HORACIO |
Horacio, mucho más tarde, convalidó a posteriori los
temores que Catón había expresado a priori, con un famoso verso:
Graecia capta ferum victorem cepit, «la Grecia conquistada conquisto al bárbaro
conquistador». Y para hacerlo, usó varias armas: la religión y el teatro para
la plebe, y la Filosofía y las artes para las clases superiores, que todavía no
eran cultas, pero que desgraciadamente, se tornarían tales.
A Polibio, cuando lo llevaron prisionero, la religión
de Roma le pareció todavía sólida. La peculiaridad —escribe— por la cual a mi
juicio el Imperio romano es superior a todos los demás, es la religión que en
él se practica. Lo que en otras naciones seria considerado reprobable superstición,
aquí, en Roma, constituye los cimientos del Estado. Todo lo que le atañe se
reviste de tal pompa y hasta tal punto condiciona la vida pública y privada,
que nada podrá nunca hacerle competencia. Creo que el Gobierno lo ha hecho
aposta, para las masas. No sería necesario si un pueblo estuviese compuesto
exclusivamente de gente ilustrada, pero para las multitudes, que siempre son
obtusas y fáciles a las pasiones ciegas, es bueno que por lo menos exista el
miedo para tenerlas sujetas.
A un hombre como él, recién llegado de Grecia, donde el
escepticismo y la incredulidad no tenían ya límites, se comprende que los
romanos, que conservaban un vislumbre de fe, le debían hacer el efecto de unos
monjes. Mas se trataba verdaderamente de un vislumbre, aunque ciertas fórmulas
litúrgicas (la «pompa», decía Polibio) seguían siendo, por la fuerza de
la costumbre, respetadas. Catón, que, sin embargo, se inclinaba a salvar todas
las viejas costumbres y creencias, se preguntó, en un discurso, cómo se las
componían los augures, conociendo cada uno los trucos del otro, para no
reírse en la cara cuando se encontraban por la calle. Y en la escena, Plauto
podía ridiculizar impunemente a Júpiter en el papel de seductor de Alcmena y
presentar a Mercurio como un payaso.
El público que aplaudía esas impías comedias era el mismo
que pocos años antes, a la noticia del desastre de Cannas, se había precipitado
a la plaza gritando: «¿A qué dios hemos de rezar por la salvación de Roma?»
Evidentemente, sólo en los momentos de peligro se acordaban los romanos de
tener un dios, pero no sabían cuál era el bueno, entre tantos como poblaban su
paraíso. Y curiosa fue la respuesta del Gobierno, que decidió confiar la
salvación de la Urbe no a un dios romano, como siempre había sucedido hasta
entonces, sino a una diosa griega, Cibeles, por lo que ordenó que su estatua
fuese transportada desde Pesinunte, donde se hallaba, en Asia Menor, a Roma. Átalo,
rey de Pérgamo, permitió el traslado. Y así Magna Mater, como fue
rebautizada la diosa, llegó un buen día a Ostia, donde la estaban aguardando Escipión
el Africano a la cabeza de un comité de nobles matronas. En Roma se
esparció la voz de que la nave, encallada en los arenales de la desembocadura
del Tíber, fue puesta a flote y conducida a lo largo del río hasta el corazón
de la ciudad por la vestal Virginia Claudia, gracias a su caridad. Y
todos, lo creyesen o no, quemaron incienso al paso de la diosa que las matronas
llevaron en procesión hasta el templo de la Victoria. El Senado quedó un poco
escandalizado y perplejo cuando supo que la Gran Madre tenía que ser atendida
por sacerdotes autocastrados. En los colegios sacerdotales de Roma no los
había. Al fin encontraron algunos entre los prisioneros de guerra, y les
hicieron sacerdotes para la ocasión.
Desde aquel momento la liturgia griega se difundió y fue
aplicada no tan sólo a los dioses que venían de allí, sino también a los
romanos. El resultado fue que, de austera y más bien lúgubre, como había sido
hasta entonces, se volvió alegre y carnavalesca. En -186, el Senado se enteró,
con alarmado estupor, de que el pueblo llano se había aficionado
particularmente a Dionisio, había hecho de él su santo preferido,
llenaba su templo y le ofrecía sacrificios con particular entusiasmo. Se
comprende fácilmente la razón; los sacrificios consistían en pantagruélicas
comilonas, en copiosas libaciones y en un desenfreno de las relaciones entre
hombres y mujeres. En suma, lo eran todo menos «sacrificios». La policía hizo
una redada de participantes en aquellas fiestas; detuvo a siete mil, condenó a
muerte a algunos centenares, encarceló a los demás y suprimió el culto. Pero
cuando han de intervenir los agentes de la autoridad para salvar las costumbres
de un pueblo, esto quiere decir precisamente que tales costumbres están en la
agonía.
