Lucio
Emilio Paulo (en latín, Lucius Aemilius M. f. M. n. Paullus) (f. 216 a. C.) fue
un magistrado de la República romana, hijo del cónsul Marco Emilio Paulo.
Elegido
cónsul por primera vez, en 219 a. C. junto a Marco Livio Salinator. Fue enviado
contra los ilirios, que se habían levantado de nuevo en armas bajo el mando de
Demetrio; en la Segunda Guerra Ilírica.
Paulo
lo derrotó sin ninguna dificultad: tomó el puerto de Pharos y sometió a
Demetrio a tal acoso que obligó a éste a huir a la corte de Filipo V de
Macedonia. Por estos servicios, Paulo obtuvo un triunfo a su regreso a Roma,
pero fue llevado a juicio junto con su colega M. Livio Salinator, con el
argumento de que no se había repartido equitativamente el botín entre los
soldados. Salinator fue condenado, y Paulo fue absuelto con dificultad.
En
216 a. C., durante la Segunda Guerra Púnica, Emilio Paulo fue cónsul por
segunda vez con C. Terencio Varrón. Comandó el mayor ejército romano reunido
hasta la fecha junto a Varrón, con quien se turnaba diariamente el mando de las
tropas. El mando correspondió a Varrón durante la batalla de Cannas, la cual se
libró en contra del consejo de Paulo; y él fue uno de los muchos romanos
ilustres que perecieron en la batalla, negándose a abandonar el campo de
batalla, cuando un tribuno le ofreció su caballo.
El
heroísmo de su muerte es cantado por Horacio:
Animaeque
magnae Prodigum Paulum superante Poeno Grato insigni referam camena
Paulo
fue uno de los pontífices (Liv. XXIII. 21).
Fue
durante toda su vida un partidario acérrimo de la aristocracia, y fue apoyado
para su segundo consulado por esta última fracción para contrarrestar la
influencia de los plebeyos de Terencio Varrón. Él mantuvo todos los principios
tradicionales de los patricios, de los cuales tenemos un ejemplo en los hechos
relatados por Valerio Máximo.
El
Senado siempre miró con sospecha la introducción de cualesquiera nuevos ritos
religiosos en la ciudad, y, en consecuencia ordenó en el primer consulado de
Paulo la destrucción de los santuarios de Isis y Serapis, que habían sido
erigidos en Roma. Pero debido a que ningún trabajador se atrevía a tocar los
edificios sagrados, el cónsul arrojó a un lado su toga praetexta, se apoderó de
un hacha, y rompió las puertas de uno de los templos.
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