domingo, 7 de junio de 2015

DESDE LA GALIA, CÉSAR INVOCA A LOS DIOSES PARA QUE NO ESTALLE LA GUERRA CIVIL ENTRE ROMANOS Y HACE PLANES PARA ENDEREZAR LA SITUACIÓN


César también rezaba por eso mientras trataba de hacer acopio de todo su ingenio para enfrentarse a los boni dentro de los límites de la constitución no escrita de Roma, la mos maiorum. Los cónsules para el año siguiente eran Lucio Emilio Lépido Paulo como senior y Cayo Claudio Marcelo como junior. Cayo Marcelo era primo hermano del actual cónsul junior, Marco Marcelo, y también del hombre que se predecía que sería cónsul el año después del año siguiente, otro Cayo Marcelo. Por ese motivo a menudo se referían a él como Cayo Marcelo el Viejo, y a su primo como Cayo Marcelo el Joven. Terco enemigo de César, de Cayo Marcelo el Viejo no se podía esperar nada. Paulo era diferente. Exiliado por tomar parte en la rebelión de su padre, Lépido había llegado un poco tarde a la silla curul de cónsul, y lo había logrado reconstruyendo la basílica Emilia, que era, con gran diferencia, el edificio más importante del Foro Romano. Luego llegó el desastre el día en que el cuerpo de Publio Clodio ardió envuelto en llamas en la casa del Senado; la casi acabada basílica Emilia ardió también, y Paulo se encontró sin dinero para volver a empezar.


Paulo era un hombre de paja, y éste era un hecho del que César estaba al corriente. Pero así y todo lo compró. Valía la pena ser el amo del cónsul senior. Paulo recibió mil seiscientos talentos de César durante el mes de diciembre, entró como hombre de César en las nóminas que llevaba Balbo, y la basílica Emilia pudo reconstruirse aún con mayor esplendor. De más importancia era Curión, que fue comprado por sólo quinientos talentos e hizo exactamente lo que César le había sugerido, fingir que se presentaba al tribunato de la plebe en el último momento y, cosa que no era difícil tratándose de un Escribonio Curión, fue elegido con el mayor número de votos.


César también puso en marcha otros proyectos. Todas las ciudades importantes de la Galia Cisalpina recibieron enormes cantidades de dinero para erigir edificios públicos o para reconstruir sus plazas de mercado, como hicieron los pueblos y ciudades de Provenza y de la propia Italia. Pero todas esas poblaciones tenían una cosa en común: le habían manifestado su apoyo a César. Durante algún tiempo pensó en donar edificios a las Hispanias, a la provincia de Asia y a Grecia, pero luego decidió que tal inversión no sería apoyo suficiente para él si Pompeyo, un patrón mucho mayor en aquellos lugares, elegía no permitir que sus protegidos apoyaran a César. Nada de todo aquello se hizo para ganar los favores en el caso de que estallase una guerra civil, sino para atraer a los influyentes plutócratas locales al terreno de César y para animarlos a que sugirieran a los boni que ellos no verían con agrado que a César se le tratase mal. La guerra civil era la última alternativa, y César creía realmente que era una alternativa tan abominable, incluso para los boni, que nunca se llegaría a tal extremo. Y el modo de ganar era hacer imposible a los boni ir en contra de los deseos de la mayoría de Roma, Italia, Galia Cisalpina, Iliria y la provincia gala romana.


César comprendía la mayoría de las idioteces, pero no podía, ni siquiera cuando se hallaba en estados de ánimo muy pesimistas, creer que un pequeño grupo de senadores romanos prefirieran precipitarse a una guerra civil antes que enfrentarse a lo inevitable y darle a César lo que, al fin y al cabo, no era más que lo que se le debía. Ser legalmente cónsul por segunda vez, libre de procesamientos, el primer hombre de Roma y el primer nombre en los libros de historia. Estas cosas se las debía él a su familia, a su dignitas, a la posteridad. No dejaría ningún hijo, pero un hijo no era necesario a menos que éste tuviera la habilidad de subir aún más alto. Eso no solía ocurrir, todo el mundo lo sabía. Los hijos de los grandes hombres nunca eran grandes. Como ejemplos estaban el Joven Mario y Fausto Sila...


Mientras tanto había qúe pensar en la nueva provincia romana de la Galia Comata. Forjar, cribar a los mejores hombres locales. Y unos cuantos problemas que resolver de naturaleza más prudente, incluido el de deshacerse de dos mil galos que César no creía se inclinaran ante Roma durante más tiempo que el que durase su mandato en la nueva provincia. Mil de ellos eran esclavos que César no se había atrevido a vender por temor a represalias sangrientas, bien fuera contra sus nuevos dueños o en insurrecciones parecidas a la de Espartaco. El segundo millar estaba compuesto por galos libres, en su mayoría jefes de tribu, que no se habían acobardado ni siquiera después de producirse la amputación de manos en las víctimas de Uxellodunum.


Acabó mandándolos a pie a Masilia y cargándolos a bordo de transportes bajo una fuerte vigilancia. Los mil esclavos fueron enviados al rey Deiotaro de Galacia, que era galo él también y siempre estaba necesitado de buenos hombres de caballería; sin duda, cuando llegaran, Deiotaro los haría libres y les presionaría para que prestaran servicio de armas. Los mil galos libres los envió al rey Ariobárzanes de Capadocia. Ambos lotes de hombres eran regalos, una pequeña ofrenda en el altar de la diosa Fortuna. La suerte era señal de que se gozaba del favor de los dioses, pero nunca estaba de más forjarse la suerte por sí mismo. Atribuir el éxito a la suerte era una manera de pensar muy vulgar, y nadie sabia mejor que César que detrás de la suerte había mares de trabajo duro y pensamiento profundo.


Sus tropas podían alardear de la suerte que tenía César; eso a él no le importaba lo más mínimo. Mientras pensasen que él tenía suerte, no tenían miedo, con tal de que él estuviera allí para lanzar sobre ellos el manto de su protección. Fue una suerte vencer al pobre Marco Craso, que tuvo los días contados desde el momento en que sus tropas decidieron que era gafe. Ningún hombre estaba libre de cierta clase de superstición, pero los hombres de humilde cuna y educación escasa eran supersticiosos en grado sumo. César jugaba con eso conscientemente. Porque si la suerte provenía de los dioses y se pensaba que un gran hombre la tenía, lógicamente ese hombre adquiría una especie de reflejo de la divinidad, y no hacía daño que los soldados pensasen que su general se hallaba sólo un poco más abajo que los dioses.

( C. McC. )

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