Cayo Mario procedía de la rica
aristocracia rural de Arpinum, y el suyo era un caso especial. Había nacido
para militar, pero, sobre todo, había nacido para ostentar el mando.
"Sabe qué hacer y cómo
hacerlo", decía Escipión Emiliano, con un suspiro quizá de envidia. Y no
es que Escipión Emiliano no supiera lo que había que hacer y cómo, pero es que
desde niño Cayo Mario había oído hablar a generales en el comedor de su casa y
sólo él sabía realmente el grado de espontaneidad que había en sus propias
dotes militares. La verdad es que era muy poco. El gran talento de Escipión
Emiliano radicaba en su organización, no en sus dotes militares. Estaba
convencido de que si una campaña se proyectaba minuciosamente en el puesto de
mando, incluso antes de alistar al primer legionario, las dotes militares no
contaban mucho a la hora del resultado.
Mientras que en Cayo Mario era
un don natural. A los diecisiete años era todavía bajo y delgado, comía con
melindres y seguía siendo un niño delicado, mimado por la madre y secretamente despreciado por el
padre. Luego, se ató el primer par de botas militares, se abrochó las planchas de una
buena coraza de bronce sobre la fuerte camisa de cuero y creció en cuerpo y
espíritu hasta ser físicamente mayor que nadie y fuerte mentalmente en valor e
independencia. Momento en el que su madre comenzó a rehuirle y su padre a
henchirse de orgullo.
En opinión de Cayo Mario, no
había una vida mejor que aquélla, en la que se formaba parte integral de la más
poderosa máquina militar jamás habida en el mundo: la legión romana. No existía marcha ardua
ni lección de esgrima pesada o inútil ni tarea lo bastante humillante que
apagase su creciente fervor y entusiasmo. No importaba el servicio que le
asignasen, siempre que fuese militar.
Ese era Cayo Mario: se enamoró del
ejército, reconociendo en él a un compañero natural, alegre y espontáneo de su
vida. Se alistó de cadete al cumplir los diecisiete años y, lamentando que no
hubiese ninguna guerra importante en aquel momento, se las compuso para servir
constantemente en las filas de los oficiales más jóvenes de las legiones
consulares hasta que, a la edad de veintitrés años, le asignaron un destino
fijo a las órdenes de Escipión Emiliano en el sitio de Numancia.
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