Eso veíase, además, en el teatro, que se iba convirtiendo en
el verdadero templo de Roma.
El primer intento de espectáculo había sido el de Livio
Andrónico, el prisionero de guerra tarentino, de origen griego, que en -240
escenificó, recitó y cantó en toscos versos «saturninos» la Odisea. Como
ya hemos dicho, público y Gobierno quedaron tan complacidos, que permitieron a
los actores constituirse en «gremio» y organizar, para las grandes fiestas del
año, los llamados ludes escénicos.
Cinco años después de aquella histórica premiére,otro
prisionero de guerra, napolitano esta vez, Cneo Nevio, produjo otra
comedia que, con visos aristofanescos, ridiculizaba los abusos y la hipocresía
de la sociedad romana. El pueblo se divirtió. Pero las familias influyentes,
que se sentían aludidas, protestaron. Eran demasiado toscas y zafias para
aceptar la sátira, que sólo encuentra carta de ciudadanía en los pueblos muy
civilizados. El pobre Nevio fue detenido y tuvo que retractarse. Escribió otra
comedia, seguramente con la intención de no volver a ofender a nadie, pero como
era un hombre de ingenio no lo consiguió. También esta vez le salió de la pluma
alguna pulla, y la pagó con la deportación. Roma perdió así a la vez un
comediógrafo que podía ser el germen de una producción original y no ya calcada
de modelos extranjeros, y un humorista que podía enseñar a aquel pueblo tétrico
y grave el arte de sonreír, de darse cuenta de los propios defectos y de
remediarlos. En el exilio, Nevio continuó escribiendo. Y dejó un feo poema
dramático sobre la Historia romana que revelaba en él un arrebatado
patriotismo.
A partir de entonces el teatro romano continuó copiando al
griego, hasta que un tercer forastero vino a darle un hálito de originalidad. Quinto
Ennio era un apuliano de padre italiano y de madre griega. Había estudiado
en Tarento, donde se representaban los dramas de Eurípides, de los que
estaba enamorado. Despues fue a hacer el servicio militar. En Cerdeña había
llamado la atención, por su valor, de Catón, que estaba allí de cuestor, el
cual se lo llevó consigo a. Roma. Sus Anales, una historia épica de
Roma, desde Eneas a las guerras púnicas, fueron, hasta Virgilio, el
poema nacional de la Urbe. Pero su pasión era el teatro, para el que escribió
una treintena de tragedias en las que se metía sobre todo con el celo de los
beatos. He aquí, en boca de un protagonista suyo, sus convicciones religiosas:
«Os aseguro, amigos, que los dioses existen, pero que les importa un comino lo
que hacen los mortales. ¿Cómo, de no ser así, explicaríais que el bien no sea
siempre pagado con el bien y el mal con el mal?» Cicerón, que cita esta frase
en la que se vislumbran ya las teorías de Epicuro, y dice haberla oído
él mismo, asegura que fue larga y ruidosamente aplaudida desde la platea.
Ennio aconsejó a sus seguidores que hicieran en las
comedias un poco de filosofía, pero no demasiado. Desdichadamente, fue el
primero en no tener en cuenta esta sensata máxima; quiso escribir dramas de
«ideas», como se dice hoy, y el público, aburrido, le volvió la espalda para
acudir a las farsas de Plauto, que fue el primer verdadero comediógrafo
de Roma.
Vino de Umbría donde naciera el 254, y su nombre ya movía a
risa. Tito Maccio Plauto quería decir: Tito, el payaso de los pies
planos. Comenzó como «comparsa», ahorró algún dinero, lo invirtió en un negocio
arriesgado, y lo perdió. Entonces, para comer, se puso a escribir. Primero
adoptó comedias griegas, intercalando frases sobre los sucesos de actualidad
romanos. Mas cuando vio que el público se reía sobre todo de aquéllas, abandonó
los modelos extranjeros y se puso a componer obras originales, echando mano de
la crónica de sucesos de la ciudad e inaugurando un verdadero teatro «de
costumbres». No tardó en ser el ídolo del público que celebraba su buen humor
cordial y su abierta risa rabelesiana. Su Miles gloriosas hizo delirar a
la platea. Todos le querían y de él aceptaron también el Amphitrion, que
contenía aquella irreverente sátira de Júpiter, presentado como un vulgar Don
Juan que, para seducir a Alcmena, se hacía pasar por su marido.
