Los hispanos -sobre todo las
tribus a medio someter de la Lusitania y Cantabria eran maestros en un tipo de guerra a
la que la mayoría de los mandos romanos no sabían adaptarse, del mismo modo que
resultaba ajena al estilo bélico de las legiones. Los hispanos nunca
desplegaban sus fuerzas para la batalla según el método tradicional, ni les
preocupaba el criterio universalmente admitido de que era mejor jugarse el todo
por el todo con el objetivo de ganar una batalla decisiva que incurrir en los
agobiantes gastos de una guerra larga.
Ellos ya se habían percatado de
que sostenían una larga guerra, una guerra que tenían que prolongar lo más
posible para conservar su identidad celtibérica, pues se consideraban comprometidos
en una rebelión constante por su independencia social y cultural.
Pero al no disponer del dinero
para hacer una guerra larga, practicaban la guerrilla: tendían emboscadas, efectuaban
incursiones, cometían asesinatos y devastaban las propiedades en territorio
enemigo. Entiéndase las propiedades de los romanos. Nunca aparecían por donde se esperaba,
nunca marchaban en columna ni en agrupaciones numerosas; no se dejaban
identificar por llevar uniforme o portar armas y siempre atacaban de improviso,
saliendo de no se sabía dónde, para desaparecer sin dejar rastro entre los fantásticos
riscos de las montañas como si no hubieran existido.
Los romanos acudían a inspeccionar una aldea,
que el servicio de espionaje había afirmado con certeza que estaba implicada en
alguna matanza, y el lugar resultaba hallarse tan tranquilo, inocente y cándido
como el asno más dócil y pacífico.
Hispania era una tierra
fabulosamente rica, y por eso todos querían poseerla. La primitiva población
indígena ibera se había mezclado con elementos celtas que habían invadido la península cruzando
los Pirineos a lo largo de un milenio, y las incursiones de los bereberes ,de
la zona norte de Africa cercana al estrecho que la separaba de Africa habían enriquecido
aún más el crisol de civilizaciones.
Mil años antes habían llegado
los fenicios de Tiro, Sidón y Berito, en la costa de Siria, y a continuación
los griegos. Doscientos años atrás, quienes arribaron fueron los cartagineses
púnicos, descendientes de los fenicios sirios que habían fundado un imperio con
capital en Cartago, concluyendo con ello el relativo aislamiento de la
península Ibérica, pues los cartagineses habían llegado a ella para explotar su
riqueza minera en oro, plata, plomo, cinc, cobre y hierro.
En las montañas hispanas abundaban estos
metales y la demanda universal de productos manufacturados con unos u otros iba
en rápido aumento. El poder púnico se basaba en el mineral hispano. Incluso el
estaño procedía de Hispania, aunque no fuese el país de origen, pues se extraía
en las fabulosas y remotas islas Casitérides, o del estaño, en los confines del
mundo civilizado, llegando a Hispania a través de los pequeños puertos del
Cantábrico, desde donde seguía por las rutas comerciales de la península hasta
las costas mediterráneas.
Los navegantes cartagineses
habían conquistado Sicilia, Cerdeña y Córcega, lo cual los llevaría indefectiblemente a
un enfrentamiento con Roma, que había tenido lugar ciento Cincuenta años antes.
Al cabo de tres guerras, que se prolongaron a lo largo de cien años, Cartago
sucumbía y Roma obtenía sus primeras posesiones de ultramar, incluidas las
minas de Hispania.
El sentido práctico de los
romanos les hizo ver inmediatamente que lo idóneo era gobernar la península a
partir de dos sedes y la dividieron en dos provincias: la Hispania Citerior o próxima y la Hispania
Ulterior o lejana. El gobernador de la Hispania Ulterior controlaba el sudoeste de la
península, desde la sede de las tierras extraordinariamente fértiles al sur del
río Betis, en cuya desembocadura se situaba la otrora poderosa ciudad fenicia
de Gades.
El gobernador de la Hispania
Citerior ejercía su jurisdicción sobre el nordeste de la península, desde la
sede en la llanura costera mediterránea frente a las islas Baleares, cambiando
de capital conforme a su antojo o las necesidades. Las tierras más al oeste y
al noroeste -Lusitania y Cantabria- permanecían inexploradas en su mayor parte.
Pese al ejemplo que Escipión
Emiliano había hecho con Numancia, las tribus ibéricas seguían resistiéndose a
la ocupación romana mediante emboscadas, incursiones, matanzas y destrucciones
de la propiedad. Así, Cayo Mario, al llegar a aquel escenario singular, se dijo que él también
podía guerrear mediante la emboscada, la incursión, la matanza y la devastación. Y se
aplicó a ello con gran éxito, ampliando las fronteras de la Hispania romana a
Lusitania y las imponentes cadenas montañosas de grandes reservas minerales en
que nacían el Betis, el Anas y el Tagus.
No sería exagerado afirmar que
conforme avanzaban las fronteras romanas, los conquistadores iban apropiándose
de recursos minerales cada vez más ricos, sobre todo de plata, cobre y hierro.
Y, naturalmente, el gobernador de la provincia -que ampliaba las fronteras en
nombre de Roma- era el avanzado de quienes obtenían concesiones mineras. El
erario se llevaba su parte, pero prefería dejar la explotación y las propiedades
mineras en manos privadas, para que la extracción fuese mucho más eficaz y la
explotación más implacable.
( C. McC. )
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