( En las fotos, Marco Antonio
cuando era tribuno de la plebe, al servicio de los intereses de Cayo Julio César,
procónsul de la Galia Comata, y cuyo derecho de veto fue violado, aparte de
agredido por parte de los senadores del bando de los boni o optimates
representados especialmente por Marco Porcio Catón)
A primera vista, el tribuno de
la plebe era un cargo menor en la jerarquía senatorial. Los tribunos de la
plebe no tenían imperium. ¡Imperium! Pues bien, eso de ímperíum para la
mentalidad de un no romano equivalía al grado de autoridad que posee un dios en
la tierra. Con aquello, un solo pretor podía obligar a un gran rey a que le
acompañase. Los gobernadores provinciales tenían
imperium, los cónsules tenían ímperíum, los pretores tenían imperium, curules y
ediles tenían imperium, pero todos ellos poseían una clase distinta de imperium.
La única evidencia tangible de imperium era el lictor. Los lictores eran
ayudantes profesionales que iban delante del que ostentaba el imperium abriéndole
paso y llevando sobre el hombro izquierdo el fasces o haz de varas sujetas con
cintas rojas.
Los censores no tenían imperium.
Ni los ediles de la plebe, ni los cuestores. Tampoco lo tenían los tribunos de
la plebe. Estos últimos eran los representantes elegidos del pueblo, ese vasto
conjunto de ciudadanos romanos sin derecho a la alta distinción de ser patricios.
Los patricios eran la aristocracia antigua, aquellos cuya familia había formado
parte de los padres de Roma. Cuando la república acababa de constituirse, sólo contaban
los patricios, pero con el paso de los siglos, conforme algunos plebeyos
adquirieron dinero y poder e ingresaron en el Senado ocupando una silla curul,
también quisieron ser aristócratas, y el resultado fueron los nobilis. Así, la
doble aristocracia la constituían los patricios y los nobles. Para ser noble
bastaba con tener un cónsul en la familia, y nada impedía que un plebeyo
llegara a cónsul. De este modo quedaban satisfechos el honor y la ambición de
los plebeyos.
Los plebeyos tenían su propia
asamblea de gobierno, a la que les estaba vedada la asistencia y el voto a los
patricios. Pero tan poderosos se habían hecho los plebeyos, en detrimento de los patricios, que
este nuevo organismo de la Asamblea de la Plebe era quien asumía la mayor parte
de la legislación. Para que velaran por sus intereses, la plebe elegía diez
tribunos renovables cada año, y ésa era la peor característica del gobierno
romano: que sus magistrados sólo ocupaban el cargo durante un año, con la
consecuencia de que no se podía sobornar a una persona, al no saber si iba a
durar lo bastante para servir los intereses de uno, como les interesaba a
algunos ricos y poderosos reyes extranjeros. Así, cada año había que sobornar a
un hombre distinto, y generalmente había que sobornar a varios, y aún así
resultaba carísimo y complicado.
No, un tribuno de la plebe no tenía imperium ni era un
magistrado mayor; en apariencia, no contaba gran cosa. No obstante, habían
logrado convertirse en los magistrados más importantes del común y disponían de
auténtico poder, ya que eran los únicos con derecho a veto. Y era un veto que
obligaba a todos; sólo el dictador quedaba exento de él. Un tribuno de la plebe
podía vetar a un censor, a un cónsul, a un pretor, al Senado, a sus nueve
colegas tribunos de la plebe, vetar las reuniones, las asambleas, las
elecciones, prácticamente cualquier cosa. Además, su persona era sacrosanta; es
decir, no se le podía impedir fisicamente que ejecutara sus funciones. Y, además,
hacía las leyes. El Senado no podía legislar, sino únicamente recomendar la
adopción de una ley.
Es indudable que todo esto tendía a establecer un sistema
equilibrado de controles para impedir la posible hegemonía política de un
organismo o un individuo. Si los romanos hubieran sido una raza superior de
animales políticos, el sistema habría dado resultado; pero como no lo eran,
casi no funcionaba. De entre todos los pueblos en la historia universal, los romanos
eran los más ingeniosos para encontrar subterfugios legales a la ley.
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