El año que murió Plauto, el -184, llegó a Roma, como
esclavo Terencio, un cartaginés, que tuvo la suerte de ir a parar a casa
de Terencio Lucano, senador culto y afable que descubrió el talento de
su siervo y le liberó. Terencio, que originariamente se llamaba Publio Afro,
tomó su nombre en agradecimiento. Cuando hubo escrito la primera comedia,
Andria, fue a leérsela a Cecilio Estacio, autor ya consagrado que en
aquel momento hacía furor, pero del que no ha quedado nada. Suetonio
cuenta que Estacio quedó tan impresionado que invitó a comer a su
visitante, aunque éste vistiera como un mendigo. Terencio frecuentó los salones
y se puso de moda entre las clases altas, pero no alcanzó jamás la popularidad
de Plauto. Su segunda comedia, Hecyra, fracasó porque el público
abandonó el teatro al enterarse de que en el Circo había dado comienzo el
combate de un gladiador contra un oso. La fortuna le sonrió con el Eunuco,
que en dos representaciones, dadas el mismo día, le proporcionó ocho mil
sestercios. En Roma se murmuraba que el verdadero autor de aquellas obras era Lelio,
hermano de Escipión, gran amigo y protector de Terencio. El cual, con mucho
tacto, no desmintió ni confirmó jamás este chismorreo. Y tal vez precisamente
por sustraerse a él decidió partir para Grecia. No volvió más. En el camino de
retorno, murió de enfermedad en Arcadia.
Los ambientes intelectuales y sofisticados de entonces
tuvieron por Terencio la misma pasión que los franceses contemporáneos
han tenido por Gidc. Cicerón le definió «el más exquisito poeta de la
República». César, que era entendido en literatura, y más sencillo, le
consideraba un perfecto estilista, pero un dimidiatus Menander, un Menandro
partido en dos, en la escena. Sus comedias, en efecto, no caen nunca en la
ordinariez de las de Plauto. Sus personajes son más complejos y
matizados y el diálogo es más ceñido y lleno de segundas intenciones. Pero,
desgraciadamente, desarrollando en un lenguaje que ya no era el del pueblo, al
que le sonó a artificio. Y le silbó.
Aquel pueblo iba entonces al teatro cada vez en mayor
número, en parte porque no se pagaba entrada. Los locales eran rudimentarios y
se montaban tan sólo con ocasión de las fiestas, después de las cuales quedaban
desafectados. Consistían en una armadura de madera que sostenía el escenario,
delante del cual había una «orquesta» circular para los ballets que acompañaban
el espectáculo. Los espectadores estaban parte de pie, parte tumbados en el
suelo, parte sentados en escabeles que se traían de casa. Sólo en -145 fue
construido un teatro inamovible, también de madera y sin techo, pero con
asientos dispuestos circularmente, en torno al escenario, a estilo griego. Todo
el mundo era admitido; hasta los esclavos, que, empero, no podían tomar
asiento, y las mujeres, confinadas, sin embargo, al fondo.
Los prólogos que el actor recitaba antes de que se alzase el
telón, contenían recomendaciones a las mamas para que les sonasen las narices a
sus niños antes de que empezase el espectáculo, o de llevarse a casa a los que
gimoteaban. Debía de tratarse de plateas ruidosas e indisciplinadas, que
interrumpían frecuentemente el recitado con frases mordaces y pullas groseras y
que a menudo ni siquiera se daban cuenta de cuándo terminaba el espectáculo,
que, efectivamente, concluía con un nunc plaudite omnes, o sea con una
invitación al aplauso.
Los actores eran, en general, esclavos griegos, menos el
protagonista que podía ser un ciudadano romano. El cual, empero, al entregarse
a aquella carrera perdía sus derechos políticos, como ocurría en Francia hasta
el siglo xvu. Los papeles femeninos eran interpretados también por hombres.
Mientras el público fue limitado, se contentaban con una somera
caracterización. Mas cuando, en el siglo II antes de Jesucristo, las plateas
comenzaron a rebosar de público, se introdujo, para distinguir los caracteres,
el uso de las máscaras, que se llamaban personae, del etrusco phersu.
Así que dramatis personae significa literalmente «máscaras del drama».
