Aquél
era un campamento de caballería, así que era mucho más grande que otros de los que
sólo se requería que diesen cobijo y protección a la infantería. La regla del
visto bueno para la infantería era de mil quinientos metros cuadrados por
legión para pasar el invierno (un campamento para una estancia corta era la
quinta parte de ese tamaño), con diez hombres alojados en cada casa: ocho
soldados y dos sirvientes no combatientes. Cada centuria de ochenta soldados y
veinte no combatientes ocupaba su propia calle pequeña, con la casa del
centurión en el extremo abierto y un establo para las diez mulas de la centuria
y los seis bueyes o mulas que tiraban de la única carreta para cerrar el otro
extremo. Las casas para los legados y los tribunos militares estaban alineadas
a lo largo de la via principalis a cada lado de los aposentos del
comandante, junto con los aposentos del cuestor (que eran mayores porque el
cuestor llevaba los suministros de la legión, la contabilidad, el banco y los
asuntos funerarios), rodeados del suficiente espacio abierto como para contener
las filas reglamentarias; otro espacio despejado en el extremo opuesto a la
casa del comandante servía de foro donde las legiones celebraban las asambleas.
Era matemáticamente tan preciso que cuando se
montaba un campamento, cada hombre sabía exactamente dónde tenía que ir, y esto
se extendía también a los campamentos instalados para pasar una noche en el camino
o a los campamentos en el campo cuando la batalla era inminente. Hasta los
animales sabían dónde tenían que ir. El campamento de Labieno tenía cinco
kilómetros cuadrados de extensión, porque albergaba a dos mil jinetes eduos
además de a la undécima legión. Cada soldado de caballería tenía dos caballos y
un mozo además de un animal de carga, así que el campamento de Labieno daba albergue
a cuatro mil caballos y dos mil mulas en acogedores establos de invierno, y a
sus dos mil propietarios en cómodas casas.
Los
campamentos de Labieno eran inevitablemente desaseados, porque él se regía por
el miedo más que por la lógica, y no le importaba si los establos no se
limpiaban una vez al día o si las calles estaban llenas de basura. También
permitía que viviesen mujeres en su campamento de invierno. A esto César no le
ponía tantas objeciones como al otro aspecto, el del desorden y el hedor de
seis mil animales sucios más diez mil hombres desaseados. Como Roma no podía
tener su propia caballería, se veía obligada a confiar en levas de no
ciudadanos, y los extranjeros siempre tenían su propio código. También había
que dejarles que hicieran las cosas a su manera. Lo cual significaba que a la
infantería de ciudadanos romanos también había que permitirle tener mujeres; de
otro modo el campamento de invierno habría sido una pesadilla de ciudadanos
resentidos armando pendencias con los mimados y consentidos no
ciudadanos.
Sin
embargo César no dijo nada. La suciedad y el terror acechaban uno a cada lado
de Tito Labieno, pero era un hombre brillante. Nadie guiaba a la caballería
mejor que él, excepto el propio César, cuyos deberes como general no le
permitían hacerlo. Y tampoco era una decepción cuando Labieno llevaba a la
infantería. Si, era un hombre muy valioso y un excelente segundo en el mando. Una
lástima que no pudiera domar al salvaje que llevaba dentro, eso era todo. Sus
castigos eran tan famosos que César nunca le daba la misma legión o legiones
dos veces durante las largas permanencias en el campamento. Cuando la undécima
supo que iba a invernar con Labieno, sus hombres se pusieron a gruñir y luego
decidieron que era preferible comportarse como buenos chicos y confiar en que
el próximo invierno les tocase con Fabio o con Trebonio, comandantes estrictos, pero no despiadados.
( C. McC. )
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