Muchos otros en la posición de
Mario habrían optado por permanecer tumbados en el baño, mientras los esclavos
los enjabonaban, rascaban y masajeaban, Cayo Mario prefería seguir haciéndolo él
mismo. Hay que decir que a sus cuarenta y siete años seguía siendo un hombre
muy atractivo, con un físico nada desdeñable. Por tranquilas que fuesen las
jornadas que vivía, si tenía tiempo, hacía bastante ejercicio
con pesas y barras, cruzaba a nado varias veces el Tíber por el tramo llamado
Trigarium, y volvía corriendo por el perímetro externo del Campo de Marte hasta
su casa en la ladera del Arx capitolino. Comenzaba a escasearle algo el cabello
en la parte superior de la cabeza, pero aún conservaba suficientes rizos para
peinárselos hacia adelante con muy buen efecto. Qué remedio. Nunca había sido,
ni nunca sería, una belleza, pero igual daba la imagen de un romano común.
Por otra parte, un hombre tan
inclinado a lo militar y tan físicamente activo como Cayo Mario, buscaba solaz sexual
sólo cuando, en su necesidad, el azar le deparaba un encuentro con alguna mujer
atractiva; y no había tenido muchos en su vida. Disfrutaba así, de vez en
cuando, de una cana al aire con alguna mujer bonita que se hubiera sentido
atraída por su persona (si estaba libre y dispuesta), con una doméstica o con
alguna cautiva en las campañas. Y así era cuando estaba casado con Grania, una
mujer que le fue impuesta en su niñez y a la que no amaba ni le dio hijos, pero
cuando la repudió y se casó con Julia de los Césares, se abocó totalmente hacia
ella, y descubrió l que era el amor, sentirse enamorado, y los placeres
completos del sexo.
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