Cuando se trataba de tragedias, los actores que las encarnaban calzaban los coturnos,
que eran zapatos con tacones, y cuando se trataba de comedias, llevaban el
soccus, o sea zapato bajo. También entonces, como hoy, hubo continuos
conflictos entre público y censura, que vigilaba atentamente la obra. Fue
basándose en una ley de las Doce Tablas, que prohibía la sátira política y
preveía hasta la pena de muerte, que el pobre Nevio había sido expulsado y,
para no seguir su suerte, sus sucesores lo tomaron todo prestado a Grecia;
escenas, caracteres, situaciones, indumentaria y hasta los nombres de las
monedas. Los criterios en que se inspiraba aquella policíaca censura eran, como
siempre, burocráticos y absurdos. Permitían cualquier obscenidad, con tal de
que no sugiriesen críticas contra el Gobierno y los ciudadanos de posición.
Afortunadamente, los ediles que organizaban aquellos
espectáculos para complacer a la masa y granjearse sus votos, estaban siempre
de parte de los autores y les protegían. Plauto debió tener de la suya uno, muy
poderoso para permitirse todo lo que se le permitió. De no haber sido por él,
el teatro romano no hubiera nacido siquiera. Se habría quedado en una imitación
del griego y nosotros no encontraríamos en él ese espejo de una sociedad que,
bien o mal, nos ha proporcionado.
Mas aquel relajamiento de frenos se produjo sobre todo
porque soplaba un viento de «libre pensamiento». Lo habían traído los
«gréculos», como les llamaban por mofa los romanos, escarnio que no les impedía
tomarles por maestros. Prisioneros de guerra importados de Grecia en calidad de
rehenes o de esclavos, fueron efectivamente los primeros
gramáticos,retóricos y filósofos que abrieron escuela en Roma. En
-172, el Senado descubrió entre ellos a dos seguidores de Epicuro, y les
expulsó. Pocos años después, Crates de Males, director de la Biblioteca
del Estado en Pérgamo y jefe de la escuela estoica, fue a Roma como embajador,
se rompió una pierna y, en espera de curar, se puso a dar conferencias. En
-155, Atenas mandó en misión diplomática tres filósofos (ya no tenía más que
aquéllos): Carnéades el platónico, Critolao el aristotélico, y Diógenes
el estoico. También dieron conferencias, y Catón, cuando oyó a Carnéades' afirmar
que los dioses no existían y que justicia e injusticia no eran sino
convencionalismos, corrió al Senado y pidió la repatriación de los tres
atenienses.
La obtuvo, pero de poco sirvió, visto que el pensamiento y
la cultura griegos estaban patrocinados por muchos de los propios romanos, y de
los más influyentes, que los habían ya absorbido. Flaminino poseía en su
casa una galería llena de estatuas de Policleto, Fidias, Scopas y Praxíteles.
Emilio Paulo, del botín acopiado a expensas de Perseo, había separado
la biblioteca del rey, y con ella educaba a sus hijos. El más joven de éstos,
cuando él murió, fue adoptado por Publio Cornelio Escipión, hijo del
Africano. Tomó el nombre y, como Publio Cornelio Escipión Emiliano emuló
al abuelo destruyendo Cartago, fue jefe de aquel poderoso linaje y lo convirtió
todo al helenismo.
Guapo y rico como era, de modales afables, inteligencia
pronta y honradez incorruptible (al morir, dejó tan sólo treinta y tres libras
de plata y dos de oro), estaba perfectamente indicado para convertirse en el
ídolo de los salones que en aquel momento comenzaban a pulular. Polibio
vivió durante años como huésped en su casa, donde acudía también cotidianamente
Panecio, otro griego de Rodas, de sangre aristocrática y de escuela
estoica. Su libro De los deberes, que Escipión probablemente sugirió e
inspiró, fue el texto sobre el cual se formó la «juventud dorada» de Roma. A
diferencia de los antiguos, los nuevos estoicos no predicaban la virtud
absoluta y no invocaban una completa indiferencia a la suerte y a la desgracia.
Querían tan sólo proponer un equivalente, lleno de compromisos, pero decente, a
una fe que ya no regía las costumbres de Roma. Era la indulgencia que sustituía
al severo puritanismo de un tiempo.
El salón de
Escipión tuvo una influencia enorme. Descollaron en él, además de Flaminino, Gayo
Lucilio y Gayo Lelio, cuya fraternidad con el dueño de la casa inspiró a
Cicerón el libro De amicitia. Se debatían ideas aladas. Se
entusiasmaban por lo bello. Eran obligatorios modales refinados, ideas
originales y valiosas, y, sobre todo, una lengua pulcra, brillante, sin acento;
una lengua que después, en manos de Catulo, que frecuentó aquellos
ambientes, tornóse en la literaria y culta de Roma, pero que, en boca de los
personajes de Terencio, el público silbó porque la notaba artificial y alejada
de la suya.
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