
funcionario acusado de malversaciones y de crueldad. Plinio aceptó. Mas en vez
de pronunciar un discurso contra el inculpado, hizo un elogio exclamatorio, que
duró dos horas, de su colega, quien, cuando llegó su turno, se lo devolvió (y
Prisco, en el banquillo, debía, entretanto, frotarse las manos al sentirse
completamente olvidado).
Le encomendaron varias misiones. Las cumplió todas con
diligencia y honradez. Pero brilló particularmente en las diplomáticas, para
las que lo eligió Trajano, gran conocedor de los hombres. Su cualidad
fundamental era, efectivamente, el «tacto». Basta leer la carta que escribió a
su viejo preceptor Quintiliano, el gran jurista, para excusarse de no
poder darle más de cincuenta mil sestercios para la dote de su hija: parece que
pida un favor en vez de ofrecer una limosna.
QUINTILIANO |
Cuando le enviaban para alguna
embajada o inspección, rechazaba honorarios, transportes y dietas, se llenaba
las maletas de regalos para las esposas de los gobernadores, de los generales y
de los prefectos y se llevaba consigo, pagándolo de su bolsillo, a alguien con
quien hablar de literatura; Suetonio, en general, porque sentía
debilidad por él. Como que debido a su manía de escribir a todo, el mundo,
mantenía los «contactos» (que siempre ha sido una gran astucia en todos los
tiempos), las invitaciones, doquiera llegase, le llovían sobre la cabeza.
Respondía siempre por escrito: Acepto tu invitación a comer, amigo, mas a
condición de que me despidas pronto y me trates frugalmente. Que en torno a la
mesa se trencen conversaciones filosóficas, pero que también de éstas gocemos
con moderación.
Con moderación: he aquí su ética, su estética y su
dietética. Plinio lo hizo todo con moderación: hasta el amor. Y con
moderación habló de todo en sus cartas descriptivas al emperador, a los
colegas, a los parientes, a los clientes. Estas cartas son lo mejor que nos
queda de él y constituyen el testimonio tal vez más valioso de aquella sociedad
y de sus costumbres.
PLINIO EL JOVEN Y SU MADRE |
Hola, Xavier, excelente blog, con mucha información importante. Saludos, L.
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